En París Wenceslao dejó de teñirse el cabello y su rubio volvió a brillar como antaño. Solo sus ojos de cielo continuaban apagados; tal vez nunca volvieran a encenderse.
Seguía trabajando como traductor y de a poco se había ido comprometiendo con la ayuda solidaria a compatriotas exiliados, aunque lejos de las banderías políticas. No podía con su genio, siempre sería un peón a la hora de colaborar con los más necesitados.
Su tarea de beneficencia consistía en enseñar francés para que los que seguían llegando pudieran insertarse en el país y acceder a trabajos menos precarios. Entre mates y canciones de Sui Generis se pasaba los atardeceres y las noches en compañía de argentinos que todavía sufrían el desarraigo y la tortura.
Casi todos querían quedarse en París pese a ser uno de los lugares más caros de Francia, no por las candilejas de la ciudad luz sino por la solidaridad y el apoyo que allí encontraban de la mano de coterráneos y de las agrupaciones que los reunían.
Con el paso de los días Wenceslao se fue vinculando cada vez con más gente y logró que la tristeza se hiciera a un lado. Estaba allí, agazapada en un rincón de su ser, mientras él avanzaba en sus propósitos para progresar, aun cuando eso era mal visto por los compañeros montoneros, quienes tildaban de cobardes a los que querían integrarse a Francia abandonando la revolución.
Se había cruzado con varios exiliados que vivían en una micro Argentina dentro de París, con los ojos únicamente puestos en la contraofensiva, con toda la energía concentrada en eso, por tanto era imposible y hasta impensable que eligieran el estudio o el trabajo. Vivían con lo mínimo pero los alumbraba la esperanza del cambio.
Más de un militante había discutido con algún compatriota acusándolo de traidor, de burgués por querer progresar y estudiar. El mundo de los exiliados era un complejo social digno de análisis, pero Wen prefería abstraerse de esa vida pasada y volcaba su esfuerzo en trabajar y ayudar a quienes lo necesitaban. Su alma, pese a estar fragmentada, era noble y generosa.
Cuando le ofrecieron dar clases de español en una empresa que tenía proyectos de expansión no tuvo más opción que inscribirse en la universidad para revalidar su título, porque de esa manera podía estar en regla para un trabajo de medio tiempo y obtener cobertura social.
De a poco fue prosperando y pudo cambiarse a un hotel de mayor calidad, mejor ubicado en relación a sus actividades que le ocupaban todo el día.
Gracias al dinero que había reunido pudo comprarse la Grundig Satelite, una radio con 18 frecuencias y antena de alto alcance. Con ella podía escuchar noticias de la Argentina a ciertas horas. Era el sueño de muchos poder oír sobre la tierra natal.
También junto con otros argentinos había comenzado a colaborar con la revista Sin Censura, en plena gestación, de la cual participaban Julio Cortázar y Osvaldo Bayer, que enviaba notas desde su destierro en Alemania. La publicación quería aportar datos para esclarecer los crímenes de la dictadura.
Por la noche caía tan cansado que no había espacio para pensar en Libertad y su traición. Evitaba las mujeres, no tenía ganas de volver a relacionarse con ninguna y desahogaba sus necesidades masculinas recurriendo a la masturbación. Tenía el corazón tan herido que pensar en que alguna otra pudiera lastimarlo de nuevo lo alejaba de todas.
A veces concurría a eventos sociales que los mismos exiliados organizaban para paliar el desarraigo. Las iglesias cristianas y diversas asociaciones solían aportar sus salas de conferencias y de fiestas para actos y reuniones. Los viernes continuaba yendo a la parrilla de los uruguayos de la calle Nanteuil, un clásico para todos los argentinos.
Allí conoció a un mendocino que había adoptado el régimen de refugiado.
—Ando con el pasaporte de Ginebra, como no pude ni acercarme a la Embajada Argentina lo tramité ante el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, con sede en Ginebra —le dijo—, que tiene más de doscientas cincuenta oficinas repartidas por todo el mundo.
Wenceslao desconocía todo eso y escuchaba atento.
—Pasé de la cárcel directamente al avión —relató un compañero.
El derecho de opción que preveía el artículo 23 de la Constitución argentina había sido suspendido por la Junta Militar en 1976, pero en septiembre de 1977 la opción había sido restituida con una modificación: su otorgamiento quedaba a criterio del Poder Ejecutivo, que podía negarla si consideraba que el detenido, desde el exterior, podía implicar un peligro para la seguridad de la nación.
—Mis compañeros militantes me acusaron de deserción y traición, pero era más importante mi vida —continuó—. Sé de gente que fue sentenciada a muerte por su propio partido. Ya todo estaba desmadrado, los líderes montoneros lograron irse en 1977 y no autorizaron oficialmente nuestra salida —había pesar y decepción en su voz—. Pero yo no siento culpa, aunque muchos de mis compañeros me juzgarían y condenarían por irme. Es todo muy contradictorio…
Wen sabía de qué hablaba, empezaba a entender el porqué de la traición. La huida del país solo era bien recibida para trabajar desde afuera para la organización. Su partida había sido vista como un acto de “traición a la causa”, y por ello el castigo.
—Entiendo… —murmuró—. Por lo que deduzco no estás en el foyer…
Quienes se refugiaban podían aceptar los seis meses de residencia en foyers, hogares colectivos que ofrecía el sistema francés. Allí recibían alojamiento, comida y una pensión mínima para gastos de movilidad.
—No, no —replicó el otro enseguida—, no quería estar más encerrado. El foyer tiene un sistema de comidas reglamentarias, ese tipo de cosas… ¡era como estar de nuevo en la cárcel! Necesitaba libertad, de modo que empecé a estudiar. Durante tres meses me pagan una ayuda para que pueda estudiar lengua.
—Me alegro por vos—respondió Wenceslao.
Un viernes concurrió a la parrillada y le anunciaron que habría un espectáculo luego de la cena.
—Tango —dijo un compatriota—, viene una bailarina argentina que se emparejó con un francés.
Al oír tales palabras a Wenceslao se le secó la boca y su corazón galopó como si lo persiguieran los demonios.
—Te pusiste pálido —dijo su interlocutor—. ¿Estás bien?
Se acercó a una silla y se sentó llevándose las manos a las sienes. Un repentino dolor de cabeza lo martilleaba fuerte. Hacía días que había logrado vencerlo y ahí estaba de nuevo esa aguja taladrándole el cerebro. Desde el disparo nada era igual.
Su compañero aguardó un momento hasta que Wenceslao se fue tranquilizando y sosegó su palpitar.
—Estoy bien, ya pasó.
—Te decía, hoy habrá tango, dicen que la rubia es muy bonita, además de excelente bailarina.
—¿Rubia? —repitió.
—Sí —caminó hasta el mostrador trayendo consigo un afiche—. ¿No es linda? —preguntó exhibiéndole una fotografía malograda a causa de tantas impresiones de baja calidad donde se veía una pareja de bailarines entrelazada. La mujer era bonita, pero en nada se parecía a Libertad.
—Sí, es linda —reconoció con más calma. Después se puso de pie—. Voy a tomar aire un rato, regresaré para la cena.
Lejos de allí, en Montmartre, Libertad ayudaba a su tía Milagros a preparar la comida. La jovencita aún estaba recomponiendo el cuerpo luego de sus días de viaje y mala alimentación. La falta de descanso y la pena se evidenciaban en su delgadez y el color macilento de sus mejillas. Sus ojos también estaban mustios y su voz apagada.
—¿Respondió Naiquen? —quiso saber mientras cortaba las papas que alimentarían el guiso.
—No… pero con estos días de fiesta... —refiriéndose a los feriados de fin de año—. Me gustaría ir a verla, ¿no creés que nos haría bien unos días al aire libre?
Libertad negó con la cabeza antes de responder.
—Yo solo quiero encontrar a Wen —dijo al fin—, no creo que él se haya ido para el campo.
—Tenés razón… —concordó la tía—, además no puedo dejar a Gustave otra vez con todo lo del taller. —El trabajo se acumulaba en el atelier, ella se había convertido en su mano derecha.
—No sé por dónde comenzar, tía… ¿y si se fue de París? ¿Y si eligió España?
Milagros se conmovió, era cierto lo que decía su sobrina, Wenceslao podía estar en cualquier punto del planeta, sería difícil hallarlo.
—¿Y si llamamos a Argentina? ¿A su casa? —Libertad no sabía que las familias de quienes formaban parte de una lista negra tenían los teléfonos pinchados, no así las de quienes habían adoptado el régimen de refugiados.
—¡Sabés que es una locura! —reaccionó Milagros—. No podés alertar a nadie ni poner en riesgo a la familia. La tuya y la de él.
—¡Oh, tía! ¿Cómo voy a hacer para dar con él? —La joven dejó los utensilios de cocina y se desplomó sobre una silla.
—Llorá si te hace falta —la otra mujer se acercó y le acarició el pelo—, hallaremos una solución, vas a ver. —Intentó darle ánimos—. Haremos lo siguiente, mañana mismo vamos a recorrer las distintas organizaciones para exiliados, los lugares que los argentinos frecuentan, preguntaremos aquí y allá. Quedate tranquila que si está en París lo vamos a encontrar.
—¿De verdad lo creés? —Sus ojitos claros brillaron con una luz de esperanza.
—No te mentiría —prometió.
A la mañana siguiente Milagros se levantó temprano y se fue para el taller. Quería dejar todo lo necesario para que su marido pudiera seguir trabajando sin complicaciones. Pensó que sería lindo tener un buen cuadro con el perfil de Libertad, era una muchacha muy bella y llamativa, pero entendió que la joven no estaba de ánimo para volver a posar ante nadie. Dejaría pasar el tiempo antes de pedírselo.
Después volvió a la casa y halló a su sobrina esperándola, con la ansiedad pintada en el semblante.
—Vamos —dijo tomándola del brazo—, si me demoraba un minuto más te escapabas sola —bromeó.
Mientras bajaban por las callecitas empinadas y engalanadas con las guirnaldas que habían quedado de los festejos de fin de año y las flores de estación, Milagros le iba contando cómo era la dinámica de los argentinos exiliados.
—¿Y cómo sabés tanto? —preguntó Libertad subiéndose el cuello de su gabán.
—Estuve averiguando, Gustave también se ocupó.
—Gracias —murmuró la muchacha, conmovida—. No sé qué haría sin ustedes.
—Para eso somos familia.
Como era jueves, el primer sitio al que concurrieron fue la Embajada Argentina, porque allí se manifestaban los argentinos junto con franceses de diversas ONG, como el grupo Nuevos Derechos Humanos y la Asociación de los Cristianos por la Abolición de la Tortura (ACAT).
Las Madres de Plaza de Mayo también llegaron a Francia y todos los jueves comenzaron a reunirse frente a la embajada, creándose la Solidaridad con las Madres (SOLMA), la filial de las Madres en París, de la que participaban varias francesas y argentinas con hijos o nietos desaparecidos.
Las marchas de los jueves habían surgido como una réplica de las que se realizaban en la Argentina frente a la Casa de Gobierno por las Madres de Plaza de Mayo, llamadas por la Junta “las locas de la Plaza de Mayo”.
Ni bien llegaron, Libertad perdió la compostura y comenzó a caminar entre la muchedumbre buscando con ojos desorbitados entre esa gran masa de gente que reclamaba la aparición de sus compatriotas y el cese de las torturas. Milagros la seguía como podía temiendo perderla entre el gentío.
El juego era siempre el mismo: la manifestación avanzaba por la Rue Cimarrona, calle de la embajada, entre policías y barreras, y al llegar a la puerta aguardaba que el portero abriera. Este, un hombrecito con bigotes muy negros, recibía el listado con los nombres de los desaparecidos diciendo “veré qué puedo hacer”. El ritual se repetía semana a semana. Familiares de franceses desaparecidos, argentinos exiliados, familiares de argentinos de quien nadie tenía certeza de su paradero entregando el listado y la falta de respuesta oficial.
A ambas las conmovieron las mujeres con los pañuelos blancos portando pancartas con las fotos de sus hijos, mujeres que tenían grabado en el rostro la marca del desconsuelo. También había asociaciones francesas e instituciones solidarias que abogaban por los secuestrados.
—Cuánto dolor se respira —dijo Libertad al borde del llanto—, no creí que hubiera tanta repercusión acá…
—Así es… es todo tan conmovedor —debió admitir Milagros, que vivía en la cima de Montmartre, ajena a todo entre sus cuadros y artesanías, como si quisiera escaparse del mundo y sus realidades.
Milagros afinó el oído y se enteró de que además de acusar a Videla muchos estaban en contra del propio presidente Giscard d’Estaing por su inacción frente a la desaparición de sus conciudadanos.
—¿Esa no es Catherine Deneuve? —preguntó Libertad sorprendida.
Milagros se estiró y divisó a la diva entre la multitud.
—Sí, es ella.
Luego se enterarían de que numerosas personalidades de Francia concurrían a las manifestaciones.
Después de recorrer rostros y no hallar a Wenceslao, con dolor de cabeza y de alma, Milagros arrastró a su sobrina hasta un bar para paliar el frío y el agotamiento.
Entre chocolate caliente y croissants las mujeres advirtieron que se les había pasado el almuerzo.
—Sabés… —comenzó Milagros—, tengo ganas de tener un bebé.
Los ojos de Libertad brillaron de modo especial, ella también había soñado con un bebé con los ojos de su amor.
—Es una linda noticia —dijo mirando a su tía con ternura.
—No lo hablé con Gustave aún…
—¿Pensás que no va a querer? —preguntó Libertad al ver la expresión de duda en los ojos de Milagros.
—No lo sé… nunca mencionamos el tema —hizo una pausa para beber—, desde que estamos juntos jamás hablamos de un bebé.
—Eso no significa que no lo quiera… ¿Por qué tenés miedo de decirle lo que te pasa?
—No lo sé… —Milagros sonrió y meneó la cabeza—, no lo sé. Soy una tonta.
—No, no lo sos —Libertad extendió la mano por encima de la mesa para tomar la suya—, sos la mejor tía del mundo.
—¡Soy la única que tenés!
Ambas rieron.
Cuando Lito llegó al hogar María era un manojo de nervios. Ni bien abrió la puerta vio a su mujer paseándose con la niña en brazos. Felicia no cesaba de gritar y se sacudía cual posesa.
—¡Pero! ¿Qué pasa aquí? —Se acercó raudo y tomó a la pequeña en sus brazos.
Lejos de calmarse la criatura continuó con su berrinche, algo extraño en ella siempre tan tranquila. El padre intentó sosegarla cantándole la canción con que solía dormirse pero Felicia no lo escuchaba. Chillaba y babeaba como loca.
—¿Qué le hiciste? —increpó con furia a su mujer, equivocando su reacción y advirtiéndolo enseguida—. Perdoname, es que esta niña así…
—No deja de gritar desde hace dos horas —sollozó María—, no sé qué hacer con ella. Debemos llevarla a un médico.
—Tenés razón, vamos de inmediato.
En el hospital tardaron bastante en atenderlos pese a que Napolitano insistió. Allí no tenía el peso que ostentaba en Buenos Aires y tuvo que permanecer sentado en el banco junto con otros pacientes.
Felicia se había dormido luego de tanto despliegue de energía, pero su sueño era intranquilo. Se evidenciaba su nerviosismo por el movimiento repentino de sus manitos o las convulsiones de su cuerpo. Ante cada salto de la pequeña María lloraba desconsolada.
—No te inquietes mujer, la nena está bien. —Lito no podía admitir que su hija no fuera perfecta como él la había soñado. Había elegido con cuidado a su madre de entre todas las secuestradas embarazadas y presumía que el padre era de buena salud, aunque no tenía la certeza.
El médico demoró casi dos horas en atenderlos y cuando lo hizo la niña ya estaba otra vez a los gritos. No hizo falta explicarle los síntomas: todo el hospital estaba al tanto.
El doctor le ordenó unos estudios neurológicos que tardarían unos cuantos días entre los turnos de los análisis y los resultados. Mientras, para paliar la crisis, le recetó unos sedantes.
—No quiero drogar a mi hija —fueron las primeras palabras del militar.
—No es droga, señor, sino calmantes para que su sistema nervioso funcione mejor. —La rotundidad de estas palabras se estrelló contra la rigidez de Napolitano, quien tuvo que acceder—. No queremos que su hija sufra.
Salieron del hospital con el alma en los pies. María llevaba a Felicia en brazos porque ya le habían aplicado la inyección y dormía profundamente. Lito rumiaba su enojo entre dientes, enojo que no sabía contra quién dirigir. Cayó en la cuenta de que allí, en París, no tenía el desahogo que tenía en Buenos Aires. Allí no había centros clandestinos de detención a donde poder ir a torturar y saciar su sed de violencia.
Tuvo que conformarse con hacerle el amor a su mujer que parecía ida del mundo. A María no le importaba la intimidad con su marido esa noche triste, ella solo quería ver a su niñita en paz, dulce y tranquila como siempre.
Al día siguiente Felicia despertó con el mismo grado de descontrol y resignados tuvieron que ir a la farmacia para que la tranquilizaran con esa maldita droga que le habían recetado.
Napolitano se fue a media mañana, tarde para su gusto, y María quedó pensativa. Luego de varias horas de debatirse llegó a la conclusión de que era un castigo de Dios por haberle arrebatado la hija y la vida a esa pobre detenida. Porque aunque nunca habían hablado del tema directamente, ella sabía que Felicia era hija de una subversiva, como decía su marido. Por mucho que quisiera olvidar su origen más de un amanecer la había encontrado con los ojos abiertos y la culpa lamiéndole los pies. Ella era tan culpable como Lito. Ella había aceptado recibir a la hija de una desaparecida, como se les empezaba a decir por ahí.
Creía que en Francia, lejos de todo, la vida les sonreiría, pero el mal los había perseguido.
Los días que siguieron no fueron mejores. La niña que había comenzado a dar sus primeros pasos empezó a evidenciar debilidad muscular y volvió al gateo. Su padre se empecinaba en ponerla de pie pero Felicia caía de rodillas al piso. Las discusiones se abrieron paso en el matrimonio como una grieta en un terremoto. La madre se interponía entre ese hombre rudo y autoritario que solo quería ver caminar a la beba y la inocente criatura perdía tonicidad a pasos agigantados.
Los resultados neurológicos arrojaron un déficit cromosómico que podía manifestarse de diversas maneras. Los padres no entendieron acabadamente qué ocurría, excepto que no había demasiadas miras de solución.
Abandonaron el nosocomio con el ánimo destrozado. Ella cargaba a la niña que dormía plácidamente gracias a los sedantes, y él se cuestionaba qué había hecho mal. Rememoraba una y otra vez y estaba seguro de que a la madre biológica no la habían torturado con picana ni golpes. Solo le habían sumergido la cabeza varias veces, pero nada que pudiera afectar al bebé. Él se había ocupado personalmente de su bienestar para asegurarse una descendencia sana. Evidentemente algo había fallado y Lito no se lo perdonaba. Todo tenía que ser perfecto, nada podía escapar de su control, y la enfermedad de la niña lo acorralaba en sus decisiones. No podía deshacerse de ella, se había encariñado, pero por otro lado, él no podía tener una niña deficiente.
—¡A la mierda con todo! —rugió mientras entraban al edificio.
María lo miró pero no dijo nada. Sabía que cuando su esposo se ponía así mejor permanecer en silencio y no llamar su atención, porque él no encontraba otra forma que saciar su enojo con la violencia que sabía ejercía en Buenos Aires o con sexo, y ella no tenía ganas de acostarse con él.
Luego de días de peregrinar por consultas en el hospital, Felicia se había estabilizado en cuanto a sus arranques de llanto. Después de varias pruebas en las dosis de la medicación que le habían suministrado la pequeña estaba equilibrada. Solo que no lograba dar dos pasos sin caer al suelo.
El médico les recomendó un tratamiento especial.
—Hay un centro especializado que trabaja con personas con dificultades motrices —comenzó—, es algo nuevo pero muy efectivo.
—¿De qué se trata, doctor?
—Es una terapia con caballos.
Al oír esto Lito creyó haber escuchado mal y levantó la ceja.
—¿Caballos? —dijo con sorna.
—Caballos —reafirmó el facultativo—. Aunque suene extraño está dando muy buenos resultados, en especial con personas de movilidad reducida.
—No entiendo… —María se aferraba a cualquier posibilidad que sacara a su niña de ese estado; aun cuando el idioma todavía le era esquivo, algo había captado.
—Se tratan niños con parálisis cerebral, retraso psicomotor, síndrome de Down…
—¡Mi hija no es mogólica! —estalló Napolitano.
—Cálmese —ordenó el médico con seriedad—, nadie dice eso. Y si lo fuera, ¿no la querría usted?
Lito sintió que la sangre le bullía y fue su esposa quien aplicó paños fríos pese a que entendía muy poco de lo que hablaban.
—La hipoterapia es de gran utilidad en el mejoramiento de la calidad de vida de las personas, y en especial de los niños. Se han evitado operaciones porque los músculos que se ponen en funcionamiento al andar a caballo son los mismos que se usan para caminar —el médico había intentado la explicación en un español no muy claro, porque advertía que la madre necesitaba estar al tanto.
—¿Es cierto? —María abría los ojos, impactada.
—Lo es —continuó—. Ayuda también a reforzar la autoestima de los pacientes, se sienten más seguros, además de los estímulos pedagógicos.
—Pero… ¿Qué tiene que ver todo eso con lo que le pasa a mi hija? —interrumpió Lito.
—Se aprovechan los movimientos del animal para estimular músculos y articulaciones. El calor y el pelo dan al jinete una reacción sensitivo-perceptiva. El caballo transmite impulsos rítmicos y a estos le precede una respuesta. Los niños se muestran activos durante toda la sesión.
—Deberíamos probar —dijo María—, no perdemos nada con hacerlo —posó sus ojos ansiosos en su marido.
—El único inconveniente —aclaró el médico— es que el centro de equinoterapia está en el campo, cerca de Dijon.
—¿Dijon? ¿Es lejos? —La madre veía la solución cada vez más difícil.
—Serán unos 300 kilómetros.
—¿Podemos ir? —Los ojos femeninos se llenaron de perlas.
—Dijon es una ciudad muy pintoresca —animó el médico—, pueden aprovechar y tomarse unos días.
—Veré qué puedo hacer —dijo Lito poniéndose de pie e indicando que la reunión finalizaba—. Gracias, doctor —extendió su mano.
—El responsable se llama Lucien Mathieu —agregó—, dígale que va de mi parte —le entregó un papel donde había anotado las indicaciones para llegar.
—Adiós —respondió el militar.
—Gracias, doctor —se despidió María.