Al oír el nombre de Marcel Rodiné los ojos de Lucien taladraron a Naiquen cual si fuese mala palabra. Se puso de pie con ímpetu y pasó a su lado como alma que lleva el diablo.
Mientras avanzaba hacia la entrada se preguntaba qué motivo habría llevado a su antiguo empleador y amigo a visitarlo.
Al quedar frente a frente se estudiaron sin disimulo. Hacía muchos años que no se veían. A Lucien le causó impresión descubrir a un hombre ya mayor, con demasiadas arrugas en el rostro y nieve en los cabellos. Había perdido peso y estatura, o tal vez era su aspecto de desvalimiento lo que lo volvía más pequeño. Sus ojos ya no brillaban como antes, su luz se había apagado. Sintió pena. Por lo que no pudo ser y por lo que habían sido.
Marcel no tenía la culpa de lo ocurrido y Lucien depuso su actitud hostil suavizando su mirada. Rodiné también estaba conmovido, sentía tristeza por esa amistad trunca por culpa de otros. Pero Sophie era su hija y no tuvo opción al momento de elegir.
Sus miradas se leyeron en los ojos del otro y a la vez se abrazaron. Al separarse no supieron qué hacer ni qué decir hasta que pasado el momento inicial de la emoción, Marcel dijo:
—Tenemos que hablar, Lucien, es importante. —Su rostro envejeció aún más y el dueño de casa advirtió un inmenso dolor.
—Vamos a mi despacho —avanzó guiándolo hasta el escritorio.
Al entrar cerró la puerta y ambos se sentaron en los sillones que estaban bajo la ventana.
—¿Deseas tomar algo? —ofreció.
—No es necesario… —Se restregó las manos, no sabía cómo comenzar.
—¿Qué pasa, Marcel? Me preocupas. —Un rayo se descargó sobre el cielo que pareció desgarrarse en un grito.
—Tengo que decirte algo… —fijó en él sus ojos cansados—, algo grave.
—No lo demores entonces. —Se puso de pie y se sirvió un trago antes de volver al asiento.
—Sophie…
—No quiero que hablemos de ella. —Su mirada encendida asustó a Marcel.
—Es necesario —insistió.
—Sabes que…
—Lo siento, Lucien, tengo que decirte algo y no me iré hasta que lo haga.
La gravedad de su tono y la angustia que lo rodeaba hicieron que Mathieu le diera una tregua.
—Tu hermano y Sophie sufrieron un accidente. —Era mejor decirlo de una vez, que doliera rápido—. Un grave accidente, Lucien. —La pena le ahogó las palabras y Mathieu anticipó lo peor—. Ambos murieron —ya estaba dicho.
Al escuchar la confirmación de sus sospechas, Lucien no experimentó nada. Ni tristeza ni alegría. Sus sentimientos eran encontrados, la había amado y a la vez odiado. Pero no podía sentir nada. Y menos respecto de Bernard, su hermano menor. Su única familia de sangre. Nada. Su corazón estaba helado, muerto, incapacitado para sentir respecto de ellos.
—¿Escuchaste? —murmuró el doliente Marcel.
—Escuché. —Fijó sus ojos oscuros en su interlocutor preguntándole qué pretendía que hiciera.
—Sírveme un trago, por favor. —Necesitaba coraje para continuar.
Lucien le sirvió una copa.
—Lamento no tener nada para decir, Marcel. Tu noticia no me afecta en nada, lo siento —sabía que era duro con su amigo, pero era la verdad de lo que sentía.
—Lucien… no sé cómo decirte —Rodiné vació su bebida de un solo trago, necesitaba darse ánimos—, el niño…
Mathieu sabía que los traidores tenían un hijo, los había visto paseando por la ciudad varias veces. La última había sido el día en que había llevado a Naiquen y a los chicos a Dijon para hacer las compras de Navidad. Por eso su humor esa jornada se había estropeado.
No le importaba el jovencito, por más que fuera su sobrino, jamás lo aceptaría. Que se hiciera cargo su abuelo o que lo diera a alguna familia. Imaginaba que el pedido venía por ahí. Marcel se sentía demasiado viejo para cuidarlo y pretendería que él se encargara de criarlo. No. No haría tal cosa. Era una decisión tomada incluso antes de que se lo pidiera.
—Mira, Marcel —quiso anticiparse—, no me interesa ese niño ni nada que tenga relación con esos dos —había despecho en su voz.
—Escúchame, Lucien, por favor —rogó—, solo escúchame antes de decidir nada.
—Sé lo que vas a decirme y mi respuesta es no. —Se puso de pie dando por finalizada la charla—. Vete, Marcel, por favor, encontrarás quien se haga cargo de él. —Ni siquiera le interesaba saber su nombre.
Pero Rodiné continuaba sentado, abatido. Sabía de antemano cuál sería la reacción de Lucien, lo conocía lo suficiente. Pero también sabía que no se iría de allí hasta tener solucionado el tema de su nieto.
—No me iré hasta que termine de hablar —estaba dispuesto a imponerse—. Siéntate, por favor, Lucien, por los viejos tiempos.
—Los viejos tiempos son solo un recuerdo, Marcel —pese a sus palabras volvió al sillón—, un recuerdo que ellos mancillaron con su traición.
—Lo sé, tienes toda la razón, pero hay algo que no sabes y Alain no tiene la culpa.
—¿Alain?
—El niño.
—Ah. —Se mesó los cabellos y se sirvió otra copa—. Lo siento, Marcel, él no tiene la culpa, pero yo tampoco. Terminemos con este asunto, no me interesa tener trato con el hijo de esos dos, siempre lo vería como el fruto…
—Es tu hijo. —La rotundidad de su revelación dejó en el aire las palabras de Lucien, quien aturdido preguntó:
—¿Qué dices?
—Que Alain es tu hijo.
Mathieu se puso de pie de repente, enfurecido, descontrolado.
—¡Deja de mentir, Marcel! —bramó descargando su puño contra la pared—. ¡Deja de mentir! —repitió fuera de sí.
Rodiné lo dejó desahogarse entre improperios y puñetazos al aire hasta que la fiera que se había apoderado de él se calmó y se dejó caer en el sillón, con la cabeza entre las manos.
El silencio se adueñó del ambiente, el único sonido que se oía era el de la suave llovizna que había quedado después de la feroz tormenta.
Pasaron varios minutos hasta que Lucien elevó los ojos que se habían teñido de dudas. Marcel supo que era momento de continuar.
—Cuando ustedes se separaron…
—No nos separamos —corrigió Mathieu—, ella me cambió por mi hermano.
—Déjame continuar, Lucien, entiende mi dolor, ¡era mi hija! —De repente Mathieu recordó la fatal noticia y se condolió por su amigo—. Cuando sucedió aquello… al tiempo Sophie se enteró del embarazo…
—¡Ahórrame los detalles!
—Ni bien Alain nació supo que era tu hijo.
—Eso es imposible —cortó Lucien—. ¿Cómo podría saber que era mío? Ella se acostaba con los dos —había despecho y rencor en su voz—, aunque en los últimos tiempos solo lo hacía con Bernard. Yo estaba dedicado a mi madre.
—Ella dijo que…
—Ella era una mentirosa, Marcel. Lamento que haya sido tu hija, no entiendo tu sufrimiento porque no tengo hijos —acentuó las palabras—, pero así era Sophie.
—Ellos discutieron cuando nació el niño, Bernard la acusaba de haberlo engañado…
—¡Yo era el cornudo! —Volvió a ponerse de pie incapaz de permanecer tranquilo.
—Ella le juró que solo una vez… —las palabras se le quebraron en la garganta— …que solo una vez estuvo contigo.
Lucien regresó al sillón y cerró los ojos. Tenía razón, solo una noche habían compartido un rato de pasión, una noche que él necesitaba cobijo ante la inminencia de la muerte y que ella le brindó ausente y sin ganas.
—Ya no importa el pasado, Marcel, no importa si estuvimos juntos o no. No tengo un hijo. Vete ya.
—Alain es tu hijo, Lucien, y no me iré hasta que aceptes al menos conocerlo.
—¿Por qué estás tan seguro de ello?
—Porque es igual a ti.
—¡Eso no prueba nada!
—Tiene tu misma… —Marcel no quería decir “deformidad”, sabía cuánto había sufrido Lucien por esa anormalidad en su cabeza—. Quiero decir que el niño…
—¡Vamos, Marcel! Terminemos con esto —ordenó.
—Le falta una oreja.
—¿Cómo dices?
—Que al niño le falta una oreja… además es igualito a ti. Debieras verlo —los viejos ojos se llenaron de luces—, hasta se mueve como tú.
Lucien tragó saliva y echó la cabeza hacia atrás. Le dolía. Miles de pensamientos y dudas lo atosigaban. ¿Cómo podía saber si realmente el jovencito era su hijo? El hecho de que fuera parecido no probaba nada… después de todo era su sobrino. ¿Y si era su hijo? ¿Qué haría con él? No estaba en sus planes ser padre, y menos del hijo de una pérfida. Para peor el pequeño era deforme como él… una prueba más a superar, un nuevo escollo en su vida. No lo quería. No quería tener un hijo. No podría quererlo, siempre vería en él a Sophie y a Bernard.
Marcel adivinaba el huracán que se desataba dentro de su mente, pero confiaba en su don de gente y en su bonhomía. Sabía que aunque la decisión no le sería fácil Lucien terminaría aceptando a Alain.
Permanecieron en silencio hasta que la habitación se fue quedando en penumbras por más que era casi mediodía. Las nubes habían oscurecido el cielo a causa de la tormenta.
Unos golpecitos en la puerta sacaron a los hombres de su inmovilidad.
—Adelante.
Lulú ingresó anunciando que el almuerzo estaba listo.
—No voy a comer —dijo con rudeza.
La empleada salió sin hacer ruido y sin insistir, anticipaba que las cosas no estaban bien con esa visita desconocida.
—Tengo que irme —anunció Marcel—, dejé al niño con una vecina. —Se puso de pie—. Soy un hombre viejo, Lucien, no puedo hacerme cargo de él. Aquí tienes espacio y gente que te ayuda. Al menos intenta compartir con él unos días…
—Vete.
—Por favor, Lucien, ven a buscarlo luego de los festejos —qué ironía, pensó Mathieu, no habría festejos esa noche—, el niño está muy triste con la muerte de sus padres. —De inmediato advirtió el error en sus palabras.
—Él no sabe que existo, ¿verdad?
—Sabe. Sabía que tenía un tío… pero al fallecer ellos… le dije la verdad.
Lucien no sabía si eso era mejor o peor. No imaginaba cuál habría sido la reacción del niño al enterarse de repente que quienes creía sus padres habían muerto y que en realidad su padre biológico era su tío. ¡Tremendo lío para una mente infantil!
Caminaron hacia la salida y en la puerta Marcel repitió:
—Por favor, ven a buscarlo.
Una vez solo, Lucien se retiró a su habitación. ¡Lindo fin de año! Pensó antes de tirarse sobre la cama. Cerró los ojos y voló hacia atrás, a aquellos días de felicidad y euforia junto a Sophie. Era bella y divertida, no le importaba su deformidad. Creía que se amaban. Le había entregado todo, había soñado con ella un porvenir; de repente ella misma había roto lo poco que quedaba de su familia de sangre. Enemistado con Bernard no tuvo más opción que cortar todos los lazos y rearmarse solo.
Nunca pudo entender y perdonar la traición. Habiendo tantas mujeres, su hermano se metía con la suya. Habiendo tantos hombres, su novia se metía con su hermano. No estaba preparado para tanto.
Ahora el pasado se le venía encima como un alud y le arrojaba a la cara los peores recuerdos, los más lindos pero falsos. Falso amor, falsa hermandad. Falsos brillos en las personas en quienes confiaba. Se preguntó por qué la vida se había ensañado así con él. Primero condenándolo a ser diferente con esa cabeza donde no había armonía, negándole así el orgullo y el cariño del padre. Y luego enfrentándolo a su sangre por el amor de una mujer.
De todo eso solo le había quedado la desconfianza y la soledad a la que se había condenado. Y ahora debía enfrentarse con su ayer. Sabía que no escaparía a su responsabilidad. Si era cierto que tenía un hijo, se haría cargo. Se conocía lo suficiente como para saber de antemano la decisión que aún no había tomado. El impacto de la noticia lo había aturdido, pero tanto él como Marcel conocían la respuesta final.
Cuando todo parecía encaminarse, cuando su emprendimiento marchaba bien y una mujer distinta irrumpía en su vida, un nuevo desafío le movía el piso donde estaba parado amenazándolo con hacerlo caer.
Le dolía la cabeza. El alcohol que había bebido como un poseso durante la conversación con Marcel, alcohol del que se había ido alejando, le había hecho daño. La falta de alimento y los nervios eran una combinación fatal y tuvo que dejar la cama para ir al baño a vomitar.
Al salir se topó con Naiquen.
—Está muy pálido. ¿Se encuentra bien?
—No, no estoy bien, Naiquen. Por favor, llévame un té a mi habitación.
Al rato estaba la argentina cumpliendo con su encargo. Él se hallaba sentado sobre la cama, apoyado contra el respaldar, descalzo. No quería acostarse porque las sienes le latían más si estaba en horizontal.
—Permiso —murmuró la mujer mientras apoyaba la taza sobre la mesa de luz.
—¿Puedes quedarte un rato?
—¿Necesita algo más? —Era extraño el pedido y quiso poner distancia. Ese hombre la desconcertaba día a día. A veces era tierno, y otras una furia.
—Solo compañía. Y tal vez una charla. —Hizo un ademán con su mano y le pidió que se sentara.
Ella no quiso hacerlo sobre el lecho y acercó la silla. Se sentó y se miró las manos, sin saber qué esperaba de ella.
—Lamento lo de tu madre.
—Ella estaba bien de salud… no sé qué ocurrió.
—Ese hombre que vino me trajo malas noticias también.
Naiquen elevó los ojos y los fijó en los oscuros de él advirtiendo sus dudas.
—Mi hermano… tenía un hermano menor —aclaró— acaba de morir en un accidente.
—Lo siento.
—No hace falta, yo no lo siento.
—¿Cómo puede decir eso? —se exaltó la mujer y enseguida se arrepintió de haber elevado el tono—. Disculpe.
—Está bien, es la reacción normal en una persona normal —sonrió con sorna—, pero yo no lo soy.
—Sí lo es, deje de tenerse lástima —se sorprendió a sí misma por tal atrevimiento. Él, lejos de molestarse, volvió a sonreír.
—Me gusta cuando te pones así.
—¿Así cómo?
—Auténtica. Por eso me gusta hablar contigo, aunque hablemos poco; en un punto somos parecidos.
Ella juntó las cejas en señal de desconcierto.
—Somos sobrevivientes.
Naiquen sonrió apenas. Estaba de acuerdo. En los últimos tiempos le habían pasado cosas horrendas y pese a todo seguía en pie, peleando cada día contra la adversidad, por sus hijos. Enfrentándose al diario vivir en un país extraño donde hasta el idioma le costaba.
—Mi hermano murió hace poco —ella decidió escuchar sin interrumpir—, no tenía buena relación con él… cosas que ocurrieron… —dudó en contarle la verdad, estuvo a punto de hacerlo pero se arrepintió en el tramo final—. Él… estaba en pareja y… ambos fallecieron. —Era necesario remover el pasado, ¿cómo explicaría que tenía un hijo si no lo hacía? Decidió dejar el orgullo de lado y quitarse el disfraz de hombre insensible.
Naiquen advirtió cuánto le costaba lo que tenía para decir y se arriesgó:
—Conozco parte de la historia. —De inmediato sus ojos oscuros se llenaron de fuego para extinguirse enseguida. Ella no tenía la culpa.
—Supongo que Lulú te habrá contado. —Como ella no respondió continuó—: Ellos tenían un hijo, Alain, a quien nunca vi más que de lejos y de casualidad en la ciudad.
—Pobrecito… —pensó en voz alta—, el niño acaba de perder a sus padres.
—Ese es el tema, Naiquen. Acabo de enterarme que yo soy el padre.
La mujer abrió los ojos con desmesura y no halló las palabras para hablar. De comunicarse en castellano habría sido más fácil, pero en francés…
—Sí, así como oyes. Tengo un hijo de unos diez u once años. Ni siquiera sé cuándo nació —había desazón en su voz.
—Yo… no sé qué decir.
—No tienes que decir nada… solo acompañarme en este paso.
Naiquen se preguntó por qué ella tenía que acompañarlo. No comprendía nada, quería salir de ese cuarto y llorar su tristeza a solas.
—Este será un fin de año peculiar —continuó él llevándose las manos a las sienes para mitigar el dolor de cabeza.
—¿Quiere que le traiga unos paños fríos?
—Mejor tus manos —las miró y las vio blancas—, sé que tienes las manos frías.
Ella se sonrojó.
—Por favor, acércate —pidió volviendo a señalar el borde de la cama.
Su voluntad estaba minada y obedeció. Tenía tanta angustia encima que tal vez el contacto con otro ser humano igual de herido la consolara. Se sentó apenas y apoyó sus palmas heladas en la frente del hombre. Este cerró los ojos y lanzó un suspiro de alivio.
La cercanía aumentó los latidos del corazón de Naiquen y temió que él los escuchara. Empezó a transpirar y quiso huir. Pero una fuerte atracción la unía a Lucien.
Cuando las manos se entibiaron él las tomó con delicadeza y las posó sobre su pecho. Ella intentó protestar pero él la silenció.
—¿Escuchas mi corazón? —inquirió mirándola a los ojos asustados.
—No —murmuró.
—Porque está muerto —develó—, por eso no lo oyes latir. En cambio yo siento el tuyo, desbordante —ella se sonrojó aún más, si eso era posible—. Ayúdame a confiar de nuevo, Naiquen.
—Yo… no sé qué quiere.
—Solo eso, que me ayudes a confiar.
—Pero… —Las manos masculinas abandonaron las de ella para abrazarla. La atrajo hacia sí y la besó en los labios.
Al principio fue un beso lento, como si quisiera explorar su resistencia. Ella estaba tensa pero las caricias en la nuca que Lucien le prodigaba la fueron relajando hasta que consintió que su lengua ingresara y buceara en su boca.
El hombre apretó el abrazo y disfrutó al sentir sus pechos turgentes. De pronto el frío se había convertido en fuego y el dolor de cabeza en pasión. Sin soltarla la empujó sobre la cama hasta quedar ambos en horizontal. Ella se quejó pero faltaba firmeza, lo que le permitió continuar.
La boca descendió por el cuello buscando la apertura de la blusa. Lamió el nacimiento de sus senos y bajó hacia sus pezones. Cuando Naiquen sintió la lengua chupando sus cúspides, una corriente eléctrica la traspasó. Su cuerpo tenía vida propia y se elevaba hacia él buscando su entrepierna. La vergüenza fue arrojada de un manotazo al rincón del cuarto y la camisa se abrió de par en par.
Lucien le acarició el vientre chato donde algunas estrías del embarazo habían dejado su huella; ella se contorsionó de placer. Hacía mucho que no sentía nada, tanto que temía ser frígida. Pero él lograba arrancarle acordes olvidados, lograba hacerla sentir una mujer deseable. Los dedos masculinos la recorrieron hasta hallar el límite del pantalón. Sin hesitación lo desabrochó y continuó hasta despojarla de él.
Naiquen cerró los ojos y lo dejó hacer. Él tenía razón, sería un fin de año peculiar. Decidió no negarse al placer que podían disfrutar juntos. Después de todo ¿podía pasarle algo peor?
Al notar su consentimiento Lucien se quitó la ropa y la impulsó a acariciarlo. Las manos se liberaron y se disputaron los centímetros de piel. Descubrieron sus cicatrices y sus olores, se reconocieron en la orfandad que ambos sentían.
Lucien se demoró en penetrarla, quería llevarla a la cima del placer; ella lo dejó hacer. Le arrancó melodías de gemidos que jamás había imaginado, la hizo vibrar como nunca, la hizo desear y sonreír con bromas inesperadas.
Cuando ambos estaban al límite de sus resistencias de un empellón estuvo dentro de ella. Llegaron al clímax juntos para sorpresa de ambos.
Después Lucien la abrazó por la espalda y el frío del invierno se manifestó de nuevo. Abrió la cama y se cubrieron.
—Debería irme… —susurró ella agotada luego de tanto despliegue que se sumaba al llanto de la mañana.
—Deberías quedarte y dormir la siesta conmigo. —El hombre apretó su abrazo y no hicieron falta más palabras.
Al instante los dos se dejaban hamacar por un sueño tranquilo.