El despertar no fue como Libertad había soñado. Amaneció sola en la cama que se había enfriado hacía rato. No había signos de Wenceslao en la pequeñez de la habitación, tampoco en el toilette.
La jovencita se vistió y se envolvió en una manta, no andaba la calefacción y el frío se colaba por la puerta y la ventana. Cayó en la cuenta de que había pasado la noche allí y no había avisado a su tía, quien de seguro estaría más que preocupada. Se sintió culpable por ello.
Caminó unos pasos buscando qué comer, tenía hambre, hacía casi un día que no ingería alimento alguno. Halló unos trozos de pan y queso, los devoró.
Husmeó el lugar, no había demasiadas cosas. Carpetas de apuntes de español, otros papeles que supuso eran de trabajo y la radio, última adquisición de Wen. La encendió pero no halló ninguna frecuencia que le interesara, prefirió el silencio.
Sabía que tenía que volver pero quería quedarse allí a esperar a Wenceslao. Miró la hora: once de la mañana. ¡Vaya si había dormido! Pensó en Milagros, sabía que la recibiría con una reprimenda, pero no había tenido manera de avisarle, y estar con Wen era para ella lo único importante. El mundo podía desaparecer pero Libertad había sido feliz en sus brazos aunque la realidad fuera tan hostil.
Tomó las prendas que él tenía acomodadas sobre un estante y se las acercó a la cara. Las olió y las besó: tenían su olor, su sello, su marca. ¡Cuánto lo había extrañado!
Siguió recorriendo el cuarto, buscando algo, no sabía qué, tal vez algún signo de que la había extrañado, una vieja foto, una carta, pero no había nada. Revolviendo, solo halló un folleto que le llamó la atención: una pareja que bailaba tango. ¿Quizás la había estado buscando? ¿Qué otra cosa podía ser? A Wenceslao no le interesaba el tango, de eso estaba segura.
Los minutos corrían y Wen no regresaba. Era mejor irse, dar señales de vida a su tía, asearse y planificar cómo seguir. Estaba segura de que su novio no se la haría fácil y era comprensible, estaba herido. Ella estaría igual o peor en su lugar. Pero la víspera que habían compartido le aseguraba que él aún la amaba. Lo había sentido en la piel y en la sangre. La había poseído reafirmando su dominio y ella lo había dejado hacer. En el fragor del encuentro, él le había murmurado palabras tiernas mezcladas con el ardor del momento y Libertad reafirmó que nada había cambiado entre ellos por muchos océanos y cuerpos que se interpusiesen.
Decidió dejarle una nota pidiéndole que la buscara cuando finalizase su trabajo. Se despidió con un “Te amo, Wen, como siempre. No lo olvides”.
La apoyó sobre la almohada no sin antes besar el papel, en la esperanza de que él hiciera lo mismo.
El trayecto hacia la casa de Milagros le pareció un abrir y cerrar de ojos, no porque quedara cerca sino porque estaba en las nubes. Cuando tocó a la puerta y su tía la vio con esa sonrisa de oreja a oreja, desistió de los reproches que se había repetido durante toda la mañana y la abrazó.
—¡Gracias a Dios que estás bien! ¡Pero deberías haber avisado! —la reprendió llevándola hacia la sala—. Vamos, contame.
—Antes necesito comer. —Fue directo hacia la cocina y abrió la heladera—. Hace un día que no como nada…
—¿¡Cómo que no comiste nada!? Pero… ¿es que ese hombre…?
—Ay, tía, no me regañes, por favor. —Comió lo primero que encontró sin reparar en qué era—. Fue todo muy difícil… Me llevó muchas horas hallarlo, no estaba en ese hotel… —le resumió la historia de su peregrinar.
—Pero entonces… ¿querés decir que él sigue enojado?
—Sí —Libertad hizo un gesto de desazón—, muy enojado, y lo entiendo, tía.
—Ay, nena… después de todo lo que pasaron para volver a estar juntos… esquivándole las garras a la muerte… Ese muchacho debería entrar en razón.
—Lo sé, tía, lo sé. Pero si me pongo en su lugar… —apretó los puños—, de solo pensar que se acostó con esa chica que estaba con él… ¡me dan ganas de matarlo!
—El amor que ustedes se tienen es superior a unos simples celos… Lo que ocurrió no cuenta como infidelidad, Libertad. —Se conmovió al ver el estado en que se hallaba su sobrina—. ¡Vos lo creías muerto!
—Es igual, tía… yo no debí acceder, lo sé. Yo amo a Wen y pese a ello me acosté con Jean-Louis… no tengo perdón.
—¿Qué pensás hacer? ¿Creés que él vendrá?
—No, de eso estoy segura. —Bebió un vaso con leche para bajar todo lo que había engullido—. Insistiré.
Pero por mucho que insistió, Wenceslao no cedió a sus ruegos ni volvió a recibirla en su cama. Libertad se ocupó de ir diariamente a su encuentro durante diez largos días y la negativa persistía.
No le importaba humillarse, solo necesitaba recuperar ese amor que él se empecinaba en negarle. Wenceslao se había endurecido, ya no era el muchacho idealista que ella había conocido, el luchador, el justiciero. Ahora era un hombre indiferente a su mirada que solo se dedicaba a trabajar y estudiar en el escaso tiempo que le quedaba.
Libertad pasó a convertirse en una sombra sin identidad ni proyectos hasta que Milagros se cansó de verla hecha un guiñapo de lo que había sido y la sacudió de pies a cabeza entre sermones y reprimendas.
—Vos sos una mujer bonita e inteligente. Y si este hombre al que tanto amás no quiere verte más, pues que él se lo pierda. No te eches a perder vos también.
Libertad lloraba ante aquellas palabras que reconocía ciertas.
—No podés seguir viviendo acá como si fueras una turista —sentenció. Debía ser dura con ella, no había otra manera de sacarla adelante—. O te ponés a trabajar y hacés algo con tu vida, o tendrás que volverte a tu casa. —Ya estaba dicho.
Libertad abrió los ojos como platos, incrédula ante lo que acababa de oír.
—¿Me estás echando? —preguntó entre gimoteos.
—Te estoy advirtiendo. —A Milagros le costaba ese papel de villana—. Tenés una semana para encontrar un trabajo, y también podrías estudiar para revalidar tu título.
Libertad se ofendió y se encerró en su cuarto. Las horas muertas pasaban sin sentido y ella seguía hundida en su pena. Se sentía perdida. Se daba cuenta de que su único interés durante todo ese tiempo había sido Wenceslao, como si su vida girara solo en torno a él. Y ahora que no podía tenerlo no sabía qué hacer.
Nada le interesaba y se sentía sola. Lejos de su patria y sus afectos cobraba importancia lo que había dejado atrás. Se lamentó de haber sido tan egoísta en los últimos tiempos, distanciada de su familia, siendo apenas una visita en la casa, todo para correr a los brazos de su amado. No había dado atención a sus abuelos, que envejecían inexorablemente.
Miraba el cielorraso blanco que semejaba su actualidad: la nada misma. No tenía proyectos ni ganas. Le faltaba fuerza de voluntad para dejar esa habitación y recomenzar su camino, un camino sola, sin el bastón que había significado Wen.
Añoraba sus raíces, ni siquiera podía escuchar la música que tanto le gustaba y que solían compartir con Wenceslao. Poco a poco había ido olvidando las letras de las canciones de sus bandas preferidas, esas canciones prohibidas que escondían protestas y mensajes de sublevación. Su voz se había apagado y su memoria le hacía trampas, ni siquiera acertaba a tararear una estrofa de sus temas favoritos.
Milagros tenía razón, no podía seguir siendo un parásito, debía sacar fuerzas que no tenía. Pensó en su abuela Aime, tan fuerte y admirable. Viuda joven con una niña pequeña había logrado salir adelante y enfrentar los infortunios. Aime era una mujer extraordinaria y al evocarla una sonrisa le conmovió la boca y empañó sus ojos de lágrimas. ¿Cómo estaría? ¿Y su abuelo Vicente? Adoraba a sus abuelos, pero ¡cuánto los había abandonado! De repente las ganas de volver se le instalaron en la sangre. ¿Y si regresaba a la Argentina y empezaba de nuevo? De inmediato desechó la idea: las listas negras continuaban y corría peligro. Ella y su familia.
No tenía noticias de ellos, un nuevo año había iniciado y los brindis tradicionales no habían existido. Tristeza, solo tristeza alumbraba su mirada.
Afuera anochecía y la lluvia se desató de repente golpeando contra los cristales de la ventana. El frío se acomodó en el cuarto y Libertad se arrebujó debajo de las mantas. Aunque no le gustaba el tango se acordó de uno que solían bailar, “Garúa”, y en su mente empezaron a desfilar sus estrofas.
Libertad rompió en llanto y se ahogó en sus lágrimas. La tormenta de afuera no tenía comparación con la que se desataba adentro. Finalmente se durmió envuelta en su dolor.
En la misma ciudad, en otra cama donde también crecía el frío, Wenceslao no podía conciliar el sueño. Había trabajado durante toda la jornada en la empresa y luego había continuado con sus clases particulares.
Mirna había pasado de ser su alumna a una amante dispuesta y paciente; tenía la capacidad de fingir que no se daba cuenta de que cuando le hacía el amor no era en ella en quien pensaba.
Al principio Wenceslao se había resistido a su belleza pero con el paso de las clases, la cercanía, los ejercicios con la boca para que pronunciara bien y la necesidad de descargar su frustración habían hecho efecto y se había consolado en su cuerpo.
Más que placer buscaba vengarse pese a que no estaba en su naturaleza tal sentimiento, pero era la única manera que tenía para sentirse igualado. Si Libertad había estado con otro hombre, él haría lo propio con otra mujer. Pero luego de los primeros encuentros el sexo le parecía solo eso, le costaba mantener la erección cuando abría los ojos y se hallaba frente a la francesa, cuando el perfume de su piel le parecía demasiado dulce y el sabor le sabía a ausencia.
Mirna se daba cuenta e intentaba las mil piruetas en la cama para satisfacerlo sin lograr que él llegara al orgasmo. Ni siquiera lo alcanzaba ella porque su amante perdía fuerza en el camino y tenía que contentarse con una masturbación rápida en el toilette para no irse con esa sensación de vacío que la invadía cuando él se daba por vencido.
En tácito acuerdo habían decidido desistir de las artes amatorias, que de artes tenían poco, y habían retomado las clases sin interrupciones y cumpliendo el horario. Wenceslao dejó de darle el último turno para facilitar las cosas, y Mirna salía cuando ingresaba Jacques, alumno bastante avanzado en el español que buscaba mejorar su dicción.
Esa noche en particular Wenceslao no podía dormir. Había sido una semana dura de trabajo pero su mente maquinaba constantemente. Hacía dos días que Libertad había dejado de acosarlo y en parte lo preocupaba su desaparición. Si bien la rechazaba y le había dejado en claro que no quería verla, se había acostumbrado a sus visitas vespertinas, a esperarla llegar con sus ojos tristes y apagados. Ese simple hecho de apreciarla le daba energías para seguir, aunque más no fuera para echarla, por mucho que le hubiera gustado retenerla entre su piel.
Su orgullo de macho herido era más fuerte que todo lo demás. Tenía que buscar algo que inyectara nuevos bríos a su existir, de otra manera se volvería loco. Ya había decidido que no era con las mujeres que se desquitaría. Se sentía peor acostándose con alguien por quien el cuerpo no se le estremecía.
Hacía rato que por falta de tiempo había dejado de frecuentar a los demás exiliados, tampoco se reunía con los argentinos en la parrilla de los uruguayos ni se contactaba con nadie. Tal vez era hora de volver a las viejas épocas de militancia y luchar por los que habían quedado en el país.
Daba vueltas y vueltas en la cama, recordando el precio que había tenido que pagar por su actuación en la Argentina. Su participación que solo había buscado el beneficio de los desprotegidos, trabajando en las villas junto a los pobres, fiel a sus ideales de justicia por los que había llegado a ser abogado.
Recordó al padre Mugica, asesinado por la Triple A en 1974. Tras su exilio, Perón lo había elegido para formar parte del Ministerio de Bienestar Social, junto con José López Rega, porque el cura llegaba a las villas y estaba compenetrado con su causa, además de ser valiente y haber resistido ya un atentado.
Wenceslao era apenas un adolescente cuando juntos habían recorrido la Villa 31 de Retiro y visitado la capilla Cristo Obrero; había sido un gran día que recordaba como si fuera ayer. La figura de Perón, grande, imponente, y la mirada clara y llana del padre Mugica.
Se le estremeció la piel y se le aflojaron las lágrimas. Jamás olvidaría al sacerdote acribillado a balazos. Encendió un cigarrillo y cerró los ojos. ¡Qué injusto que era todo! ¿Por qué tenía que morir la gente buena? Sentía que no debía ni quería pertenecer a ese mundo loco y arbitrario.
No, decididamente no volvería a reclamar justicia. Lo habían vencido.