Wenceslao despertó con dolor de cabeza. Recordó lo ocurrido la noche anterior y maldijo. Se levantó y al verse en el espejo advirtió que tenía el labio partido e hinchado, con restos de sangre seca. Lanzó al aire un improperio, estaba molesto aunque no sabía con quién. Enojado con la vida era la definición exacta de su malestar.
Todo había salido mal. Había regresado de la muerte para volver a morir en Francia al ver a su amada en brazos de otro. Y cuando creía que eso había acabado, volvía a encontrarla con él. Nueva desconfianza, nuevo dolor, porque todavía estaba esperanzado con que Libertad reanudara sus visitas, aun cuando fuera para volver a echarla. Sabía que era un juego perverso pero la necesitaba, anhelaba verla, disfrutar de sus ojos gatunos y su boca deseable. Ante los últimos acontecimientos tenía que aceptar que ella estaba con otro, que ante sus continuos rechazos había retornado a los brazos de su amante.
—¡Mentirosa! —gritó frente al ventanal donde la lluvia nublaba la visión.
Pese a ello seguía queriéndola, no podía evitarlo, la amaba. Libertad estaba instalada en su corazón, tatuada a fuego, prendida a su pecho como una condena que arrastraría hasta la muerte misma.
¿Qué hacer? Las dudas lo carcomían, perdía el norte, nada tenía sentido. Durante todo ese tiempo había vivido engañándose, fingiendo que ella ya no le importaba, queriendo reemplazarla con Mirna o con trabajo. Pero nada podía ocupar su espacio, su Libertad en el sentido más amplio de la palabra. Sin ella era un esclavo, un muerto en vida, un ser sin sentido, sin ganas, sin luz en la mirada ni alegría en el corazón.
Debía tomar una decisión, no podía quedarse en esa ciudad, la más bella del mundo, la ciudad luz, mientras él mismo se iba apagando, consumiendo, con el riesgo de encontrársela a la vuelta de la esquina. O se iba para siempre al otro lado del mundo, o enfrentaba su destino que llevaba el nombre de Libertad, dejando el orgullo a un costado del camino, poniéndose en su piel y mirando hacia delante.
Se sentó sobre el lecho, abatido, confuso, tiritó de miedo y de dolor. Lloró. Lloró como un niño pequeño al que le han arrebatado lo más querido. Lloró de angustias y de dudas, lloró las heridas del pasado sangriento, lloró su presente sin raíces, en el aire.
No tenía nada, ni familia, ni amigos verdaderos, ni su cultura ni su amada. El futuro se presentaba tan gris como el cielo que se descargaba furioso contra su ventana. Del otro lado de la calle solo había vacío, gente que iba y venía, cosas materiales, nada que lo atrajera de verdad. Nada lo entusiasmaba. Dudaba. De persistir así iría muriendo poco a poco. Y no quería, todo lo que había pasado no debía ser en vano, si estaba vivo era por algo, la muerte no lo había llevado porque sabía que ella lo amaba incluso creyéndolo muerto.
Tenía que enterrar su machismo, su masculinidad herida porque otro había estado con su mujer, porque aun cuando ningún papel ni sacramento la hubiera proclamado como tal, Libertad era su mujer.
El rugido de su estómago le recordó que no comía desde hacía muchas horas. Se vistió y fue en busca de alimento.
La calle lo recibió húmeda y fría, ya sin lluvia. De repente el cielo había dejado de llorar, tal vez hastiado de tanto derrame, y unos tímidos rayos de sol se filtraban entre las nubes al igual que la ilusión de un renacer crecía en el ánimo de Wenceslao.
Del otro lado de la ciudad, en la cima de Montmartre, Libertad buscaba su abrigo para salir a trabajar al puesto de flores. Milagros insistió en que se quedara, ¿quién iría a comprar ramos con ese día? Pero ella necesitaba escapar de esas paredes que la asfixiaban. Necesitaba el aire fresco pegándole en el rostro, la soledad del carrito; los colores de los pimpollos tal vez consiguieran maquillar su ánimo.
Su tía desistió, cuando a la jovencita se le ponía algo en la cabeza no había quién la hiciera cambiar de opinión. A veces solía decirle:
—A vos es más fácil arrancarte la cabeza que quitarte la idea de ahí.
Vestida con un sobretodo largo, bufanda y gorro, Libertad se dirigió hacia la florería. La dueña la miró con gesto de sorpresa, con ese clima no creyó que el carrito saliera a escena, pero allí estaba la joven argentina, dispuesta a trabajar para llevarse su porcentaje.
—No te esperaba hoy —le dijo.
—Necesito trabajar, Mireille —fue su respuesta mientras acomodaba las macetas y armaba ramos para llevar a la esquina.
—Te ayudaré —la mujer, diestra en el armado, puso manos a la obra.
En menos de diez minutos el carro estaba listo. Era pequeño, así y todo cabían varios arreglos. Los colores alegraban la vista en esa jornada gris donde un tímido arcoíris se manifestaba en el cielo.
Libertad tomó las manijas y lo levantó con esfuerzo, pero las ruedas grandes facilitaban el recorrido, tampoco estaba tan lejos de su destino.
Empujó hasta ubicarlo en el sitio de todos los días y desplegó el toldo a rayas de color verde y blanco. Enderezó algunas macetas y se dispuso a rociar las flores. A la gente le gustaban las gotitas sobre los pétalos. A ella le asemejaban lágrimas.
Sola, ocupada con su trabajo, no podía dejar de pensar en lo ocurrido la víspera. El encuentro con Wenceslao había sido desafortunado, otra confusión. Seguramente él pensaba, y con derecho, que ella seguía con Jean-Louis, que era una mentirosa. Los hechos lo indicaban aunque no fuera la verdad. Le dolía que él la creyera así… aunque pensándolo bien, viendo las cosas desde su perspectiva… ¿qué otra cosa podía pensar? Ella salía de noche con el mismo hombre que él había visto besarla en el tren. No cabía otra explicación. En los zapatos de él, ella también estaría enojada.
Recordó sus palabras, la había llamado “mi mujer”; que Wen la reclamara de esa forma solo podía significar que seguía amándola. La amaba tanto como ella a él. Pero estaba dolido, desilusionado. ¿Qué hacer? Ella lo había tratado mal, tal vez debía haberse quedado, limpiar su sangre, llevarlo a su casa, dormir con él… Añoraba amanecer a su lado, sentir su cuerpo tibio durante las noches, su abrazo contenedor, su ternura y su pasión a la hora de hacer el amor. Era su amor, su único amor. No se perdonaba el haberse acostado con Jean-Louis, no había excusas para su comportamiento. Nada justificaba lo que había hecho. No le importaba ya que Wen hubiera dormido con otras, confiaba en que solo había sido sexo, solo ella ocupaba su mente y su corazón. Estaba segura de eso.
Y esa certeza la decidió: volvería a buscarlo. No importaba si él la rechazaba, ella volvería todos los días a su puerta a buscar su amor hasta que se cansara de verla y terminara aceptándola. Alguien tenía que ceder, y sería ella.
Con nuevas esperanzas su mirada se dulcificó y se iluminó al mismo tiempo que el sol brillaba en el cielo. Las nubes de repente habían partido hacia otros horizontes y un firmamento límpido anunciaba una bella tarde. Fría, sí, pero calma. Como se sentía Libertad en ese momento.
Llegó el primer cliente y eligió un ramo de tulipanes, un obsequio costoso que el hombre compró decidido; seguramente la destinataria era alguien especial.
Libertad veía todo con otros ojos, hasta comenzaron a gustarle las orquídeas epífitas que solía despreciar. A menudo se comparaba con esa flor bella y exótica pero carente de raíces, como ella. La Phalaenopsis, así era su nombre científico, crece en los troncos o en las ramas de los árboles, donde no puede tomar nutrientes de la tierra, sino directo del agua de lluvia o de la que corre por la corteza arrastrando nutrientes. Así se sentía ella, alimentándose en suelo extraño, sin su savia ni su raíz.
El día avanzó tranquilo, Libertad realizó buenas ventas y se llevó una buena paga.
Mientras caminaba hacia la casa, cansada de estar de pie pero con la ilusión como norte, no advirtió los ojos celestes que la miraban. Iba ensimismada, ensayando las palabras que le diría a Wen cuando lo viera. Tenía planeado ir esa misma noche, no le importaba llegar a deshora. Se daría un baño, se pondría bonita y viajaría hasta su encuentro. Estaba preparada para lo que fuera. Si tenía que rogar lo haría, el amor era más fuerte que cualquier orgullo.
Sus pasos apurados y su concentración le impidieron advertir que alguien la seguía. Arribó a la casa, buscó las llaves en el bolsillo del sobretodo, pero no logró encajarla en la cerradura; tenía los dedos helados.
Una mano se posó sobre la suya, una mano tibia, familiar, y una voz le dijo al oído:
—¿Te ayudo?
Libertad quedó tiesa sintiendo a su espalda una presencia. Más que una presencia era una determinación poderosa que la mantenía en vilo. Las pieles se conocían tanto que enseguida se acoplaron para no separarse. Cerró los ojos y se apoyó sobre ese cuerpo conocido y añorado. Wenceslao la abrazó, suspiraron.
Se quedaron así durante unos instantes hasta que ella pudo recomponerse y giró. Se encontró cara a cara con el hombre que amaba. Sin palabras se colgó de su cuello y sin darle tiempo lo besó en la boca. Wen, hambriento de caricias, la apretó contra sí y le devoró los labios a la vez que sus manos recorrían su espalda y sus nalgas. La reclamaba toda. Era suya y la quería ya mismo.
Como una pareja en celo se restregaron los cuerpos, cobijados por la noche incipiente que alejaba la luz y dejaba todo en penumbras. Era tanta la pasión que desplegaban que estaban a punto de alcanzar el clímax, de pie frente a la puerta, hasta que ella tuvo un instante de lucidez y llamó a la cordura.
Riendo, agitados y sudados, dejaron de tocarse de esa manera, aunque no se separaron.
—Perdoname —susurró Libertad con los ojos brillantes. Estaba emocionada, no quería llorar pero era algo inminente. Las lágrimas le quemaban los ojos y le anudaban la garganta.
—Perdoname vos… fui un necio, Libertad.
—¡No! No lo sos. Fue todo tan…
—No hablemos de eso ahora —pidió él.
—Tenemos que hablarlo, Wen, tenemos que cerrar esta etapa para que no volvamos a discutir por lo mismo —ella tenía razón—. Yo te amo, como siempre, y no quiero volver a perderte.
—Yo soy tuyo, Libertad, no podría nunca ser de alguien más, pero no hablemos hoy, por favor, necesito paz. —Le acarició el rostro por donde las lágrimas ya habían iniciado su trayecto—. No llores. Hablaremos de esto otro día, cerraremos este horrendo capítulo, lo prometo.
Volvieron a abrazarse, esta vez más calmos, y decidieron entrar para cenar en familia.
Horas después, la pareja se dirigía hacia el hotel en que se hospedaba Wenceslao. Ya no dormirían separados nunca más, ya no más proyectos solitarios. Eran uno de nuevo.
Milagros y Gustave los vieron partir de la mano, sonrientes como adolescentes, nerviosos.
Durante el camino iban haciendo planes, deberían buscar un sitio más grande para vivir. Todo lo veían con nuevos ojos, por decisión mutua habían decidido suspender el pasado reciente por unos días, hasta que se reencontraran al fin con ellos mismos. Después habría tiempo para explicaciones y confesiones. De momento, solo necesitaban amarse de nuevo.
El lecho los recibió ansiosos, apurados por sacarse la ropa, por unir sus pieles y saborearlas. Se acariciaron desde la punta de los pies hasta el alma misma. Se besaron con pasión y con ternura a la vez y alcanzaron vibraciones máximas. No pudieron demorar el éxtasis porque ambos estaban al límite de sus fronteras, pero sí lo multiplicaron en una noche sin fin.