Pasaron dos días hasta que la familia Napolitano regresó a la hipoterapia. Dos días durante los cuales las discusiones en el matrimonio fueron arduas.
María quería volver, intentar un poco más, en cambio Lito estaba ofuscado y despotricaba todo el tiempo contra toda esa “gente deforme” que en nada ayudaría a su hija. Cada hora que pasaba sentía que se alejaba más de la pequeña Felicia. Él, que era un ser perfecto, no podía soportar tener una hija marcada. Ni siquiera era bonita, como había profetizado al nombrarla como la mujer más bella de la República Argentina. Con el paso de los meses la niña trocaba sus rasgos por otros más toscos y burdos.
La madre en cambio la veía hermosa, como solo una madre puede ver a sus hijos, aun cuando no la hubiera llevado en sus entrañas durante nueve meses ella la amaba incondicionalmente.
Las peleas por el tema los habían distanciado, tanto que Lito había optado por salir durante la noche y regresar casi de madrugada. La esposa, acostumbrada a no preguntar, aguantaba.
Pero finalmente, su perseverancia pudo más y logró convencerlo de concurrir de nuevo al campo.
Esta vez él se quedó dentro del auto, no tenía ganas de ver a ninguno de esos mogólicos que compartían el tiempo con su hija, y menos de tratar con el dueño del lugar, otro marcado por la deformidad.
María protestó, ella no sabía hablar francés, pero él hizo oídos sordos y la mujer tuvo que avanzar sola.
Janelle fue amable con ella y le informó que continuaría el tratamiento bajo su supervisión con la ayuda de la argentina que vivía allí, a quien había ido interiorizando sobre el tratamiento y la monta gemela.
De ese modo Naiquen entró en escena y se sintió feliz de poder hablar en su lengua materna con alguien más.
Después de los saludos iniciales ambas madres entablaron conversación mientras que la pequeña Felicia esperaba que el caballo estuviese listo.
—Le hará bien, tenga fe —consoló Naiquen. Le caía bien esa mujer a quien la tristeza había dibujado el rostro.
—¿Algunos niños mejoraron con esto?
—Le voy a ser sincera —respondió la morena—, no sé demasiado del tema, pero sí puedo decirle que mi propio hijo se vio beneficiado por el contacto con los caballos.
—¡Ah! No sabía que su hijo también tenía problemas… creí que usted trabajaba aquí.
—Así es. Pero Mauro sufrió un accidente y… perdió un brazo.
—¡Oh! —María se llevó las manos a la boca—. Lo siento.
—Fue muy duro para él —Naiquen dirigió sus ojos hacia donde sus niños jugaban con Tornado—, pero estar aquí, con los animales y la vida en la naturaleza, le ha hecho muy bien. Cuando llegamos él no hablaba, no interactuaba con nadie, y hoy… —señaló con su brazo a Mauro— está allí, jugando con su hermano.
—Me llena de esperanza lo que me cuenta, Naiquen… ¡gracias! —María tomó sus manos y las apretó—. Dios nos ayude.
La presencia de Lucien interrumpió la conversación. Naiquen aún no se habituaba a verlo así, sin la cortina de su cabello escondiendo su imperfección, y los ojos se le iban, inevitablemente, hacia ese sitio.
Él parecía muy conforme con su nuevo estilo y simulaba no ver las constantes miradas que todos le proferían.
—¿Cómo estuvo la pequeña Felicia? —preguntó a María, quien lo miró sin comprender sus palabras por lo cual Naiquen tuvo que traducir.
—Dice que estuvo algo inquieta, muy llorosa.
—Sería conveniente para ella no interrumpir la terapia —acotó Mathieu.
—Lo hablará con su marido.
—Dile que si el problema es el traslado desde la ciudad —sabía que estaban alquilando— aquí hay alojamiento en caso de ser necesario. —Naiquen lo interrogó con la mirada, era una locura lo que estaba proponiendo, pero él insistió.
—¡Oh! Je vous rémercie —intentó María en un francés espantoso. La madre de la niñita estaba muy conmovida, la sorprendía tanta amabilidad.
Lucien sonrió con sinceridad y Naiquen sintió que algo se revolvía en su interior. Le hubiera gustado que ese gesto fuese para ella, no para una extraña. “¿Celosa?”, se preguntó. Tal vez.
Ambas lo vieron alejarse en dirección al auto. Era imponente. Sus pasos largos hacían temblar la tierra, su espalda ancha podía soportar todo el peso del mundo.
Naiquen reflexionó sobre todo lo que ese hombre le generaba y dejó de escuchar a María, que seguía contándole sobre Felicia y su vida desde su nacimiento, omitiendo, claro está, revelar que era “adoptada”.
Cuando el caballo estuvo listo Naiquen montó y tomó en sus brazos a la pequeña para comenzar su terapia. Al sentir el cuerpito tibio y la fragilidad que transmitía se le olvidaron todas sus penas y se dedicó a reconfortarla como fuera.
Lucien subió al rodado y enfiló hacia la ciudad. Hacía dos días que no tenía noticias de Alain ni de Marcel. Quería corroborar que su amigo estuviera bien. “¿A quién engañas? Quieres ver al niño otra vez.” Y así era. Quería saber cómo estaba Alain y si tenía ganas de volver al campo.
Al llegar a la vivienda las ventanas casi cerradas le anunciaron que algo andaba mal. Una empleada abrió la puerta y confirmó sus sospechas: Marcel estaba despidiéndose del mundo de los vivos.
En su lecho de muerte con el rostro macilento y la voz sin fuerzas su amigo le pidió que se llevara a Alain.
—No quiero que me vea en este estado, sé que tú lo cuidarás bien.
—Deberías haberme avisado… —reprochó Lucien, sentado en el lecho tomándole la mano.
—Sabía que vendrías.
Se quedó un rato más hasta que el anciano se durmió. Tal vez no volviera a verlo con vida, pero al menos habían hecho las paces.
Alain estaba en el comedor, nuevamente enojado. El jovencito no entendía por qué su abuelo también lo abandonaba. No quería dejar su casa aunque sabía que tendría que hacerlo de un momento a otro. No quería ir a vivir con ese pariente que no sabía si era su padre o su tío. ¿Qué más daba? No quería. Tenía miedo.
—Vamos, hijo —dijo Lucien sin meditar sus palabras ni anticipar el vendaval de insultos que saldrían de la boca de Alain.
—¡Yo no soy tu hijo! ¡Maldito hijo de perra! —El jovencito continuó profiriendo agresiones hasta que a Lucien no le quedó más remedio que tomarlo por los brazos y zamarrearlo para hacerlo callar.
—¡Despertarás a tu abuelo! —Al escucharlo Alain volvió a la cordura, amaba a Marcel y no deseaba molestarlo—. Vamos a casa —repitió aflojando la presión.
—¡No quiero ir!
—Deber ir, sabes que tu abuelo no puede cuidarte ahora… —Mathieu no encontraba la manera de hacerle entender sin entristecerlo aún más, porque toda esa ira no era más que el reflejo de su dolor—. Vamos, Alain, vamos a casa —pasó su brazo por sobre los hombros del muchacho y este bajó la cabeza.
La empleada ya había reunido algunas pertenencias del niño, anticipaba que su estadía sería larga, si no definitiva.
Alain quiso despedirse de Marcel, a quien encontró dormido y con gesto de paz en su rostro. Se abrazó a su cuerpo delgado y le dio un beso en la mejilla.
—Adieu —sentía que era la última vez que lo veía.
El trayecto hacia la estancia fue silencioso, solo el frío de la tarde los acompañaba. Al llegar los niños de la terapia ya se habían ido, la noche se anunciaba tormentosa y hasta los perros se habían guardado.
La alegría de Pablo no logró movilizar a Alain que prefirió encerrarse en su habitación.
—Te buscaré para la hora de la cena —avisó Lucien, a lo cual el muchacho asintió.
Mathieu estaba cansado. Todos esos días de mal dormir, la preocupación por ese nuevo integrante de la familia a quien no sabía cómo tratar, la salud de Marcel por quien sentía afecto… y Naiquen que aún lo desvelaba por las noches. No sabía qué hacer con ella. Esa mujer lo desorientaba. Tenía ganas de su cuerpo, de su conversación breve y acertada, pero ella era esquiva e impredecible. Lo desconcertaba con sus actitudes. Por momentos parecía querer lo mismo que él, en otros se alejaba sin motivos.
Se dirigió a su cuarto, le dolía la cabeza y quería cerrar los ojos al menos hasta la hora de la comida.
Sin darse cuenta se durmió cuando unos golpecitos lo despertaron. Abrió y era Pablo.
—La mesa está servida, señor.
—Hazme un favor, ve a buscar a Alain.
El niño corrió por el pasillo y llamó a la puerta.
Cuando Alain apareció Pablo no pudo reprimir el grito de sorpresa.
—¿Qué hiciste? —Sus ojitos claros recorrían la cabeza del otro niño y la boca se le abría hasta más no poder.
—Me cansé de ocultarme —repitió la explicación que días atrás había dado Lucien.
Juntos avanzaron hasta el comedor y todos asistieron asombrados al nuevo aspecto de Alain: se había cortado el pelo al ras dejando ver su cabeza donde la ausencia de una de sus orejas era mayúscula. La imposibilidad de emparejarse en la parte de la nuca mostraba algunos mechones más largos y desordenados. Los costados eran un desastre y la superficie parecía un campo arado donde los surcos eran demasiado pronunciados.
Mauro comenzó a reír y todas las cabezas giraron hacia él.
—Ahora sí que parecemos un circo —dijo sin malicia. La risa de Alain se le unió y el ambiente se distendió alejando la guerra que habían pronosticado.
Lucien guardó su opinión, quería recriminarlo por lo que había hecho, pero después de todo, el chico solo lo había imitado; aunque a él le había quedado mejor, o eso creía.
Durante la cena en el comedor, a la cual todos asistieron por orden del dueño de casa, Mathieu propuso que Naiquen le emparejara el cabello.
—Para que quede un poco más… —no encontraba la palabra justa y Lulú salió en su auxilio.
—Para que quede más armonioso.
El niño sonrió triunfal y asintió. Esa misma noche antes de dormir Naiquen cortó los mechones largos que Alain había dejado detrás, aun así su cabeza era un verdadero caos.
—Deberíamos ir a un peluquero para que arregle esto, Alain —sugirió.
—Está bien así, el pelo crecerá, no así mi oreja.
Ella lo miró a los ojos y se encontró frente a un jovencito desvalido pese a su disfraz de matón.
—¿Tanto te preocupa no tener una oreja?
—Bien sabes que no es eso lo que me afecta —el pequeño bajó la mirada. Naiquen se conmovió y lo abrazó contra su pecho, sintiendo su temor en el palpitar de su corazón.
—Todos aquí perdimos algo muy importante, Alain, todos. —Pensó en sus hijos, el desarraigo, las costumbres, la familia, hasta el idioma, sin mencionar el brazo que había quedado en la Argentina, como una estaca.
—Pero se tienen a ustedes —dijo en voz baja—. Yo en cambio… cuando muera mi abuelo no tendré a nadie.
—¡No digas eso! Nos tienes a nosotros.
—¿A quién le importo acaso? —retó de nuevo con su aire combativo. Era increíble cómo podía pasar de una emoción a otra con tanta velocidad.
—A mí me importas —replicó seria—. Y a mis hijos también, estos días en que no viniste preguntaron por ti.
—¿De verdad?
—Pues claro que sí, eres un niño que se hace notar —sonrió—. Y se te extraña cuando no estás.
—Pero… ustedes no son mi familia.
—Depende de lo que entiendas por familia, Alain… —Se habían sentado al borde de la cama y ella le sostenía la mano transpirada a causa de los nervios que le ocasionaba desnudar su corazón—. Los lazos de sangre no siempre funcionan como debe ser… a veces nos sentimos más cerca de otras personas con las que estamos identificadas, o respecto de las cuales tenemos sentimientos. Yo dejé a toda mi familia en mi país, pero tenerlos a ustedes, a ti, a Lulú, no me hace sentir tan sola.
—¿Y qué hay con… mi tío?
Naiquen no supo qué responder.
—Él… él es un hombre… particular.
El niño rio, percibía lo que a ella le ocurría con su… ¿padre?
—¿De qué te ríes? —ella lo interrogó con chispitas en los ojos.
—A ti te gusta mi tío… —Al ver que ella se sonrojaba la aguijoneó—: Vamos, no puedes negarlo, los he visto juntos… tú también le gustas.
Naiquen se puso de pie y se alisó la blusa.
—Es hora de dormir, Alain, mañana me tengo que levantar temprano.
—¡Te escapas! —Alain se dispuso a acostarse—. Es porque estoy en lo cierto… él te gusta.
—Mira, Alain, los adultos a veces… nos comportamos de manera confusa. Tu tío es una buena persona, y para él también es nueva toda esta situación. Tenle paciencia. Sé que él te tiene cariño y es tu familia.
El niño se dio por vencido, entendía que ella no daría el brazo a torcer.
—Trata de adaptarte a lo que tienes, querido —le dio un beso en la frente—, todos lo hacemos a diario.
Al cerrar la puerta tras de sí se apoyó contra la pared del pasillo y cerró los ojos. ¡Qué difícil era todo! Ese niño que días atrás la había enfurecido ahora le ocasionaba ternura… Se alegró por ello, indicaba que su corazón no estaba entumecido. Con todo lo ocurrido había temido no volver a querer a nadie, se había endurecido tanto a causa de lo que había debido enfrentar. De lo contrario ni siquiera hubiera seguido en pie luego de la amputación del brazo de Mauro. Pero ahora se daba cuenta de que allí, debajo de todas sus corazas y miedos, su corazón latía y se abría para acoger en él a alguien más: Alain. Ese jovencito ya era parte de su familia, lo acababa de adoptar, aun cuando con sus comentarios hubiera lastimado a Mauro. Debía ponerse en su lugar y entenderlo. Ella lo ayudaría a integrarse, a disipar su enojo, a tratar de ser feliz. ¡Los niños debían ser felices! No terminaba de aceptar que estaba rodeada de jovencitos marcados, no solo los propios sino todos los que concurrían a la terapia. ¿Por qué Dios era tan injusto? Volvía a dudar sobre su existencia.
Se separó de la pared y caminó rumbo a la cocina para verificar que todo estuviera apagado y en orden.
Al pasar por el estudio divisó a Mathieu. Estaba sentado frente al escritorio sobre el cual se desplomaba con la cabeza entre las manos. A su lado una botella de licor mostraba su interior vacío.
—¿Se siente bien? —preguntó desde el umbral.
Él elevó los ojos vidriosos, se notaba que había bebido mucho. “Otra vez…”. Se lamentó Naiquen. Con voz pastosa el hombre respondió:
—No, no estoy bien —había un dejo de furia en sus palabras.
—¿Necesita algo?
—Ven aquí —ordenó— y cierra la puerta.
Ella vaciló pero la gravedad de su mirada la impulsó a obedecer.
—Vino un mensajero, acaba de fallecer mi amigo —al decirlo clavó en ella sus ojos tan oscuros como la noche cerrada— y debo decírselo a Alain.
—¡Oh! Lo lamento… —presentía lo que sería para el niño la noticia.
—Necesito ayuda, Naiquen. —Su mirada se había aplacado, parecía un pequeño desvalido—. Ya no sé cómo comportarme con él… Sé que será devastador para él enterarse de que su abuelo… que ya no tiene a nadie en el mundo.
—No diga eso… lo tiene a usted, usted es su familiar —no deseaba decir “su padre”, no sabía cómo estaba él con ese tema.
—No nos conocemos Naiquen… ¿cómo puede quererme? ¿Cómo puedo quererlo? ¡Somos extraños!
Ella elevó los ojos al techo; tenía razón.
—¡Ay, señor!
—¡Deja de decirme señor! —Se puso de pie y caminó por la estancia—. ¡Hemos dormido juntos, Naiquen! ¡Trátame con menos formalidad, por favor!
—¿Quiere que me olvide de las formas? —Ella también estaba alterada—. ¡Pues no lo haré! ¡Soy apenas una empleada!
En dos pasos Lucien estaba a su lado y la sacudía por los hombros.
—¿Qué quieres, mujer? ¿Quieres dejar de trabajar para mí? ¡Pues ya mismo estás despedida! —Al oír tales palabras ella sintió pánico: ¿a dónde iría con sus hijos?—. ¿Quieres ser mi esposa? —El alcohol no le permitía pensar bien.
—¡Usted está loco! —Se soltó y se alejó de él. Estaba a punto de alcanzar la salida cuando él la tomó por la cintura.
—Sí, estoy loco, Naiquen, estoy desquiciado… —Su aliento tibio y con olor a licor le acariciaba el cuello.
Lucien la apretó contra su pecho y ella pudo sentir su erección contra sus nalgas. La boca masculina mordió la piel morena y ella gimió. La giró mientras la empujaba contra la puerta, donde se prendió de sus labios a la vez que las manos la recorrían toda.
Ella lo dejó hacer, también necesitaba sus besos y su calor. Cuando la pasión elevó la temperatura del ambiente y él comenzaba a sacarle la ropa, Naiquen lo detuvo.
—¡Basta! —Se acomodó la blusa intentando sosegar su respiración—. Basta —repitió—. Esto no puede continuar, Lucien… esto que hacemos no está bien. Es confuso para ambos…
—¿Confuso? —Una sonrisa irónica vistió su boca—. Yo creo que está más que claro.
—Pero no está bien. Yo soy tu empleada —decidió no tomar en serio el hecho de que la hubiera despedido minutos antes—, tengo dos hijos, necesito el trabajo. No puedo jugar a ser tu amante.
—Yo no te tengo de amante, Naiquen.
—¿Y qué soy acaso?
Él giró, molesto de nuevo.
—¿Otra vez queriendo poner nombre a las cosas?
—No es por ponerle un nombre… es que no me gusta estar ocultándome, salir de tu cuarto a escondidas no me hace bien. Tampoco es buena imagen para mis hijos.
Lucien empezó a reír y ella sintió que la sangre le bullía, pero conservó la calma.
—¿Quieres que lo oficialicemos? —preguntó divertido.
—No dije eso.
Lucien se acercó de nuevo y le corrió unos cabellos que en el fragor de la pasión se le habían desordenado.
—Eres más bella aún cuando te enojas. Escucha, Naiquen, no tengo que rendir cuentas a nadie. Entiendo lo que dices de los niños, si tú quieres, los reunimos a los tres y les contamos que estamos iniciando una relación.
Ella lo miró, incrédula, sin saber si se estaba burlando de ella, si era producto del alcohol o si lo decía en serio.
—Hablo en serio, Naiquen, no estoy para bromas, acaba de morir Marcel. —En el fondo de sus ojos ella leyó su pena—. Solo trato de pasar el mal trago de la mejor manera. —La tomó por los hombros y se clavó en su mirada—. Necesito paz. Y tú necesitas paz. Dejemos que esto pase, contémoslo si eso te tranquiliza. —Su sinceridad la conmovió y sus ojos se aguaron—. Yo solo te pido lealtad, Naiquen, ya te lo dije una vez. Yo soy un hombre íntegro, no te defraudaré.
Naiquen se desarmó ante sus palabras. No era un confesión de amor ni nada parecido, pero ese hombre estaba dispuesto a intentar una relación con ella, aun cuando ninguno hubiera hablado de sentimientos ni compromiso. ¿O sí? ¿Acaso la lealtad no era la asunción de un compromiso?
—Yo… tengo que pensarlo —titubeó; Mathieu empezó a reír.
—No juegues a la noviecita adolescente, mujer… —Volvió a tomarla—. Somos grandes, hicimos el amor —depositó sobre su boca un beso suave, no deseaba enardecerse de nuevo. Ella respondió y lo abrazó a su vez—. Mañana será el funeral, sé que no es el gran plan, pero quisiera que nos acompañaras. Necesito que me ayudes con Alain.
—Está bien —continuaron abrazados un rato más hasta que ambos se fueron relajando.
Después él la acompañó hasta la puerta de su habitación y volvió a besarla. Deseaba dormir con ella pero sabía que no accedería esa noche. Tenía que asimilar todo lo ocurrido, seguramente deseaba clarificar las cosas con sus hijos.
—Mañana hablaremos con los demás —prometió antes de alejarse; ella asintió no sin temor.