Despertar juntos un nuevo día era un regalo del cielo que ambos agradecían todo el tiempo. Libertad y Wenceslao estaban viviendo su luna de miel sin boda, inmersos en la felicidad de su amor y empujando los malos recuerdos hacia un vacío infinito.
Tres días habían pasado desde su reconciliación, tres días durante los cuales solo se habían dedicado a ellos, a mimarse y cuidarse, a amarse sin fronteras, faltando a todas las demás obligaciones. Habían pasado horas y horas hablando, contándose todo lo que habían vivido por separado. Comenzando por el relato de Wenceslao, la trampa en la que había caído y cómo había sido rescatado. Sus padecimientos físicos, su lenta recuperación, su escape del país; todo era muy triste y por momentos caían en la angustia y el llanto. Después sus intentos por hallarla, su búsqueda por todas las ciudades, su desánimo y su desilusión al verla con Jean-Louis.
Libertad también le refirió su historia, sus pasos por el tango y su breve relación con el francés, sin omitir nada. Fue vergonzoso para ella contarle que se había acostado con él, pero era momento de confesiones, si querían empezar de nuevo y ser uno, no podía haber secretos. Y pese a lo duro de la confirmación de sus sospechas, Wenceslao tuvo que aceptarlo. Ella creía que estaba muerto. Eso era lo que todos habían creído. No podía culparla. Él también había estado con otra mujer y por peores motivos, lo había hecho por despecho, por venganza, para olvidarla y tapar la huella de su cuerpo.
Todas esas confesiones se dieron en medio de llantos y angustias, era difícil para ambos asumir todo lo que habían vivido. Pero estaban juntos y eso era lo único que importaba. El pasado solo sería un mal recuerdo, ahora debían mirar hacia el futuro.
Cuando ya no quedó ni un secreto que compartir ni comida en la habitación, Wenceslao recobró la cordura y decidió que debían retomar sus actividades.
Sin ganas, se vistieron y se prepararon para enfrentar el nuevo día puertas afuera y separados. Pero esta vez la separación tenía vencimiento, serían solo unas horas para volver al hogar, porque el minúsculo cuarto de Wen era para ellos su hogar, el nido de su amor, la cuna de su familia.
Cada uno partió rumbo a sus actividades sin saber si serían bien recibidos. Wenceslao había telefoneado a la empresa para justificar su ausencia los días anteriores, pero Libertad no había tomado esa precaución. Tal vez su empleadora la rechazara. De ser así, no importaba, algo más encontraría, tal vez cerca de su nuevo domicilio.
La joven decidió dejar la visita a Milagros para la hora del almuerzo; fue directamente a la florería donde Mireille la recibió con sorpresa. Le había molestado su inasistencia sin aviso, sobre todo teniendo en cuenta que los días habían estado lindos, frescos pero sin lluvia, y el carrito no había salido. Iba a reprenderla pero al verle la mirada tan encendida se arrepintió. Conocía parte de la historia de la muchacha y supuso que algún motivo había obligado a Libertad a faltar. La mujer recordó sus tiempos de juventud y una involuntaria sonrisa se apoderó de su boca. De modo que sin preguntas ni reproches la dejó preparar el carrito y observó cómo la muchacha se dirigía a su esquina.
Radiante como estaba, con la alegría tallada en el rostro y en la actitud, esa mañana vendió más ramos y arreglos que nunca. Sus buenas maneras y su predisposición la colmaron de elogios y agradecimientos por su atención. Libertad regresó al local con el carromato casi vacío, recibiendo felicitaciones por parte de Mireille.
Después compró unas confituras para regalar a Milagros, se sentía exultante. Momentáneamente había ocultado en algún rincón de su alma las tristezas e incertidumbres sobre su familia en la Argentina. No quería pensar, no quería extrañar ni elucubrar sobre cómo estarían o si les había ocurrido algo. Prefería vivir en la ignorancia, al menos esos días en que estaba tan feliz.
Cuando Milagros abrió la puerta y la vio frente a sus ojos, tan hermosa y tan vivaz, supo que todo estaba bien en la vida de su sobrina.
Se abrazaron y de la mano se dirigieron hasta el sillón donde se acomodaron para conversar. Parecían dos adolescentes contándose sobre los primeros besos.
—¡Contame! Estos días sin saber nada me tuvieron en vilo, Libertad —no había reproche en sus palabras sino curiosidad.
—¡Ay, tía! —Los ojitos gatunos se llenaron de perlas—. Todo es perfecto con él. Ni siquiera soy capaz de sentir el frío —bromeó entre risas.
—Imagino que se habrán puesto al día —había picardía en la mirada de Milagros.
—¡Pero qué decís! —se burló la sobrina elevando sus ojos al cielo—. ¡Estoy tan feliz! ¡Tan feliz!
—Y yo estoy feliz por vos —se abrazaron, ambas estaban emocionadas.
Después, mientras comían un almuerzo liviano, Libertad le contó un poco más en detalle lo que habían conversado, las confesiones y los perdones.
—Ahora tenemos que buscar un sitio un poquito más espacioso, el cuarto de Wen es demasiado pequeño. Yo estoy bien donde sea mientras estemos juntos, pero él insiste…
—Está bien que lo haga, Libertad, deben vivir como merecen.
—Buscaremos un departamento para alquilar… que tenga cocina al menos, porque estamos gastando mucho dinero en comida preparada.
—Me pone muy feliz saber que todo se acomodó entre ustedes.
—¿Y vos? Contame.
—Yo… —Milagros se hizo la misteriosa—, nosotros… —se puso de pie y caminó frente a su sobrina como si desfilara—. ¿No notás nada distinto?
—Pues… —Libertad la recorrió con la mirada de pies a cabeza sin advertir nada nuevo, excepto unas botas que no le conocía—. ¡Compraste calzado! —señaló con su índice hacia los pies de su tía.
Esta comenzó a reír.
—No mi querida… —Se aproximó y le tomó la mano para llevarla a su vientre—. Aquí, donde todavía no se ve nada, hay un bebé.
Libertad se puso de pie como un resorte y la abrazó lanzando grititos de euforia.
—¡Pero qué hermosa noticia! ¡Deberías habérmelo dicho ni bien llegué!
—¿Cómo hubiera podido? —bromeó la mayor—. Era tu momento para contar.
Las dos mujeres se abrazaron de nuevo y comenzaron a planificar sus vidas.
Después, Milagros le enseñó la carta de Naiquen que había recibido esa mañana y le contó sobre las novedades, que no eran muchas, excepto que Mauro había vuelto a hablar. Su prima no daba mayores detalles de su vida en el campo, solo hablaba de los chicos y de la terapia con los caballos.
—¡Tenemos que festejar! —dijo Milagros—. Esta noche cenaremos todos juntos y brindaremos con un buen champán francés.