“La ira es un ácido que puede hacer más daño al recipiente en el que se almacena que a cualquier cosa en la que se vierte.”
MARK TWAIN
Ya habían pasado seis días desde el entierro de Marcel. Alain oscilaba entre la tristeza y la furia. Cuando estaba decaído se encerraba en su habitación y podía pasar horas allí. Solo salía en los horarios de las comidas porque Lucien era inflexible con eso, pero después volvía al ostracismo. Los chicos lo buscaban para ir a montar o para ayudar en la terapia, lo tentaban con novedades o travesuras pero él no cedía.
Cuando estaba furioso se hacía sentir en las únicas oportunidades en que se presentaba para comer, agredía a todos con comentarios sarcásticos, hasta un día en que osó faltar el respecto a Naiquen y Lucien lo obligó a pedirle disculpas.
—¡Ella es una sirvienta! —bramó el jovencito echando chispas por los ojos.
Ni bien terminó de decir esas palabras, Lucien se levantó con tal ímpetu que la silla cayó hacia atrás y todos temieron una desgracia. Se abalanzó sobre Alain y lo levantó de la única oreja que adornaba su cabeza.
Las mujeres lanzaron exclamaciones y fue Naiquen quien intercedió por él, cruzando los límites entre patrón y empleada, dado que con el ambiente caldeado que vivían no habían vuelto a hablar de su relación.
—¡Déjalo! ¡Es un niño! —osó decir aproximándose a ellos e intentando separarlos, porque Alain tiraba puñetazos y patadas.
Mathieu la fulminó con la mirada pero ella no retrocedió.
—¡Déjalo! —repitió.
Pese al enojo que lo dominaba Lucien obedeció frente al asombro de los demás, mudos testigos.
—¡Pídele disculpas a Naiquen! —bramó.
Alain no quería ocasionar una pelea entre ellos, porque por mucho enojo que sentía apreciaba a Naiquen. Bajó la cabeza y murmuró la disculpa.
—¡Más fuerte! —ordenó Lucien—. Que la oigan todos.
El niño repitió:
—Lo siento.
—Ahora vete a tu cuarto.
Cuando se fue, Lucien volvió a sentarse dispuesto a comer. Naiquen permanecía de pie, sabía que se había excedido al desafiarlo frente a todos.
—Siéntate, Naiquen —dijo él ya calmado—, lamento haberme exaltado.
La mujer obedeció y la comida continuó en un hermético silencio, bajo la mirada atónita de Lulú que no alcanzaba a entender qué ocurría con su patrón.
Después Mathieu salió para recibir al segundo turno de niños de la terapia y no volvió hasta el atardecer.
Los chicos se mezclaron entre los asistentes al tratamiento, ayudando a llevar los caballos y acompañando a jinetes con problemas menos delicados.
Mauro se defendía bastante bien aun sin su brazo y de a poco iba modificando su carácter. Jamás volvería a ser el de antes, su mirada no recuperaría el brillo auténtico de un niño feliz, pero al menos reía y tenía vida social. Ambos hablaban a la perfección aunque les costaba escribir sin errores, pero teniendo en cuenta el poco tiempo que llevaban en Francia era demasiado.
Después de terminar sus tareas Naiquen se recluyó en su habitación, estaba cansada, extrañaba a su madre. No comprendía aún su muerte, Fresia estaba bien antes de su partida. No sabía si alguien había viajado para ocuparse de sus cosas y se acordó del dinero. ¿Qué habría pasado con el tesoro que tenía su madre? Ella sabía bien de la funesta historia de su padre, un bandolero de los años treinta. Conocía su trágico final y cómo ella había sido salvada por su mamá. Aun cuando no recordaba nada de esa época cada vez que pensaba la recorría un escalofrío al imaginar a la beba que había sido oculta en un canasto de ropa.
Fresia había dispuesto el dinero a cuentagotas, le había dado una parte a su prima Lihuén, cuando nació su hijo Nehuén. Recordó a su sobrino segundo pero ya nada se agitó en su interior. Después, su madre había sido muy medida en sus gastos, jamás quiso levantar sospechas de la fortuna que tenía. A ella la había ayudado mucho, pero siempre en pequeñas cuotas, se justificaba que no quería llamar la atención. A los ojos del mundo ellas eran pobres, y así seguirían. Fresia siempre temía que alguien volviera del pasado para vengar la muerte de esa otra familia, la de… ¿cómo se llamaba? Ni siquiera podía recordar el apellido.
Naiquen se llevaría la incógnita del botín a la tumba, porque nunca nadie encontraría el tesoro que Fresia había enterrado en frascos de vidrio en la huerta de su casa.
Se tiró sobre la cama y alcanzó a cerrar los ojos cuando sintió un golpe en la puerta. Se sentó deprisa, tal vez era Lucien. Se acomodó la ropa y el pelo y permitió la entrada.
En su umbral apareció Alain.
—Pasa.
El niño lo hizo y quedó de pie frente a ella.
—Quiero pedirte disculpas.
Naiquen sonrió.
—Ya lo hiciste en la mesa.
—Fui obligado, ahora lo hago porque quiero —bajó la mirada, se sentía avergonzado.
—Ven —la mujer extendió sus brazos y Alain se refugió en ellos.
Naiquen sintió su cuerpo delgado temblar contra su pecho y se emocionó. Ese niño estaba tan vacío de cariño como si hubiera sido huérfano toda la vida. Le faltaba amor de madre, y ella tenía de sobra aunque sus hijos ocuparan todo su corazón.
—Lo lamento de verdad —repitió—, tú siempre fuiste buena conmigo incluso cuando traté mal a Mauro.
—Gracias por decirlo Alain, eres un jovencito hermoso, de buena madera —se alejó para sonreírle, ambos con los ojos llorosos—, solo tienes que dejar que todo tu enojo se vaya para quedar sano por dentro.
—Debería dejarlo salir afuera, ¿no crees? —Los dos rieron ante la ocurrencia.
—Cuando estés así, cuando sientas que la ira te domina, ve al campo y tira piedras a lo lejos, así no dañas a nadie —sugirió.
—Así lo haré, lo prometo —se había puesto serio—. No deseo que tú y mi tío se peleen por mi culpa.
Naiquen sonrió.
—Eso no ocurrirá, Alain, cuando dos personas pelean no es por culpa de terceros, sino de ellas mismas que no saben arreglar sus diferencias de manera civilizada. Tú no tienes la culpa de nada, recuerda eso.
Esa noche, durante la cena, Alain se presentó calmo y repitió sus disculpas frente a todos. Lucien se enorgulleció de él y sin consensuarlo con Naiquen, en un impulso de alegría, tomó la palabra:
—Ya que todos estamos reunidos y en paz, quiero anunciarles algo —miró a Naiquen y al encontrarse sus ojos ella adivinó lo que se venía. El calor de la sopa fue desplazado por un fuego interno que le mojó la espalda y las manos cobraron vida propia en un temblor desaforado que la obligó a esconderlas debajo de la mesa—. En realidad con Naiquen tenemos algo que anunciarles.
Todos los ojos se posaron en ella, sintió que se incendiaba. Lulú sonrió pensando que finalmente sus sospechas eran fundadas. Pablo y Mauro la interrogaron con la mirada pero la madre no podía articular palabra.
—Esperamos que reciban con agrado la noticia del inicio de nuestra relación de pareja —prosiguió Lucien.
—¿Se van a casar? —interrumpió Pablo con la inocencia que lo caracterizaba.
Mathieu sonrió.
—Tal vez, si tu madre quiere hacerlo —Naiquen no podía ponerse más roja. Lejos de estar feliz estaba enojada. ¿Cómo había osado tirar esa bomba en la mesa sin siquiera avisarle? Pero él era así, amo y señor.
Lulú los felicitó y dijo:
—Tendrá que contratar a alguien que me ayude, señor… No creo que la señora deba ocuparse de las cosas de la casa.
—¡Por favor, Lulú! —terció Naiquen más que molesta—. ¡Y deja de decirme señora!
—Sí, ya pensé en eso, Lulú, gracias —manifestó Lucien sorprendiendo a la morena.
Naiquen miró a sus hijos, quería leer en sus rostros cómo había impactado la sorpresa. Mauro estaba callado y pensativo mientras que Pablo estaba contento. Tal vez su hijo menor se sentía más seguro ante las buenas nuevas.
Tendría que hablar con ellos. Y así lo hizo cuando fue a despedirlos esa noche.
—¿Qué pasó con papá? —quiso saber Mauro, ya en la cama—. ¿Volveremos a verlo?
—No lo sé, mi vida… —La culpa la envolvió. Sus hijos ya tenían un padre y ella un esposo. Lo que estaba haciendo estaba mal…
—Nunca nos dijiste qué pasó, mamá —había un velado reproche.
—Es verdad… —tomó aire—. Pasó que con su papá no nos llevábamos bien, ustedes saben que discutíamos mucho y…
—Te pegaba —afirmó Pablo.
Naiquen lo miró a lo profundo de los ojos y empezó a negar.
—No me mientas mamá, yo lo vi.
La madre empezó a temblar. ¿Cómo era posible? Si cuando él le pegaba lo hacía en la intimidad del cuarto y le tapaba la boca para que no gritara.
—Yo lo vi, mamá —repitió Pablo—. Una noche escuché ruidos en tu habitación y fui a espiar por el agujerito de la cerradura. Y lo vi.
Las lágrimas empezaron a rodar por la mejilla morena.
—No llores… —Pablo la abrazó y Mauro saltó de su cama para unirse en el abrazo familiar—. Aguantaste mucho tiempo… debiste irte antes.
Que su hijo menor le dijera eso le partía el corazón. ¡Él sabía! Y había guardado el secreto durante todo ese tiempo, porque Mauro no estaba al tanto de nada.
—¡Ay, chicos! ¡Cuántas cosas nos pasaron! —Se apretaron los tres y así permanecieron un buen rato.
—¿Estás enamorada del señor Mathieu? —preguntó Pablo cuando se separaron y cada cual estaba en su cama.
Naiquen se sintió en una encrucijada. ¿Qué decirles? Ni ella misma lo sabía. Pero tampoco podía darles un discurso confuso… ¡No podía admitir que iba a iniciar una relación con un hombre sin estar enamorada! No era una buena imagen para ellos. Tampoco quería mentirles y empezó a hablar sin saber qué les diría.
—Hijos de mi corazón… el amor es un camino. Uno no se enamora de un día para el otro. Lleva tiempo conocerse, compartir cosas, soportar tormentas y admitir errores. Y más cuando uno tiene la edad que el señor Mathieu y yo tenemos.
—¿Le vas a seguir diciendo señor? —Pablo era insaciable.
—No —Naiquen aunó la sonrisa a su respuesta—, no le diré señor.
—¿Entonces no lo amás?
—Estoy en el camino, hijo —fue lo mejor que se le ocurrió para satisfacer sus dudas.
Luego les dio el beso de las buenas noches y fue a despedir a Alain. Allí también la aguardaban las preguntas y repitió más o menos el mismo discurso.
Terminó extenuada. Tenía frío y caminó hacia la cocina. Se prepararía un té con limón que la ayudaría con la digestión, aún sentía la comida a mitad de la garganta, seguramente por lo ocurrido durante la cena.
No contaba con que Lucien la estuviera aguardando en el pasillo. Se miraron y él advirtió el cansancio que le impedía mostrar su enojo por hablar sin consultarle.
En una actitud que le era desconocida, el hombre la sedujo de inmediato encerrándola contra la pared y apresando su boca. Se sentía con derecho ahora que no tenían que ocultarse. Naiquen al principio se resistió pero la miel de esos labios sedientos la rindieron; terminó abrazándose a su cuello y permitiendo que él la tomara en brazos.
Sin abrir los ojos sintió que una puerta se abría y olvidó el té con limón. Un mullido colchón recibió su cuerpo cansado y unas manos ávidas comenzaron a desnudarla.
Lucien le hizo el amor con ansiedad y pasión. La recorrió por entero con su boca y la llevó al límite del placer. Después la metió dentro de la cama y sin decirse una sola palabra se durmieron abrazados.