París, frío y nieve. La camionetita alquilada escupió en el hall del anciano edificio los muebles usados recién comprados. Wenceslao le pagó al fletero y miró hacia arriba: la escalera empinada y angosta presagiaba una mudanza difícil. A su lado Libertad daba saltitos para evitar congelarse.
No eran demasiadas cosas, el departamento ya estaba a medio armar, pero necesitarían unos cuantos viajes para subir la ropa y en especial los libros que Wen había ido adquiriendo a los buquinistas. En sus momentos de soledad se le había hecho costumbre caminar por las márgenes del Sena, donde los vendedores de libros antiguos exhibían sus reliquias. Le gustaba en especial la orilla derecha del puente Marie, que solía recorrer al menos una vez a la semana, deteniéndose en cada puesto, conversando, preguntando, siempre comprando, hasta terminar en el Museo del Louvre.
El río Sena se describe como el único río del mundo que se extiende entre dos filas de estanterías y puestos de venta.
—En marcha, mi amor —dijo Libertad, ansiosa como toda mujer por acomodar su nuevo hogar.
Y así comenzaron a subir bultos y paquetes hasta que la vereda quedó vacía y ellos exhaustos.
Habían conseguido yerba y uno de los conocidos de Wen les había regalado un mate artesanal que había traído de la Argentina. Pequeños gestos que imitaban regalos de boda.
Milagros se había ofrecido a ayudar pero ellos habían rechazado dado que cursaba recién dos meses de embarazo y no deseaban poner en riesgo al bebé. Gustave por su parte se había ocupado junto con Wen de pintar todo antes de la mudanza y la pareja lo había relevado de colaborar ese día, bastantes jornadas de trabajo había resignado ya.
Con la felicidad recién estrenada prepararon el mate y se sentaron a compartir la bebida de su patria sobre la cama sin armar. Atrás quedaban los días de huída y escondites, de sospechas y traiciones. Atrás quedaba también la familia, los amigos, los ideales y la esperanza de un país mejor. Soñaban con volver a una Argentina distinta, sin fracturas, sin miedos, sin censuras. Soñaban con elegir libremente qué leer y qué escuchar, dónde y con quién reunirse. Soñaban.
La noche les vino encima y con ella el amor en forma de abrazos y caricias sin sexo; estaban cansados.
Al día siguiente la luz de la mañana les mostró un nuevo hogar con cortinas blancas cosidas por las manos aladas de Libertad y toallas bordadas por Milagros para animar a los “recién casados” como solía decirles.
—Quisiera visitar a Naiquen —dijo Libertad después del desayuno—, preguntemos a Gustave si es posible.
—De acuerdo. Deberían tener un teléfono para poder comunicarse, ¿no te parece?
—Pero no lo tienen, ya sabés que no todo el mundo puede conseguirlo. Y ellos están en el campo. Quiero comprobar que están bien, como dice en su carta.
—Pronto lo sabremos —dijo Wen preparándose para partir a su trabajo—. ¿Vas a la florería?
—Por supuesto… hasta que encuentre algún otro empleo debo ir, por poco que sea lo que gano, siempre sirve.
—¡Claro que sirve, mi amor! —El muchacho la abrazó y besó—. No tengo ganas de dejarte —susurró sobre su oreja.
—Yo tampoco quiero que te vayas, Wen —dijo a punto de desfallecer entre sus brazos—, pero debemos trabajar o nos comerán las pulgas.
Rieron y luego de un último abrazo, él se fue.
Al mediodía Libertad interrumpió su jornada laboral y caminó hasta su antigua morada. Milagros la recibió feliz, la extrañaba. Su vientre apenas se evidenciaba pero ella ya sentía la vida acariciándola por dentro y esa sensación de felicidad se trasladaba a todo su rostro.
—Quisiera que me viera mamá… —pensó en voz alta y sus ojos se perlaron—. Y papá… se pondría tan feliz de verme con un niño en brazos… —Libertad la abrazó.
—Yo también extraño… a veces siento que se olvidaron de nosotros.
—¡No digas eso! —reprendió Milagros.
—Lo sé, soy ingrata por pensarlo, sé que por seguridad no pueden contactarnos, pero a veces…
—Para ellos tampoco debe ser fácil. ¡No saben nada sobre nuestras vidas! Ni siquiera saben si Wenceslao llegó a encontrarnos.
—¡Qué triste es todo! —se lamentó Libertad mientras preparaba la mesa para almorzar.
Comieron un exquisito ragout de mouton para alejar el frío y engordar un poco a la madre que a causa de algunas descomposturas había adelgazado.
—Con Wen tenemos ganas de tomarnos un fin de semana para ir a ver a Naiquen.
—¡Es buena idea!
—¿Vos creés que podemos viajar sin avisar?
—Lo comentaré con Gustave… no creo que haya inconveniente. No conozco a ese pariente lejano suyo…
—Estoy extrañando demasiado —murmuró Libertad, avergonzada de ello.
—Es normal… tu búsqueda ya terminó y ahora que pasó todo lo feo de los primeros tiempos, empezás a sentir el desarraigo —Milagros estiró la mano y la acarició—, es normal, sé de lo que hablo. Tené fe que pasará, esto también pasará.
Toda esa tarde Libertad la pasó ensimismada. Tal vez Milagros tenía razón, ahora que las aguas estaban calmas y ella había hallado la paz con Wenceslao comenzaba a sentir la carencia de todo lo demás.
Recordó los últimos tiempos en la Argentina cuando ni siquiera paraba en su casa, sus ausencias sin dar demasiadas explicaciones, su escapadas con Wen, escondidos pero siempre juntos. Pensó en lo injusta que había sido con sus padres, a quienes poco tiempo les había dedicado, pensando en ella y en su amor. Ellos habían permanecido firmes como suelen hacer los padres, sin reprocharle nada, sin negarle nada. Aguantando, entendiendo, permitiendo que hiciera honor a su nombre. Pensó en su hermano, siempre solo, sin una mujer que acompañara sus pasos, dedicado por entero a salvar vidas ajenas. Nehuén era un gran hombre, pero un hombre solitario. Tampoco a él le había dedicado el tiempo suficiente, tampoco le había regalado su presencia ni sus confesiones, solo encerrada en ella y en su pareja.
Una lágrima impertinente se congeló en su mejilla. Había sido egoísta. ¿Todos los hijos eran así? ¿O solo ella? ¿O los de su generación? Porque Wen había vivido de la misma forma y también sus compañeros militantes. Se recriminó por su comportamiento pasado, ya nada podía hacer. Recordó el rostro de sus padres, la palabra siempre justa de Santiago, la fortaleza de Lihuén, evocó su amor intacto pese a los avatares de la vida, a los contratiempos que habían sufrido de jóvenes. Eran un ejemplo a seguir.
Quiso estar con ellos, con su familia, con sus padres y sus abuelos. Añoraba las comidas de los domingos, los antiguos asados, las charlas de sobremesa, los fideos caseros de la abuela Aime… Hasta el mate tenía otro sabor allá, tal vez fuera el agua, tal vez la nostalgia.
Pensó en escribirles, en contarles que pese a extrañarlos estaban bien, que soñaba con regresar a la querida Argentina y darles un fuerte abrazo. Sabía que era un riesgo, que no podía exponerlos, y de pronto una duda comenzó a tomar forma en su cabeza, formas horribles con sabor a miedo: ¿y si les había ocurrido algo? ¿Y si entre el viaje de Wenceslao y el presente los habían detenido? ¿Torturado buscando información? Ese no saber y ese no poder preguntar la angustiaban demasiado. ¿Qué hacer?
La noche llegó, inexorablemente, y Libertad volvió a su nuevo hogar opacada por la preocupación. Wencesalo la recibió en sus brazos, la consoló durante el tiempo que pudo hasta que ambos terminaron llorando. Lloraban la pérdida de su pasado, de su identidad, de sus familias y amigos, de todo aquello que alguna vez les fuera seguro y que ya no tenían. Solo se tenían a ellos mismos. ¿Alcanzaba?