Los aullidos del viento perturbaban el sueño de Naiquen aunque sentía detrás el cuerpo seguro de Lucien. No estaba de acuerdo con amanecer juntos y que todos lo vieran salir de su habitación pero cada vez le era más difícil echarlo de su lecho. Disfrutaba de su compañía, de las charlas que surgían noche a noche después del amor, en las cuales descubría a un hombre nuevo.
Él por su parte sentía que esa mujer estaba calando hondo en su ser y planeaba apurar los preparativos de la boda, así no tenía que andar convenciéndola para que no lo arrojase de su cama cuando aún no había salido el sol.
Mathieu dormía plácidamente a su espalda, encerrándola con sus brazos fuertes, aprisionándola como si ella fuera a escapar en medio de la madrugada. Naiquen disfrutaba del contacto de su piel desnuda y caliente en esa noche fría. A su lado Lucien se encendía y conservaba el fuego intacto hasta despertar. Sentía la respiración acompasada y profunda de quien duerme en paz. Olía su perfume a madera y menta, y se excitaba al recordar lo que habían hecho la víspera. Él era cada vez más osado y ella no se quedaba atrás.
Todo parecía encarrilarse hacia la comodidad, las certezas y la seguridad. Por mucho que seguía doliéndole la discapacidad de su hijo tenía que aceptar que el brazo no le crecería y que sería un lisiado de por vida. Aunque todavía tenía esperanzas de volver a Argentina alguna vez. ¿Qué diría su prima al verla llegar con un francés? Una sonrisa se le dibujó en la boca y pensó que estaba fantaseando demasiado.
Un ruido proveniente del exterior interrumpió sus pensamientos, su cuerpo se tensó y aguardó. Pero nada extraño ocurrió, la casa entera dormía; afuera el viento arreciaba y los árboles se quejaban al ser mecidos con violencia. Algún que otro chirrido y el arrastre de objetos imprecisos eran la melodía del momento.
Lucien debió notar su inquietud porque la apretó más y le susurró por detrás de la oreja:
—Duérmete ya, es solo la tormenta.
Ella asintió y acarició el brazo protector que se ceñía a su cintura, luego de un buen rato de reflexionar finalmente se durmió.
Unos metros más allá, en otra habitación cercana, un hombre abandonaba la cama intentando no hacer ruido. La mujer y la niña que dormían en el cuarto ni siquiera notaron la puerta que se cerraba, sonido que fue acallado por los gritos del viento fustigando postigos y plantas.
Lito avanzó por el pasillo a oscuras pero con los ojos bien abiertos a la noche que invadía todo. Se había tomado el trabajo de contar la cantidad de pasos que debía dar hasta la puerta de Naiquen; no quería encender las luces.
Ahogaría a la mujer en su propia cama, sabía cómo hacerlo sin dejar marcas y que pareciera un accidente, un paro de su atormentado corazón. Lamentaba no poder hacerla sufrir en exceso, le hubiera gustado oírla implorar y gritar de dolor. Pero los tiempos se le acortaban y no podía arriesgarse. Debía irse al día siguiente, si postergaba su venganza seguramente cuando volviera le sería imposible matar a esa desgraciada. Tenía que ser esa noche y de esa insulsa manera.
Por si acaso llevaba la pistola en su sobaquera, estaba decidido a jugarse todo por todo en caso de ser necesario. Aunque no creía que nada fuera de lo previsto ocurriera. La infeliz estaría durmiendo, él ingresaría, sigiloso, y la ahogaría con su propia almohada. Pero antes le diría quién era. Ella tenía que saber que estaba pagando el pecado de su padre.
Caminó descalzo por el pasillo y cuando los pasos llegaron al número indicado tomó el picaporte. Lo presionó conteniendo la respiración, estaba tan ansioso y excitado que temía que su corazón galopante lo delatara. Su cabeza latía, afuera, el viento azotaba.
Logró abrir sin hacer ruido y cerró de igual manera. Las hendijas de la ventana permitían apenas el ingreso de tibios rayos de luz de luna y pudo distinguir la cama y la figura.
Al divisar la silueta sintió una excitación desconocida, ni siquiera cuando estaba con una mujer hermosa llegaba a ese estado previo al clímax. Respiró profundo, le sudaban las manos y sentía el pecho agitado.
Avanzó unos pasos y extendió los brazos. Imaginaba su cuello delgado languideciendo entre sus dedos, pero sabía que era mejor ahogarla evitando el contacto. No podía dejar huellas, tenía que parecer producto de un paro del corazón.
Se aceró un poco más y cuando estaba por tocar la almohada la forma del lecho se movió y fueron dos. Fue un instante y la luz del velador estaba encendida.
Lucien Mathieu lo atravesaba con sus ojos fieros, más fieros que la noche misma, mientras saltaba de la cama para arrojarse contra su cuerpo. Lito fue más veloz y sacó su arma lanzándole un disparo que resonó en el casa como una bomba.
Naiquen gritó y se levantó, mientras la sangre tibia de su amante salpicaba sus piernas. Todo era un horror. Podía ver a los dos hombres trenzados en una lucha que se había vuelto pareja: uno herido de bala, el otro herido de edad.
Desde afuera se sentían puertas que se abrían y cerraban, voces airadas, ruidos, órdenes.
Quería ayudar pero estaba inmovilizada por el pánico. Ante sus ojos asustados dos cuerpos giraban mientras se agredían e intentaban matarse. Lucien sangraba pero no lograba ver dónde estaba la herida, pero el líquido vital pincelaba a ambos hombres por igual. El arma había sido arrojada lejos, los dos trataban de alcanzarla y entre golpe y golpe lo lograron.
Un nuevo disparo retumbó en la noche y los dos cayeron desmadejados. La humanidad de Lito Napolitano aplastaba la de Lucien Mathieu. El silencio solo era interrumpido por el llanto de Naiquen que no atinaba a reaccionar.
Lulú abrió la puerta y sus ojos desorbitados se enfrentaron al dantesco cuadro.
—Ayúdame —ordenó sin miramientos dirigiéndose hacia donde estaban los caídos.
Primero tocó el cuello de su patrón para verificar que estuviera con vida. El otro poco le importaba.
—¡Está vivo! —Naiquen salió de su estado y se aproximó para ayudarla.
Entre las dos le sacaron el cuerpo inerte y sin vida de Napolitano en el momento exacto en que su esposa se asomaba al cuarto.
—¡Oh! ¿Qué le hicieron? —Corrió a su lado y se arrodilló junto a él. Lo acarició y cerró sus ojos que todavía estaban abiertos destilando el último odio de su vida—. ¿Qué pasó?
—Su marido quiso matarnos —dijo Naiquen con la voz entrecortada a la par que señalaba el arma que yacía a unos metros.
María la miró y comenzó a llorar. Era una de las pistolas de su esposo, estaba entre las cosas que le había llevado del auto. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo ¿qué clase de locura lo habría afectado para querer matar a las personas que estaban ayudando a su hijita? Nada tenía sentido. Y jamás lo tendría porque Lito Napolitano se había llevado su venganza y su secreto con la muerte.
—¡Hay que buscar un médico urgente! —pidió Lulú—. ¡Se nos va en sangre!
Las horas que siguieron fueron en medio de una nebulosa, Naiquen obraba por instinto pero sin razón. Hacía lo que le ordenaban, buscaba toallas, agua, alcohol, todo lo que Lulú mandaba.
Los niños se habían despertado con tanto alboroto y pasaban el tiempo mustio y sombrío sentados sobre los sillones, rezando en silencio los hermanos, maldiciendo Alain, ya que era la única forma que conocía para alejar los demonios que lo atormentaban. Se sentía lejos de Dios y del mundo espiritual. Cuando su vida parecía andar por carriles más normales ocurría aquella desgracia que amenazaba con dejarlo de nuevo sin familia. ¿Huérfano? No lo sabía. Se resistía a olvidar a Bernard como padre y en su lugar situar a Lucien, aunque este último era más digno de admiración que quien lo había criado.
El médico llegó cuando el sol ya estaba en lo alto y se abrió camino entre los policías que interrogaban a las mujeres.
—Hay que trasladarlo urgente —dijo el facultativo ni bien revisó al herido—, temo que tenga un traumatismo penetrante.
Las palabras sonaron atroces a las dos mujeres que lo escrutaban con ojos de miedo.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Naiquen, pero el médico estaba inclinado sobre el paciente y examinaba la lesión abdominal.
Mathieu lucía pálido, todavía estaba inconsciente, su pulso era débil. El doctor se bajó los anteojos y enfrentó a las damas:
—Hay que llevarlo ahora, no podemos esperar al servicio.
—¿Puede llevarlo usted? —rogó Naiquen ante lo cual el hombre respondió.
—No puedo hacerme cargo de algo así, imagine si ocurriera una desgracia en el camino… —se excusó.
—Pero… nosotras no sabemos conducir.
—Irá en el auto policial. —Y sin darles tiempo, el médico se dirigió hacia donde los uniformados estaban interrogando a la viuda de Napolitano.
Momentos después Lucien era cargado en el asiento trasero del rodado oficial.
—Iré con él —informó Naiquen a Lulú—, quédate con los niños.
Se abrazaron en medio de la desolación y la más joven se introdujo en el auto que partió veloz hacia la ciudad.
El agente que los conducía colocó la sirena mientras se abría camino hacia la ruta. Sin consultar, seguramente había recibido órdenes del médico, condujo al herido al Centro Hospitalario Universitario, más conocido como CHU.
La antigua maison fundada en 1204 por el duque de Borgoña Eudes III para recoger niños abandonados y peregrinos había pasado a ser Hospital Nodre-Dame de la Charité primero y Hospital General después.
Con el correr de los años se había ido modernizando para recibir mayores tecnologías y numerosos servicios. En diciembre de 1954, el intendente de Dijon había posado la primera piedra del nuevo hospital en el barrio universitario de la ciudad, de ahí su nombre. Allí podrían atender con más calidad a Lucien Mathieu, herido de bala en el abdomen y en el hombro.
Naiquen no prestó atención al edificio e ingresó siguiendo a la camilla que llevaba a Lucien. Iba pálida y temblorosa. De pronto el miedo le trepaba por las piernas y amenazaba con hacerla caer. Ese miedo oscuro, preciso, que le impedía respirar con naturalidad. Pensar que Mathieu podría desaparecer de su vida de un día para el otro la sumía en el pánico, estado que ya conocía y al que no deseaba regresar.
Su vida parecía marcada por la desgracia como si estuviera signada por una maldición que le impedía estar en paz, dado que feliz, con un hijo lisiado, no sería nunca.
Los camilleros introdujeron al herido en una sala blanca y tan fría como la nieve que se descongelaba en las calles bajo el tibio sol del mediodía. Ella quedó allí, de pie ante las puertas metálicas que la alejaban del hombre en quien había depositado parte de su corazón.
Permaneció un buen rato hasta que una enfermera la instó a moverse a juzgar por los gestos que le hacía, dado que Naiquen no comprendió sus palabras pronunciadas en un francés demasiado cerrado para sus oídos.
Otra camilla ingresó a ese más allá inexpugnable y Naiquen fue a sentare sobre el banco más cercano, también blanco e impersonal.
Le temblaban las piernas, recién en ese momento advirtió que no estaba lo suficientemente abrigada. En el apuro y con los nervios a flor de piel no se le había ocurrido tomar algún abrigo, tampoco Lulú había tenido el tino de aconsejarla.
Las horas pasaron y nadie salía de la sala. Naiquen y su soledad desesperaban. Ni una cara amiga, ni una voz que la consolara. Ni siquiera palabras dichas en su idioma. No había nadie a quien llamar y tomó conciencia de la enormidad de su desarraigo.
Se levantó, tenía los miembros entumecidos, estuvo a punto de caer. Se le había dormido un pie que debió masajear. Cuando logró dar unos pasos buscó con los ojos desorbitados alguien que le diera información. Caminó por esos pasillos largos e indiferentes hasta dar con un mostrador. Como pudo explicó a la muchachita a quién buscaba y esta, demostrando solidaridad y haciendo un gran esfuerzo, primero para entenderla y luego para explicarle, le dijo que el señor Lucien Mathieu había sido intervenido.
La operación había demandado mucho tiempo dado que la bala estaba alojada cerca de los órganos sólidos, por lo cual los médicos habían tenido que obrar con suma cautela para no generar mayores daños. De momento estaba estable, solo restaba esperar que no se desencadenara una infección.
—¿Puedo verlo?
—Está aislado, mademoiselle —replicó la jovencita con gesto de desconsuelo.
Al ver el desánimo de Naiquen agregó:
—Vaya a su casa, mañana podrá visitarlo.
—Yo… —La argentina abrió los brazos y se mostró—, no tengo nada, fue todo tan rápido…
La recepcionista, conmovida, tomó un abrigo que había debajo del escritorio y se lo alcanzó.
—Tome, debe tener frío. —Naiquen se abrigó y le sonrió.
—Gracias, es usted muy amable.
Enseguida la muchachita tomó su cartera y buscó algo en ella. Le entregó unos billetes.
—Vaya a la cafetería y coma algo, el día se le hará largo, y la noche aún más.
—No… no puedo aceptarlo, gracias.
—Ya me lo devolverá —sonrió la francesita.
Naiquen tomó el dinero y le agradeció.
—Es usted un ángel, prometo que se lo devolveré.
Agotada caminó en busca de alimento. Tomó un chocolate bien caliente con unas galletas cuyo sabor no pudo precisar a causa de su malestar. Nada le importaba más que ver de nuevo en pie al hombre a quien se había entregado. ¿Lo amaba? Sí, con desesperación. El disparo le había hecho tomar conciencia de la magnitud de sus sentimientos. Él era la balsa a la que se había aferrado en ese mar embravecido e ignoto en que se había convertido su exilio.
Sin darse cuenta se había ido confiando a él, sabiendo que pese a su humor cambiante y su hermetismo emocional jamás los desamparía. Lucien Mathieu era un hombre de valores firmes, un hombre de palabra, alguien en quien se podía descansar, bajar la guardia, y ella lo había hecho. Al principio se había dejado llevar por la pasión que los brazos masculinos despertaban en ella, una pasión desconocida y a la vez inconscientemente anhelada. Después había dejado de pensar en la razón de su desliz para convertirse en su amante con pretensiones de más. Siempre buscando un nombre, un rótulo a la relación que mantenían y que él se negaba a bautizar. Pese a ello se buscaban, eran dos polos opuestos atrayéndose, juntándose.
Naiquen conocía la fragilidad del cuerpo, la había padecido en la propia carne del hijo. Ahora era el hombre amado el que luchaba por su vida. Todo su ser se estremeció. Su cabeza se desplomó sobre la mesa y lloró.
No pudo precisar cuánto tiempo estuvo así hasta que sintió que alguien la llamaba, le tocaban el hombro con delicadeza y una voz familiar la volvía de ese más allá dónde todo era gris y desolado.
Era Janelle, de pie a su lado. Se abrazaron y luego de intercambiar novedades la jovencita le entregó un paquete con ropa limpia.
—Gracias —murmuró Naiquen.
—Deberás agradecer a Lulú.
Después fueron juntas hasta la sala de espera donde se sentaron a aguardar novedades. El parte médico sería en una hora, pero la espera ya no sería en soledad.