Argentina, marzo 1979
Después de que se firmó el Acta de Montevideo en enero, la situación con Chile respecto del Canal de Beagle se había distendido y la posibilidad de una guerra estaba lejos.
Pero las fuerzas armadas estaban divididas, era el escenario propicio para una ofensiva.
—Los Montoneros planean nuevos ataques —dijo Santiago a su esposa mientras tomaban mate esa calurosa tarde.
—¿Es que nunca viviremos en paz?
—Parece que no. —Por su trabajo en el diario Santiago recibía la información de primera mano pese a que no todas las noticias se publicaban.
—Tengo miedo —murmuró Lihuén desconcertando a su esposo que la sabía una mujer valiente.
—Ya sé lo que te está rondando la cabeza —sus ojos verdes la acariciaron con ternura—, pero no iremos a Francia. Este es nuestro país.
Ella sonrió. Cuánto la conocía ese hombre de quien se había enamorado cuando aún era casi una niña.
—La extraño.
—Yo también. —No hacía falta nombrar a Libertad.
—¿Creés que pueda regresar?
—Sé que lo hará —dijo Santiago—, lo siento acá. —Se señaló el pecho.
Lihuen estiró la mano y lo acarició. Después le tendió otro mate.
—El país está que hierve —continuó Santiago, quien siempre la mantenía informada de todo cuanto llegaba a sus oídos—. Los sindicalistas ya están hartos de inmovilidad, desde que este descalabro comenzó les bajaron a todos sus líderes, intervinieron los sindicatos y las obras sociales, además del congelamiento de los salarios.
—Que nos afecta a todos —opinó su mujer.
—Están planeando ir a la huelga.
—¡Pero si están prohibidas!
—Acordate de lo que te dije —sentenció; tenía frescas las últimas novedades.
—Es todo una bolsa de gatos —continuó él— hasta los mismos Montoneros se están peleando. Se quejan de que falta democracia interna.
—¡Democracia! —dijo con ironía Lihuén.
—Democracia… —había un dejo de nostalgia en la voz del esposo.
—No entiendo nada, Santiago… creo que no tenemos salvación.
—Este país no tiene arreglo.
Pese a todas las desinteligencias los distintos frentes indicaban el comienzo del naufragio de la dictadura militar.
—Estoy preocupada por mamá —dijo Lihuén cambiando abruptamente el tema.
—¿Está enferma?
—No es eso, sabés que mamá es fuerte como un roble, pero la veo vencida.
—Está muy sola, no sé por qué sigue negándose a venir a vivir con nosotros.
—Ya sabés cómo es, ella quiere su independencia, su lugar, sus plantas…
—Y su soledad.
—Extraña mucho a tu padre —no quería mencionar a Vicente pero le era inevitable. Cuando iba a visitar a Aime no hablaban de él, pero su presencia estaba en todas partes, como si su figura enorme se ocultara detrás de las madreselvas o las cortinas—. Creo que ni la muerte de papá la afectó tanto.
—No digas eso —reprendió Santiago—, sabés que amaba a Stein.
—Lo sé —sonrió con angustia—, no dudo de eso. Pero pasó la mayor parte de su vida con tu papá, el mío murió demasiado pronto.
Santiago se puso de pie, rodeó la mesa y la abrazó.
—Vamos Lihuén, no te pongas nostálgica.
—Es que a veces tengo miedo… —gimoteó y ocultó su rostro en el cuello de su marido.
—¿De qué?
—De que vos también me faltes, no podría resistirlo.
—Nunca vas a deshacerte de mí —la apretó contra sí y la colmó de besos que alejaron momentáneamente sus fantasmas.