“El amor es una palabra, un pedacito de utopía es todo eso y mucho menos y mucho más, es una isla una borrasca, un lago quieto sintetizando yo diría que el amor es una alcachofa que va perdiendo sus enigmas hasta que queda una zozobra una esperanza un fantasmita”.
MARIO BENEDETTI, “El amor es un centro”
La casa parecía vacía sin Lucien Mathieu dando vueltas por ahí. Los niños no tenían ánimos de nada, ni siquiera salían a ver a Tornado.
La terapia continuaba porque los pequeños que concurrían en busca de consuelo y soluciones no tenían por qué ver interrumpido su tratamiento. Janelle y sus ayudantes trabajaban con ahínco para que cuando él regresara sonriera con los avances.
María y su hijita habían permanecido en la finca luego de haber sido interrogadas por la policía, la pobre mujer no sabía qué hacer con su vida ante la desaparición de su marido.
Uno de los agentes, al verla tan desahuciada, le había prometido comunicarse con los superiores de su difunto esposo para que le proveyeran los recursos para su regreso a la Argentina. Ya no tenía nada que hacer allí.
María se había deshecho en llantos y en excusas, no entendía qué había impulsado a Lito Napolitano a cometer tal locura. No tenía explicaciones y se llevaría la incógnita a la tumba.
Ajena a las desgracias que se vivían a su alrededor, Felicia sonreía con facilidad y había dejado de tener esos berrinches espontáneos que nadie podía descifrar.
Conmovida por todo lo ocurrido, Janelle seguía ocupándose de la niñita, suponía que Mathieu hubiera hecho lo mismo.
Gracias a los ejercicios y al trabajo con los caballos, Felicia había logrado caminar con normalidad, ya casi no se caía y parecía una criatura feliz.
Lulú llevaba la casa adelante como en los viejos tiempos en que Naiquen no estaba, pero ahora tenía más trabajo debido a la presencia de los tres jovencitos que en nada colaboraban al faltar la madre. Todos estaban sumidos en la apatía, ni siquiera reñían entre ellos, la tristeza era enorme.
Naiquen iba al campo solo para asearse. Era la única que pasaba horas en el hospital y todavía no había podido ver al convaleciente. Lucien se recuperaba lento, estaba aislado para evitar cualquier contagio o infección.
Su estado era débil porque se había complicado con una feroz neumonía que lo mantenía esclavo de un respirador artificial.
Los médicos ya se habían acostumbrado a la presencia silenciosa de esa mujer morena que custodiaba al amado sentada en el banco del hospital.
Hasta que un día la puerta se abrió y la enfermera le dijo que podía ingresar.
Los nervios que durante todo ese tiempo habían desaparecido, aletargados por el miedo de perder a Lucien, cobraron vida y empezaron a trepar por su piel, arañándola. Mecánicamente se arregló el cabello que sentía alborotado y se acomodó la ropa.
La mujer le dijo:
—Está bonita, no se preocupe —Naiquen sonrió.
Cuando atravesó el umbral ingresó a una sala espaciosa y blanca, iluminada por el sol de esa tarde invernal que ingresaba oblícuo por la única ventana del cuarto. En el medio se hallaba la cama que tenía preso a Lucien Mathieu.
Estaba dormido. Al verlo tan pálido y demacrado el corazón se le contrajo de dolor. Se acercó con lentitud, no quería despertarlo. Pudo apreciar las oscuras ojeras, su cabello más largo y desacomodado, su cráneo imperfecto y su oreja ausente. A pesar de la fealdad que lo caracterizaba ella lo amaba, a sus ojos era el hombre más bello de la tierra.
Elevó su mano temblorosa pero no se animó a tocarlo; la dejó caer a su costado. Se sentó en la única silla que había y se dedicó a custodiar su sueño.
Repasó su vida donde nada le había sido fácil. El peso del ayer no la había doblegado, ella se había mantenido firme en sus propósitos de sacar a sus hijos adelante. Cuando creía haber hallado algo de paz al lado de un hombre bueno pese a todos los demonios que lo rodeaban, ocurría una nueva desgracia. Como si todo su camino en la tierra estuviera marcado por malos designios.
En el instante de esos pensamientos vio que Lucien abría los ojos. Se puso de pie como un junco y entró en la línea de su mirada. Él sonrió y para ella fue la mejor sonrisa del mundo. Sin querer demostrar su vulnerabilidad apretó los párpados e impidió que las lágrimas salieran. Mathieu adivinó su esfuerzo y elevó su mano para acariciarla.
—Estoy bien —murmuró—, no te librarás de mí.
Naiquen sonrió.
El hombre quiso incorporarse, no le gustaba estar así, acostado, como si estuviera vencido, pero ante el esfuerzo sintió una puntada de dolor allí donde la bala había penetrado.
—Quédate quieto —ordenó ella con firmeza. Los ojos negros volvieron a sonreírle.
—Te gusta mandar —bromeó obedeciendo—. ¿Qué pasó? ¿Dónde está ese hombre?
Evidentemente no recordaba el desenlace y ella tuvo que relatárselo.
—No me gustaba ese sujeto, ni siquiera se preocupaba por su hija.
Ese comentario lo elevó ante sus ojos, después de todo Lucien tenía más sentimientos de los que admitía. Pensó que tendría que lograr que se interesara así por Alain, incluso aunque nunca supiera si era su hijo o no.
—Lo que no entiendo es qué hacía en tu cuarto… —De repente su mirada se ensombreció y ella no quiso saber lo que estaba pensando. Vio sus puños apretarse hasta volverse blancos y su mandíbula tensa.
—No debes agitarte, estás convaleciente aún.
—Ese desgraciado quería…
—Dudo que quisiera abusar de mí, Lucien —refutó. Durante esos días había ido atando cabos, aunque la duda vagaba por su mente—, quería matarme.
—¡¿Y por qué querría hacer algo así?! ¡Tú estabas ayudando a su hija!
—Es algo que no termino de entender… —Viajó al pasado, a una de las últimas conversaciones que había mantenido con Nehuén.
Él le había dicho que un militar tenía una foto de ella y que había mentido diciendo que era un familiar. Algo en su mente le decía a gritos que ese hombre era Lito Napolitano. Pero le parecía increíble que el sujeto hubiera cruzado los mares para encontrarla. Y más todavía que la hubiera hallado en medio de la campiña francesa. Ese pensamiento le dio escalofríos. ¡No podía ser! Pero durante todas esas horas sentadas en el banco frío del hospital no había dejado de reflexionar sobre ello y esa era la única conclusión a la que siempre llegaba.
Le gustaría poder hablar con Nehuén para que le dijera el nombre de ese militar, pero sabía que de momento eso era impracticable. Pero ¿por qué? ¿Por qué alguien querría matarla? Ella no tenía inclinaciones políticas, no había participado de nada, y aún así, ¿no deberían detenerla y enjuiciarla en caso de ser culpable de algo? Tal vez tenía que ver con actividades de su marido…
—¿Qué estás pensando? —interrumpió Lucien el derrotero de sus reflexiones.
Como pudo, buscando palabras en el idioma francés que le permitieran darse a entender, le fue explicando sus deducciones, omitiendo mencionar su relación con Nehuén.
—¿Y por qué alguien querría hacerte daño? —A Lucien no le cabía en la cabeza que Naiquen fuera objeto de odios o venganzas.
—No lo sé…
La entrada de un médico cortó la conversación y ella tuvo que salir para que el facultativo lo revisara. Al cabo de un rato terminó y le informó que si todo salía bien en dos días sería dado de alta.
Naiquen se quedó en el hospital pese a las protestas de Mathieu, no lo dejaría solo. Todos los días recibía noticias sobre sus hijos y Alain, quienes de a poco salían de su abulía y volvían a las travesuras. Janelle era la intermediaria entre el campo y la ciudad, todas las tardes les hacía una visita que Naiquen agradecía conmovida.
Él se resignó a su decisión, que disfrutaba por cierto, porque ella lo atendía mejor que las enfermeras. Lucien podía sentir su cariño y su preocupación.
No habían vuelto a hablar de Napolitano ni de nada trascendente, era mejor dejar todo eso para cuando regresaran.
Mathieu ya se levantaba solo y caminaba por los pasillos, secundado por Naiquen quien lo sostenía por la cintura. Cuando se sintió totalmente repuesto el doctor firmó el permiso de su salida.
En la casa Lucien fue recibido con tímidos apretones de mano por parte de los pequeños aunque los tres querían abrazarlo. Pese a la aparente frialdad, se había convertido para ellos en un buen referente masculino, el único que habían tenido.
Después Mathieu se encerró en su despacho, tenía que ponerse al día con los papeles y las cuentas luego de más de diez días de ausencia.
María y su niña ya se habían ido. Desde su país habían facilitado su retorno a la Argentina donde la mujer tendría que fortalecerse para iniciar una nueva vida sin su esposo y con una hija con problemas.
El abogado de Lucien se había hecho cargo del asunto de Napolitano y de momento no había nada de qué preocuparse. El hombre había intentado asesinarlo en su propia casa por lo cual era aplicable la figura de la legítima defensa, consagrada en el Código Penal francés.
Naiquen se dedicó todo el día a los chicos, los había extrañado demasiado, pero las circunstancias la habían reclamado junto a Lucien.
Los jovencitos la aturdieron con preguntas y todas sus teorías en torno a lo sucedido; ella prefirió no dar demasiados detalles de tan escabroso episodio. Ninguno osó preguntar por qué el señor Mathieu estaba durmiendo con ella; ella tampoco se dio por aludida. Sentía vergüenza, ¿cómo les explicaría a sus hijos tal conducta? No hallaba justificación alguna para tamaño desliz.
Pablo estaba contento y hacía planes para que todos salieran a la tarde a montar. Mauro, si bien parecía haber vuelto a la normalidad, conservaba en sus ojos una profunda tristeza que lo acompañaría de por vida. Por muchos intentos que Naiquen hacía, no lograba llegar al fondo de su sentir. Debía conformarse con que el chico hablase y aprendiese como cualquier otro de su edad, incluso si su interior seguía inexpugnable.
Después de una tarde al aire libre sobreponiéndose al frío invernal y a la helada, ingresaron a la casa donde Lulú los esperaba con un chocolate caliente. Lucien seguía encerrado en su escritorio debajo de una pila de facturas para pagar.
Naiquen pudo apreciar que Alain estaba distraído, como si algún pensamiento aguijoneara su mente. Esperó a que terminasen la merienda y buscó al muchacho con la excusa de que tenía que leer algo en francés que no comprendía del todo.
Una vez en su habitación Naiquen lo hizo sentar sobre el lecho y se situó a su lado.
—Dime qué te ocurre. —No iba a andar con vueltas.
Él la taladró con sus ojos fieros, no le gustaba que nadie adivinara sus estados de ánimo.
—Vamos, Alain, puedes confiar en mí —insistió.
El muchacho se puso de pie y dio unas vueltas. Parecía rabioso y ella se dijo que tendrían que habituarse a sus constantes cambios de talante. ¡Si hacía poco menos de una hora que jugaba afuera con alegría!
—Quisiera saber la verdad —dijo al fin.
Ella no tuvo que preguntar de qué verdad se trataba, se refería a su identidad. El niño tenía razón, tenía derecho a conocer sus orígenes, saber quiénes eran sus verdaderos padres. Años después, en la Argentina, miles de personas andarían buscando, en bases de datos genéticos, a padres, hijos y nietos robados durante la dictadura. Una de ellas sería Felicia.
—¿Cambiaría en algo tu vida? —La pregunta le hizo centellear la mirada. ¡Claro que la cambiaría! Ella sabía que era así. El solo hecho de tener la certeza de quién se era ya era un hito. Pero no podía validar su enojo, no era la manera—. Dime, Alain, ¿acaso no eres feliz aquí? —buscaba la manera de minimizar la situación. Como él no respondía se acercó, con cautela, porque ese niño era como un tigre a punto de atacar—. Creí que te gustaba vivir acá —continuó mientras posaba una mano en su hombro. Al ver que él no la rechazaba colocó la otra y lo miró a los ojos—. Yo soy muy feliz de tenerte, Alain, y estoy segura de que mis hijos también. A veces la vida nos pone pruebas muy difíciles en el camino —ella era un ejemplo viviente— para ver qué tan fuertes somos. Yo sé que tú eres fuerte —por ese lado ganaría más que con la condescendencia— y superarás esto. No estás solo.
—Quisiera saber quién es mi padre —repitió, más calmo.
—¿Te gustaría que Lucien lo fuese?
Alain se deshizo de sus manos y giró mirando hacia la ventana. No deseaba que ella descubriera su vulnerabilidad. Sí, le gustaría que Lucien lo fuese, pero no lo reconocería y Naiquen lo sabía.
—Si tú quieres que él sea tu padre, solo tienes que admitirlo en tu corazón y dejar de luchar contra ese sentimiento que crece en ti —a Alain no le hicieron gracia sus palabras, apretó los puños y tensó la mandíbula tal como lo hacía Lucien—. La sangre importa, hijo —dijo con ternura—, pero más importa la nobleza.
—¿La nobleza? —Eso pareció sorprenderlo.
—Sí, la nobleza. Y Lucien es un hombre de firmes convicciones, un hombre leal que nunca te defraudará. Tienes su sangre, seas su hijo o su sobrino —era dura, lo sabía, pero con ese niño no cabía otra forma—, eso debería ser suficiente para ti.
—¿Y para él lo es? —Alain necesitaba el reconocimiento por parte de Mathieu, de nada valía que ella fuera su intermediaria.
—Lo es —se atrevió a decir—, él jamás permitirá que nada te dañe, estará siempre a tu lado, y tú te criarás a su imagen y semejanza. Ya te lo dijo una vez.
¿Y el cariño? Se preguntaba Alain, tal como ella reclamaba el amor. Lucien era duro, tal vez nunca pronunciara esas palabras que ambos necesitaban escuchar de su boca. ¿Debían conformarse? Ella ya había resuelto que sí. Ahora faltaba Alain.
—Él siempre me mirará como el fruto de una traición —esbozó con furia contenida.
Alain tenía miedo, miedo de no ser merecedor del cariño de Lucien a causa de los errores de su madre. Y él quería ser amado, aceptado sin resquemores.
Naiquen volvió a la carga y lo tomó por los hombros obligándolo a mirarla de frente.
—Tú eres una personita única, no tienes por qué pagar por las equivocaciones de los mayores. Solo debes calmar tu ansiedad y deponer tu actitud por momentos hostil —el muchacho no parecía muy convencido—. A veces las personas mayores necesitamos más tiempo para asimilar las cosas y él —no quería decir ni “padre” ni “tío”— es mucho más duro de entendederas que nosotros —bromeó logrando un atisbo de sonrisa en el rostro del jovencito—. Vamos, Alain, haz tu parte, ten un poco de paciencia, no eres el único que espera —sin revelar nada le estaba confesando que ella también aguardaba una declaración de amor.
—Está bien —respondió con resignación, en el fondo de su corazón una luz de esperanza se había encendido.
Juntos, salieron del cuarto.