Desde su regreso del hospital Lucien no había vuelto al cuarto de Naiquen, aunque la extrañaba no se sentía fuerte. Todavía le dolía el cuerpo como para compartir una cama tan pequeña y ella no daba muestras de querer visitarlo en su habitación pese a que se preocupaba constantemente de que tomara su medicación y nada le faltase.
Esa mañana Mathieu se levantó más temprano de lo habitual y luego de desayunar salió a caminar por los alrededores. Le gustaba disfrutar de la soledad del campo antes de que llegara la gente de la terapia.
Avanzó hacia los corrales donde los caballos pastaban tranquilos a la espera de sus singulares jinetes y se sintió pleno. Su proyecto había prosperado y varios niños habían mejorado gracias a la equinoterapia. Una de ellos era Felicia, la pequeña argentina. Sabía por Janelle que había logrado caminar con normalidad. La ausencia del padre durante los últimos días había ayudado, seguramente ese monstruo la alteraba aún más que su deficiencia cromosómica.
Otros, como Cristal o los hermanitos con síndrome de Down, no terminarían nunca el tratamiento, pero sus avances se veían día tras día, y eso lo alegraba.
Se sentía casi completo, solo le faltaba cerrar sus relaciones. Sonrió por pensar de manera tan práctica, como si se tratara de contratos. Pero él era así, no podía evitarlo. Sus pendientes: Naiquen y Alain. Con ella debía sincerarse y decirle lo que sentía, darle ese nombre que ella venía buscando desde el inicio. Naiquen ya le había probado su fidelidad y compañerismo, y aunque ella tampoco hubiera confesado sus sentimientos, allí estaban, detrás de sus actos.
Con Alain sería más difícil, le costaba expresarse con él, ser cariñoso, demostrarle que fuese quien fuese él lo quería. Ya estaba en su corazón, sobrino o hijo, él lo amaba. Se reconocía en él, en su carácter por momentos hostil, cambiante, en sus inseguridades que escondía detrás de sus malas contestaciones. En el fondo el niño era como él, un ser incompleto y falto de amor. Con Naiquen habían ido tejiendo un lazo de afecto y confianza que los uniría por siempre. Solo faltaba que lo incluyeran a él.
Tan concentrado estaba que no sintió los pasos que se acercaban hasta que la sombra le advirtió que había alguien. Giró y descubrió que Alain estaba allí.
—Buen día —saludó—. ¿Qué haces levantado tan temprano?
—Me desperté —respondió el jovencito.
Se acodó a su lado y juntos miraron los caballos. Lucien no sabía qué decir, se sentía tonto al no saber reaccionar frente a una criatura. Alain estaba igual de incómodo, eran pocas las ocasiones en que estaban solos, así, codo a codo. La conversación se imponía y el mayor supo que le correspondía a él hablar.
—¿Cómo estás?
Alain lo miró intrigado.
—Bien, supongo.
—¿Supones?
El chico se encogió de hombros.
—Escucha, Alain… —no sabía qué decir— si necesitas algo, solo tienes que pedirlo. No quiero que te falte nada. —Volvió la vista hacia los caballos pensando en cómo continuar—. Sé que todavía tenemos que resolver lo del colegio…
—No quiero ir al colegio.
—Pero debes retomar la escuela.
—Los niños de Naiquen no van a la escuela.
—Es diferente… No van de momento pero ni bien se pongan al día con el idioma tendrán que ir. Eso es algo que resolveremos con su madre.
—¿Se van a casar? —La pregunta lo desconcertó.
—¿A ti te gustaría?
—Tal vez.
“Qué difícil hablar con este niño”, pensó. “Todo hay que sacárselo a cuentagotas.”
—Escucha, hijo —lo dijo sin pensar pero para Alain fue como una puñalada.
—¡No soy tu hijo!
Lucien suspiró y tomó aire. No quería alterarse él también. Él era el adulto.
—Eso no lo sabemos —respondió con aparente calma—. A mí no me interesa si eres o no mi hijo —tragó saliva antes de decir aquella frase que tenía atragantada y que tanto le costaba—, yo te quiero igual.
Esa confesión inesperada golpeó a Alain en el rostro. No supo qué hacer con ella, de repente toda su estantería emocional quedaba derribada ante sus palabras.
El silencio se interpuso como una pared, ninguno podía reaccionar, hasta que fue el jovencito quién habló.
—¿De verdad me quieres? —Había tal orfandad en su pregunta que Lucien sintió que se le aflojaban las lágrimas; apretó los ojos para no llorar.
—Claro que te quiero, Alain —dirigió sus ojos empañados hacia el horizonte—, aunque me cuesta decírtelo —de repente se sintió más aliviado.
—Yo también te quiero —musitó el niño con voz vacilante.
El hombre pasó su brazo por encima de su hombro y ambos temblaron. De miedo, de emoción, de descubrimiento. El pequeño giró y se abrazó a su cintura, Lucien lo envolvió en su pecho enorme. Sin vergüenza dejaron que las lágrimas se derramaran bañándolos de esperanza.
Después rieron como niños, avergonzados pero renovados. Pasada la turbación, Lucien dijo:
—Escucha, Alain, a mí no me importa si eres mi hijo o mi sobrino. Yo seré tu padre de ahora en más. Hablaré con mi abogado para iniciar los trámites de adopción. Pero sí tú quieres saber, podemos averiguarlo.
Alain abrió los ojos, abrumado ante tanta información.
—Mientras estuve en el hospital hice algunas averiguaciones. Existen análisis que podrían determinar si soy tu padre. Recientemente se descubrió que una proteína llamada HLA varía de persona a persona. Y hay pruebas para determinar la paternidad con una precisión del 80%.
Los ojos de Alain se mostraban incrédulos ante tantos nombres extraños.
—¿Qué dices?
—Lo quiero pensar.
—De acuerdo, pero recuerda, eso no cambiará mis sentimientos.
La llegada de los niños de Naiquen interrumpió la charla y los tres se fueron a buscar a Tornado.
Mathieu los miró y se sintió dichoso. La casa ahora estaba llena de risas aun cuando no faltaban las discusiones y reyertas. Parecían una familia normal pese a todas las particularidades que los unían.
Después de un rato de disfrutar de la vista del campo y los jovencitos, se encerró en su despacho. Tenía que organizar el viaje a la ciudad para iniciar cuanto antes los trámites de adopción y también solucionar los papales de Naiquen y sus hijos. Debía hablar con su abogado urgente. Desconocía qué tramitación había que hacer para poder sanear el vencimiento de su estadía y menos todavía para que pudieran contraer matrimonio. En ese punto se detuvo: ella no le había dado el sí.
Se puso de pie y fue en su búsqueda. La halló ordenando los cuartos y recordó que también tenía que solucionar ese tema. Ella no podía seguir siendo una mucama.
—Naiquen —llamó sorprendiéndola, concentrada como estaba—. Ven al despacho, tenemos que hablar.
Ella dejó lo que estaba haciendo y lo siguió. Una vez en la oficina cerró la puerta. Hacía rato que no tenían intimidad, ni siquiera un beso, era como volver a empezar.
Lucien se sentía como un adolescente en una primera cita. Se acercó despacio y le tomó las manos. Ella tembló.
—Te extrañé —confesó con voz grave.
Ella sonrió y su reacción lo animó a seguir. Rodeó su cintura y la apretó contra sí. Naiquen se ruborizó al sentir su dureza. Mathieu la besó en la boca y el volcán volvió a rugir. Se abrazaron con pasión y se acariciaron sin pudor. Ambos se habían extrañado demasiado, necesitaban sentirse.
Sin tener conciencia de dónde estaban, Lucien le abrió la blusa y se sumergió en sus senos. Ella gimió y lo acarició allí donde latía todo su ser. Cuando se dio cuenta de que estaban por hacer el amor ahí mismo lo detuvo:
—¡No podemos hacerlo aquí!
—Sí podemos —se apartó apenas para poner llave a la puerta y volvió a su cuerpo.
La recostó sobre el escritorio sin importarle los papeles que había desparramado minutos antes y se introdujo en ella con pasión. Cabalgaron juntos hasta llegar a la cima del éxtasis antes de deslizarse hacia la alfombra, donde permanecieron abrazados hasta sosegar sus respiraciones.
—Esto es una locura —murmuró Naiquen.
—Claro que lo es —rio él sobre su boca—. Me debes una respuesta —los ojos femeninos lo interrogaron—. ¿Quieres casarte conmigo? —Ante su silencio Lucien añadió—: Sé lo que te preocupa, Naiquen, los sentimientos. Sé que quieres ponerle un nombre a todo —sonrió— y vamos a ponérselo.
—Yo no…
—Shhh —la silenció—, ahora vas a escucharme. Yo te quiero, Naiquen, je t’aime. Te amo con un amor adulto, verdadero, no como ese amor frustrado de juventud que me marcó con su traición. Este es un amor que nació y fue creciendo día a día, a medida que te descubría, con tus luces y tus sombras, con ese pasado al que aún no pude acceder, con todos tus temores y tus culpas. Te amo así, imperfecta, frontal y a veces triste. Pero te amo, porque sé que eres una mujer excepcional, con un corazón enorme donde caben tus niños y el mío, aun cuando no sé si es mío. Donde caben todos esos niños defectuosos de la terapia a los cuales te has dedicado por entero. —Ante tal confesión ella lloraba como una niña—. ¿Quieres más?
Ella no podía hablar, estaba desarmada. No quería más, era suficiente, era la declaración de amor más hermosa que Lucien le podía haber regalado. Se aferró a su cuello y se apretó contra él.
—Supongo que es un sí —bromeó el hombre conteniéndola entre sus brazos.
Luego de un rato ella elevó la mirada y le sonrió.
—Je t’aime —dijo en su francés mal pronunciado que él adoraba— y acepto ser tu esposa. —De pronto una nube oscureció su mirada. Se incorporó sobre el codo antes de decir—: Pero estoy casada en Argentina, o eso creo —tenía dudas de que su marido estuviese aún con vida entre tanto muerto y desaparecido.
—Lo averiguaremos —se pusieron de pie y se vistieron—. Tendré que viajar a la ciudad, quiero adoptar a Alain —ante esa noticia ella sonrió y él la amó todavía más por la felicidad que esa revelación le ocasionaba, demostrándole una vez más que Naiquen era una mujer maravillosa—. Además, quiero que mi abogado se ocupe de tramitar tus papeles.
—Gracias, Lucien.
—No tienes nada que agradecer, eres mi mujer. —La tomó por la cintura.— Serán solo unos días pero voy a extrañarte.
—También yo —todavía se ruborizaba y él no perdía la ocasión de divertirse ante su pudor.
Se abrazaron una vez más antes de salir del despacho y volver cada uno a su tarea.
—¡Naiquen! —llamó él desde el umbral—. En la ciudad contrataré a alguien para que se ocupe de ayudar a Lulú, de modo que ni bien llegue tú te ocuparás únicamente de ser feliz.
La mujer sonrió nuevamente, incapaz de digerir tanta dicha.
El día transcurrió normal y durante la cena Lucien anunció su viaje a la ciudad.
—Solo serán unos días, hasta que finalice los trámites. —Se desconocía dando explicaciones pero también advertía que le gustaba hacerlo—. ¿Quieren que les traiga algo en especial? —la pregunta iba dirigida a los niños, que se miraron sin saber qué responder—. Bueno, si no quieren nada, elegiré yo.
Después de la cena y como era costumbre, Mathieu se encerró en su despacho con sus papeles. Quería preparar todo para poder salir temprano. Unos golpecitos en la puerta lo distrajeron.
—Adelante.
Era Alain que se perfilaba contra la luz del pasillo. Iba en pijamas y lucía más delgado que con sus ropas diarias. El cabello a medio crecer, desparejo y algo crespo le daba aspecto de duende.
—Pasa.
El niño avanzó y se plantó frente al escritorio.
—¿Qué ocurre? —Lucien se puso de pie y se situó a su lado—. ¿No puedes dormir?
—Quería decirte que no quiero que hagas esos análisis —su voz temblaba, de pronto el muchachito peleador parecía un cachorrito.
—¿Estás seguro?
—Sí, no es necesario para mí.
Lucien se agachó hasta estar a su altura.
—Tampoco lo es para mí. Tú eres mi familia, y me gustaría decirte hijo, si a ti no te molesta.
—¿Yo puedo decirte papá? —Al oír sus palabras los ojos de Lucien se humedecieron y un nudo le impidió responder. Por toda respuesta lo abrazó.
Permanecieron así un buen rato, dejando ambos que las lágrimas limpiaran sus dolores y arrastraran sus miedos. Después, de la mano, caminaron hasta el cuarto donde Lucien lo tapó y despidió.
Una vez preparados sus papeles para viajar Mathieu se dirigió a la habitación de Naiquen. No dormiría solo esa noche.
Al amanecer se despidió de ella con besos y caricias suficientes para que le alcanzasen los días que estaría ausente.
—Voy a extrañarte —murmuró sobre su boca.
—Y yo a ti.
—Quedas a cargo —bromeó desde el umbral antes de partir.