Buenos Aires, 1978
Bajó del tren y su mirada buscó entre la multitud el rostro conocido sin dejar por ello de prestar atención a sus hijos que querían moverse luego de tantas horas de quietud.
Sus ojos oscuros escudriñaron entre las personas que estaban en el andén pero no daban con la figura que buscaban.
—Pablo, vení acá —elevó apenas el tono de su voz para retener cerca de su pollera al pequeño de nueve años que ya corría en busca de nuevas aventuras. Mantenerlo quieto durante el viaje había sido una odisea que Naiquen había negociado con promesas de dulces y chicles cuando llegaran a destino.
De inmediato su hijo mayor corrió en su búsqueda y lo trajo de la mano, reprimiéndolo con palabras que la madre no escuchó a causa del bullicio que los rodeaba pero que adivinó en el gesto serio de su primogénito.
Mauro había asumido un rol que no le correspondía, tanto en la crianza de Pablo como en las responsabilidades que creía estaban a su cargo por ser el mayor, aunque solo contara con doce años.
—Vamos chicos, por favor, quédense conmigo —pidió acariciando el hombro de Mauro en señal de agradecimiento—, ya van a venir por nosotros.
El andén iba vaciándose y Naiquen avanzó hacia uno de los bancos para depositar las valijas. No tenía ganas de sentarse luego del extenso viaje, pero al menos su equipaje no permanecería en el suelo.
El calor de Buenos Aires en nada se comparaba con el de Río Negro. El aire parecía irrespirable y gotas de sudor se deslizaron por su espalda. Tomó un pañuelo y se lo pasó por el cuello y la frente mientras sus hijos curioseaban sin alejarse demasiado.
Consultó su reloj y notó que hacía más de media hora que habían descendido del tren, temió que su prima se hubiera olvidado de ella. Desechó el pensamiento justo en el mismo instante en que un hombre aparecía corriendo frente a ellos.
—¡Lo siento! —dijo Santiago por todo saludo mientras miraba con ojos asombrados a los niños—. ¡Qué grandes que están! —Con efusividad abrazó a Naiquen—. Perdoná la demora, se me complicó en el diario. ¡Bienvenida a Buenos Aires!
—Gracias. —Naiquen sonrió ante su primo político disculpando el retraso—. Fuiste muy amable en venir a buscarnos, sé que estás en horario de trabajo…
—No es problema, ya estamos acá. —Y posando sus ojos verdes en los niños se presentó—: Yo soy algo así como un tío. —La declaración hizo gracia a Pablo que soltó una carcajada—. ¿Están cansados? ¿Tienen hambre?
—Sí, tengo mucha hambre —respondió el pequeño.
—Vamos a casa entonces, que la tía los espera para comer.
Santiago tomó las valijas y los guió para salir de la estación de trenes. Los niños miraban deslumbrados lo que para ellos era una gran ciudad. Comparada con Valcheta, Buenos Aires era un monstruo de cemento y ruido.
Naiquen los tomó de la mano para cruzar, ansiosa ante ese nuevo mundo al que tendría que adaptarse.
Un reluciente Peugeot 504 blanco los aguardaba para llevarlos a la casa. Santiago abrió el baúl y metió en él las valijas. Luego los invitó a subir. Los niños acariciaron los asientos de cuero a medida que avanzaban por las calles demasiado transitadas para su gusto. Pablo pensó que no habría árboles donde colgarse y un dejo de tristeza tiñó de sombras sus ojos celestes. Mauro iba pensativo tratando de memorizar los sitios por los cuales circulaban. Todo le parecía demasiado monumental y no retenía a tiempo tantas imágenes nuevas.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó el hombre.
—Largo. —Fue lo primero que vino a la boca de Naiquen.
La mujer quería ser más simpática y locuaz con su primo político pero la distancia y los años sin verse le habían atenazado las palabras.
Santiago y su prima Lihuén habían pasado varios meses en su casa de Valcheta, pero de eso hacía ya más de dos décadas. Recordó con nostalgia esos tiempos felices en que Lihuén, con su hermosa panza, la hermana que no tuvo. Y si viajaba más atrás en el tiempo, imágenes de una tierna infancia la llevaban a Mendoza, a la casa de sus tíos Aime y Stein. Cuántos recuerdos cargaba sobre su espalda.
Los años en Mendoza eran brumosos, vagamente visualizaba la casa y una gran cocina donde se cocinaban manjares y vida. Los olores de las ollas se mezclaban con el pan recién horneado y las facturas que su tía Aime amasaba. De eso jamás se había olvidado y pese a que no tenía ese don para la repostería, de vez en cuando se afanaba en preparar alguna torta o pasteles para sus hijos.
La cocina la llevó a la hermosa historia que había protagonizado su prima junto con Santiago. Habían desafiado a sus padres para poder estar juntos y pese a su férrea oposición habían logrado casarse y criar a su hijo.
Naiquen había sido testigo de la culminación de ese gran amor, había visto a Lihuén llorar sin consuelo en la espera de su hombre, la había escuchado durante noches enteras, tomadas de la mano y apretadas en la misma cama, mientras le relataba cómo se había enamorado de su hermanastro.
En ese momento ella era una muchachita de catorce años y todavía no tenía conciencia real de la gravedad de la situación; sentía normal la relación entre Lihuén y Santiago. Su propia madre, Fresia, vio con buenos ojos ese amor y ayudó a los amantes a salir adelante.
Jamás olvidaría el día en que Santiago arribó a Valcheta. Tanto le había hablado su prima de él que le tenía cariño aun sin conocerlo. A ese muchacho de ojos chispeantes y verdes se le había transformado el rostro cuando ella le confirmó que Lihuén vivía ahí. La joven Naiquen lo había abrazado con efusividad antes de conducirlo hasta la casa.
Al descorrer la cortina que separaba la cocina del exterior ambos habían visto a Lihuen descansando en la mecedora, iluminando la estancia con su vientre prominente y su mirada nostálgica. Las lágrimas de Santiago la habían impulsado a dejarlos solos pero su expresión en ese instante se le quedaría grabada para siempre.
Muchas veces Naiquen se preguntaba por qué ella no había podido vivir un gran amor. Por qué ningún hombre la había amado de verdad. Era la única en la pequeña familia a la que la vida le había negado la posibilidad de ser feliz junto a un esposo. Su madre se había casado enamorada de su padre; ella misma le había contado que Abel la había amado de manera incondicional. Pese a que no lo había conocido le tenía cariño y respeto por lo que sabía de él a través de los relatos de Fresia, quien siempre se había ocupado de retratarlo como un hombre cariñoso y digno.
Su tía Aime había tenido que luchar para poder concretar su amor, pero había contado con un hombre de la talla de Stein Frank a su lado, quien había abandonado su posición social y su bienestar económico para casarse con “la india”, como la llamaba su suegro. Aime y Stein habían pasado penurias pero en el corto tiempo que estuvieron unidos habían sido felices y había nacido Lihuén.
Ésta había heredado la fortaleza y decisión de su madre, y pese a todos los prejuicios se había casado con su hermanastro.
Las mujeres de su familia habían triunfado, ella no. Hizo a un lado el resentimiento que iba creciendo y volvió al presente.
Miró el perfil de Santiago y advirtió que pese a los años transcurridos seguía siendo atractivo. La madurez de sus cincuenta le quedaba bien y unas incipientes canas se colaban entre sus cabellos de color castaño claro. Sus ojos, apenas bordeados por unas finas arrugas, seguían siendo chispeantes y alegres. Ya no llevaba el flequillo cayéndole sobre la frente, ahora lucía el pelo más corto. Admiraba a sus primos, ellos habían arriesgado todo para estar juntos y contra todos los pronósticos habían salido adelante.
Santiago les iba relatando a los niños sobre la ciudad de Buenos Aires y respondía las preguntas de Pablo con entusiasmo.
—Ese es el Obelisco —dijo mientras cruzaban la 9 de Julio en dirección al barrio de Palermo. Había tomado ese camino adrede para mostrarles a los chicos el monumento.
—¿Y para qué sirve? —cuestionó Pablo, para quien todo tenía que tener una función.
Santiago rio.
—Para nada, se construyó en conmemoración de los cuatrocientos años de la fundación de la ciudad.
Mauro por su parte, quiso saber cuánto medía.
—Alrededor de 70 metros, no estoy muy seguro —respondió Santiago, contento de haber despertado el interés de los niños—, otro día podemos venir a dar un paseo.
—¿Falta mucho? —Pablo estaba cansado de tanto viaje.
—Enseguida llegaremos y la tía los recibirá con tortillas y churrascos. Supongo que les gustan las tortillas…
—¡Sí! Mamá nunca nos hace —se quejó el pequeño—, se le pegan todas… —Acompañó sus palabras con una risa.
Naiquen sonrió ante el comentario que tenía mucho de cierto.
Luego de bordear un lago, al cabo de unos minutos arribaron a la casa. Se notaba que había sido refaccionada recientemente y a Naiquen le llamó la atención que fuera de dos plantas.
Santiago lo notó y explicó:
—Este barrio es una mezcla de palacios y residencias donde vive la clase más acomodada con el vecindario de inquilinatos.
—Pero tu casa parece muy bonita —terció Pablo.
—Lo es, la mano de Lihuén se nota en cada rincón. Ella misma se ocupó de pintar ciertos sectores y decorarlos gracias a la ayuda de Lynette.
—¿Lynette? —dijo Naiquen mientras tomaban las valijas del baúl.
—La artista —sonrió Santiago poniendo los ojos en blanco—, ya te contará tu prima. Es la encargada del taller de arte.
Naiquen asintió y lo siguió hasta la entrada. Estaba ansiosa por ver a Lihuén. Tenían tantas cosas de qué hablar.
La puerta se abrió y los recibió lleno del olor de los jazmines. En la estancia iluminada por la ventana que daba a la calle, un jarrón colmado de pimpollos blancos reinaba sobre la mesita alta.
—Pasen, no sean tímidos —alentó Santiago al ver que los tres se quedaban amontonados en el recinto.
Al escuchar las voces la dueña de casa dejó los trastos de la cocina y fue hacia el comedor.
—¡Bienvenidos! —Corrió hacia su prima y la abrazó sin darle tiempo a reponerse de la emoción.
Naiquen se aflojó en brazos de la mujer y unas lágrimas asomaron en sus ojos negros.
—¿Cuánto hace que no nos vemos? —preguntó Lihuén sin dejar de mirarla.
Nada quedaba de la muchachita flaca y deslucida que había dejado en Valcheta. Su prima se había convertido en una mujer muy atractiva. Su cuerpo se había llenado de curvas, sus ojos parecían más grandes y almendrados que los de su recuerdo y su cabello castaño oscuro seguía siendo salvaje. A pesar de que ya tenía cuarenta años su aspecto era el de una jovencita.
Naiquen por su parte realizó el mismo estudio en Lihuén y la halló hermosa como siempre.
—Más de veinte años…
La emoción le había impedido a Lihuén reparar en los niños por lo cual Santiago tuvo que hacérselos notar.
—Pero qué lindos hijos tenés… —observó acercándose a ellos—, vos debés ser Pablo.
El pequeño sonrió y Lihuén supo que había acertado. Le dio un beso en la mejilla y luego se dirigió a Mauro.
—Sos tal como te imaginé. —Lo besó también—. Vamos a comer, ya tendremos tiempo de hablar.
Ingresaron en la cocina y se dispusieron a disfrutar de la comida.
—¿Cómo está la tía? —quiso saber Lihuén.
—Mamá está bien, aunque ya se le notan los años. Se resiste a acercarse al centro de la ciudad, sigue alejada de todo. —Naiquen hizo un gesto de desaprobación.
—No pretenderás que cambie ahora —opinó Lihuén.
—¿Y tus hijos?
Los ojos grises de su prima se iluminaron.
—Nehuén haciendo su vida, como te conté en las cartas. Lo vemos poco…
—Es un hombre, Lihuén, no pretenderás que viva en casa —terció Santiago.
—¿Cuántos años tiene? —quiso saber Naiquen.
—Veintiséis —respondió la madre.
—O sea que hace al menos veinticinco años que no nos veíamos…
—¡Por Dios! ¡Cómo pasó el tiempo! Tenés razón… nos fuimos de tu casa cuando Nehuén era apenas un bebé.
—¿Y Libertad?
—¡Ay, mi hija…! Recién recibida de abogada, si bien vive acá casi ni le vemos el pelo.
—Ya tendré oportunidad de conocerla.
Los niños ya habían terminado de comer y lucían aburridos. Santiago lo advirtió y propuso un paseo por el barrio. Así las mujeres tendrían tiempo de charlar un poco a solas.