“Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor.”
MARIO BENEDETTI
Leer las cartas de su familia luego de la cena la había dejado emocionalmente agotada. El reencuentro con Libertad había sido gratificante, contenedor, se sentía más cerca de sus raíces que flotaban en el aire.
Pero después de repasar una a una las misivas que le habían enviado la congoja no le daba respiro. Su tía Aime, concisa y de pocas palabras, le había transmitido su desolación, camuflada entre recomendaciones y preguntas. La sabía de una fortaleza sin igual pero así y todo la percibía con la guardia baja. La imaginaba en su jardín, más delgada que nunca, regando las flores al atardecer y poniendo veneno para las hormigas y caracoles que amenazaban con diezmarlo. No pudo dejar de pensar en su infancia cuando su madre se iba a trabajar y era Aime quien las cuidaba y educaba, criándola como si fuera su segunda mamá.
Lihuén, la hermana que no había tenido y con quien había dado sus primeros pasos en las cocinas del hotel, se preocupaba por ella y el bienestar de sus hijos, además de trasmitirle su pesar por la muerte de Fresia. Su prima no le contaba mucho pero dejaba entrever la preocupación por Aime y sus frustrados intentos para llevarla a vivir a su casa. “Vos sabés que mamá es un espíritu libre, pero tengo miedo de que le ocurra algo allí tan sola.”
Santiago le contaba un poco sobre la actualidad del país y sobre sus compañeros de trabajo, a quienes recordaba con afecto pese al poco tiempo compartido.
Por último había leído la carta de Nehuén, como si fuera un postre o algo para disfrutar con tiempo, sin la ansiedad propia de quien aguarda noticias.
“No sé si decirte mi querida Naiquen, de seguro lo reprobarías.” Así arrancaba la particular esquela de su sobrino segundo fechada en Buenos Aires en febrero de 1979.
“Desde que te fuiste me han pasado tantas cosas por la cabeza… Por momentos celebro que te hayas ido lejos, bien lejos, porque la pasión que habita mis venas se subleva y de estar cerca sé que no podría contenerme. He padecido noches en vela pensando en vos, en nosotros, en ese nosotros al que te negaste sin siquiera darnos la oportunidad. Intenté razonar tus fundados motivos que respeto, pero cuando del corazón se trata no hay explicaciones que sean suficientes. ¡Si al menos hubiéramos probado! Pero ni esa posibilidad me diste, me negaste demostrarte que puedo ser el hombre que necesitás, el padre para tus hijos y el compañero de tu ruta. De haberme dado una mínima señal hubiera viajado con vos, no sabés cómo sufrí al no saber nada de ustedes, de los chicos a quienes llegué a querer como si fueran míos. Más de una vez estuve tentado de tomar un vuelo y salir en tu búsqueda, pero acaté tu decisión, porque a pesar de lo que vos creas, te conozco lo suficiente para saber que no te permitirías jamás una relación conmigo, por los motivos que vos y yo sabemos, y que no comparto.
Y aquí estoy, escribiendo esta carta mientras me siento un estúpido. Porque sé que no te interesa mi amor, y presiento que alguien habita ya tu corazón. No me preguntes cómo ni por qué pero lo siento. Ojalá me respondieras y desmintieras esta horrenda y contradictoria premonición que se me instaló en el pecho como una condena. A pesar de todo, deseo la felicidad para vos y para tus hijos, no es bueno que una mujer recorra el camino sola.
Espero que contestes esta carta, incluso si es para confirmar mis sospechas, así de esa manera puedo cerrar esa pequeña hendija que tiene algo de luz en mi corazón que te aclama. Sé que no te entregarás fácilmente, y si lo hacés, será que hallaste ese amor que tanto necesitabas pero que te negabas a reconocer.
Por otro lado, tené cuidado allí donde estés. Estuve haciendo averiguaciones, no me quedé tranquilo desde que conocí a ese militar que tenía tu fotografía. Hace apenas unos días me enteré que el capitán Lito Napolitano viajó a Francia, presumo que tras tus pasos.”
Al llegar a esa parte de la carta Naiquen sintió un repentino mareo. Se quedó sin aire y tuvo que acostarse. Lito Napolitano. El hombre que había intentado matarla. El círculo se cerraba, aunque nunca podría conocer los motivos por los cuales ese sujeto había cruzado el océano para llevarse su vida. Jamás los sabría, sería la incógnita que la atormentaría durante el resto de su existencia.
Con dolor de cabeza y miles de pensamientos acomodó toda la correspondencia para guardarla junto a su cuaderno, ese que llevaba como diario y en el cual había ido volcando toda su vida.
Después se peinó los cabellos que casi le llegaban a la altura de la cintura y recordó la anécdota de Aime, cuando se había rapado tras la muerte de su primer marido Stein. Tal vez le pidiera a Libertad que le cortara un poco las puntas y no pudo evitar una sonrisa ante tales derroteros de su imaginación. Solía ocurrirle que cuando estaba mal, como en ese momento, buscaba cualquier excusa para escabullirse de la angustia. Esta vez había sido su pelo, largo y salvaje a su edad.
Sintió frío y buscó un abrigo para meterse a la cama. Extrañaba a Lucien, se había acostumbrado a dormir con él, y esa velada lo necesitaba más que nunca. Los sentimientos revueltos de pasado, la visita de Libertad, las cartas de su familia, todo se confabulaba para que la soledad se volviera densa y pesada, ocupándolo todo.
Apagó la luz y se acostó, acurrucándose en el sector que solía ocupar Lucien, llamándolo con la mente, como si con eso pudiera traerlo de vuelta. Hacía apenas cuatro días que se había ido pero para ella era una eternidad. Alain también lo extrañaba y se había refugiado en ella contándole su última conversación con él. Después de esa charla el niño se sentía más liviano, no tenía arranques de ira ni se burlaba de nadie. El sarcasmo ya no formaba parte de su patrimonio emocional. Junto con sus hijos formaban un trío bastante dispar y llamativo; los percibía contentos.
Pensando en ellos se durmió. Cayó en un sueño profundo plagado de imágenes donde los rostros de su familia se mezclaban con la gente que había atendido a Lucien en el hospital. Todo era extraño porque de repente las camas empezaban a volar llevándose a sus parientes por las puertas metálicas que conducían al quirófano.
Despertó agitada, sudando, y se llevó tamaño susto cuando la puerta del cuarto se abrió para dar paso a una figura. El miedo la paralizó, no pudo siquiera emitir una palabra, limitándose a gemir y sacudirse.
—¡Naiquen! —Unos brazos fuertes estaban encima de sus hombros y la atraían—. Naiquen, mon amour, despierta.
Al reconocer su voz se desmoronó sobre el pecho cálido de Mathieu, quien le acarició los cabellos y la espalda.
—¿Qué pasa? ¿Ocurrió algo? —su voz grave denotaba su preocupación.
—No, no, está todo bien. Solo fue una pesadilla. —Elevó sus ojos para encontrarse con los brillantes de Lucien.
—Me hacías falta —murmuró sobre sus labios—, hazme lugar. —Mientras la besaba se iba despojando de la ropa.
Se introdujo en la cama y le hizo el amor con premura, ella respondió con igual intensidad. Ambos estaban ansiosos por reencontrarse en carne y sudor.
—Te extrañé mucho —declaró Naiquen después de la pasión.
—Estoy feliz de que lo expreses, al fin logro sacarte un sentimiento —bromeó.
—No digas eso… tú sabes que no me ha sido fácil.
—Lo sé, y por eso estamos juntos. Porque ambos somos sobrevivientes, dos personas fuertes que hemos luchado la mayor parte del camino solos. Por eso nos cuesta tanto reconocer lo que sentimos. —Era la primera vez que Lucien hablaba tanto de lo que le pasaba—. Pero por eso mismo, somos una pareja que no tendrá fisuras.
—¿Tú lo crees?
—Estoy seguro de ello. —Se apretó a su espalda y la abrazó, le gustaba dormir así, con ella refugiada en su cuerpo—. Mañana te contaré las novedades.
—Y yo las mías —susurró Naiquen adentrándose en el sueño.
Al amanecer y como habían pactado Lucien abandonó el lecho no sin antes hacerle el amor otra vez.
—Duerme un buen rato —le aconsejó—, hoy mismo vendrá una nueva empleada.
Al oír esto Naiquen abrió los ojos totalmente despierta.
—Pero… ¿no es pronto?
—¿Pronto? —Lucien se acercó a la cama y se sentó sobre el borde, acariciándole la cara—. Eres mi mujer, no quiero que sigas trabajando aquí.
—Sabes que no me quedaré de brazos cruzados.
—Lo sé, lo sé. —Sonrió, sabía que ella era inquieta y además orgullosa—. Puedes seguir en la terapia si quieres —advertía que Naiquen se sentía atraída por esos niños incapacitados—, pero tengo otras propuestas para ti.
—¿Qué otras propuestas?
—Pero mira que te has puesto ansiosa… Puedes aprender a conducir y llevar los niños a la escuela. Hay una por aquí cerca, camino a la ciudad. Estuve haciendo averiguaciones.
Naiquen sonrió, feliz por la noticia. No deseaba que los chicos crecieran sin educación.
—Sabía que te agradaría la idea —se puso de pie pero ella lo detuvo:
—Cuéntame las novedades.
—Si me quedo aquí más tiempo todos me verán salir de tu cuarto —le recordó—, a mí no me molesta, pero no es lo que tú querías.
Ella asintió.
—Tienes razón —abrió la cama para levantarse—. Saldré enseguida, así podemos hablar en el comedor.
—¿Ocurrió algo? —reiteró la pregunta de la noche anterior.
—No, está todo bien —mientras se ponía la ropa añadió—: llegó mi sobrina Libertad ayer, y la invité a quedarse a pasar la noche. Teníamos mucho de qué hablar.
—¡Esa sí que es una gran noticia! —La besó antes de salir—. Te veré afuera.
Pero las novedades se vieron postergadas por la presencia de la visita, que se había levantado temprano.
Luego de las presentaciones los tres desayunaron y se dejaron llevar por una charla amena. Lucien partió en busca de Janelle dejando a las mujeres al abrigo de las confesiones que todavía las rondaban.
—Es muy buen mozo —opinó Libertad una vez a solas, frente a lo cual Naiquen rio con desparpajo, como hacía rato no lo hacía.
—Vamos, Libertad, no tenés que mentirme. Lulú se ha cansado de decirme que “el señor es feo”.
—¿No te atrae entonces? —La preocupación bailaba en los ojos gatunos. ¿Sería capaz Naiquen de someterse a un hombre por conveniencia? No la conocía demasiado pero no creía que pudiera caer tan bajo.
—¡Claro que me atrae! —lo dijo con tal grado de certeza que a la jovencita se le diluyeron las dudas—. Me atrae, y mucho —sus mejillas se ruborizaron.
—Por un momento me preocupé.
—Lucien Mathieu es un hombre único —declaró Naiquen—, parece hecho a mi medida.
—Me hace muy feliz escucharte decir eso.
Enseguida hicieron su entrada bulliciosa los niños que acababan de levantarse y llegaban en busca del desayuno, ansiosos por salir a ayudar en la terapia.
—No tienen forma de aburrirse aquí —manifestó Libertad.
Recién luego del almuerzo Lucien y Naiquen pudieron encerrarse en el despacho para conversar.
—¿Qué pasó con lo de la adopción? Alain me estuvo preguntando, está muy preocupado por ello.
—¿Preocupado?
—Por momentos siente culpa, puedo leerlo en sus ojos escurridizos, y en parte lo entiendo. Todo esto es muy reciente para él…
—¿Tú crees que debería detener el trámite? Porque ya lo he iniciado.
Esa sí que era una novedad. Naiquen creía que demoraría mucho más, que harían falta más papeles o visitas. Se sintió una ignorante en la materia.
—No lo sé, tal vez deberías hablarlo de nuevo con él —una sombra visitó la mirada de Lucien, no estaba preparado para un rechazo por parte del niño. De repente lo sentía tan suyo como a la propia Naiquen.
Mathieu dio unas vueltas por la estancia, nervioso. La mujer se le acercó y lo detuvo tomándolo del brazo.
—No te inquietes, Alain no se arrepentirá. Solo tiene una lucha de lealtades.
—¿Lealtades? —comenzaba a sublevarse ante el recuerdo de Sophie y Bernard.
—Sí, lealtades. —Pero Naiquen se le imponía. —El niño es leal a quienes lo criaron, a los padres que él conoció, y está bien que así sea. De otra manera sería un desagradecido, y tampoco te gustaría eso.
Lucien se volvió hacia ella y depuso su actitud hostil.
—Tienes razón —la tomó de las manos—, siempre tienes razón. Sabes cómo ponerme en mi lugar, sacudirme las ideas.
Ella sonrió.
—Por eso te elijo todos los días, mi sureña rebelde.
—¿Cómo?
—Se me acaba de ocurrir —la condujo de la mano hacia uno de los sillones y la sentó sobre sus rodillas—. También inicié los trámites consulares para la autorización del matrimonio.
—¿Autorización?
—Tú estás como turista…
—Con permiso vencido —interrumpió ella.
—Eso ya está solucionado —y ante su mirada de interrogación añadió—: tengo amigos en todos lados.
—No sé qué decir.
—Di gracias —se burlaba de ella—. Continúo, al estar como turista, necesitamos una visa de entrada especial, que solo se puede pedir en Buenos Aires, vía Consulado.
—Será imposible… soy casada Lucien, no la conseguiré —su tono de voz denotaba angustia, no quería permanecer como ilegal. Eso perjudicaría a sus hijos.
—Tranquila, lo solucionaremos. Sea como sea, eres mi mujer, con o sin papeles.
Naiquen se abrazó a su cuello cual si fuera su tabla de salvación. En los últimos días se había sentido demasiado vulnerable, y no le gustaba. Se daba cuenta de que dependía demasiado de Lucien y se desconocía. Tanto tiempo luchando sola y de repente se aferraba a él como si no pudiera valerse por sus propios medios. Ella era una mujer fuerte, como su tía Aime, no debía claudicar.
Como si le leyera los pensamientos Lucien dijo:
—Vamos, deja de pelear contigo misma y confía en mí. Ahora tienes a un hombre a tu lado, un hombre que te quiere bien.
Naiquen dibujó una sonrisa en su boca y dejó que las lágrimas fluyeran.
—Lo sé, y por eso te quiero.
—Y yo a ti, mi sureña rebelde.