En los recientes cursos para formar «negociadores» de la Policía Nacional se manejaron datos espeluznantes. En España se comete un «secuestro exprés» cada cinco días. En el 2007 se perpetraron al menos setenta, según fuentes policiales, que también informan que hay una cifra blanca, o de secuestros denunciados; y otra, negra, de cometidos, pero silenciados. La gran mayoría de estas invasiones salvajes de la libertad se producen en el ámbito del tráfico de drogas, las redes de inmigrantes ilegales y la trata de blancas.
No obstante, estas nuevas modalidades delictivas afectan también a los joyeros y a sus familias. Así lo demuestra la captura, en Barcelona, de una banda especializada en atracar joyeros y empresarios que retenía a los familiares. Policía y Mossos d’Esquadra abortaron los planes de la peligrosa banda criminal, y detuvieron a tres colombianos que actuaban con una violencia desproporcionada. El grupo procuraba seleccionar a las víctimas y organizar vigilancias para dar el golpe. Lo tenían todo preparado en una acción contra un importante joyero. Se proponían penetrar en la casa, capturar a la víctima y retener a la familia. Con ello obligarían al industrial a entregarles toda la mercancía. Estos secuestradores capturados, innovadores en todo, empezando por el hecho de ocuparse de familias enteras, cometían sus delitos desplazándose en taxi.
Lo que no podían imaginar es que la policía española, advertida desde el punto y hora que empezaron estas retenciones de ciudadanos, breves, pero duras, con trato desconsiderado, estudiadas para sacar el máximo rendimiento económico con la mínima duración, había logrado seguir los movimientos de la banda y tenía advertida a la víctima.
Los delincuentes se cayeron con todo el equipo. Fueron capturados justo en el momento de entrar en la vivienda, cuando se concentraban en el parking para el asalto final. Como un coitus interruptus, fue la gran sorpresa de unos matones que se sentían dueños de la situación. Ahora meditan los fallos detrás de las rejas en espera de juicio.
La policía es consciente de los peligros de un «secuestro exprés» que aunque pretende un pequeño rescate y una liberación rápida, sin complicaciones, puede suponer un desenlace fatal para la víctima. Por todo ello ha programado el curso de preparación de «negociadores» y les ha dotado de personal altamente cualificado. Ya son personas entrenadas hasta el punto de conseguir lo imposible. Durante su aprendizaje tuvieron que lograr, por ejemplo, que un indigente les diera las pocas monedas que tenía en su bolsillo, o que un taxista les dejara revisar el vehículo sin nada a cambio y sin irritarse. Como vulgarmente se dice, se convirtieron en vendedores de neveras en Alaska o bicicletas en Venecia. Los negociadores de la policía, que siempre han sido muy buenos, se basaban antes en la experiencia de viejos zorros policiales, capaces de la mayor empatía y simpatía. Ahora, además, disponen de técnicas avanzadas y una formación puntera.
El Grupo de Secuestros y Extorsiones de la Comisaría General de Policía Judicial se refuerza. Y lo hace con estos «negociadores» que en principio pretenden dejar en un segundo plano su aspecto de agentes de la ley. Lo importante es la capacidad de comunicarse con cualquiera y utilizar como ariete la palabra y la persuasión. En total, veintidós agentes repartidos por el país, en un momento clave, en el que personas que simplemente aparquen su vehículo en un lugar apartado o mal iluminado o se dispongan a sacar dinero de un cajero en un punto solitario, pueden ser víctimas de un secuestro, que si sale bien, puede llamarse exprés, porque el sufrimiento habrá sido intenso, pero habrá durado poco.
La intervención del negociador será necesaria cuando se trate de atracos con rehenes, secuestros de transportes colectivos, trato con maltratadores de violencia de género, motines en las cárceles, hasta agotar las soluciones pacíficas y las actitudes razonables. Pero en el cuerpo a cuerpo del «secuestro exprés» quizá sea más útil la prevención. Mentalizar a los posibles rehenes.
En la población española es difícil establecer como algo sabido que los delincuentes importados, o los españoles reciclados, ya no solo pretenden la cartera, sino que buscan amedrentar para obtener el máximo beneficio. Son capaces de introducir violentamente a cualquiera en un vehículo y utilizar golpes y amenazas para obtener el número de seguridad de la tarjeta. O la extorsión a un familiar para que reúna urgentemente una pequeña pero importante cantidad —pongamos tres mil euros—, bajo amenaza de dañar o maltratar al rehén. Las leyes españolas, una vez más, no están preparadas para esta modalidad delictiva; de hecho ni siquiera la llaman por su nombre, puesto que permiten que se confunda con una falta o error funcionarial: «la detención ilegal». Una detención de esa clase, hablando en román paladino es un vicio de la autoridad; el secuestro, es la obra de un delincuente. Si ni siquiera lo llamamos por su nombre, ¿cómo vamos a entender lo que está pasando?
Los nuevos secuestradores juegan con el miedo, un golpe intenso, helado y repentino, que lleva a buscar con urgencia el botín del rescate. Pelagatos del tres al cuarto, que hasta hace nada eran simples ladrones, que empleaban la violencia o la intimidación, son ahora renovados secuestradores que han aprendido el método brutal. Los polis dicen que así se doctoran en la delincuencia. Aunque mientras obtienen el postgrado, la inexperiencia les coloca en una situación en la que, si el asunto se les va de las manos, pueden optar por la opción más dañina. La policía ha doblado el número de sus negociadores y los ha dotado de mano izquierda, pero una vez más nadie se ocupa de advertir a la ciudadanía de una nueva amenaza cada día menos infrecuente.