Me asomé a la ventana. De frente, más allá del Borgo, estaba el Castello. El Castello era una fortaleza en ruinas, destruida en varias guerras antiguas, y ya entonces formaba un solo cuerpo con el monte: un contrafuerte de roca aislado sobre la parte plana del valle y rodeado de bosques. En la cima, la larga y baja casa del guarda. Blanca (en otro tiempo fue roja).
–Es una colonia –me informa el cojo–. El conde la ha donado a la parroquia.
¿Qué importancia tiene eso? El Castello está allí, no puede cambiar. El camino quizá parece deteriorado; pero es posible que sea por la sequía, el otoño.
Detrás del Castello las dos grandes faldas del valle se juntaban justo allí como dos valvas.
Es un espacio grande; pero formaba parte de la casa. La vista sobrevolaba el vacío y las imágenes entraban en las habitaciones, tranquilas y legendarias como pinturas.
Desde aquella ventana, Elda, la pintora, había pintado el Castello una mañana de invierno. En Ponte Stura el sol y el hielo hacían juegos de espejos, de luces chispeantes. El cuadro de Elda estaba hecho de pocas pinceladas, en amarillo, azul y blanco. La casa del guarda era una manchita oscura. Lo miraba con avidez, porque era la primera vez que veía a alguien pintar que no fuera papá. También papá lo hacía en aquella habitación; aunque él no pintaba «de la realidad».
Sus paisajes eran naturales pero de algún modo encantados. A él le interesaba que el cuadro fuese «profundo», decía (se refería a la lejanía en los fondos). Había en sus pinturas un aire firme y etéreo; la ejecución era precisa e inmaterial.
Papá fue alumno de un pintor que decoraba los pilares con frescos, de él había aprendido la técnica de la pintura al óleo. Cuando un tubito se quedaba seco y el pigmento se resistía a salir, aquel pintor decía: «Está estreñido».
«La pintura es un oficio maldito», sentenciaba. Y es que tenía muchas hijas que mantener. Según mamá no era un buen pintor: las caras de sus santos eran todas iguales. Papá admitía que quizá era un poco afectado, pero lo defendía: decía que conocía muy bien la técnica. Aquellas discusiones sobre pintura –entre el excitante olor del aguarrás– me apasionaban; los escuchaba fascinada.
Pero la fascinación de la pintura consistía, sobre todo, para mí, en observar a papá mientras pintaba; su aire concentrado y grave, las pinceladas pacientes, nerviosas y ligeras, el mutar imperceptible de los colores. ¿Ahora qué color elegirá? O ¿por qué no dibuja el contorno de las casitas?
A mamá también le gustaba verlo pintar. Lo avisaba siempre para que parase a tiempo, antes de que el cuadro quedara demasiado artificioso. (Ella encontraba artificiosa incluso la caligrafía de papá, que era delicada, con ligeras curvas estilo modernista. Encontraba también rebuscado su estilo de escritura, que según ella era «alado».)
El mejor cuadro que pintó papá fue una escena de invierno. Un monte nevado, con tenues grises y malvas, contra un cielo de atardecer, rosa viejo; en la umbría, al pie de las montañas, se veían los tejados blancos de una pequeña aldea. Las ventanas iluminadas eran un minúsculo toque anaranjado. En primer plano había un camino nevado bordeado de árboles desnudos. En el camino, un hombrecillo se dirigía con un abeto al hombro hacia el pueblo cercano.
Era tan bello imaginarse llegando a ese lugar, a alguna de aquellas casitas. También había ventanas apagadas; y al final daba la impresión de que no se podía llegar hasta allí nunca.
Hemos cruzado las habitaciones y nos encontramos ante la puerta cristalera del final del pasillo. La madera está brillante, oscura, con las molduras en relieve; en los vidrios esmerilados se distingue un bonito motivo floral.
Sin dudar, el cojo abre la puerta; me enseña con vehemencia que en el lavabo hay agua corriente. Yo se lo celebro. Le explico que papá instaló un depósito de zinc y las cañerías para los dos usos. (Papá estaba a favor del progreso.)
El invento de papá funcionaba pero era aparatoso. Había que llenar el depósito con cubos, y el agua había que cogerla en la fuente de la plaza. Era la tarea del viejo Tibus.
Soltaba los cubos y declamaba un poema, uno de sus madrigales bufos. Y mamá reía y reía.
El «lugar» está todavía ahí: con su apariencia de armario. Dentro estaban colgados los asientos de anea11 (Madrina tenía el suyo en su habitación). Odiaba aquel lugar bastante menos que el humillante retrete.
La invitación a «sentarte en el retrete» me resultaba una verdadera ofensa. Fingía no haber oído, y ante la insistencia respondía con descaro. Sentía aversión también por mi madre en aquellos momentos. Mi madre temía que cogiera el mal de piedra; y pidió consejo al doctor Vinaj.
–Se le reforzará la vejiga –aseguraba el doctor.
Notaba que, cuando había huéspedes, el olor del «lugar» era diferente; incluso conseguía identificar la presencia que me había precedido. Era un olor «extraño» al cual sabía dar un nombre. Tal sensación de extrañeza ligada al olor era mucho más fuerte que la que me transmitían las propias personas.
Distinguía también, por el olor, los «lugares» donde había estado, en las otras casas. El más fácil de reconocer, con los ojos cerrados, era el de Idina, porque nos dejaba en el aire el olor a farmacia, que impregnaba a todos y toda su casa.
Por lo demás, era extraño que yo utilizase el «lugar» en casa ajena; si debía preguntar antes a un adulto, jamás.
Pero en casa de Idina, cuando jugábamos al escondite por las habitaciones, a veces utilicé el «lugar» como escondite. Había, obviamente, el habitual sumidero con una tapa de madera y se notaba un picorcillo en los ojos y un olor muy fuerte; pero yo olvidaba el olor: las paredes y la puerta estaban completamente tapizadas de fotos antiguas.
Nunca me daba tiempo a verlas todas. Eran ilustraciones de novelas, viñetas arrancadas de libros o revistas de fin de siglo. Alguna llevaba un titular o, en la parte de abajo, una cita de la novela; pero por lo general las frases habían sido recortadas. Las imágenes estaban todas pegadas, unas a otras, sin espacios intermedios.
Estaban Ugo y Parisina (¿quiénes eran?), la muerte de Orlando (suponía), Colombo en la cárcel y cosas de ese tipo.
Un trineo se deslizaba por la nieve perseguido por lobos; un hombre vestido con pieles azuzaba a los perros, otro se volvía para lanzar algo a los lobos; pero éstos corrían y se acercaban cada vez más.
Fantaseaba durante horas sobre el título de una viñeta en la que un señor con peluquín miraba por un catalejo mientras por detrás de él una dama, dándose aire con un abanico, le pasaba disimuladamente a otro caballero disfrazado una notita que ponía: «Quien más mira menos ve».
Sigo a mi buen guía. Las dos estancias en penumbra que atravesamos me parecen ahora mucho más pequeñas que entonces.
Están limpias, ordenadas, ¿quizá las habitaciones de las hermanas? La primera había sido la salita, y la otra el comedor.
Cuando «recibían», no era en la salita, sino «más allá». Mamá se reía de estos detalles luego, cuando ya éramos mayores; pero para mí aquéllas fueron las últimas manifestaciones de la grandeza pasada.
Puedo recordar sólo un par de recepciones. Una fue «de día», por lo tanto poco importante. Mi madre ofrecía helado de fresa. Nosotras, pequeñas, asistimos a su preparación: las fresas trituradas, mezcladas, el cubo de madera, el artilugio de hierro con un mango, el hielo cubierto de sal gorda. Quizá vinieron también niños y estuvimos jugando en el pasillo y en el balcón.
Por lo demás, yo era ya bastante «escéptica», no creía en la utilidad de las recepciones de ese tipo.
La otra, anterior, la recuerdo mejor, aunque no puedo decir que la presenciara con mis ojos. La sufrí, porque mi madre me mandó a la cama. ¡Y yo sabía que iba a estar incluso la esposa del General! Creo que sufrí sobre todo porque no alcanzaba a imaginar qué era una recepción. Me imaginaba que quizá era algo así como una escena de teatro, puesto que ocurría por la noche. Ya el hecho de que las luces estuvieran encendidas para mí era excitante, no quería irme a la cama de ninguna manera.
Por qué, me preguntaba, no me dejaban asistir, aunque fuera un rato. Que los niños no debían estar levantados a esas horas no me parecía un motivo de peso.
De repente, me decidí. Necesitaba saber. No sentí miedo de la oscuridad y corrí, descalza, hasta detrás de la puerta del salón. Me puse de puntillas y miré por la cerradura. Sólo se veía la lámpara, que era una cascada de cristalitos blancos entre los que algunos de color rojo formaban un dibujo curioso, una especie de flor. Aquella lámpara me pareció siempre un objeto de lujo. Escuché el murmullo de las conversaciones, risas, el ruido de sillas moviéndose, el entrechocar de los vasos. Era maravilloso y a la vez desesperante.
Luego vi acercarse a la lámpara el rostro sonriente de papá, que estaba de pie y se inclinaba sobre la mesa. Servía bebidas; escuché claramente que decía: «¿Una gota o una nubecilla?». Fue una enorme desilusión. Papá hacía esa broma también cuando le ofrecía de beber a mamá o a Madrina. Aquel comentario, inesperadamente doméstico, me arrebató de golpe todo el interés por la recepción prohibida.
El comedor era la estancia más alegre de toda la casa. Quizá porque estaba llena de luz.
Mamá dejaba las persianas siempre levantadas. Entraba el sol de la mañana por el balcón que daba a levante, hacia el valle, y el sol de la tarde por el ventanal que daba a poniente. Aunque lloviese o nevase, había luz: luz blanca sin sombras. Realmente a mí me avergonzaba un poco, como si se tratase de cierta negligencia, la excesiva sencillez de mi madre y de la casa. Las otras casas eran oscuras, empezando por la del cavaliere Mattei hasta las tenebrosas casonas de los nobles. Era un indicativo de distinción.
Entraba en las demás casas siempre con una sensación de temor, pese a que siempre me recibían con amabilidad. Me daba la impresión de que allí todo se desarrollaba de manera muy distinta a como ocurría en la nuestra.
Dentro de las otras casas no se sospechaba ni de lejos que fuera estaban las montañas: se intuía únicamente, a través de las persianas, el reflejo de las tapias o la sombra del jardín. Los ruidos exteriores no llegaban, o lo hacían amortiguados. No se escuchaban, como en la nuestra, canciones, perros ladrando, discusiones en la plaza. Los muebles también eran oscuros, y se respiraba olor a cerrado. Las habitaciones parecían, como las personas, llenas de secretos.
Secretos que mi madre, estaba segura, ni sabía ni sospechaba; porque cuando otros contaban o revelaban los suyos, ella decía que no eran ciertos. Mi madre no quería saber nada de misterios.
La moda entre las señoras era hablar con juegos de palabras, pausas y suspiros. Lo cual era muy distinto al modo de hablar resuelto y conciso de mi madre. Las niñas, jugando a «las señoras», imitaban perfectamente aquel comportamiento afectado y circunspecto.
Daba la impresión de que las señoras quisieran ocultar algo; algo que parecía escondido tras el sofá esquinero, en las regias cortinas.
Mamá contaba que una señora, mientras ella estaba de visita, había cogido repentinamente la bandeja de galletas y la había metido bajo el sofá exclamando: «¡Llega mi marido!».
Y que otra se escondió una carta que le estaba leyendo a mi madre dentro del zapato.
Pero ¿quiénes eran aquellas señoras? Mi madre nunca decía los nombres. Ni siquiera de mayores hemos conseguido que lo hiciera. Ella las llamaba «las señoras», incluso «las madames» (como si ella misma no fuese una).
Sólo había un sitio en nuestro comedor donde esconderse: bajo la mesa. La mesa tenía muchas patas, torneadas como columnas. Se podía pasar entre ellas a gatas, o sentarse en cuclillas. Si descubrías en la madera una mancha oscura rascabas con la uña para ver cómo salía una especie de harina muy fina. Se lo enseñé incluso a la hermanita; pero si lo hacía solían reñirme. Que jugásemos de pequeñas «bajo la mesa» era a menudo motivo de crítica por parte de nuestro tío maestro.
Antes de que llegara la hermanita me pasaba largas horas hojeando álbumes, libros ilustrados, catálogos. Adoraba los dibujos. En el álbum de postales, junto al «Foro Romano», había muchos otros lugares que me gustaba considerar «míos». En un parque de Londres aparecía una niña con su aro y una señora a su lado con el sombrerito de paja que éramos mamá y yo. No era una invención. Me parecía incluso recordar el cielo rojo de aquel momento entre los árboles inmensos.
Los paisajes de Suiza (Interlaken) y de Baviera los había enviado el tío Andrea que vivió allí en su época de estudiante; para mí ilustraban sitios de nuestras montañas.
También los catálogos eran muy «nuestros». Los de Frette12, que contenían las mantelerías (relacionaba Frette con «Fiandra»13) decoradas con golondrinas o tréboles, eran «de mamá». Y los otros, ingleses, de caza y pesca, «de papá», eran mis preferidos. Había muestras interminables de anzuelos, cimbeles de colores maravillosos y la serie de los cartuchos en amarillo o rojo, o azul.
Cuando papá preparaba los cartuchos me dejaba mirar. Pesaba en una balanza la pólvora y los perdigones, y cerraba los cartuchos con una máquina que los comprimía y les redondeaba el borde. Los colores eran los mismos, nítidos e intensos, que en el catálogo.
Por las tardes, mi madre me leía cuentos. A ella le gustaban los más divertidos, como «Las tres gallinas que fueron a Roma» o «La casita de chocolate».
A mí, en cambio, me gustaban los tristes. Los cuentos de los Grimm me enseñaron la experiencia del dolor por escrito.
Uno de los más tristes era «Los siete cuervos». El momento en el que la niña, en la fuente, no encontraba a su lado a su hermanito y veía alzarse en el cielo una bandada de cuervos que «eran ellos» hacía que me invadiese, cada vez que lo leía, una sensación de soledad sin esperanza. Oía el susurro de aquellas alas funestas y a la vez familiares. Era el miedo, el horror de la metamorfosis, y, sobre todo, la angustia de una partida sin retorno.
Había aprendido la palabra «metamorfosis» de otro cuento. Jorindel, en el bosque donde se habían extraviado, pierde de vista a su mujer Jorinde y entonces descubre entre los árboles las torres del castillo embrujado: Jorinde era el pequeño pajarito que cantaba en las ramas de un árbol. Jorinde –contaba el libro– «conocía la metamorfosis». Yo buscaba siempre ese momento y releía aquella palabra para comprenderla. Pero era como una puerta cerrada, llena de misterio.
En la habitación de los invitados había colgado un tapiz pintado por la tía Carlotta. En la parte inferior corría un riachuelo y una mujer agachada en la orilla lavaba; en lo alto, sobre las frondas intrincadas, se veía un castillo. Al no conocer la historia ilustrada el temor era más vago. Pero la mujer que lavaba no parecía muy tranquilizadora. Podía ser alguien del castillo, o no saber nada de hechizos. En el fondo era la presencia de la mujer lo que me daba más miedo.
Hojeaba junto a mi madre sus famosos Giornalini14. Se llamaban Il Giovedì y L’innocenza. No eran a color como el Corriere dei Piccoli; estaban ilustrados con dibujos, como los de la letrina de casa de los Calvi. Las niñas vestían falditas almidonadas, de las que asomaban, por debajo, encajes blancos. Sus piernecitas estaban torneadas, con las pantorrillas redondas y los tobillos finos como los de las bailarinas.
En L’innocenza aparecía un niño guapo y malo que atormentaba a su hermana. Se llamaba Tirannetto, y su hermana era dulce y tierna como la mía. Yo reconocía, consternada, la afinidad entre el personaje y yo.
En aquellos tebeos descubrí la poesía. Las rimas del Corrierino eran muy divertidas; pero nunca las entendí como poesías. Se llamaban anacreónticas (Anacreonte, viejo, gordo y calvo, se miraba en el espejo y las muchachas engalanadas se reían de él). Tenían una melodía, y era eso lo que me encantaba. Pedía que me leyesen infinitas veces la que más me gustaba de todas. Hablaba de la muerte de un pajarito, y sólo recuerdo uno de los versos: «de laurel, de mirto…».
Nuestro comedor era alegre incluso por la noche. Papá y mamá, los codos encima de la mesa cubierta de papeles, proyectaban la villa que se iba a construir en la parte alta de la finca. Consultaban un libro: La villa moderna. Las villas que aparecían eran modernistas, decoradas con estuco. Mamá había elegido un chalet suizo, severo y geométrico; yo temía que papá lo aprobase. También yo había hecho mi elección. Mi propuesta tenía una torre circular, rematada por una azotea con una barandilla trenzada. Encima del tejado tenía un pararrayos. Para mí ese punto era esencial. Una de mis preocupaciones habituales era que nuestra casa no tuviese pararrayos, y que a mis padres no les importase lo más mínimo.
De hecho, ya las explicaciones científicas (en la escuela) me resultaban turbadoras; y luego estaba la historia que nos contó la señorita Fichner. La vieja señorita Fichner veraneaba en Europa y solía visitar a mi madre. Una niña de Baviera, que estaba tumbada en el sofá al lado de una ventana, se quedó dormida, se desencadenó una tormenta y un rayo entró por la ventana y la mató. A mí me daban escalofríos por la espalda mirando fascinada a la señorita Fichner. Algo intensificaba el miedo: el color de sus pendientes, que oscilaban cuando movía la cabeza. Eran piedras color violeta que tenían un nombre misterioso: amatistas.
Había una crueldad en la naturaleza, una insidia, de la cual me parecía que la gente no era consciente.
Había una viñeta del Corrierino con la que rozaba el pánico. La buscaba y contemplaba con horror: la impresión siempre se repetía. Era en dos tiempos: en la primera imagen un profesor mostraba a sus alumnos un cocodrilo, y señalaba con un paraguas las fauces abiertas; en la segunda, medio cuerpo del profesor desaparecía engullido por aquellas fauces.
Era, sobre todo, lo fulminante lo que me aterraba. Igual que en la historia, que mamá me cantaba alegremente, de «Il était un petit navire». Cuando llegaba a la estrofa que decía On tira z’a la courte paille15 y al pequeño grumete le tocaba ser comido, yo me desesperaba. Aquella maldad inmediata y fatal no era humana.
También en los cuentos sucedían cosas crueles; pero los cuentos empezaban con su «Érase una vez…», y eso les otorgaba una distancia que rozaba lo improbable.
Papá tocaba la flauta. Yo sentía que el sonido de la flauta se parecía a su nombre: era un sonido solitario que yo relacionaba con la noche.
Tocando, papá se transformaba. Entornaba los ojos, se inclinaba hacia adelante o hacia atrás, como si imitase una lucha o una danza. Ponía una expresión pensativa, casi sufriente, al mismo tiempo que feliz.
De vez en cuando, del instrumento salía un soplo o un silbido. Papá se paraba y decía: «Está seco». Y vertía vino dentro de la flauta. Mamá se reía sacudiendo la cabeza, pero yo no estaba segura de que aquello fuese una broma.
Papá tenía dos flautas: una negra con las llaves plateadas; la otra, de madera roja; tenía también un pífano y una ocarina, pero eran para las tardes de verano, cuando se iba hasta San Marco con la tía Carlotta. Papá tocaba imitando pasos de baile.
Supe por mamá que cuando yo era un bebé papá tocaba al lado de la cuna. Así le gustará la música, decía. Aquello no se repitió con la hermanita. Y yo era perfectamente consciente del orgullo y la relevancia de mi privilegio.
Papá y mamá solían clasificar a las personas en función de si «les gustaba o no la música».
Teníamos un fonógrafo último modelo: lo llamaban gramófono y tenía un enorme embudo brillante de latón. (En casa nos «sonreíamos» de las trompetas que tenían los demás.)
En las audiciones de discos se juzgaba a los invitados. Mis padres preferían una sonata para violín que llamaban «de Kubelik». Si durante la audición algún invitado se mostraba distraído o aburrido, intercambiaban una mirada de complicidad.
Mi madre canturreaba por las mañanas, con voz ligera y un poco áspera. Había algo indómito en ella; los suyos parecían, quién sabe por qué, cantos de libertad.
Cantaba a menudo una canción francesa: Nous irons à Vincennes dîner au bord de l’eau.
Mamá se defendía riendo cuando papá (con ternura) bromeaba y la imitaba cuando desentonaba o desafinaba en alguna nota.
Papá solía hacer con mucha gracia una broma; sacaba del portafolio una hoja de evaluaciones, era auténtica, del colegio de Turín; anotaba, en columna, las notas de mi madre en las diferentes materias. Al final, papá había añadido: canto: un once. Mamá se reía; pero también le hacía, enseguida, sus muecas de burla.
Papá cantaba con voz de barítono las romanzas de Tosti. Mamá primero lo escuchaba seria, mejor dicho, absorta; después se burlaba de él por su entonación demasiado romántica.
De entre aquellas romanzas mi preferida era «Torna caro ideal»; aunque algunos pasajes no muy claros me dejaban perpleja. Me gustaban las palabras «la estancia solitaria» y «una nueva aurora». También a la tía Carlotta le encantaba aquella romanza. Mandó a papá una postal con un bosque oscuro de abetos y el cielo rosa; había escrito en una esquina, con su bella caligrafía inclinada: «¡Una bella aurora!».
En otra romanza volvía a aparecer la aurora «de blanco vestida». Evocaba el verano, pero un verano mucho más espléndido y por tanto inmortal.
Mis padres amaban a Puccini, opinaban que el gusto del doctor Morini por Verdi era anticuado; sólo hacían una excepción con La traviata.
Papá cantaba «… qué gélida manita». Cuando llegaba a: «De sueños y quimeras… ¡y castillos en el aire! Mi alma es millonaria», yo me imaginaba de nuevo la «estancia solitaria» y pensaba que era él quien en verdad tenía el alma millonaria. Sentía una exaltación, un instante de felicidad. Después percibía en el fondo una duda: el habitual temor de que papá se conformase con ser millonario de aquel modo.