VII

¿Era sólo a causa de la gran autoridad del Doctor por lo que yo de pequeña cruzaba la Piazza Nuova con una vaga sensación de inquietud?

En el mundo de la Piazza Nuova se respiraba un ambiente más refinado que en el nuestro, pero menos seguro, es decir, no tan tranquilo: a causa de la «ausencia de Dios».

No creer en Dios para mí era una locura. Como no creer en la ley de la gravedad; aunque en cierto sentido ambas creencias eran opuestas. La ley de la gravedad me daba miedo, me parecía como una máquina que pudiera estropearse y destruirlo todo. En cambio, en Dios resultaba imposible no creer, cuando él mismo había dicho: «Yo soy tu Dios y tu Señor». Era como acusarlo de ser un mentiroso. (Tal argumento me parecía irrefutable.) Dios me reconfortaba: daba un poco de miedo sólo bajo el aspecto de «ojo en el triángulo», como lo veíamos en el altar mayor de la iglesia.

Una señora (turista) le preguntó al veterinario si creía en Dios. Yo lo miré expectante. Él acentuó el gesto amargo que tenía habitualmente y se encogió de hombros. La señora sentenció: «Los hombres superiores no creen en Dios».

Sentí un tremendo desconcierto, casi un susto. Porque yo sabía que tampoco el Doctor creía en Dios: y el Doctor era ciertamente un hombre «superior». Entonces era verdad, ¿una fatalidad? Puesto que yo ya estaba en el lado de los hombres superiores, aquélla era una nueva condena, como la de ser rico o la de haber perdido la inocencia.

El veterinario me pareció aún más vulnerable –un hombre extraño, taciturno– y al mismo tiempo peligroso. El caso del Doctor era diferente: estaba la confianza de papá y la admiración de mamá por su figura.


El mundo de la Piazza Nuova era complejo. Allí vivía el Doctor, a quien no veía casi nunca, pero a quien consideraba, de lejos, el que tenía más autoridad. Allí vivían los Borgo.

Pero lo que más impresionaba era la arboleda. Los árboles de la vieja alameda están ahora decrépitos e incluso caídos. El terreno del paseo, descuidado, agrietado.

Bajo la densa sombra de los castaños de Indias, ahora altos y gruesos, cogía, de pequeña, flores caídas al suelo desde las ramas. Las más bonitas eran las de color rosa encendido, tiernas como si fueran de cera roja. Me asombraba que tanta belleza estuviese de ese modo, tirada por el suelo.

Quizá si hubiera venido en mayo… Quizá todavía florecen, aunque ya algo vencidos, los árboles; y pese a que el terreno esté ahora descuidado, sucio, y la umbría sea pobre.

Bajo la arboleda paseaba Fulvia entre sus admiradores. En una de las terrazas del Giglio, Giôrsin, el hijo de Madama, tocaba la guitarra. De la fragua del herrero de abajo llegaban los golpes, los chirridos, del hierro candente sobre el yunque.

Bajo la arboleda jugábamos todos: Bellina, que era de casa, Idina y Felicino, Tití, la hija menor de la generala y otros, veraneantes. Jugábamos a «las cuatro esquinas» o a otros juegos tranquilos. Mientras, para nuestra envidia, los niños del pueblo vertían carburo en el agua de la acequia que discurría a lo largo del paseo, gritando: «¡Se quema el agua, se quema el agua!»31.

También nosotros, en otro tiempo, habíamos jugado de un modo más libre, apasionante: en la caserna. ¿Cuándo debió de ser aquello? La caserna, a la que llamábamos «el cuartel», era un edificio alto y largo, con pórticos, y una amplia explanada delante. Estaba abierta, vacía, abandonada como tras una fuga.

Había salones inmensos cubiertos con bóvedas de arco, blancas y sucias; las escaleras estaban cubiertas de paja y se percibía un intenso olor a caballo, como a hospital o letrina. Corriendo y gritando hacíamos retumbar el eco en los arcos, en los pasillos. He visto, en el mismo lugar, las casernas de la última guerra: almacenes tétricos con cristaleras teñidas de añil, hechas trizas.


Entre Idina y Bellina se percibía una especie de tensión, de celos, por mis atenciones.

–¡Mañana viene conmigo!

–¡Conmigo viene a comer!

Yo sabía que era el enfrentamiento de dos mundos, y no tomaba parte.

Pero sufría: temía siempre que si el resultado era mi opción preferida, me resultaría injusto. Yo quería ser como mis padres, amiga de todos de la misma manera. Los padres de Bellina eran modernos, como los míos. La señora Emma era amiga de mi madre: por aquel entonces se podía decir que tenía una amiga. Sus encuentros no eran las típicas «visitas» como ocurría con las demás señoras.

Las dos mamás amigas se habían hecho un delantal idéntico, con listas en malva, y papá las fotografió juntas en la alameda. También Bellina y yo tuvimos, de pequeñas, unos mandiles idénticos. Los nuestros tenían ambos un gran bolsillo delante en el que había bordadas figuritas de colores; en el mío aparecía un soldado que perseguía con la bayoneta a un turco con una chilaba y un fez rojo; en el de Bellina el soldado le daba una patada en el culo al turco. (Estaba muy contenta de que no me hubiera tocado el suyo: su escena me parecía brutal.)

Bellina era más pequeña que yo; en Castello debía llevarla de la mano porque se escurría por la hierba seca. En primer curso fuimos compañeras durante un tiempo, después a ella la sacaron de la escuela.

Siempre íbamos juntas a hacer pis. Había en el suelo dos agujeros tapados por una rejilla; alrededor todo estaba mojado y pestilente. Una vez nos resbalamos y caímos las dos sobre aquel fango frío. La maestra nos ayudó a cambiarnos el vestido. Yo sentí una profunda humillación durante algún tiempo.

Bellina siempre repetía: «¡No me atrevo… no me atrevo!». Y su madre le decía: «¡Boba!».

La señora Emma era morena como mamá, pero muy distinta: era más corpulenta y más llamativa. Tenía la boca grande y roja, el labio ligeramente sombreado. Su dentadura, que mostraba a menudo al sonreír, recibía muchos halagos porque parecía perfecta. A ella le encantaba la compañía, las reuniones alegres. Decía: «¡Mi padre me ha criado a la americana!». Y yo me preguntaba qué significaba aquello.

Una vez comentó con mi madre que se habían casado demasiado pronto, «cuando todavía no sabíamos nada». Reía y suspiraba. Mamá asentía, dudosa. Yo pensé que estaban bromeando, pero me quedé perpleja: si de verdad las mamás «no sabían», la vida era, entonces sí, algo muy peligroso.

Algunas tardes, la señora Emma venía a casa a escuchar los discos que le gustaban. Prefería siempre las canciones: … che ti dice mormorando il mar…32

Mamá ponía el disco desobedeciendo la prohibición de papá; mi madre no era muy hábil con las máquinas: una vez no levantó a tiempo la palanca que movía la aguja del gramófono y el disco se rayó. Temí que aquello fuera algo terrible; sin embargo, el disco no era importante y papá no dijo absolutamente nada.

Mamá y la señora Borgo se intercambiaban novelas. Una de sus preferidas era Mi primo Guido. (De mayores nos reímos de sus libros de entonces e incluso ella admitía: «¡Qué tontitas éramos!».)

El señor Borgo tenía un rictus de desprecio en un lado de la boca. Había escuchado contar que se enamoró de la señora Emma cuando ella era sólo una niña y corría por la arboleda con las trenzas a la espalda (cosa que no conseguía imaginar y me parecía increíble). Después se casaron, y enseguida llegó el descontento, se aburrió. Tenía un setter magnífico (Maura), pero era demasiado perezoso para ir de caza; así, papá le decía: «Borgo, la pipa, los naipes». Y agitaba la cabeza como si se lamentara.

Yo le notaba siempre un aire triste y burlón: como si se riese de sí mismo y los demás no pudiésemos entender por qué estaba triste. Era dulce cuando se agachaba para abrazar a Bellina; pero con la señora era seco, incluso displicente. En algunos momentos parecía que la miraba con rencor. Lo cual era muy diferente a las miradas, por entonces burlonas pero siempre afectuosas, que intercambiábamos en mi familia; en otras casas, por ejemplo en la de Idina, no se veían miradas de ningún tipo.

Pese a todo, yo sentía cierta compasión por él.


Los Borgo eran amigos del Doctor, sobre todo en el sentido del «partido del Doctor»; eran familia de la Tota.

En casa de los Calvi, cuando se decía «la Tota», se referían a la tota del «jardín»; en casa de los Borgo, la tota era la hermana del Doctor, Tota Jefina. No ocurría jamás, en ninguna de las dos casas, que se mencionase a la otra tota.

La señora Borgo encontraba «tristona» a su tota. Hablaban de Madrina, con mamá, y la señora Emma decía:

–¡Yo también tengo a la suegra! Para ella no hay nada bien hecho, siempre se burla de algo.

Y contó que su tota la regañaba si no se recogía inmediatamente la ropa tendida una vez que se había puesto el sol: yo no entendía lo que decían, siempre pensaba que había algún sentido oculto.

Escuchaba decir que la Tota Jefina estaba «celosa» de la señora. ¿Era posible? Es cierto que el preferido de la Tota era él: incluso le hablaba de tú, y lo trataba con cierto aire (algo brusco) de protección. Eran amigos desde hacía mucho tiempo, desde antes de que él se casase.

También la Tota Jefina tenía un jardín, mejor dicho, un huerto. No íbamos a jugar; pero podíamos seguirla, interrumpiendo los juegos en la arboleda. Ella misma llamaba, con su voz fuerte y un poco nasal, como de hombre: «¡Masnà!».

Bellina corría a abrazarla. Incluso a mí me besaba, y la sensación de aquellos besos no era desagradable, pero sí curiosa. La barbilla de la Tota pinchaba, porque estaba llena de pelos rasurados, duros como espinas.

La Tota era particularmente limpia, pese a ser tan vieja. Tenía el cabello blanco, luminoso. A mí me gustaba mirarla, ver cómo debajo del pelo se traslucía una luz rosada; mientras que en las cabezas de otras ancianas se podían ver, entre los mechoncitos de pelo postizo, costras o manchas oscuras, como de líquenes.

En las tardes, la cabeza blanca de la Tota se veía en el salón frente a la ventana, inclinada ante una mesita. Con ella solían estar el señor Borgo y la señora, u otros, nunca el Doctor. Jugaban a las cartas. Tenían un artilugio para marcar los puntos. A mí me extrañaba, porque en casa no se jugaba nunca a las cartas. O al menos no en serio; alguna vez, después de la cena, los niños jugábamos con Madrina a «Don Bruschett».


La casa del Doctor, en la arboleda, ahora está cerrada, decadente: sin embargo, sigue teniendo el aire distinguido de siempre, una cierta elegancia. Las ventanas altas, la escalera empinada a un lado, que desaparece bajo un arco (llevaba a la cocina), y delante la breve escalinata, que me parecía tan solemne, de bajos escalones semicirculares. En el remate de los techos todavía hay una moldura de madera tallada, que daba un toque de ligereza, como una coquetería, frente a la severidad del resto de la casa.

No he encontrado la «estela romana» que estaba situada en una esquina de su casa. Era de mármol blanco, biselada; se veía sobre la inscripción un pequeño motivo de palmeras.

Dentro, la casa del Doctor era como todas las casas que yo admiraba y temía al mismo tiempo, limpia y oscura. En la cocina, la severidad se atenuaba por la presencia de la sirvienta, gorda, sonriente y calva, como se veía cada vez que el pañuelo se le escurría de la cabeza. También se llamaba Ciota, lo cual era un poco inquietante, como un familiar inesperado.

Después de la casa hay una plazoleta enlosada. Contra la pared de enfrente, dentro de un pequeño recinto, está la estatua de un benefactor: un señor de mármol blanco, delgado, con un traje como una túnica. Mira de lado, inclinando la cabeza, absorto y un poco distraído, como un noble correcto en todas las circunstancias, pero siempre con el pensamiento ausente.

También el Doctor parecía siempre ausente en su pensamiento: pero de forma distinta. No dulce ni cansado como el noble de mármol; sino altivo y concentrado en un gesto de desdén.

El Doctor amaba y detestaba Ponte. Estos sentimientos excepcionales eran todo uno con él. Del mismo modo que era muy querido por unos pocos amigos y por los pobres, a quienes atendía sin cobrarles; y detestado: por los nobles y por casi todo el resto del pueblo. Los primeros por sus ideas, y los otros por su oficio aristocrático.

Lo cierto es que era una persona soberbia. Tras su derrota política atravesó todo el pueblo a las riendas de su calesa con la cabeza bien alta, con aire desafiante, como un ganador. (Escuché varias veces a mis padres contarlo.)

El personaje de la estatua había sido el fundador del hospital de Ponte; era un antepasado del conde Bolleris. En las luchas políticas, el Doctor fue derrotado precisamente por el joven conde, que tenía el apoyo del marqués, su padrastro.

El Doctor dirigió un tiempo el hospital, después lo echaron porque había gastado mucho dinero en reformarlo y renovarlo. Fue consejero provincial. (Mi madre y la señora Borgo incluso viajaron a la ciudad a «ver su escaño»; no fue reelegido porque no quería que se impusieran tasas a los campesinos. Papá decía que tenía razón, que él y el Doctor veían cada día de cerca cómo vivían los campesinos del valle.)


Conocí, en Ponte, las manifestaciones políticas. Pero fue ya en otro tiempo. Los adversarios no eran gente de Ponte, y se enfrentaban con métodos diferentes, más escandalosos.

Supuse que papá era partidario de Cassin, un señor judío de la ciudad, que se declaraba continuador de la política del Doctor; pero papá decía que ahora todo era diferente.

También esta vez el adversario era un conde. En el pueblo se cantaba (al estilo de Ciota): «Viva Cassin, de Roasenda, ya es su fin».

Papá detestaba las formas de aquella lucha, la vulgaridad, la violencia. En los días de las elecciones íbamos a la montaña a por setas. Desde lo más umbrío del bosque veíamos, a lo lejos, el pueblo iluminado por el sol y una pequeña masa de gente agitarse en la plaza; a ratos nos llegaban incluso las voces, los gritos.


Papá y mamá consideraban al Doctor un gran incomprendido. Creo que lo admiraban precisamente porque era diferente a los demás, detestaba la mezquindad.

La veneración de los míos por el Doctor era algo difícil pero no inquietante. Partía de una certeza de fondo: mi certeza era que ellos no podían estar equivocados.

Admiraban también la belleza de aquel gran señor. El Doctor era alto, esbelto, con el cabello blanco y espeso como el de la Tota; con la barba blanca, que había sido rojiza, acabada en dos puntas. Su rostro estaba cubierto por infinidad de venillas rojas. Su mirada era inquisitiva desde lo alto, pero también podía hacerse irónica y afectuosa. Uno de los ojos tenía la ceja ligeramente elevada, lo cual le daba un aire de altivez.

Papá fotografió al Doctor muchas veces, sobre todo en su trineo de invierno. En una fotografía aparece medio cubierto por la nieve con su capa y su sombrero de piel abrochado bajo el mentón. El caballo, Fido, vestía una manta escocesa; con la nieve sobre su grupa y sobre la cabeza parecía un monumento. Tras él se ve la pared del Belvedere y la nieve acumulada sobre los relieves de la roca. Por encima de todo estaba el aire absorto y suspendido del invierno. Para mí, el Doctor pertenecía, sobre todo, al «tiempo pasado»: antes de que yo naciera. Pero su leyenda perduraba en el modo en que papá y mamá hablaban de él, perduraba en su persona. Lo veía alguna vez delante de su casa, sentado en una silla; leía el periódico, erguido, con gesto ceñudo. Cuando venía a nuestra casa era diferente. Siempre imponente pero como aligerado, liberado de su propio gesto.

Incluso en sus últimos días, a mi madre se le iluminaba el rostro recordando su antigua amistad con el Doctor.

–Sólo a nuestra casa venía con agrado y se demoraba charlando, discurriendo –dijo, y añadía con un soplo de orgullo–: le encantaba nuestra casa.

El Doctor era amigo de papá desde antes de casarse, después se convirtió en el médico de nuestra familia. Mi madre solía repetir a menudo una de sus sentencias, incluso muchos años después de habernos marchado de Ponte: «La medicina debe limitarse a diagnosticar la enfermedad y dejar hacer a la naturaleza». Esa afirmación coincidía perfectamente con la opinión de mi madre.


Al entrar en la habitación del Doctor, mamá lo miró todo con admiración (así me lo pareció), casi con anhelo. Habíamos subido con la Tota y otras señoras, para asistir desde el balcón al Desfile de clausura de las Grandes Maniobras. Se fijó durante un momento en el famoso retrato de Kant colgado sobre el cabezal de la cama (en vez de una imagen sacra): un viejo delgado con peluquín, que tenía el mismo nombre que nuestro río (sólo que se escribía con k). Había infinidad de libros en las estanterías de la pared, revistas amontonadas sobre la silla. Sabía que no eran sólo de medicina, sino también de literatura.

Antes de salir al balcón donde ya estaban las demás señoras, mamá se volvió hacia el Doctor y se disculpó:

–¡Hemos invadido su habitación!

El Doctor sonrió:

–¡Mi habitación no había tenido nunca antes tan bello ornamento!

Mamá recordó durante muchos años esa frase; a pesar de que a ella no le gustaban los cumplidos. Pero es cierto que el hecho de que se lo hubiese dicho el Doctor la hacía sentir importante, y el modo en que se lo había dicho: con aquella solemnidad un poco rígida que mostraba, y una leve ironía.

Para mamá, el Doctor era una especie de santo. ¿Cómo era posible, pensaba yo, si él no creía en Dios? En cualquier caso, la certeza de mi madre me reconfortaba.

El Doctor se retiró de joven a Ponte Stura porque estaba enfermo. Combatió su enfermedad con el aire de la montaña y con una vida austera. Mamá le dijo una vez:

–Si todos los sacrificios que hace los hiciera por Dios, sería usted un santo.

(¿Qué respondería a aquello el Doctor…?)

Para ella, era incluso un poeta. Había escrito, en el periódico de la provincia, un madrigal dedicado a mi madre, una bienvenida con motivo de su llegada a Ponte Stura. «La corona de narcisos dorados que recogimos para usted…»

Años después, por la inauguración del tranvía, el Doctor escribió: «Por el puente del Ella, mirando por la ventanilla hacia el horror, una joven se estremece, intimidada…». Esa imagen de mi madre era tan real que no dejaba espacio para la poesía.

El Doctor fue un consuelo para mi madre. Al pasar de una habitación a otra, acarició su mejilla y yo comprendí que la reconfortaba. Pero ¿de qué? ¿De la Madrina? ¿De las señoras?

Cuando nos encontraba a mamá y a mí de la mano por el sendero, el Doctor se bajaba del caballo y, llevándolo de las riendas, nos acompañaba hasta casa. Las señoras murmuraban

Mamá apretaba los labios con desdén, o sonreía con resignación.


La derrota del Doctor fue para siempre. Nada –y seguramente nadie– lo recuerda en Ponte Stura.

Caminaba al azar por el camposanto. Había sepulcros adosados al muro. Me dirigí a uno bajo, plano como una tabla. Sólo tenía un nombre, grabado con grandes letras: Giuseppe Antonio Vinaj. Nada más. ¡Qué desolación, ahora, aquella fe en el nombre! Perduraba, todavía, el desafío, la soledad por la cual mamá lo había admirado tanto.

El Doctor deseaba ser incinerado. Mamá, cuando lo supo, dijo que de todos modos rezaría por él.

Un poco más allá encuentro la lápida de Tommasina Musso. En el medallón, un rostro pequeño con ojos tristes, absorto como entonces. No sabía que hubiese una inscripción: TOMMASINA MUSSO, FLOR GENTIL ARRANCADA DEL PEQUEÑO HUERTO PATERNO, TRASPLANTADA AL JARDÍN DEL CIELO.

La firma era GAV: ¡Las iniciales del Doctor! El estilo, «el de los narcisos»; pero el «pequeño huerto» era verdad, típico de Ponte. ¿Y los «jardines del Cielo»? Ni el Doctor ni el maestro Musso eran creyentes.

Nunca supe que fueran amigos: aunque era lo más natural. Y su amistad me reconfortó: me convirtió al Doctor en alguien mucho más familiar.