I
«Los relatos salvajes», escribió Charles Lamb, «son una lectura esencial, el estímulo de una imaginación en desarrollo, un recurso en el tedio de la existencia cotidiana que inspira un placer duradero y mantiene viva la capacidad esencial de soñar despierto».[1] Lamb escribía a su amigo S. T. Coleridge en 1802 cargando contra los escritores que escribían tediosos cuentos infantiles sobre moral y buenos modales, la vida real y los datos de la ciencia, casos dignos de interés y principios elevados. Su hermana Mary y él visitaron una librería para ver el material disponible y salieron horrorizados:
Las tonterías de las señoras B[arbauld] y Trimmer yacen en pilas por todas partes. Al parecer, un conocimiento insignificante e insustancial como el que transmiten los libros de la señora Barbauld debe llegarle a un niño en forma de conocimiento, y a su vacía mollera se le debe subir con arrogancia su propio mérito cuando aprende que un caballo es un animal, que Billy es mejor que un caballo y otras cosas parecidas; en lugar de ese hermoso interés en los relatos salvajes, que hacen del niño un hombre [la cursiva es mía], cuando siempre había sospechado que no era más que un niño. La ciencia no ha vencido menos a la poesía entre los niños que entre los hombres. ¿No existe posibilidad alguna de impedir ese terrible mal? ¡Piensa en lo que serías ahora si, en lugar de alimentarte en la infancia con cuentos y fábulas de viejas, te hubieran atiborrado de geografía e historia natural![2]
Lamb no decía nada en lo que Coleridge no hubiera pensado. De hecho, la carta corresponde a un período de gran amistad entre los dos hombres, y el poeta, dos años mayor que Lamb, ejercía una influencia enorme en su amigo, de carácter gentil y afable. Sin embargo, aunque los dos jóvenes escritores se preocupan ostensiblemente por los niños, no solo se refieren a ellos: cuando Coleridge habla de la imaginación infantil, anhela el poder de esta para sí mismo. El niño podía ser padre del hombre, como escribió Wordsworth en su famosa «Oda a la inmortalidad», pero esa paternidad ideal era interna, presente y activa; los románticos fueron los primeros en concebir el Niño Interior y anhelar el restablecimiento del dominio del niño sobre el adulto.[3] Expresaban nostalgia por la infancia, pero sobre todo ansiaban que persistiera la niñez para poder mantener la agilidad y fertilidad de sus facultades. Entre esos románticos, Charles Lamb y Coleridge fueron pioneros en el texto multifacético, esa obra de fantasía que atrae a distintas generaciones, como «La oda del viejo marinero»[4] o la misma Cuentos de Shakespeare.
Coleridge hablaba de su obsesión a los siete años de regresar una y otra vez a Las mil y una noches para aterrorizarse. Su padre quemó el libro, nos dice, cuando descubrió hasta qué punto los relatos hechizaban a su hijo. El propio Coleridge recuerda: «El libro yacía en un rincón de la ventana de la salita, en casa de mi querido padre el vicario, y nunca olvidaré la extraña mezcla de oscuro temor y deseo intenso con la que miraba el volumen y lo observaba, hasta que el sol de la mañana lo alcanzaba y casi lo cubría. En ese momento y no antes sentía el valor necesario para agarrar el valioso tesoro y llevármelo a toda prisa hasta algún rincón soleado del parque».[5] Este pasaje cristaliza una visión romántica del niño como enviado especial del deseo imaginativo, poseído por el espíritu de la poesía natural que, en presencia de la disposición adecuada, puede seguir viviendo dentro del hombre adulto. También nos presenta un vívido emblema de la fusión potencial de uno mismo y de otros mundos a través de la lectura.
En contraste con el visionario autor de «La oda del viejo marinero», los Lamb buscaban inspiración para sus relatos salvajes en la intimidad del hogar. En uno de Los ensayos de Elia, Charles Lamb describe una experiencia muy semejante al arrebatado encuentro de Coleridge con Las mil y una noches, aunque en este caso el libro que suscitaba grandes emociones aterradas era menos exótico: la Biblia. «Había una ilustración —escribe Lamb— […] de la hechicera suspendiendo a Samuel en el aire, que desearía no haber visto jamás […] (¡ese anciano cubierto con una capa!) […] Fue él quien dio origen a un carcamal que por las noches se sentaba sobre mi almohada, un compañero de cama infalible […] Durante todo el día […] soñaba que me despertaba sobre su imagen […] Los padres no saben lo que hacen al dejar solos a los niños de corta edad para que se duerman a oscuras.» Pero el autor finaliza estas memorias de 1821 lamentando que su fantasía no sea ya la gran facultad que era: «[…] mi actividad imaginativa durante la noche no es capaz de suspender en el aire ni el fantasma de una verdulera».[6]
Así, pese a manifestar una sincera inquietud en nombre de los niños demasiado imaginativos y sus miedos, Charles Lamb fue un romántico incondicional que situaba la imaginación, los sueños y la pasión muy por encima del sentido común y la luz del día. En esa contradicción se basa la iniciativa conjunta de Charles y su hermana Mary Lamb, que, al adaptar las obras de Shakespeare para el lector infantil, se situaron en el centro de la visión de Coleridge en cuanto a la fuerza del relato y la importancia de la imaginación, pero acomodaron esos principios a la tierna sensibilidad de la infancia.
En otra carta a Coleridge, escrita el año anterior a su estallido contra escritoras como Barbauld y Trimmer, Charles Lamb describe con emoción cuánto amaba las historias de Homero, aunque la que más le entusiasmaba era una versión local: «El Homero de Chapman […] ¿Lo has leído?», le pregunta a Coleridge. «Posee en extremo el poder continuo de interesarte todo el tiempo, como un original acelerado […] Chapman sale al galope contigo [a] su propio y libre paso».[7] Charles Lamb habla de la inmediatez cruda y áspera de la traducción, tal como él la veía. Un lector actual no estaría del todo de acuerdo con él, pero son esas las cualidades que también destaca Keats cuando llama a la voz de Chapman «alta y audaz» y llega, en ese celebrado símil extendido, a compararse a sí mismo con Cortés enfrentado con la inmensidad salvaje y natural del Pacífico. La vigorosa adaptación isabelina en lengua vernácula de la épica griega preparó el terreno para la iniciativa shakespeariana de Charles y Mary Lamb.
Las adaptaciones de los clásicos perdieron categoría a medida que avanzó el siglo XIX y, en consecuencia, la originalidad se convirtió en un primer principio de autenticidad, por no hablar de la genialidad. Sin embargo, en los últimos veinte años, la traducción en su multitud de formas —revisiones, imitaciones, versiones de un original— ha empezado a recuperar el reconocimiento del que gozó antaño, principalmente gracias a algunos best sellers tan sorprendentes como Tales from Ovid de Ted Hughes (el título es un guiño a la obra de los hermanos Lamb), Beowulf de Seamus Heaney y su Testament of Cresseid (a partir de la obra de Robert Henryson), y las numerosas e inspiradas refundiciones de los poetas griegos por parte de Anne Carson.[8] Hugues y Heaney se acercan más al espíritu de sus predecesores, pero, como ellos, los hermanos Lamb intentaban transmitir la obra de otro escritor y no presentar una creación propia. Su empresa cumple un principio de gran sabiduría del que se hizo eco Jorge Luis Borges, según el cual los escritores no existen en una burbuja, cada uno un Narciso a punto de disolverse en sí mismo, sino que la literatura toma su ser de otra literatura, y los autores escriben unos en la estela de otros.[9] Los hermanos Lamb se consideraban a sí mismos mensajeros, casi evangelistas, del bardo; traducían la genialidad nacional para un público nuevo y llevaban su mensaje a una nueva generación.
En el prefacio, Mary Lamb declara sus intenciones: en primer lugar, escribe, «Nuestro deseo ha sido que estos Cuentos sean fáciles de leer para los más jóvenes […] pero los temas de muchos de ellos han dificultado enormemente esta tarea». La autora prepara así el camino para una adaptación que no censure del todo pero que no obstante tenga presente la sensibilidad y la comprensión infantil. De este modo pone de relieve el espinoso asunto de escribir para los jóvenes, y será interesante observar más tarde cómo lo resuelven ella y su hermano Charles. Pero no es ese el único objetivo de los Cuentos. El prefacio especifica a continuación: «La intención ha sido también escribir principalmente para las jóvenes señoritas; ya que los muchachos suelen tener permiso para usar las bibliotecas de sus padres mucho antes que las chicas, a menudo conocen de memoria las mejores escenas de Shakespeare antes de que sus hermanas puedan echar un vistazo a este libro tan varonil». Más adelante Mary Lamb pide a esos privilegiados jóvenes «su amable ayuda para que expliquen a sus hermanas los pasajes más difíciles de comprender».
Así pues, Shakespeare es «varonil»; sus historias, masculinas. Por las mismas razones que hicieron que el Homero de Chapman impresionara a Charles Lamb con su rudo vigor y sus escenas impactantes y aterradoras de «antropófagos y gigantes»,[10] Shakespeare había eludido hasta entonces el ámbito de la educación correcta de las jóvenes señoritas. Mary Lamb, con su estilo tranquilo y sin grandes exigencias, quiere rectificar el régimen absolutamente soporífero impuesto a las niñas y elevar el listón de su educación.
Podemos tener un atisbo de la triste situación de las niñas gracias a una chiquilla anónima de la misma época que los hermanos Lamb, aunque más joven, que en torno a 1811 llenó un libro de ejercicios con historias y dibujos sobre su jornada y su buen y mal comportamiento, sus premios y castigos. «La pequeña y buena Fanny» nos ofrece una visión aguda y muy conmovedora de la niñez a principios del siglo XIX, cuando ella tenía unos seis años.[11] Es una niña bien educada perteneciente a una familia de clase alta que inicia el día con oraciones y sigue con clases de baile. Viene luego una parábola sobre la señorita Zapato Verde [sic], que baila como es debido, con el pie hacia fuera y no hacia dentro, a diferencia de su traviesa amiga la señorita Zapatos Amarillos, a la que solo se permitirá salir a jugar si contesta en francés y deja de volver los pies hacia dentro. Al final de la historia, la modélica Fanny nos cuenta además que no tiene que meterse el dedo en la nariz ni en la boca, no debe tener miedo de los ratones ni llamar a su niñera cuando le parezca oírlos, ni llorar cuando la lleven al piso de abajo para estar con mamá. Y la pequeña Fanny nos cuenta todo esto en francés, pues el libro de ejercicios corresponde al de sus lecciones de francés.
Aquí no hay historias, relatos salvajes, exploración de complejas cuestiones morales o emocionales ni muchas muestras de afecto. Solo sanciones y premios; convenciones y etiqueta. El trato hacia los niños que Mary y Charles Lamb querían eliminar era realmente una prisión, según la frase de Wordsworth.
Otro pasaje de este libro sombrío y patético nos muestra a la pequeña Fanny bordando y remendando en silencio. Diez años después de encontrar una ocupación diferente escribiendo Cuentos de Shakespeare, Mary Lamb publicaría un sincero ruego hacia las mujeres instruidas y adineradas para que abandonaran la costura, los remiendos y los zurcidos por cuatro cuartos y dejaran esas tareas para las mujeres cuyo oficio y subsistencia dependían de ellos, quedando así libres para satisfacer otras inclinaciones. «El bordado y el crecimiento intelectual —escribe secamente— se hallan en situación natural de guerra.»[12] Una generación más tarde, Jane Eyre reflejaría la lucha angustiada de Mary Lamb contra la opresión de la mente en las ocupaciones destinadas a las mujeres: «Se supone que las mujeres aspiran a la calma, pero lo cierto es que mujeres y hombres comparten los mismos sentimientos. Ellas, al igual que sus hermanos, también necesitan ejercitar sus facultades y un campo donde poder concentrar sus esfuerzos. Las rígidas represiones y el estancamiento absoluto les causan el mismo sufrimiento que provocaría en los hombres, y resulta patético que esos compañeros más privilegiados las confinen en el hogar, a hornear pasteles o a zurcir medias, a tocar el piano o a bordar bolsas».[13]
Los hermanos Lamb escribían para complementar el mísero salario de él como empleado de la East India Company. No obstante, también tenían una misión: en el caso de Charles, estimular la fantasía siguiendo el ejemplo de su adorado Coleridge; en el caso de Mary, ampliar el horizonte de las jóvenes.[14]
II
Los románticos atribuían un valor supremo al ojo interior, como lo llamó Wordsworth en un célebre verso de «Los narcisos»:
Porque a menudo, tendido en mi cama,
pensativo o con ánimo cansado,
los veo en el ojo interior del alma
que es la dicha del hombre solitario …
La facultad que era causa de tanta dicha para Wordsworth —en recogimiento y calma— era un estimulante aún más fuerte para Coleridge, despertando pasiones dirigidas hacia dentro y hacia fuera. Para este, la mirada interior actúa como el mediador supremo de simpatía entre yo y otro, el conducto de la conexión, de la empatía.
Durante la época en que las obras de Shakespeare se consagraron como el espíritu mismo de la cultura inglesa, muchos de los habituales al teatro se alejaron del espectáculo de violencia y horror que interpretaban los grandilocuentes actores de la época y abogaron en cambio por la comunión interior con las historias, la poesía y las figuras de la tragedia y la comedia humana que se hallaban dentro de ellas. El concepto de «ver con los ojos cerrados» palpita bajo algunas interpretaciones románticas de Shakespeare, tanto verbales como visuales:[15] el ojo interior podía ver dentro de la insustancialidad invocada en las obras leyendo las palabras de la página; su conjuración era capaz de superar en intensidad cualquier montaje, producción y dramatización en el teatro, pues la imaginación podía soñar e inventar de forma independiente e interpretar con mayor fidelidad la visión del poeta. En sus comentarios sobre La tempestad, Coleridge escribe: «la principal y única emoción genuina debería proceder de dentro, de la imaginación conmovida y compasiva».[16] Se requería cierta intimidad y quietud para que el ojo interior crease sus imágenes, y el teatro, con su alboroto, sus multitudes, su ruido y su reacción colectiva, no ofrecía las condiciones deseables. Charles Lamb, William Hazlitt y Coleridge murmuraban contra el estilo contemporáneo de representación y criticaban a los actores por estropear las palabras. Hazlitt despreció «la pantomima de la tragedia» y diagnosticó un abismo entre el poeta y la representación: todo lo que «apela a nuestros sentimientos más profundos», escribió, «a la reflexión y a la imaginación, todo lo que nos afecta más hondamente en nuestro fuero interno, y de hecho constituye la gloria de Shakespeare, es poco más que una interrupción y un lastre para el asunto del escenario».[17] Charles fue aún más lejos: «Puede parecer una paradoja, pero no puedo evitar ser de [la] opinión de que las obras de Shakespeare están menos calculadas para la representación en un escenario que las de casi todos los demás dramaturgos. La razón es la excelencia que las distingue».[18]
Cuando los hermanos Lamb hicieron de las obras dramáticas relatos para la lectura personal, actuaban de acuerdo con esa antipatía hacia el escenario vivo y en movimiento. Imaginar a Shakespeare en la lectura para uno mismo, viendo las escenas con el ojo de la mente, se convirtió en uno de los métodos más populares y extendidos de acercamiento a todas las formas de literatura. Leer se convirtió en un acto de meditación privada y silenciosa que crea una reserva de conocimiento, imágenes y principios por los que regirse. Hacia el final del prefacio, Charles sustituye a su hermana a media frase: los Cuentos serán trampolines hacia las obras mismas, insiste, y para sacar el máximo partido a su concepto de su efecto ético, se dirige al lector directamente con su propia voz:
[…] y si estos [resúmenes imperfectos] tienen la suerte de estar confeccionados de tal manera que resulten placenteros para las jóvenes lectoras, no tendrán peor efecto, confiamos, que el deseo de ellas de ser un poco mayores y leer así las piezas teatrales en toda su extensión […]
Continuando en la misma línea apasionada, Charles concluye el prefacio:
El deseo de los autores es que todo aquello que estos Cuentos haya significado para los jóvenes lectores —y mucho más— les sea aportado luego, en la edad adulta, por las auténticas piezas teatrales de Shakespeare: que enriquezcan la imaginación y fortalezcan la virtud, que les sustraigan toda suerte de pensamientos egoístas y mercenarios, que supongan una lección en actos y pensamientos dulces y honorables, que les enseñen cortesía, bondad, generosidad y humanidad. Pues las páginas de Shakespeare están llenas de ejemplos que enseñan estas virtudes.
Si bien años antes Charles había despotricado de la literatura infantil moralizante, según muestran los Cuentos de Shakespeare su hermana y él querían instruir a sus lectores, aunque el objeto de la instrucción difería: en vez de a la pobre Zapatos Amarillos que volvía los pies hacia dentro, el público de los Cuentos descubría un complejo y turbulento mundo de adultos inmersos en relaciones apasionadas. Los Cuentos, dirigidos a los niños, estaban «concebidos en parte para eludir la censura de la época».[19] El crítico Joseph Riehl alaba a los hermanos Lamb por explicar «parte de las motivaciones y deseos de los adultos a los niños» y revelar «un complejo mundo moral a seres que lo desconocen».[20]
La fantasía actuaba en el sentir y la pasión, con todos los efectos de la compasión. En Teorías de la lectura, Karin Littau recupera el culto a la interacción física y viva entre lector y texto: las reacciones fisiológicas de excitación —el pulso acelerado, el deseo erótico y un nudo en la garganta— probaban el valor y la fuerza de la literatura, y eran muy apreciadas por escritores, editores y lectores. Pero un distante intelectualismo se implantaría en la crítica literaria, seguido del miedo victoriano a los terribles efectos impúdicos de la literatura, sobre todo en las jóvenes. La idea romántica de la escritura como estímulo de la empatía y la emoción perdió prestigio y se asoció poco a poco con la literatura popular y una excitación despreciable, más propia de las asistentas. La sustituyó una nueva doctrina: la literatura era algo aparte y no debía suscitar en el lector pasión ni influencia alguna, y mucho menos inteligencia moral, como creían y deseaban los Lamb.[21]
III
Tales from Shakespear [sic]. Designed for the Use of Young Persons se finalizó en 1806 y se publicó enseguida, aquella Navidad, con solo el nombre de Charles Lamb en la cubierta, bajo el sello editorial de Thomas Hodgkins y para la Biblioteca Juvenil.[22] «Hodgkins» era el alias del escritor y filósofo radical William Godwin; se consideró que utilizar su incendiario nombre habría supuesto una mala estrategia de marketing para la nueva marca editorial. Mary Jane Clairmont, recién casada con Godwin, seguía los pasos de la anterior esposa de este, Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer (1792), también comprometida con la causa de la educación femenina (antes de casarse con Godwin, siendo institutriz, había redactado en 1787, entre otras obras, unas normas al respecto en Thonghts on the Education of Daughters).[23] Como es sabido, la vida heroica y agitada de Mary Wollstonecraft acabó trágicamente al dar a luz a su segunda hija, Mary, la futura Mary Shelley, autora de Frankenstein (sin duda el relato más salvaje de los tiempos modernos). Mary Jane Godwin despertaba la antipatía de muchos amigos de Godwin. Así, Charles Lamb, que a pesar de ser muy ingenioso no era nada malévolo, la apodó «la Niña Mala», y a Mary, por su parte, le recordaba a la hermana del cuento que escupe sapos en vez de diamantes.[24] Sin embargo, lo más probable es que fuese esa niña mala quien le sugiriera a Godwin el proyecto editorial para niños y se convirtiera en su principal impulsora, asumiendo la herencia pedagógica de la familia con energía y perspicacia mientras se esforzaba por recomponer su precaria situación económica. Ella misma tradujo del francés unos cuentos para el catálogo de la editorial, y es posible que conociera la primera adaptación de las obras de Shakespeare, obra de un maestro francés de Londres, Jean Baptiste Perrin, que se había publicado en 1783.[25]
También para los hermanos Lamb escribir para los niños empezó siendo un trabajo de rutina. En efecto, era una nueva salida comercial y se hallaban en una desesperada situación económica: Charles era el cabeza de familia, y a menudo el único sostén de tres o cuatro ancianos enfermos; Mary era una modista dedicada a la detestada costura, pero ganaba poco. Dado que Charles nunca pasó de empleado subalterno en la East India Company, la familia vivía casi en la miseria. Pero los Lamb pronto mostraron placer en este tipo de escritura: ambos siguieron publicando para el público infantil justo después del éxito de Cuentos de Shakespeare. Charles pasó a Las aventuras de Ulises (1808), y Mary escribió un libro de relatos, Mrs. Leicester’s School (1809),[26] pero ninguna de estas obras alcanzó la popularidad de los Cuentos y, aparte de una posible colaboración en una versión en verso del cuento francés La bella y la bestia (1811), los hermanos dejaron de trabajar en esa línea.
Mary Lamb escribió catorce de las veinte obras de Cuentos de Shakespeare, pero su nombre no apareció en la portada hasta la séptima edición, en 1838. En 1903, E. V. Lucas, quien publicó la edición definitiva de las obras de los Lamb, identificó la aportación predominante de Mary. El libro se inicia con su adaptación de La tempestad y sitúa la escena en la isla con Próspero y «su hija Miranda, una joven muy hermosa». Por lo tanto, Mary Lamb comienza con un cuento sobre una muchacha y su padre, y lo cierra con Pericles, que Charles consideraba la obra maestra de su hermana, con la escena de la restauración de Pericles gracias a su hija Marina. Mary presentó a Shakespeare de un modo eficaz para que lo leyesen las hijas, pero también puso énfasis en las obras protagonizadas por hijas. El orden escogido va de un romance en el que el destino entero de una muchacha es orquestado por un patriarca a otro romance en el que un padre perdido, destrozado y enloquecido vuelve a la vida y recupera la alegría y la cordura al redescubrir a su hija independiente e indomable. Enmarcadas entre estas dos obras tardías, con sus fuertes afinidades con el cuento de hadas, se sitúan otras dieciocho obras de Shakespeare: más romances y comedias, todos ellos escritos por Mary, y las tragedias —El rey Lear, Macbeth, Timón de Atenas, Romeo y Julieta, Hamlet, príncipe de Dinamarca y Otelo—, de las que decidió ocuparse Charles. De los dos hermanos, Charles poseía un temperamento más desenfadado y un reconocido sentido del humor, por lo que este reparto de la tarea responde inconscientemente a la distinción entre los temas «de hombres» y los intereses femeninos, asociados con asuntos menos serios como el romance y el relato ligero. La división del trabajo de los hermanos refleja también ciertas realidades sociales, pues Mary asumió dos tercios del trabajo y obtuvo menos reconocimiento, aunque más adelante veremos otras razones que explican esta injusticia.
Así pues, los hermanos Lamb excluyeron todas las obras históricas, todas las obras romanas y unas cuantas tragedias que podrían haber satisfecho su amor por la fantasía, el vigor y la complejidad moral, como Troilo y Crésida y Tito Andrónico, quizá porque ninguna le habría dado a Mary una oportunidad de hablar a través de heroínas valientes y elocuentes, como lo hace en Medida por medida y Cimbelino.
Los hermanos trabajaban juntos, al mismo tiempo y en la misma habitación, y aunque los críticos han podido distinguir sus respectivas aportaciones, gracias a su colaboración todos los cuentos comparten un mismo estilo. Mary nos dejó una imagen vívida de ellos en una carta a su amiga Sarah Stoddart:
[…] te gustaría vernos, porque a menudo nos sentamos a escribir en una misma mesa (aunque no en el mismo cojín), como Hermia y Helena en Sueño de noche de verano, o como un viejo matrimonio literario: yo tomando rapé y él gimiendo todo el rato y diciendo que no consigue escribir nada, cosa que siempre dice hasta que ha terminado […][27]
Charles y Mary Lamb tomaron ciertas decisiones coherentes al traducir a Shakespeare del drama al cuento, del escenario a la página. Esas estratagemas, muy hábiles y astutas, resultan casi imperceptibles cuando se lee el libro. En primer lugar, decidieron adoptar sin más el lenguaje, las imágenes y la expresión de Shakespeare, e incluso su ritmo, de forma que el verso suelto de las obras se convirtiera en prosa cadenciada. Hay largos pasajes de los Cuentos de los hermanos Lamb que no consisten en paráfrasis sino en citas modificadas; a veces parecen fragmentos de las obras que alguien se ha aprendido de memoria aunque no a la perfección, con lagunas y tropiezos. Este método puede verse en la adaptación que Mary realiza de las órdenes de Titania a las hadas:
Ea, ahora un baile en corro y un cantar de hechizo;
después, durante un tercio de minuto, ¡lejos!
los unos a matar pulgón en los pimpollos
del rosal, los otros a hacer guerra a los murciélagos
por el raso de sus alas para hacer chaquetas
a mis pequeños elfos, y otros a espantarme
al ronco búho, que en la noche grazna en pasmo
de mis caprichosos duendes.
Sueño de noche de verano, II. 2. 1-8
En la versión de Mary Lamb, la pérdida de la frivolidad lírica —una cualidad de la canción que ya adelanta Titania con sus palabras— aumenta la claridad y el ímpetu narrativo: «“Algunas de vosotras”, dijo su majestad, “debéis matar los gusanos en los capullos de las rosas; otras, luchar con los murciélagos por sus alas de cuero, que servirán de abrigo a mis duendecillos; otras, vigilar que no se me acerque el clamoroso búho que grita por las noches”» (Sueños de una noche de verano).
El plagio tal como se entiende hoy en día impediría a cualquier aspirante a escritor creativo cortar y pegar de este modo; no obstante, el concepto que tenían los hermanos Lamb de la fidelidad a su fuente les exigía mantener en lo posible las expresiones y metáforas de Shakespeare. En su prefacio los autores declaran desde el principio que «hemos utilizado sus palabras siempre que hemos podido insertarlas en el texto» porque por encima de todo no quieren estropear «el hermoso inglés del dramaturgo» (Prefacio). Así, sus traducciones a una forma que resultara accesible para los lectores más jóvenes les obligaron a caminar sobre la cuerda floja entre el lenguaje isabelino y el jacobino, entre la poesía y la prosa, entre un proceso de desfiguración y bowlderización (el incalificable Bowlder publicaría su versión expurgada de Shakespeare poco después, en el año 1818) y la lealtad hacia el espíritu del «relato salvaje».
Dieron otros pasos decisivos, también con éxito. Abandonan las arraigadas cronologías de Shakespeare y despliegan la secuencia de los acontecimientos de forma que empiecen al comienzo de la historia y sigan hasta el final. Por consiguiente, Hamlet no se inicia con el espectro acechando las murallas de Elsinore, sino con Gertrudis enviudada por la muerte repentina de su marido y la terrible melancolía en la que está sumido su hijo. Además, Charles añade un comentario sobre su precipitado nuevo matrimonio en el que hace notar que «la gente de la época lo consideró un acto extraño, carente de tacto o de sensibilidad, o incluso algo peor» (Hamlet, príncipe de Dinamarca). Este primer párrafo acaba con Hamlet, «legítimo sucesor en el trono», excluido del legado de su padre. Al situar la voz narrativa fuera de la acción, un guía fiable y omnisciente conduce a los lectores a través de la trama de Shakespeare evaluando a sus personajes y simpatizando con ellos: ahora la actitud extravagante de Hamlet tiene un motivo claro y una buena causa. De nuestra mente ha desaparecido la perplejidad que nos producía; cuando Hamlet sufre sus dudas y tormentos, sabemos que tiene justificación. A menudo, Charles ofrece también una lógica más fuerte para la acción que Shakespeare. En el caso de Yago, por ejemplo, hace hincapié en que envidia mucho a Cassio por su ascenso y cree que Otelo ha coqueteado con su esposa Emilia.
Se suprimen las subtramas y payasadas de las tragedias y de los romances (no aparecen el aya charlatana, el sepulturero, el portero ni los rudos mecánicos, y en La tempestad no hay marineros borrachos). Desaparecen también los chistes verdes y algunos de los inesperados giros sexuales. Las comedias, despojadas de muchos de sus mecanismos cómicos, se convierten en romances, y el mensaje de que el amor lo resuelve todo regresa de forma más inequívoca que en las obras dramáticas. Al comienzo de Pericles, el incesto de Antíoco con su hija no aparece tan claramente, mientras que al final la historia se deshace de la escena del burdel en la que padre e hija, sin saberlo, vuelven a encontrarse. Esas eliminaciones acaban con la inquietante rima entre ambas escenas.
Mary se abstiene de incluir los incidentes sobrenaturales mediante diversas maniobras consistentes en racionalizarlos, suprimirlos o embellecerlos como si fuesen una encantadora insignificancia. Así, Thaisa, la reina de Pericles que muere al dar a luz a Marina, no es resucitada de entre los muertos por las artes mágicas de Cerimón, sino que ha «caído en un profundo estado de inconsciencia» (Pericles, príncipe de Tiro). Además, la autora disimula la metamorfosis mágica del Sueño de noche de verano describiendo simplemente cómo coloca Oberón una cabeza sobre el bufón: «le puso la cabeza de un asno con suma suavidad» (Sueños de una noche de verano). De ese modo elude la cuestión de su «traslado». También observa ciertas lagunas presentes en la obra de Shakespeare y contribuye a colmarlas. Así, en el final milagroso de El cuento de invierno, donde, tras dieciséis años de encierro, Hermiona no habla con su esposo Leontes sino solo con su hija Perdita, corrige esa curiosa impresión escribiendo: «Solo se oyeron felicitaciones y discursos afectuosos por todos lados» (El cuento de invierno). Y pone fin al cuento diciendo: «Así pues, hemos visto recompensadas las pacientes virtudes de Hermiona, que tanto sufrió. La excelente dama vivió muchos años con su Leontes y su Perdita y fue de las madres y de las reinas la más feliz» (El cuento de invierno). Su propia amabilidad y generosidad de carácter añade una especie de buen augurio que obedece al espíritu del cuento de hadas aunque no lo haga a las ambigüedades y a la complejidad de Shakespeare.
Pudiera parecer que estas observaciones suponen una seria crítica del trabajo de los hermanos Lamb y condenan los Cuentos por engañosos y poco respetuosos con el original. Nada más lejos de nuestra intención. Charles y Mary son narradores lúcidos, brillantes y diestros. En La comedia de las equivocaciones Mary se las ingenia para esclarecer los nudos de la trama manteniendo separado a cada uno de los cuatro mellizos en la mente del lector. Esta enrevesada farsa con su confusión encadenada de identidades resulta completamente desconcertante cuando se lee en la obra teatral; la versión de Mary es una muestra de virtuosismo y comunica la comicidad de la obra interpretada sobre un escenario. Desde 1807 muchos autores de literatura infantil, como Leon Garfield,[28] han redactado mejor las historias de Shakespeare para los aprendices de lectores de hoy (los «más jóvenes» no podrían leer ahora a los hermanos Lamb), pero estos Cuentos siguen siendo únicos por su dominio de la trama y su expresión de las imágenes de Shakespeare en una prosa legible. Además, se han convertido en parte de la historia literaria por derecho propio, pues han determinado la acogida de Shakespeare en otros idiomas: el primer Shakespeare chino no fue el propio poeta, sino la traducción de 1909 de los Cuentos. «De hecho, en cierto sentido los Cuentos suplantaron a Shakespeare», comenta un desalentado Stanley Wells.[29 ]El libro nunca ha dejado de imprimirse, y sus ediciones siguen sucediéndose a buen ritmo, con unos ilustradores que continúan con su inventiva la obra de imaginación que iniciaron los hermanos Lamb. Hay que decir que, aunque es una pena que cierto público pueda conocer solo los Cuentos y no las obras de Shakespeare, el libro sigue representando una lectura iluminadora previa a las obras, sobre todo cuando el posible público de hoy puede sentirse más alejado de las obras escenificadas de Shakespeare que las señoritas precoces y los niños de sueño de los hermanos Lamb.
IV
En Literary Taste: how to form it, with detailed instructions for collecting a whole library of English Literature, Arnold Bennett resume lo que el mundo de las letras, hacia 1909, creía: «Empiece por Lamb», insta al lector. Explica que «Charles Lamb fue un hombre, no un libro […] [y] el libro no es más que el hombre tratando de hablarte […]»[30]La biblioteca clásica de Bennett fue publicada de nuevo por Penguin Books treinta años después de su compilación. Frank Swinnerton la actualizó con Woolf, Shaw, Forster, Waugh y otros. Ahora, casi un siglo más tarde, Charles Lamb no aparecería en muchas listas mientras que, en contrapartida, la reputación de Mary va en aumento debido al interés tanto por su vida como por su obra, sobre todo en los círculos feministas. Sin embargo, las observaciones de Bennett revelan de forma inconsciente y no obstante profética el peculiar lugar de los Lamb en la historia de la narración: el estilo de Charles hizo de la ingenuidad un punto fuerte. El autor establecía una comunión con los lectores y consigo mismo, y se presentaba como una especie de página en blanco, un niño inteligente y ávido de conocimiento para quien todo sentimiento y pensamiento eran una novedad. Bennett señala el emotivo ensayo Niños de sueño: una ilusión, en el que el escritor imagina a su lado a una niña y a un niño con los que tiene una poderosa y abrumadora afinidad emocional.[31] Al principio parecen ser sus propios hijos; pero pronto, tal como el título confirma, resultan ser soñados, y cuando se despierta desaparecen. Bennett califica el ensayo de «documento humano» y comenta: «La clave del ensayo es una profunda tristeza». El novelista ensalza el carácter de Charles Lamb, insistiendo en la conexión entre su sinceridad y sensibilidad y el carácter clásico de obras como Niños de sueño. La escena de Niños de sueño sugiere también que Lamb no se veía como un romántico solitario, sino como una personalidad difundida a través de otros, comunicada a través de otros, oscurecida por dobles amistosos y no hostiles. En el ensayo imagina una familia más corriente que la suya y da a los niños soñados una madre muerta; en su propio hogar insólito, su pareja era su hermana, y ambos utilizan la más tierna expresión de entendimiento conyugal al hablar de su relación y su intensa interdependencia. Pero que Bennett llame la atención sobre la cercanía de un libro a la biografía de su creador y de su valor literario al carácter de este se hace muy extraño si se tienen en cuenta las circunstancias de los hermanos Lamb.
Cuentos de Shakespeare es un libro singular, en parte porque se compone de duplicaciones tácitas y misteriosas: la propia autora principal y su hermano, los dos hermanos que actúan como fantasma del dramaturgo al repetir sus palabras y en quienes resuenan las voces de otros precursores, como Chapman y Coleridge. Pero la formalidad de su estilo narrativo combinado oculta también un temperamento salvaje que tenía en cuenta todo aquel que les conocía —y les apreciaba (y sus amigos eran muchos)—, y una corriente viva recorría su iniciativa conjunta. Mary Lamb sufría desde los treinta años episodios regulares y frecuentes de un trastorno mental ingobernable, y cuando la enfermedad se apoderaba de ella era internada, primero en el manicomio de Hoxton y más tarde en clínicas privadas, donde permanecía hasta que el rapto maníaco remitía.[32] Con su consentimiento, Charles guardaba una camisa de fuerza en casa. Charles también había estado lo bastante grave para ser internado a su vez a principios de 1796, tras un período de relación particularmente intenso con Coleridge y de exposición a todos los efectos tóxicos de su compañía (en más de un sentido). Durante uno de los ataques de Mary, el 21 de septiembre de 1796 (poco después de que él mismo regresara del manicomio), Charles fue a buscar a un médico. A su regreso encontró a su hermana cubierta de sangre, a su padre herido y a su madre muerta.[33]
Tras atacar a la criada, Mary se había vuelto contra sus padres y le había clavado a su madre un tenedor. Por fortuna para ella, en esa época el derecho penal consideraba disminuida su responsabilidad y la eximía de ir a la cárcel si había alguien que pudiera ocuparse de ella. Charles asumió esa responsabilidad y fue así como acabaron pareciéndose a un viejo matrimonio, aunque él vivía con tristeza y desesperación los períodos de enajenación mental que Mary pasaba internada en el sanatorio. Sus horribles vicisitudes contrastan favorablemente con las que sufriría Virginia Woolf unos ciento cuarenta años más tarde, ya que el círculo de Mary, con Charles a la cabeza, aceptaba con estoicismo esta fisura en su bondad y afrontaba sus delirios con un apoyo incondicional. En «el día terrible», tal como Charles lo llamaba, Mary contaba treinta y un años. Su hermano, diez años más joven, albergaba hacia ella unos sentimientos filiales claros y fuertes, y siguió cuidándola sin quejarse durante toda su vida. En su novela Los Lambs de Londres (2004) Peter Ackroyd se centra en el alcoholismo de Charles;[34] en la jerga de hoy en día, se diría que los hermanos eran «codependientes». También hay un rastro de orgullo en su singularidad, como si tuvieran acceso a algo raro y valioso: «No sueñes, Coleridge», le escribió Charles a su amigo, «que has probado todo lo grande y salvaje de la FANTASÍA hasta que te hayas vuelto LOCO».[35]
He dejado para el final de esta Introducción la condición de matricida de Mary —muy pocos escritores, y aún menos escritoras, pueden fascinar a la posteridad de forma tan justificada— porque esa circunstancia enmarca y colorea todo lo que se ha dicho o pensado a propósito de Mary Lamb. Su extraordinaria historia ha inspirado varias obras recientes,[36] pues al parecer era una mujer dulce, sensata y amable, una amiga generosa y una compañera ingeniosa e incluso brillante. Varios de sus biógrafos describen lo agobiada que se sentía a causa de sus obligaciones y de las dificultades de la familia Lamb; no obstante, las mujeres que están al límite de su capacidad de aguante no acostumbran a matar a su propia madre.
Si su nombre no apareció en Cuentos de Shakespeare fue por sus conocidos antecedentes, no porque se marginara a las autoras (aunque así era). Dado su historial, y también la propia experiencia de locura de Charles, más leve, es interesante observar cómo manejan las historias en las que figuran la locura y el asesinato. Es comprensible que Charles se reservase los ejemplos más violentos, es decir, Macbeth, Hamlet, Romeo y Julieta y Otelo. ¿Pretendía proteger a su hermana? Charles tiende a interpolar comentarios sobre diferencias psicológicas entre individuos de un modo más revelador de lo que Mary se permite o es capaz de expresar. Por ejemplo, en su adaptación de Otelo, Charles, que se sabía tenía un problema con la bebida (ginebra), relata cómo Yago incita a Cassio a salir de parranda con resultados fatales; Charles añade «Hasta que el enemigo que se llevaba a la boca [el vino] le quitó incluso el cerebro…» (Otelo). En el mismo relato se aparta también de Shakespeare cuando comenta, al parecer con el corazón: «Frecuentaba su casa [Cassio], y la conversación ágil y libre suponía un cambio sumamente agradable para Otelo, hombre de temperamento más grave; pues según ciertas observaciones, estos temperamentos suelen deleitarse en sus contrarios, que suponen para ellos un alivio del opresivo exceso de lo propio» (Otelo). En cambio, Mary se muestra prudente, oculta tras su material. Además, pasa por alto algunas ocasiones de defender a su sexo. En efecto, la adaptación de La doma de la Bravía no introduce ni una pizca de posible ironía en la conclusión de Shakespeare. Su Catalina, que capitula por completo ante Petruchio, se hace «famosa […] como la esposa más obediente y sumisa de Padua» (La doma de la Bravía). Las críticas deseosas de encontrar en Mary Lamb a una hermana y una heroína han intentado un sutil análisis de su aparente aprobación de la trama matrimonial menos atractiva de Shakespeare, pero hay que decir que en este cuento su deseo de que el amor lleve a todos a una conclusión feliz parece ir en contra de su buen juicio.[37] No obstante, es en muchos aspectos la mejor narradora porque no intercala comentarios personales ni dirige sus propios pensamientos al lector; al contrario, mantiene la consistencia y fluidez de la ventriloquía de Shakespeare escogida por su hermano y ella misma.
Al escribir juntos sus relatos salvajes, los hermanos Lamb hacen realidad una de las más antiguas visiones de la narración y su función. Cuando Charles exhorta a sus lectores a enriquecer su imaginación, fortalecer su virtud y aprender generosidad y humanidad, está hablándose a sí mismo y hablando de sí mismo y de su hermana. Sumergidos en las historias de Shakespeare, con todos sus extremos de irregularidad humana y ruina, malicia y sentimiento, relación y desconexión, los dos estaban enteramente absortos, con sus facultades mentales ocupadas en imaginar y organizar lo que imaginaban; el efecto en ellos era fortificante; aunque Mary tomase rapé y Charles gimiera, la elaboración de Cuentos de Shakespeare fue un período estable y fructífero para ambos, lo que demuestra el principio romántico de que el ojo interior puede aportar una especie de felicidad al apartarse del mundo, o incluso una dicha absoluta.
MARINA WARNER