Durante la época de César Augusto, emperador de Roma, reinaba en Inglaterra (denominada Bretaña en aquel entonces) un rey llamado Cimbelino.
La primera esposa de Cimbelino murió cuando sus tres hijos (dos varones y una niña) eran aún muy pequeños. Imogena, la mayor, se crió en la corte del padre; pero por una extraña coincidencia, los dos hijos fueron raptados del cuarto de los niños cuando el mayor solo tenía tres años y el más pequeño era casi un recién nacido; y el rey nunca pudo descubrir qué fue de ellos ni quién se los llevó.
Cimbelino se casó dos veces: su segunda esposa era una mujer malvada e intrigante y una cruel madrastra para Imogena, la hija que el rey tuvo con su primera mujer.
La reina odiaba a Imogena, pero al mismo tiempo deseaba casarla con un hijo que había tenido con su primer esposo (pues también ella se había casado dos veces): por tal medio pretendía ella poner la corona de Bretaña sobre la cabeza de su hijo Cloten a la muerte de Cimbelino; pues sabía que, de no encontrarse los hijos del rey, la princesa Imogena heredaría la corona. Mas este plan se vio frustrado por la propia Imogena, la cual se casó sin consentimiento ni conocimiento de su padre o de la reina.
Póstumo (que así se llamaba el marido de Imogena) era el erudito más importante y el caballero más perfecto de la época. Su padre murió luchando en las filas de Cimbelino y su madre falleció después de dar a luz, afligida por la muerte de su esposo.
Cimbelino se apiadó del huérfano inerme, acogió a Póstumo (nombre que le había dado él mismo pues había nacido tras la muerte del padre) y lo educó en su corte.
Imogena y Póstumo recibieron instrucción de los mismos maestros y fueron compañeros de juegos desde la infancia; se quisieron mucho cuando eran niños, y su afecto creció en el transcurso de los años, hasta que llegaron a la edad adulta y se casaron en secreto.
La reina no tardó en enterarse de ello, pues su red de espías controlaba de continuo los pasos de la hijastra, y, desilusionada, acudió al rey para informarle de inmediato de la boda celebrada entre Imogena y Póstumo.
Nada pudo superar la cólera de Cimbelino cuando se enteró de que su hija había despreciado su alto rango casándose con un súbdito. Ordenó a Póstumo que abandonara Bretaña y lo desterró para siempre de su tierra natal.
La reina, fingiendo compadecerse de Imogena por el dolor que sentía a causa de la pérdida de su marido, se ofreció para organizar un encuentro secreto antes de que Póstumo emprendiera viaje a Roma, el lugar elegido como residencia en el destierro. Mostró esta aparente amabilidad para mejor conseguir los propósitos relacionados con su hijo Cloten. Pues su intención era convencer a Imogena, tras la partida de su esposo, de la ilegalidad del matrimonio, contraído sin contar con el consentimiento del rey.
Imogena y Póstumo se despidieron apasionadamente. Imogena dio a su esposo un anillo de diamante que en su día fuera de la madre de ella, y Póstumo prometió nunca separarse de la sortija; puso un brazalete en el brazo de su mujer y le pidió que lo cuidara como prenda de su amor. Se despidieron, jurándose amor y fidelidad eternos.
Imogena, dama ahora solitaria y rechazada, se quedó en la corte de su padre, y Póstumo llegó a Roma, el lugar elegido para su destierro.
En Roma conoció a un grupo de alegres jóvenes de diversas nacionalidades que hablaban con libertad de las mujeres: cada uno ensalzaba a las damas de su país y en particular a su propia amada. Póstumo, que tenía a su querida y bella Imogena siempre presente, describió a su esposa como la dama más virtuosa, sabia y constante del mundo.
Uno de estos caballeros, llamado Iachimo, se ofendió por que una dama de Bretaña mereciera más elogios que sus compatriotas, las damas romanas, y provocó a Póstumo poniendo en duda la fidelidad de tan alabada esposa. Al final, tras una larga disputa, Póstumo accedió a la propuesta de Iachimo, a tenor de la cual él (Iachimo) iría a Bretaña con el propósito de ganarse el amor de la señora Imogena. Acto seguido hicieron la siguiente apuesta: si Iachimo no conseguía su maligno propósito, había de desembolsar una importante suma de dinero; pero si Imogena accedía a su cortejo y le daba el brazalete que Póstumo había rogado a ella guardar como prenda de su amor, el britano debía entregar a Iachimo el anillo que ella le regalara el día de su despedida. Póstumo tenía fe en la fidelidad de Imogena y creyó no correr riesgo alguno en esta prueba a la que se sometía el honor de su esposa.
Iachimo llegó a Bretaña y recibió una cortés bienvenida por parte de Imogena, quien lo consideraba un amigo de su marido. Pero cuando le declaró su amor, ella lo rechazó con desprecio; y él tomó conciencia de sus nulas posibilidades de conseguir el despreciable propósito.
El deseo de Iachimo de ganar la apuesta lo llevó, sin embargo, a recurrir a una estratagema para vencer a Póstumo. Con tal fin, sobornó a algunos de los servidores de Imogena, los cuales lo introdujeron en el dormitorio de ella, escondido en un gran baúl donde quedó encerrado hasta que la dama se retiró a descansar y finalmente se durmió. Entonces salió del baúl, examinó el cuarto con la máxima atención, apuntó todo cuanto vio y observó en particular un lunar en el cuello de Imogena. Acto seguido, le quitó con suavidad el brazalete regalado por Póstumo y se escondió de nuevo en el arca. Al día siguiente emprendió rápidamente el viaje de regreso a Roma y se jactó ante Póstumo de que Imogena le diera el brazalete y le permitiera pasar una noche en su habitación. Así contó Iachimo su falsa historia:
—Su dormitorio —dijo— estaba revestido de una tapicería de seda y plata; la historia que representa es la de la orgullosa Cleopatra cuando conoce a Antonio. Desde luego, se trata de una obra perfectamente ejecutada.
—Así es —señaló Póstumo—. Pero puedes haberlo oído sin haberlo visto.
—Pues bien, la chimenea —prosiguió Iachimo— se encuentra en el lado sur de la habitación, y el adorno de la chimenea representa a Diana bañándose. Nunca he visto figuras representadas de manera más viva.
—También puedes haber oído hablar de ello —intervino Póstumo—, pues es algo muy comentado.
Iachimo describió con la misma precisión el techo del cuarto y añadió:
—Casi he olvidado los morillos. Eran dos Cupidos de plata que saludaban y se apoyaban sobre un pie. —Acto seguido sacó el brazalete y preguntó—: ¿Conoces esta joya, caballero? Me lo dio. Se lo quitó del brazo. La veo como si fuera hoy. La belleza de su acto supera el regalo y al mismo tiempo le confiere más esplendor. Me lo dio y dijo que en otras épocas lo había tenido en gran estima.
Por último describió el lunar que Imogena tenía en el cuello.
Póstumo, sacudido por los celos y la cólera, escribió a Pisanio, un caballero de Bretaña y fiel amigo; y después de explicarle las pruebas que poseía de la infidelidad de su esposa, le pidió que la llevara a Milford-Haven en Gales y la asesinara. Al mismo tiempo escribió una engañosa carta a Imogena, rogándole acompañar a Pisanio. Habiendo constatado la imposibilidad de vivir sin su esposa y aun siendo consciente de la prohibición de regresar a Bretaña so pena de ser condenado a muerte, iría a Milford-Haven y se encontraría allí con ella. Imogena, persona buena y en absoluto suspicaz que sobre todo amaba a su esposo y que nada deseaba tanto como verlo, aceleró la partida con Pisanio y emprendió el viaje la misma noche en que recibió la carta.
Cuando el viaje estaba a punto de concluir, Pisanio, hombre leal a Póstumo, pero en absoluto dispuesto a secundarlo en un acto pérfido, desveló a Imogena la cruel orden que había recibido.
Imogena, en vez de encontrarse con un marido amante y amado, se vio condenada a muerte por ese mismo esposo y sintió una congoja sin límites.
Pisanio la convenció de buscar consuelo y esperar con fortaleza y paciencia el momento en que a Póstumo se le abrieran los ojos y se arrepintiera de su injusticia; como ella, en su angustia, se negaba a volver a la corte de su padre, le recomendó, además, vestirse con ropa de muchacho para poder viajar con las mejores garantías. Ella aceptó el consejo y consideró que con tal disfraz podría ir a Roma y ver a su marido, a quien, a pesar de la forma tan cruel con que había abusado de ella, no podía dejar de amar.
Tras proporcionarle los nuevos atavíos, Pisanio, obligado a volver a la corte, la abandonó a una suerte incierta; mas antes de despedirse le dio también un frasco con un cordial que, según él, le había dado la reina como un magnífico remedio contra cualquier tipo de malestar.
En efecto, la reina, que odiaba a Pisanio por ser amigo de Imogena y Póstumo, le había dado el frasco suponiendo que contenía veneno, por cuanto había ordenado a su médico que le proporcionara algún tóxico con el fin de probar (según ella) su efecto en animales. Sin embargo, el médico, conocedor de su inclinación al mal, no quiso confiarle un veneno de verdad, sino que le dio una droga cuyo único efecto nocivo consistía en hacer que la persona permaneciera dormida durante horas, con todos los síntomas aparentes de estar muerta. Pisanio dio esta mezcla, que tomaba por un cordial de primera calidad, a Imogena y le insistió en que la ingiriese cuando se sintiera mal en el camino; y luego se despidió, bendiciéndola y rogando que no sufriera daños y se liberara de unos problemas a todas luces inmerecidos.
Quiso la Providencia que Imogena dirigiera sus pasos precisamente a la vivienda de los dos hermanos que habían sido robados siendo todavía niños. Belario, el raptor, era un señor en la corte de Cimbelino que había sido desterrado por la falsa acusación de traicionar al rey. En venganza, raptó a los dos hijos de Cimbelino y los crió en el bosque donde vivía escondido en una cueva. Los raptó por venganza, pero pronto empezó a quererlos como si fueran propios y los educó con sumo esmero. Se desarrollaron bien, y su espíritu principesco los impulsaba a emprender acciones audaces y atrevidas. Como vivían de la caza, eran activos y robustos y siempre presionaban a su supuesto padre para que los dejara probar fortuna en la guerra.
Imogena tuvo, pues, la suerte de llegar a la cueva habitada por estos jóvenes. Se había extraviado en el enorme bosque por el que conducía el camino a Milford-Haven (desde donde pretendía embarcarse hacia Roma); y como no encontró lugar donde pudiera comprar comida, estaba a punto de morir de hambre y fatiga. Pues no basta ponerse ropa masculina para que una joven educada con mimo soporte como un hombre el peregrinaje por los bosques solitarios. Al ver la cueva, entró con la esperanza de encontrar en el interior a alguien que le proporcionara comida. Encontró la caverna vacía, pero tras mirar alrededor descubrió un poco de carne fría. Su hambre era tan acuciante que no pudo aguardar a que la invitaran, de modo que se sentó y empezó a comer. «Vaya —dijo hablando para sus adentros—, veo que la vida del hombre es ardua. ¡Qué cansada que estoy! Durante dos noches seguidas la tierra me ha servido de lecho. Mi resolución me ayuda, pues sin ella estaría enferma. Cuando Pisanio me mostró Milford-Haven desde lo alto de la montaña, ¡cuán cerca parecía!» Luego se le apareció en la mente su esposo y la cruel orden que este había dado: «¡Mi querido Póstumo, eres un falso!».
A esa hora, los dos hermanos de Imogena, que habían estado cazando con Belario, su supuesto padre, volvieron a casa. Belario les había dado los nombres de Polidoro y Cadwal, y ellos lo consideraban su padre. Sin embargo, los verdaderos nombres de los príncipes eran Guiderio y Arvirago.
Belario fue el primero en entrar en la cueva. Al ver a Imogena, se detuvo y dijo:
—No entréis todavía. ¡Si no fuera porque se está comiendo nuestra comida la tomaría por un hada!
—¿Qué pasa, señor? —preguntaron los jóvenes.
—Por Júpiter —insistió Belario—, hay un ángel en la cueva y, si no, una copia terrestre.
Tan hermosa parecía Imogena vestida de muchacho.
Ella, al oír voces, salió de la cueva y se dirigió a ellos con estas palabras:
—Buenos señores, no me hagáis daño; antes de entrar en la caverna, pensé mendigar o comprar lo que he comido. De hecho, no he robado nada, ni lo haría aunque hubiese encontrado el suelo cubierto de oro. Aquí tenéis dinero por la carne; lo habría dejado sobre la mesa después de comer y me habría despedido con rezos a quienes me la hayan suministrado.
Ellos rechazaron el dinero con expresión grave.
—Veo que estáis enfadados conmigo —dijo Imogena, cohibida—, pero, señores, si me matáis por mi falta, sabed que habría muerto de no haber hecho lo que hice.
—¿Hacia dónde vas y cómo te llamas? —preguntó Belario.
—Me llamo Fidel —respondió Imogena—. Tengo un pariente que se dirige a Italia. Se ha embarcado en Milford-Haven. Con él iba a reunirme cuando, casi consumido por el hambre, me vi forzado a cometer esta falta.
—Te ruego, hermoso joven —dijo el anciano Belario— que no nos tomes por patanes ni juzgues nuestra inteligencia por este lugar rudo en que vivimos. ¡Seas bienvenido! Ya es casi de noche. Tendrás mejor comida antes de partir y te damos las gracias por quedarte y comer. Muchachos, dadle la bienvenida.
Los gentiles jóvenes, sus hermanos, le dieron la bienvenida a su cueva con muchas expresiones de amabilidad y declararon que querrían a ella (o a él, como decían) como si fuese su hermano; entraron en la cueva donde Imogena los cautivó con sus conocimientos de las tareas domésticas, ayudándoles a preparar la cena (pues habían matado venado en su jornada de caza). Pues si bien no es costumbre hoy en día que las jóvenes de alto rango sepan cocinar, sí lo era en aquellos tiempos, e Imogena sobresalía en ese arte tan útil. Tal como lo expresaron los hermanos con sumo ingenio, Fidel cortó las raíces como letras y sazonó el caldo como si Juno estuviera enferma y ella fuera su enfermero.
—Y además —dijo Polidoro a su hermano—, ¡cómo canta! ¡Parece un ángel!
También observaron que, si bien Fidel sonreía con dulzura, la melancolía y la tristeza le nublaban la encantadora cara como si el dolor y la paciencia, juntos, se hubieran apoderado de él.
Por estas buenas cualidades (o quizá por el parentesco del que, sin embargo, nada sabían), Imogena se convirtió en objeto de adoración de sus hermanos; no menos los amaba ella, y pensaba que, de no ser por el recuerdo de su querido Póstumo, podría haber vivido hasta la muerte en la cueva, conviviendo con estos muchachos salvajes del bosque; así las cosas, aceptó encantada quedarse con ellos hasta recuperarse de las fatigas del viaje y poder proseguir su camino hacia Milford-Haven.
Después de comer todo el venado, ellos se dispusieron a salir para cazar de nuevo. Fidel no podía acompañarlos porque no se sentía bien. Sin duda, la tristeza debida al cruel abuso de su esposo, así como la fatiga motivada por el peregrinaje a través del bosque, fueron los causantes de su enfermedad.
Se despidieron. Ellos se marcharon a cazar y no cesaron de ensalzar la nobleza y el encantador comportamiento del joven Fidel.
Apenas se quedó sola, recordó el cordial que le diera Pisamo, se lo bebió y enseguida cayó en un sueño sano, pero tan profundo que parecía la muerte.
Cuando Belario y sus hermanos volvieron de la caza, Polidoro fue el primero en entrar en la cueva. Creyéndola dormida, se quitó las botas pesadas para pisar con suavidad y no despertarla. Así brotaba la auténtica amabilidad de las mentes de esos principescos habitantes del bosque. Sin embargo, no tardó en descubrir que ningún ruido la despertaba y dedujo que estaba muerta. Polidoro entonó lamentos sobre ella con sentida y fraternal tristeza, como si nunca se hubieran separado desde la infancia.
Belario propuso llevarla al interior del bosque y celebrar allí un funeral con canciones y cantos fúnebres, como era costumbre en aquel entonces.
Los hermanos de Imogena la llevaron entonces a un soto sombreado, la depositaron suavemente en la hierba, desearon con cánticos eterno reposo al alma que se iba y la cubrieron con hojas y flores. Polidoro dijo:
—Mientras dure el verano y yo viva aquí, cada día esparciré flores sobre tu tumba. La pálida primavera, esa flor que más se parece a tu cara; el jacinto, que es como tus venas claras; y la hoja de la eglantina, que no es más dulce que tu aliento; todas ellas esparciré por aquí. Sí, y también echaré haces de musgos en invierno, cuando no haya flores para cubrir tu dulce cuerpo.
Tras acabar las exequias, se marcharon llenos de tristeza.
No mucho tiempo quedó Imogena abandonada, pues se despertó cuando acabó el efecto del somnífero, se sacudió de encima el ligero manto de flores y hojas que habían puesto sobre ella, se levantó y, creyendo que había soñado, dijo: «Pensaba que era la hostelera en una gruta y cocinaba para honestas criaturas; entonces ¿cómo es que estoy cubierta de flores?». Como no encontró el camino de regreso a la cueva ni vio rastro alguno de sus nuevos amigos, llegó a la conclusión de que se trataba, sin duda, de un sueño. Y por segunda vez emprendió Imogena su fatigoso peregrinaje, con la esperanza de encontrar el camino hacia Milford-Haven y desde allí embarcarse en una nave con destino a Italia. Pues todos sus pensamientos seguían centrados en su esposo, Póstumo, a quien trataba de encontrar disfrazada de paje.
Sin embargo, por aquellas fechas ocurrían importantes acontecimientos de los cuales Imogena nada sabía. Pues una guerra había estallado entre el emperador romano, César Augusto, y Cimbelino, rey de Bretaña. El ejército romano había desembarcado en Bretaña con la intención de invadir el país y había avanzado por el mismo bosque por el que viajaba Imogena. Con este ejército había llegado también Póstumo.
Si bien Póstumo vino a Bretaña con el ejército romano, su propósito no era luchar en las filas de este contra sus compatriotas, sino unirse al ejército de Bretaña y luchar por la causa del rey que lo había desterrado.
Aún creía haber sido engañado por Imogena; pero la muerte de la persona a la que tanto había amado —por órdenes suyas, además (pues Pisanio le había comunicado por escrito que había obedecido sus instrucciones y que, por tanto, Imogena había muerto)— seguía pesándole en el corazón. Por eso volvió a Bretaña: sea para morir en el campo de batalla, sea para ser condenado a muerte por Cimbelino por haber regresado del destierro.
Imogena cayó en manos del ejército romano antes de llegar a Milford-Haven; recomendada por su aspecto y comportamiento, fue nombrada paje de Lucio, el general romano.
El ejército de Cimbelino avanzaba decidido a enfrentarse al enemigo y cuando se adentró en el bosque, Polidoro y Cadwal se unieron a las tropas del rey. Los jóvenes estaban ansiosos de mostrar su valentía, aunque no sabían, desde luego, que lucharían a las órdenes de su real padre. El anciano Belario también fue con ellos a la batalla. Ya se había arrepentido hacía tiempo del daño que había hecho a Cimbelino raptando a sus hijos; y como fuera guerrero en su juventud, se unió encantado al ejército para luchar por el rey al que había agraviado.
Se entabló una feroz batalla entre los dos ejércitos, y los britanos habrían sido derrotados y el rey habría muerto, de no ser por el coraje extraordinario de Póstumo, Belario y los dos hijos de Cimbelino. Rescataron al rey y le salvaron la vida; y tanto cambió la suerte ese día que los britanos se alzaron finalmente con la victoria.
Concluida la batalla, Póstumo, que no había encontrado la muerte buscada, se entregó a uno de los oficiales de Cimbelino, deseoso de sufrir la muerte que le correspondía como castigo por regresar del destierro.
Imogena y su amo fueron hechos prisioneros y llevados ante Cimbelino, al igual que su antiguo enemigo Iachimo, oficial en el ejército romano; y mientras estos prisioneros estaban ante el rey, Póstumo fue introducido para recibir la sentencia de muerte; y en ese extraño momento, Belario, Polidoro y Cadwal también fueron conducidos ante Cimbelino, para recibir la recompensa por los importantes servicios prestados al rey gracias a su coraje. Pisanio, uno de los miembros del séquito real, también estaba presente.
En presencia del rey estaban pues (con diferentes esperanzas y temores) Póstumo e Imogena, con el nuevo amo de ella, el general romano; Pisanio, el leal servidor, y Iachimo, el falso amigo; y también los dos hijos perdidos de Cimbelino, con Belario, que los había raptado.
El general romano fue el primero en hablar; el resto permanecía en silencio ante el rey, si bien más de un corazón latía con fuerza.
Imogena vio a Póstumo y lo reconoció, aunque disfrazado de campesino; él en cambio no la reconoció, pues iba vestida de hombre. Por otra parte, ella reconoció a Iachimo, así como el anillo que este llevaba en el dedo y que era suyo; no sabía, sin embargo, que él era el causante de todos sus males. Además, se encontraba ante su padre como prisionera de guerra.
Pisanio reconoció a Imogena, pues él le había dado la ropa de muchacho. «Es mi señora —pensó—. Ya que está viva, que el tiempo corra para bien o para mal.» Belario también la reconoció y dijo en voz baja a Cadwal:
—¿No es el muchacho, resucitado?
—Un grano de arena —replicó Cadwal— no se parece a otro como este muchacho dulce y lozano al difunto Fidel.
—El mismo muerto, pero vivo —añadió Polidoro.
—Calma, calma —dijo Belario—. Si fuera él, nos habría dicho algo.
—Pero lo hemos visto muerto —murmuró Polidoro.
—Callad —terció Belario.
Póstumo aguardó en silencio la bienvenida sentencia de muerte; y decidió no revelar al rey que él le había salvado la vida en la batalla, por temor a que Cimbelino le perdonara por ello.
Como ya se ha dicho, Lucio, el general romano que había puesto a Imogena bajo su protección como paje, fue el primero en hablar al rey. Hombre de gran valor y noble dignidad, pronunció el siguiente discurso ante Cimbelino:
—He oído que no aceptáis rescate por vuestros prisioneros, sino que los condenáis a todos a muerte: soy romano y sufriré la muerte con corazón romano. Mas una cosa desearía imploraros. —Acto seguido, presentó a Imogena ante el rey y prosiguió—: Este muchacho es britano de nacimiento. Pido que sea rescatado. Es mi paje. Nunca un amo ha tenido un paje tan amable, tan respetuoso con sus deberes, tan diligente en todas las ocasiones, tan sincero y atento. No ha hecho daño a ningún britano, si bien ha servido a un romano. Salvadlo, aunque no perdonéis la vida a ningún otro.
Cimbelino miró a su hija Imogena con expresión seria. No la reconoció debido al disfraz. Pero la todopoderosa naturaleza pareció hablar en su corazón, pues dijo:
—Estoy seguro de haberlo visto. Su cara me resulta familiar. No sé ni por qué ni para qué digo: «¡Vive, muchacho!». Te doy la vida. Pídeme el favor que quieras, pues te lo concederé. Aunque sea la vida del prisionero más noble que tenga.
—Doy humildemente las gracias a su majestad —contestó Imogena.
En aquella época, conceder un favor equivalía a la promesa de dar a la persona en quien recaía tal gracia lo que ella deseara. Todos aguardaron con atención la petición del paje. Lucio, su dueño, le dijo:
—No te pido que intercedas por mi vida, buen muchacho, aunque sé que es eso lo que pedirás.
—No, no —respondió Imogena—. Tengo otro proyecto, mi buen amo. No puedo interceder por tu vida.
Esta aparente falta de gratitud asombró al general romano.
Luego, Imogena clavó la vista en Iachimo y solo pidió un favor: que Iachimo fuera obligado a confesar de dónde había sacado el anillo que llevaba en el dedo.
Cimbelino le concedió el favor y amenazó a Iachimo con la tortura si no confesaba cómo había conseguido aquel anillo de diamante.
Iachimo hizo entonces una confesión completa de toda su villanía: explicó con detalle, tal como hemos relatado más arriba, la historia de su apuesta con Póstumo y cómo se había aprovechado de la credulidad de este.
Lo que sintió Póstumo al oír la prueba de la inocencia de su señora no puede expresarse con palabras. No tardó ni un segundo en dar un paso adelante y confesar a Cimbelino la cruel sentencia que pronunciara contra la princesa y que obligara a Pisanio a ejecutar. Con gestos enloquecidos gritó:
—¡Oh Imogena, mi reina, mi vida, mi esposa! ¡Oh Imogena, Imogena, Imogena!
Imogena no podía ver a su querido esposo en tal estado de angustia sin desvelar su identidad. Lo hizo y colmó de felicidad a Póstumo, el cual se sintió liberado del peso de la culpa y del dolor y volvió a congraciarse con la querida mujer a la que tan cruelmente había tratado.
Cimbelino, casi igualmente rebosante de alegría al recuperar de tan extraña manera a su hija perdida, la devolvió a su anterior puesto en el afecto paterno y no solo perdonó la vida a su esposo, Póstumo, sino que aceptó reconocerlo como yerno.
Belario eligió el momento de alegría y reconciliación para hacer su confesión. Presentó a Polidoro y Cadwal al rey y le explicó que eran sus hijos raptados, Guiderio y Arvirago.
Cimbelino perdonó al anciano Belario, pues ¿quién iba a pensar en castigos en un tiempo de felicidad universal? ¡Era, en efecto, una alegría inesperada encontrar viva a su hija y descubrir que sus hijos perdidos eran los jóvenes salvadores que con tanta bravura habían luchado en su defensa!
Imogena tuvo entonces tiempo para interceder por su antiguo amo, el general romano Lucio, a quien el padre enseguida perdonó la vida a petición de ella; y por mediación de ese mismo Lucio se concluyó entre romanos y britanos un tratado de paz que no fue violado durante años.
El que la malvada reina y esposa de Cimbelino enfermara y muriera de desesperación al ver frustrados sus planes y como consecuencia de su posterior arrepentimiento y el que antes viera morir asesinado a su hijo Cloten en una riña provocada por él mismo son hechos trágicos que apenas hicieron mella en este final feliz. Baste con decir que fueron felices todos quienes lo merecieron; y hasta el traidor Iachimo fue despachado sin castigo, por cuanto su villanía no consiguió, en última instancia, su propósito.