Durante el reinado de Duncan el Dócil, vivía en Escocia un jefe de clan o barón llamado Macbeth. Este tal Macbeth era pariente cercano del rey y un personaje muy estimado en la corte por su valor y su comportamiento en las guerras; precisamente acababa de dar muestras de ello al derrotar a un ejército rebelde reforzado con gran número de tropas noruegas.
Los dos generales escoceses, Macbeth y Banquo, volvían victoriosos de la gran batalla y pasaban por un páramo azotado por la tormenta cuando los detuvo la extraña presencia de tres figuras semejantes a mujeres, aunque por el hecho de llevar barba y tener la tez curtida y la vestimenta descuidada no parecían criaturas de esta tierra. Macbeth fue el primero en dirigirse a dichas figuras, pero ellas, aparentemente ofendidas, les ordenaron guardar silencio, llevándose los dedos temblorosos a los labios cuarteados; acto seguido, la primera saludó a Macbeth, nombrándolo con el título de barón de Glamis. Mucho se asombró el general al descubrir que resultaba conocido a tales criaturas; pero mayor fue su asombro cuando la segunda lo saludó dándole el título de barón de Cawdor, un honor al que no tenía derecho; y la tercera lo saludó con estas palabras: «¡Salve, Macbeth, que en el futuro serás rey!». Un saludo tan profético le chocó, por cuanto sabía perfectamente que no tenía esperanza alguna de acceder al trono mientras vivieran los hijos del rey. Luego, volviéndose hacia Banquo, las figuras declararon, con enigmáticas palabras, que era «menos grande que Macbeth y más grande, no tan feliz, pero mucho más feliz». Y le presagiaron que, si bien él nunca llegaría a reinar, sus hijos serían reyes de Escocia. Acto seguido, se convirtieron en aire y desaparecieron. Así pues, los generales tomaron conciencia de que se trataba de brujas o seres sobrenaturales.
Mientras permanecían en el lugar, pensando en la extraña aventura, llegaron unos mensajeros del rey dotados de los poderes necesarios para conferir a Macbeth el título de barón de Cawdor. El hecho se correspondía de forma tan milagrosa con las predicciones de las brujas que Macbeth, asombrado, se quedó de una pieza, incapaz de responder a los mensajeros. En ese momento, su mente empezó a abrigar la esperanza de que el presagio de la tercera bruja también se cumpliera y que, por tanto, algún día llegara a ser rey de Escocia.
Volviéndose hacia Banquo, dijo:
—¿No tienes la esperanza de que tus hijos sean reyes, ahora que una de las promesas que me hicieron las brujas se ha hecho realidad de manera tan milagrosa?
—Esa esperanza —respondió el general— podría impulsarte a aspirar al trono. Sin embargo, los agentes de las tinieblas nos dicen la verdad en cosas pequeñas para traicionarnos e inducirnos a actos de consecuencias terribles.
Las pérfidas sugerencias de las brujas calaron, no obstante, en la mente de Macbeth, de tal modo que no prestó atención a las advertencias del bueno de Banquo. A partir de ese momento, todos sus pensamientos se centraron en la conquista del trono de Escocia.
Macbeth tenía una esposa a la cual comunicó la extraña predicción de las brujas y su cumplimiento parcial. Era ella una mujer malvada y ambiciosa y no le importaban los medios para conseguir poder para ella y su esposo. Incitó a alcanzar el objetivo al reacio Macbeth, el cual pensaba en la sangre y sentía escrúpulos, y no cesó de describir el asesinato del rey como un paso imprescindible para que se cumpliera tan halagadora profecía.
Ocurrió por esas fechas que el rey, quien en virtud de su real cargo visitaba con frecuencia y cordialidad a los principales nobles de su reino, fue al castillo de Macbeth acompañado de sus dos hijos, Malcolm y Donalbain, y de un gran séquito de barones y servidores, para mostrarle su agradecimiento por los éxitos y triunfos cosechados en las guerras.
El castillo de Macbeth estaba situado en lugar ameno y el aire que lo rodeaba era suave y apacible, como lo demostraban los nidos construidos por los vencejos o las golondrinas bajo las cornisas y los contrafuertes del edificio; pues donde más habitan y se multiplican estas aves, más es el aire delicado. El rey entró encantado en el palacio y más lo estuvo cuando recibió las atenciones y el respeto de su anfitriona, lady Macbeth, poseedora del arte de esconder tras sonrisas los propósitos traicioneros; podía parecer una cándida flor, bajo la cual se ocultaba, sin embargo, la serpiente.
El rey, agotado por el viaje, se retiró pronto a su aposento. Como era costumbre, dos ayudas de cámara dormían a su lado en el cuarto. Particularmente encantado con la recepción, había hecho regalos a sus principales oficiales; además, regaló un precioso diamante a lady Macbeth y la llamó su más amable anfitriona.
Era plena noche, cuando la mitad de la naturaleza parece muerta, pérfidos sueños invaden las mentes de los hombres y solo el lobo y el asesino permanecen despiertos. Lady Macbeth aprovechó el momento para urdir la trama con el fin de asesinar al rey. No habría cometido un crimen tan execrable para su sexo de no haber sido porque temía el carácter de su esposo, demasiado lleno de la leche de la amabilidad humana para perpetrar el asesinato planeado. Lo sabía ambicioso, pero también lleno de escrúpulos y carente de la preparación necesaria para cometer ese crimen supremo que, en última instancia, suele acompañar a la ambición desmesurada. Ella lo había inducido a aprobar el asesinato, pero dudaba de su resolución; y temía que la ternura natural de su personalidad (más humana que la suya) se interpusiera y frustrara el propósito. Así pues, se acercó a la cama del rey armada con un puñal; antes, ya se había encargado de emborrachar con vino a los ayudas de cámara que, olvidando su cometido, dormían intoxicados. Duncan, por su parte, dormía a pierna suelta, y cuando ella lo miró de cerca, vio en su cara unos rasgos que parecían los de su propio padre; de tal modo que ya no tuvo el valor de seguir adelante.
Volvió a hablar con su marido. La resolución de este había empezado a tambalearse. A su juicio, había importantes razones que desaconsejaban el crimen. En primer lugar, no solo era un súbdito, sino también un pariente cercano del rey; y era ese día su anfitrión, cuyo deber consistía, según las leyes de la hospitalidad, en cerrar las puertas a los asesinos y en no empuñar la daga contra su huésped. Luego pensó cuán justo y clemente había sido Duncan como rey, cuán libre de actitudes ofensivas contra sus súbditos, cuán afectuoso con la nobleza y sobre todo con él; y consideró que reyes como este representan una protección especial del cielo y que sus súbditos están doblemente obligados a vengar su muerte. Además, debido a los favores del rey, Macbeth era muy estimado por toda clase de personas, ¡y cómo quedaría manchada esa reputación por un asesinato tan vil!
Lady Macbeth encontró al esposo sumido en estos conflictos internos y decidido a obedecer a la parte mejor de su carácter y a no ir más lejos. Pero como era mujer que no se apartaba fácilmente de sus propósitos malignos, empezó a verter en los oídos de su marido palabras que insuflaron una parte de su propio espíritu al ánimo del titubeante, acumulando motivos sobre motivos para que no se arredrara ante lo que ya había emprendido; cuán fácil era cometer el crimen; cuán pronto acabaría todo; ¡y cómo el acto de una breve noche proporcionaría poder y realeza a los días y noches venideros! Luego arrojó desprecio sobre el cambio de postura de su marido y lo acusó de cobarde y pusilánime; y declaró que había dado de mamar y sabía lo tierno que era amar al lactante; pero que lo habría arrancado del pezón de su pecho mientras sonreía y le habría estrellado el cráneo hasta ver salir el cerebro, si hubiera jurado hacerlo, como había jurado perpetrar este asesinato. Y añadió que era facilísimo atribuir la culpa del crimen a los ayudas de cámara borrachos y soñolientos. Y tanto castigó con el arrojo de su lengua las débiles decisiones del marido que este volvió a armarse de valor para acometer la sanguinaria tarea.
Así pues, cogió el puñal y se dirigió con sigilo hacia el oscuro aposento donde dormía Duncan; y mientras andaba, creyó ver en el aire otro puñal con el mango hacia su mano y con gotas de sangre en la hoja y la punta; pero cuando trató de agarrarlo, no era más que aire, un simple fantasma procedente de su mente acalorada y oprimida y del propio asunto que había emprendido.
Venciendo el miedo, entró en el aposento del rey, a quien liquidó de una sola puñalada. Cuando acababa de cometer el asesinato, uno de los ayudas de cámara que dormían en el cuarto se rió en sus sueños, mientras el otro gritó: «¡Asesinato!», a lo cual ambos se despertaron. Pero se limitaron a pronunciar una breve oración; uno de ellos dijo: «¡Dios nos bendiga!» y el otro respondió: «¡Amén!». Y volvieron a dormirse. Macbeth, que los escuchaba, trató de decir «Amén» como respuesta al «¡Dios nos bendiga!», pero, aunque era el más necesitado de bendición, la palabra se le atragantó y no pudo pronunciarla.
Otra vez creyó oír una voz que gritaba: «¡No dormirás: Macbeth asesina el sueño, el inocente sueño que alimenta la vida!». Y volvió a gritar por toda la casa: «No dormirás. Glamis ha asesinado el sueño. Por tanto, Cawdor no dormirá más... Macbeth no dormirá más».
Imaginando cosas tan terribles volvió Macbeth junto a su esposa, que había estado escuchando y empezaba a creer que su esposo había fracasado en el intento y que el crimen se había frustrado. El general volvió tan distraído que ella le reprochó falta de firmeza y lo mandó a lavarse las manos para quitarse la sangre que las mancillaba, al tiempo que cogía el puñal con la intención de manchar de sangre las mejillas de los ayudas de cámara y así atribuirles el crimen.
Llegó la mañana y, con ella, el descubrimiento del asesinato, que no podía ser ocultado. Y si bien Macbeth y su señora dieron grandes muestras de dolor y las pruebas contra los ayudas de cámara parecían contundentes (como tales se presentaron el puñal y sus caras embadurnadas de sangre), todas las sospechas recayeron en Macbeth, cuyos motivos para tal crimen eran mucho más importantes que los que pudieran tener esos pobres y simples ayudas de cámara. Los hijos de Duncan huyeron. Malcolm, el mayor, buscó refugio en la corte inglesa; y el más joven, Donalbain, huyó a Irlanda.
Así pues, como los hijos y, por tanto, sucesores del rey dejaron vacante el trono, Macbeth, que era el siguiente en la línea de sucesión, fue coronado rey, y la predicción de las brujas se cumplió al pie de la letra.
Aun ocupando un rango tan elevado, Macbeth y su reina no podían olvidar la profecía de las brujas, a tenor de la cual Macbeth sería rey, pero no lo sucederían en el trono sus hijos, sino los de Banquo. La idea de haberse manchado las manos de sangre y de haber cometido un crimen tan grande solo para poner en el trono a los descendientes de Banquo les dolía y los corroía de tal manera que decidieron matar tanto a Banquo como a su hijo, con el fin de anular las predicciones de las brujas que, en su caso, se habían hecho realidad de manera tan asombrosa como exacta.
Organizaron con tal fin una gran cena, a la cual invitaron a los principales jefes de clan; además estaban invitados, con muestras de particular respeto, Banquo y su hijo Fleance. En el camino que debía tomar Banquo por la noche para llegar al palacio se habían apostado unos asesinos contratados por Macbeth, los cuales apuñalaron al general; sin embargo, Fleance escapó en la refriega. De este Fleance descendió el linaje que ocupó luego el trono escocés y que concluyó en Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, bajo el cual se unificaron las coronas de los dos países.
Durante la cena, la reina, cuyos modales eran en alto grado cordiales y regios, desempeñó su papel de anfitriona con tal gracia y cortesía que se reconcilió con todos los presentes, al tiempo que Macbeth departía relajadamente con sus barones y nobles; decía que todas las personas honorables del país se habrían hallado en ese momento bajo su techo si su buen amigo Banquo hubiera estado presente y que esperaba reprenderlo por su negligencia en vez de tener que lamentar algún accidente. Precisamente en ese momento, el espectro de Banquo, asesinado por orden suya, entró en la sala y se sentó en la silla que Macbeth se disponía a ocupar. Aunque Macbeth era un hombre osado, capaz de enfrentarse sin temblar al mismísimo diablo, se puso blanco como el papel ante tan horrible espectáculo y se quedó de una pieza, con los ojos clavados en el fantasma. Su reina y los nobles, que no observaron nada extraño, pero lo veían mirar la silla que creían vacía, lo tomaron por un ataque de distracción; ella se lo reprochó susurrándole que era la misma visión de aquel puñal que viera en el aire cuando se disponía a matar a Duncan. No obstante, Macbeth seguía viendo al espectro y no prestaba atención a cuanto se hablaba, al tiempo que respondía distraídamente, pero con palabras tan significativas que la reina, temerosa de que se descubriera el terrible secreto, despachó de prisa a sus invitados, excusando el trastorno de Macbeth como una perturbación que le sobrevenía con cierta frecuencia.
Macbeth era objeto de terribles visiones. La reina y él tenían el sueño afectado por espantosas pesadillas. Les preocupaba la sangre de Banquo, pero más aún la huida de Fleance, a quien consideraban ahora el padre de un linaje de reyes que alejaría a sus descendientes del trono. Por causa de estos miserables pensamientos no podían vivir en paz, y Macbeth decidió ir en busca de las brujas y enterarse por ellas de lo peor.
Las encontró en una cueva en el páramo, donde, previendo su llegada, preparaban sus espantosos caldos mediante los cuales invocaban a los espíritus infernales para que les revelaran el futuro. Sus horrorosos ingredientes eran sapos, murciélagos y serpientes, el ojo de una salamandra y la lengua de un perro, la pata de un lagarto y el ala de un mochuelo, la escama de un dragón, el diente de un lobo, el estómago de un voraz tiburón, la momia de una bruja, la raíz de la cicuta venenosa arrancada en la oscuridad, la hiel de una cabra y el hígado de un judío, las hojas de un tejo que arraiga en las tumbas y el dedo de un niño muerto: todos estos ingredientes debían ponerse a hervir en una olla grande o caldera que, cuando se calentaba en exceso, se enfriaba con la sangre de un babuino. A esto se agregaba luego la sangre de una cerda que se había comido a sus crías y se arrojaba a las llamas la grasa de la soga utilizada para ahorcar a un asesino. Mediante estos hechizos obligaban a los espíritus infernales a responder a sus preguntas.
Consultaron a Macbeth si quería que resolvieran ellas sus dudas o sus amos, los espíritus. Él, en absoluto intimidado por las espantosas ceremonias que veía, respondió con audacia:
—¿Dónde están? Quiero verlos.
Y ellas llamaron a los espíritus, que eran tres. Y el primero emergió con la cabeza cubierta de un casco, llamó a Macbeth por su nombre y le pidió que se cuidara del barón de Fife. Macbeth le agradeció el consejo, pues tenía celos de Macduff, el barón de Fife.
Apareció entonces el segundo espíritu con la forma de un niño ensangrentado, llamó a Macbeth por su nombre y le recomendó no tener miedo, sino reírse del poder del hombre, pues nadie parido por una mujer podría hacerle daño; luego le aconsejó ser sanguinario, valiente y decidido.
—¡Vive entonces, Macduff! —exclamó el rey—. ¿Qué puedo temer de ti? Sin embargo, me aseguraré doblemente. ¡No vivirás, para que yo pueda decir al temor de corazón pálido que miente y dormir a pesar de los truenos!
Después de que se fuera este espíritu, apareció el tercero con la forma de un niño coronado, con un árbol en la mano. Llamó a Macbeth por su nombre y lo tranquilizó respecto a las conspiraciones, diciendo que nunca sería vencido hasta que el bosque de Birnam subiera a la colina de Dunsinane para combatirlo.
—¡Bien! ¡Dulces presagios! —gritó Macbeth—. ¿Quién puede mover un bosque y arrancarlo de sus raíces agarradas a la tierra? Veo que viviré durante el tiempo normal que corresponde a un hombre en la tierra y no seré segado por una muerte violenta. Sin embargo, mi corazón ansía saber una cosa. Decidme, si vuestro arte es capaz de hacerlo: ¿reinará alguna vez la estirpe de Banquo en este reino?
En ese instante, el caldero se hundió en la tierra y se oyó música. Ocho sombras parecidas a reyes pasaron entonces junto a Macbeth, y Banquo, el último, llevaba un espejo que mostraba los reflejos de muchos otros. Banquo, ensangrentado, sonreía a Macbeth y le mostraba las figuras. De lo cual Macbeth dedujo que eran los descendientes de Banquo que, después de él, reinarían en Escocia. Las brujas bailaron al son de una suave música, festejando la venida de Macbeth, y luego desaparecieron. A partir de ese día, los pensamientos de Macbeth fueron todos terribles y sanguinarios.
Lo primero que oyó tras salir de la caverna de las brujas fue que Macduff, barón de Fife, había huido a Inglaterra para unirse al ejército que se estaba formando al mando de Malcolm, el hijo mayor del difunto rey, con la intención de derrocar a Macbeth y poner a Malcolm, el auténtico heredero, en el trono. Macbeth, encolerizado, se dirigió al castillo de Macduff, pasó a cuchillo a su esposa e hijos, a quienes el barón había dejado en su residencia, y extendió la matanza a todos cuantos tuvieran un mínimo parentesco con Macduff.
Estos y otros crímenes enajenaron de él a los principales miembros de la nobleza. Los que pudieron huyeron para unirse a Malcolm y Macduff, los cuales se acercaban con un poderoso ejército reclutado en Inglaterra; y los demás deseaban en secreto éxito a esas tropas, si bien no podían tomar parte activa por miedo a Macbeth. Su labor de reclutamiento avanzaba con lentitud. Todo el mundo odiaba al tirano; nadie lo quería ni lo respetaba; todos sospechaban de él, y empezó a envidiar la situación de Duncan, a quien había asesinado, a quien la traición ya había hecho todo el daño posible y que dormía ahora tranquilamente en su tumba: ni el acero ni el veneno, ni la maldad doméstica ni las levas en el extranjero podían hacerle más daño.
Mientras esto sucedía, murió la reina, la única compañera en su perfidia, a cuyo seno podía acudir a veces en busca de un descanso momentáneo de las terribles pesadillas que los afectaban por las noches. Según todos los indicios, se tomó la muerte por su mano, incapaz de soportar la culpa, los remordimientos y el odio público; de tal modo que Macbeth se quedó solo, sin un alma que lo quisiera o lo cuidara ni un amigo a quien pudiera confesar sus malignos propósitos.
Macbeth empezó a despreciar su propia vida y a desear la muerte; pero la proximidad del ejército de Malcolm despertó en él cuanto quedaba de su antiguo coraje, y decidió morir, según sus propias palabras, «con los arneses sobre la espalda». Al mismo tiempo, las vacuas promesas de las brujas lo habían llenado de una falsa confianza y recordó las frases de los espíritus, según la cuales no le haría daño nadie parido por una mujer ni sería él derrotado hasta que el bosque de Birnam subiera a Dunsinane, cosa esta que, a su juicio, no sucedería nunca. Así las cosas, se encerró en su castillo, cuya fortaleza inexpugnable desafiaba cualquier sitio: allí esperó, resentido, la llegada de Malcolm. Un día se presentó un mensajero, aterrado, pálido, tembloroso y casi incapaz de dar parte de lo que había visto; según él, cuando hacía guardia en la colina y miró hacia Birnam, ¡le pareció que el bosque empezaba a moverse!
—¡Embustero y esclavo! —gritó Macbeth—. ¡Si no dices la verdad, te haré colgar vivo del árbol más próximo hasta que mueras de hambre! Pero si tu historia es cierta, no me importará que hagas conmigo otro tanto.
Pues Macbeth empezó a flaquear en su decisión y a sospechar de los ambiguos discursos de los espíritus. No había de temer nada hasta que el bosque de Birnam subiera a la colina de Dunsinane... ¡Y ahora un bosque se movía!
—Sin embargo —dijo—, si es verdad lo que este afirma, ¡armémonos y salgamos! Es lo mismo huir de aquí o quedarse. Empiezo a estar harto del sol y solo deseo que mi vida acabe.
Con estos desesperados discursos salió al encuentro de los sitiadores, los cuales ya habían llegado al castillo.
La extraña aparición que había dado al mensajero la idea de un bosque en movimiento es fácil de resolver. Cuando el ejército sitiador atravesó el bosque de Birnam, Malcolm, un general experto, dio órdenes a sus soldados de cortar cada uno una rama y llevarla delante, para así ocultar el verdadero número de sus fuerzas. La marcha de los soldados con las ramas tuvo, desde la distancia, tal efecto sobre el atemorizado mensajero. De este modo, las palabras del espíritu se hicieron realidad y su sentido demostró ser bien diferente de lo que había entendido Macbeth, de suerte que desapareció una de las amarras a las que se aferraba su confianza.
Así las cosas, se entabló una importante batalla en la cual Macbeth, apenas apoyado por quienes se llamaban sus amigos, pero en realidad lo odiaban y se inclinaban por el partido de Malcolm y Macduff, luchó con enorme ira y denuedo, descuartizando a todos cuantos se le oponían, hasta que llegó al lugar donde luchaba Macduff. Al ver a Macduff y recordar el consejo dado por el espíritu de que se cuidara precisamente de él, quiso volverse, pero Macduff, que lo había estado buscando durante toda la refriega, lo impidió, y se entabló un feroz combate. Macduff le reprochó amargamente el asesinato de su esposa y sus hijos. Macbeth, en cuya alma la sangre de aquella familia ya pesaba bastante, habría declinado la pelea; pero Macduff insistió en ella, llamándolo tirano, asesino, condenado al infierno y villano.
Luego Macbeth recordó las palabras del espíritu, según las cuales no le haría daño nadie parido por una mujer. Y con una sonrisa confiada dijo a Macduff:
—Te esfuerzas en vano, Macduff. Tan fácil te resultará herir el aire con tu espada, como hacerme sangrar. Mi vida está bajo un hechizo y no puede rendirse a ningún hombre parido por una mujer.
—Desconfía del hechizo —respondió Macduff— y deja que el espíritu embustero al que has servido te diga que Macduff no fue parido por una mujer, que no nació como nacen los hombres normales, sino que fue sacado antes de tiempo del vientre de su madre.
—¡Maldita sea la lengua que me dice esto! —exclamó, tembloroso, Macbeth, quien veía desaparecer el último asidero de su confianza—. Que nunca en el futuro los hombres crean las mentirosas ambigüedades de las brujas y espíritus malabaristas que nos engañan con palabras de doble sentido y, mientras mantienen al pie de la letra sus promesas, quiebran nuestras esperanzas con un significado diferente. Ni quiero luchar contigo.
—¡Pues vive! —dijo Macduff, desdeñoso—. Haremos de ti un espectáculo, y como cuando la gente presenta a monstruos, te pondremos un letrero con estas palabras: «¡Aquí puede verse al tirano!».
—¡Jamás! —gritó Macbeth, cuyo coraje volvió con la fuerza de la desesperación—. No viviré para besar la tierra a los pies del joven Malcolm ni para ser acosado por las maldiciones de la chusma. ¡Aunque el bosque de Birnam haya venido a Dunsinane y aunque luche conmigo quien no fue parido por una mujer, haré un último intento!
Con estas furiosas palabras se abalanzó sobre Macduff quien, tras un duro combate, lo derrotó, le cortó la cabeza y la dio como regalo a Malcolm, el joven y legítimo rey, el cual asumió el gobierno del que había sido despojado por las maquinaciones del usurpador y ascendió al trono de Duncan el Dócil entre las aclamaciones de los nobles y del pueblo.