A BUEN FIN NO HAY MAL PRINCIPIO

 

 

Beltrán, conde de Rosellón, acababa de heredar este título y los territorios correspondientes a raíz de la muerte de su padre. El rey de Francia amaba al padre de Beltrán; cuando se enteró de su muerte, enseguida llamó al hijo a la corte real de París con la intención de conceder al joven su protección y especiales favores como muestra de la amistad que lo uniera al difunto conde.

Beltrán vivía con su madre, la condesa viuda, cuando Lafeu, un anciano noble de la corte francesa, llegó con la misión de conducirlo ante el rey. El rey de Francia era un monarca absoluto, y la invitación a la corte tenía la forma de una orden o mandato real que ningún súbdito podía desobedecer, por muy elevado que fuera su rango. Por eso, la condesa dio la orden inmediata para la partida aunque, al separarse de su querido hijo, tenía la sensación de enterrar por segunda vez a su marido, cuya reciente pérdida aún lamentaba. Sin embargo, no osaba retener un día más a su hijo. Lafeu, que venía a buscarlo, intentó consolar a la condesa por la pérdida del difunto señor; y dijo, recurriendo al estilo lisonjero propio del cortesano, que el rey era tan afable que ella encontraría en su majestad a un marido y a un padre para su hijo, queriendo significar con ello, simplemente, que el buen príncipe pretendía amparar los caminos de Beltrán. Lafeu comunicó también a la condesa que el rey padecía una triste enfermedad, considerada incurable por sus médicos. La señora expresó su tristeza por la mala salud del rey y señaló que ojalá hubiera vivido el padre de Elena (una joven noble que la atendía y estaba en ese momento presente), pues él sin duda habría curado la enfermedad de su majestad. Acto seguido, contó a Lafeu parte de la historia de Elena. Era la única hija del célebre médico Gerardo de Narbona; este, poco antes de morir, la confió a su cuidado, de modo que ella puso a Elena bajo su protección tras el fallecimiento del médico. A continuación, la condesa elogió el carácter virtuoso y las excelentes cualidades de Elena, señalando que las había heredado de su digno padre. Mientras decía estas palabras, Elena lloraba en silencio, triste y afligida, de modo que la condesa la reprendió suavemente por su costumbre de lamentar en exceso la muerte de su padre.

Beltrán se despidió luego de su madre. La condesa se separó de su querido hijo con lágrimas en los ojos y muchas bendiciones y lo confió al cuidado de Lafeu, diciéndole:

—Aconséjele, buen señor, pues es un cortesano sin experiencia.

Las últimas palabras de Beltrán estuvieron dirigidas a Elena, mas fueron simples expresiones de cortesía y deseos de felicidad; y concluyó su breve despedida diciendo:

—Sé un consuelo para mi madre, tu señora, y cuídala bien.

Elena amaba a Beltrán desde hacía tiempo, y cuando lloró triste y afligida, no derramó lágrimas por Gerardo de Narbona. Elena quería a su padre, pero incluso había olvidado el aspecto y los rasgos del difunto debido al sentimiento presente de un amor mucho más profundo, cuyo objeto estaba a punto de perder. Así pues, su imaginación no atinaba a ver más imagen en la mente que la de Beltrán.

Elena amaba a Beltrán desde hacía tiempo, pero era siempre consciente de que se trataba del conde de Rosellón, el descendiente de la familia más rancia de las tierras francesas. Ella, en cambio, era de origen humilde. Los antepasados de él eran todos nobles. Por eso, ella alzaba la vista hacia el aristocrático Beltrán como hacia su maestro y querido señor y no se atrevía a formular un deseo que no fuera vivir como su servidor hasta morir como su vasallo. Tan grande le parecía la distancia entre la altura de la dignidad del conde y su baja extracción, que siempre decía:

—Es como amar a una estrella luminosa y soñar con tenerla por esposo, tan lejos está Beltrán de mí.

La ausencia de Beltrán llenó de lágrimas sus ojos y de pena su corazón; pues si bien amaba sin esperanza, la consolaba poder verlo a cada hora. Elena solía permanecer sentada, contemplando esos ojos oscuros, esas cejas arqueadas y los rizos de esa fina cabellera hasta que parecía dibujar su retrato en el lienzo de su corazón, de ese corazón tan capaz de registrar en la memoria cada línea de los rasgos del rostro querido.

Gerardo de Narbona, al morir, no le dejó más que unas prescripciones de rara y probada eficacia que, después de profundos estudios y de una larga experiencia en la medicina, había reunido como remedios supremos y casi infalibles. Entre los medicamentos había uno considerado el adecuado para combatir la enfermedad bajo la cual languidecía el rey en aquella época. Cuando Elena se enteró de las quejas del rey, diseñó en la mente un ambicioso proyecto para ir ella misma a París y emprender la tarea de curar al rey. No obstante, si bien Elena conocía esa prescripción selecta, no era probable que el rey y sus médicos, convencidos de que la enfermedad era incurable, dieran crédito a una pobre e ignorante muchacha que se ofrecía a llevar a cabo la cura. La sólida esperanza que abrigaba Elena de poder realizar con éxito el experimento no se basaba tan solo en los conocimientos de su padre, aunque fuera este el médico más famoso de su época; pues estaba ella convencidísima de que este excelente remedio estaba consagrado y destinado por las estrellas más afortunadas del cielo a ser el legado que le permitiera tener fortuna y acceder incluso al rango de esposa del conde de Rosellón.

Beltrán no llevaba mucho tiempo ausente cuando la condesa fue informada por su mayordomo de los monólogos de Elena; según dedujo de las palabras que murmuraba, estaba enamorada de Beltrán y se proponía seguirlo a París. La condesa despachó al mayordomo dándole las gracias y le rogó que comunicara a Elena su deseo de hablar con ella. Lo que acababa de oír le hizo recordar días del pasado: los días, probablemente, en que ella se enamorara del padre de Beltrán. Y dijo para sus adentros:

—Lo mismo me ocurrió cuando era joven. El amor es una espina que forma parte de la rosa de la juventud. Porque en la estación de la juventud, siendo como somos hijos de la naturaleza, esas equivocaciones nos pertenecen, aunque no las consideremos entonces errores.

Mientras así meditaba sobre las ilusiones amorosas de su juventud, entró Elena. La condesa le dijo:

—Elena, sabes que soy una madre para ti.

Elena replicó:

—Es usted mi honorable señora.

—Eres mi hija —insistió la condesa—. Te digo que soy tu madre. ¿Por qué te estremeces y te pones pálida al oír mis palabras?

Con mirada alarmada y la mente confundida, Elena contestó:

—Perdóneme, señora, pero usted no es mi madre; el conde de Rosellón no puede ser mi hermano ni yo su hija.

—Sin embargo, Elena, podrías ser mi nuera. Me temo que eso querrías ser y que por eso te perturban las palabras «madre» e «hija». Elena, ¿amas a mi hijo?

—¡Buena señora, perdóneme! —exclamó Elena, espantada.

La condesa repitió la pregunta:

—¿Amas a mi hijo?

—¿No lo ama usted, señora? —preguntó Elena.

La condesa replicó:

—No me contestes con evasivas, Elena. Vamos, ábreme tu corazón, pues tu amor se ha revelado del todo.

Elena, de rodillas, confesó su amor; avergonzada y atemorizada, pidió perdón a la noble señora. Y con palabras que expresaban su conocimiento de la desigualdad entre sus respectivos rangos, declaró que Beltrán no sabía que lo amaba y comparó su amor humilde y carente de esperanza con un indígena que adora el sol, el cual mira a su adorador, pero no sabe nada más de él. La condesa preguntó a Elena si no abrigaba desde hacía poco la intención de ir a París. Elena confesó el proyecto diseñado en su mente cuando por boca de Lafeu se enteró de la enfermedad del rey.

—¿Es ese el motivo de tu deseo de ir a París? —inquirió la condesa—. Dime la verdad.

Elena respondió con franqueza:

—Fue su hijo, mi señor, quien me hizo pensar en ello; de lo contrario, París, la medicina y el rey jamás habrían estado presentes en el discurrir de mis pensamientos.

La condesa escuchó la confesión sin pronunciar una palabra de aprobación ni de rechazo, pero sometió a Elena a un severo interrogatorio respecto a la posibilidad de que el medicamento fuera útil al rey. Así, descubrió que era el más preciado por Gerardo de Narbona entre todos cuantos poseía y que lo había dado a su hija en su lecho de muerte; y recordando la solemne promesa que había dado en esa hora terrible respecto a la joven cuyo destino, como la vida del propio rey, parecía depender de la realización de un proyecto (que, aunque concebido por las fervorosas indicaciones del pensamiento de una doncella enamorada, podía ser, según la condesa, la obra invisible de la Providencia para conseguir el restablecimiento del rey y sentar de paso las bases de la futura fortuna de la hija de Gerardo de Narbona), dio permiso a Elena para que siguiera su propio camino y, con suma generosidad, le ofreció amplios medios y servidores adecuados. Así pues, Elena se dirigió a París con las bendiciones de la condesa y con sus mejores deseos de éxito.

Elena llegó a París y, gracias a la intervención de su amigo el viejo señor Lafeu, obtuvo una audiencia ante el rey. Aún tuvo que superar muchas dificultades, pues el rey no se dejó convencer con facilidad de probar la medicina que le ofrecía esa bella y joven médica. Pero ella se identificó como hija de Gerardo de Narbona (cuya fama era bien conocida por el rey) y ofreció la preciosa medicina como su tesoro más querido, que contenía, dijo, la esencia de la larga experiencia y de todos los conocimientos de su padre. Además, se comprometió a pagar con su vida si en un plazo de dos días no conseguía restablecer del todo a su majestad. Al final, el rey consintió en probar el remedio. Si no se recuperaba al cabo de dos días, Elena perdería la vida; pero si ella tenía éxito, el rey prometió darle la posibilidad de elegir en toda Francia al hombre con el que quisiera casarse (solo quedaban excluidos los príncipes). La elección de un marido fue el precio que pidió Elena a cambio de curar al rey de su enfermedad.

Las esperanzas de Elena en cuanto a la eficacia del medicamento paterno estaban fundadas. Antes de que concluyeran los dos días, el rey estaba como una rosa y reunió a todos los jóvenes nobles en su corte para dar a la bella médica el premio prometido, un marido; pidió a Elena que mirara alrededor, entre ese juvenil racimo de nobles solteros, y eligiera a un marido. No tardó ella en tomar su decisión, pues entre los jóvenes señores vio al conde de Rosellón; volviéndose hacia Beltrán, dijo:

—Este es el hombre. No me atrevo a decir, señor, que lo elijo, pero desde ahora dedico mi vida a servirlo y la pongo bajo su guía y poder.

—Ya ves, joven Beltrán —intervino el rey—, tómala. Es tu esposa.

Beltrán no dudó en declarar su oposición al regalo del rey. Elena, esa joven que se ofrecía a sí misma, era, dijo, hija de un pobre médico, había sido criada a expensas de su padre y ahora vivía gracias a la generosidad de su madre. Elena oyó estas palabras de rechazo y desdén y dijo al rey:

—Estoy satisfecha con que os hayáis restablecido. Olvidémonos del resto.

Sin embargo, el rey no podía tolerar tal desaire a su real mando; pues el poder de casar a sus nobles era uno de los muchos privilegios de los reyes de Francia. Ese mismo día, Beltrán contrajo matrimonio con Elena, un matrimonio incómodo para Beltrán y de escasas expectativas para Elena, la cual, si bien había conseguido al esposo noble por el que se había jugado la vida, solo parecía haber ganado una nada, por cuanto el rey de Francia no tenía el poder de conceder como regalo el amor de su marido.

Apenas Elena se hubo casado, Beltrán le pidió que solicitara para él permiso del rey para ausentarse de la corte; y cuando le trajo la real autorización, Beltrán le comunicó que no estaba preparado para un matrimonio tan repentino, que lo había trastornado sobremanera y que por tanto no debía ella extrañarse del camino que seguiría. Elena no se extrañó, pero lamentó su intención de abandonarla. Beltrán le ordenó que fuera a casa de su madre. Cuando Elena oyó esta cruel orden, replicó:

—Señor, no puedo decir nada a eso, salvo que soy su sierva obediente y que, mientras viva, procuraré esforzarme y llenar el vacío al que me ha abocado mi humilde estrella, impidiéndome alcanzar tan alta fortuna.

Sin embargo, las modestas palabras de Elena no indujeron al arrogante Beltrán a apiadarse de su dulce esposa, y el conde de Rosellón se marchó sin siquiera mostrar la normal cortesía de una despedida amable.

Así pues, Elena volvió a la casa de la condesa. Había conseguido el objetivo de su viaje, había salvado la vida del rey y se había casado con el hombre deseado por su corazón, el conde de Rosellón; pero volvía rechazada a la residencia de su noble suegra y, apenas entró, recibió una carta de Beltrán que casi le partió el corazón.

La buena condesa le dio una cordial bienvenida y la trató como si hubiera sido la mujer elegida por su hijo y una dama de alto rango; le dijo palabras amables para consolarla del cruel rechazo de Beltrán, que, en el mismo día de la boda, había enviado a su esposa sola a su casa. Sin embargo, esta cariñosa acogida no logró animar el alma entristecida de Elena, que dijo:

—Señora, mi esposo se ha ido, y se ha ido para siempre.

Y acto seguido leyó unas palabras de la carta de Beltrán: «Cuando consigas el anillo que llevo en el dedo, del cual nunca saldrá, entonces podrás llamarme esposo, pero en lugar de ese “entonces” yo escribo “jamás”».

—¡Es una sentencia terrible! —exclamó Elena. La condesa le pidió paciencia y le dijo que, como Beltrán se había marchado, ella sería su hija y que se merecía un esposo servido por veinte jóvenes maleducados como Beltrán que a cada hora la llamaran su señora. Sin embargo, esa madre sin par trataba de aliviar en vano, con su trato respetuoso y protector y con sus cariñosos halagos, las penas de su nuera.

Elena seguía con la mirada clavada en la carta y, en una agonía de dolor, gritó: «Hasta que no tenga mujer, no tendré nada en Francia». La condesa preguntó si esas palabras procedían de la carta:

—Sí, señora —fue todo cuanto atinó a responder la pobre Elena.

A la mañana siguiente, Elena había desaparecido. Dejó una carta que había de ser entregada a la condesa después de su partida y en la cual le informaba de las razones de su repentina ausencia: en la carta comunicaba sentirse tan afligida por haber expulsado a Beltrán de su casa y su país que, para expiar la ofensa, emprendía un peregrinaje al sepulcro de Santiago el Mayor y concluía rogando a la condesa informara a su hijo de que la esposa odiada había abandonado su casa para siempre.

Beltrán se había marchado a Florencia después de dejar París y se convirtió allí en oficial del ejército del duque. Después de una guerra que acabó en victoria y en la cual él se distinguió por numerosos actos de valentía, Beltrán recibió una misiva de su madre con la buena noticia de que Elena ya no lo molestaría; se preparaba para volver a casa cuando la propia Elena, vestida de peregrina, llegó a la ciudad de Florencia.

Florencia era una ciudad utilizada por los peregrinos en su camino hacia Santiago; cuando Elena llegó a la ciudad, supo de una viuda hospitalaria que solía acoger en su casa a las peregrinas que se dirigían al sepulcro del santo, dándoles alojamiento y un trato amable. Así pues, Elena fue a ver a esta cordial señora, y la viuda le dio una cortés bienvenida, la invitó a ver las curiosidades de la célebre ciudad y le dijo que, si tenía la intención de ver el ejército del duque, ella la llevaría a un lugar donde la vista era buena.

—Y verá también a un paisano suyo —añadió la viuda—. Se llama conde de Rosellón y ha prestado valiosos servicios en las guerras del duque.

Elena no necesitó una segunda invitación cuando se enteró de que Beltrán participaría en el espectáculo. Acompañó a su anfitriona; y fue para ella un placer triste y doloroso ver, una vez más, el rostro de su amado marido.

—¿No le parece atractivo? —preguntó la viuda.

—Me gusta —contestó Elena, diciendo toda la verdad.

Durante todo el camino, el discurso de la charlatana viuda no cesaba de girar en torno a Beltrán. Contó a Elena la historia del casamiento de Beltrán, de cómo había abandonado a su pobre señora esposa y entrado en el ejército del duque para evitar vivir con ella. Elena escuchó con paciencia el relato de sus propias desgracias, y cuando concluyó, la historia de Beltrán no estaba todavía acabada, pues la anfitriona inició entonces la narración de otro capítulo, cada una de cuyas palabras calaron profundamente en el alma de Elena: pues esta segunda historia trataba del amor de Beltrán por la hija de la viuda.

Si bien Beltrán rechazaba el matrimonio que le había impuesto el rey, no era, por lo visto, insensible al amor, pues apenas se hubo acuartelado con el ejército en Florencia, se enamoró de Diana, una joven noble, hija de la viuda que era la anfitriona de Elena; y cada noche se presentaba, con música de todo tipo y canciones compuestas por él mismo y dedicadas a la belleza de Diana, ante la ventana de ella y solicitaba su amor; y todo el esfuerzo de su cortejo iba encaminado a que Diana le permitiera visitarla de forma clandestina cuando la familia se hubiera retirado a descansar. Sin embargo, Diana no estaba dispuesta a aceptar tan indecorosa propuesta ni a dar pábulo al cortejo, porque sabía que era un hombre casado. Pues había sido educada por los consejos de una madre prudente y de origen noble que, si bien vivía ahora en condiciones modestas, descendía de la familia aristocrática de los Capuletos.

La buena señora explicó todo esto a Elena, al tiempo que elogiaba los principios virtuosos de su discreta hija, motivados, según ella, por la excelente educación y los buenos consejos que le había dado; señaló, además, que Beltrán se había mostrado particularmente impertinente con Diana, insistiéndole en visitarla esa misma noche cuando a la mañana siguiente ya se marchaba de Florencia.

Aunque dolió a Elena oír la historia del amor de Beltrán por la hija de la viuda, el relato inspiró a su mente ardorosa (en absoluto desalentada por la escasa fortuna de su anterior plan) un proyecto para recuperar a su desaparecido esposo. Reveló a la viuda que era Elena, la esposa abandonada de Beltrán, y pidió a la amable anfitriona y a su hija que aceptaran la visita de Beltrán y que ella pudiera desempeñar el papel de Diana; el principal motivo de ese deseo de mantener un encuentro secreto con su marido, explicó, era conseguir de él un anillo cuya posesión, según él, la acreditaría como su esposa.

La viuda y su hija prometieron ayudarle en este asunto, movidas en parte por compasión hacia esa mujer desdichada y abandonada y en parte por la promesa de una recompensa, de la cual adelantó una bolsa de dinero. En el transcurso de ese día, Elena hizo llegar la noticia de su muerte a Beltrán; con la esperanza de que, una vez enterado de su fallecimiento y creyéndose libre de compromisos y habilitado para unas segundas nupcias, pidiera casarse con ella, que hacía el papel de Diana. Si conseguía la sortija y, además, la promesa de casarse, Elena estaba convencida de poder conseguir algún resultado positivo.

Después de anochecer, Beltrán fue introducido en la habitación de Diana, y allí lo esperaba Elena, dispuesta a recibirlo. Los halagos, piropos y el discurso amoroso que le dirigió sonaron como algo precioso a los oídos de Elena, aunque era ella muy consciente de que la verdadera destinataria era Diana; y Beltrán estaba tan encantado con ella que le prometió solemnemente ser su esposo y amarla in aetérnum. Ella confiaba en que todo esto presagiara un afecto real, es decir, que lo siguiera sintiendo cuando se enterara de que era su propia esposa, la despreciada Elena, la persona cuya conversación tanto lo fascinaba.

Beltrán nunca se percató de la inteligencia de Elena; de lo contrario no la habría tratado con tanto desdén. Y aun viéndola cada día, no había prestado atención alguna a su belleza; un rostro que solemos ver de forma continua pierde el efecto de la primera impresión, sea de belleza o de fealdad. Y, por otra parte, era imposible que él pudiera juzgar sus luces por cuanto ella sentía por él tanto respeto, mezclado con amor, que casi siempre guardaba silencio en su presencia. Ahora, sin embargo, que su destino y el final feliz de todos sus proyectos amorosos parecía depender de una impresión favorable en la mente de Beltrán a partir de esa entrevista nocturna, utilizó todo su ingenio para agradarle; y la simple gracia de su animada conversación y la dulzura entrañable de sus modales tanto cautivaron a Beltrán que juró casarse con ella. Elena pidió que se quitara un anillo del dedo como prenda de su afecto, y eso hizo él y se lo dio; y a cambio de esta sortija, cuya posesión era para ella tan importante, Elena le dio un anillo que le regalara el rey. Despidió a Beltrán antes del amanecer. Y él enseguida emprendió viaje hacia la casa de su madre.

Elena convenció a la viuda y a Diana de que la acompañaran a París, pues necesitaba su ayuda para cumplir plenamente el plan. Al llegar, se enteraron de que el rey había ido a visitar a la condesa de Rosellón, de suerte que Elena siguió al monarca dándose toda la prisa que pudo.

El rey se encontraba en perfecto estado de salud, y la gratitud hacia la persona que había producido su recuperación seguía tan presente en su mente que, apenas vio a la condesa de Rosellón, empezó a hablar de Elena, llamándola una joya preciosa perdida por la locura de su hijo. No obstante, viendo que el tema trastornaba a la condesa, la cual lamentaba sinceramente la muerte de Elena, dijo:

—Mi buena señora, yo lo he perdonado y olvidado todo.

Sin embargo, el viejo y afable Lafeu, que también estaba presente y no podía tolerar que la memoria de Elena, su favorita, quedara relegada con tal facilidad al olvido, intervino:

—He de decir que el joven señor ha ofendido gravemente a su majestad, a su madre y a su señora; pero es a él mismo a quien ha hecho el mayor daño, pues ha perdido a una esposa cuya belleza asombraba a todos los ojos, cuyas palabras cautivaban a todos los oídos y cuya profunda perfección incitaba a todos los corazones al deseo de servirle.

El rey respondió:

—El elogio de lo perdido hace grato el recuerdo. Está bien... llamadlo.

Se refería a Beltrán, quien se presentó entonces ante el rey; expresó su profunda tristeza por el mal que había hecho a Elena, y el rey le perdonó, por su difunto padre y por su admirable madre, y le concedió otra vez su protección. Sin embargo, la actitud afable del rey hacia él pronto se alteró, pues se percató de que Beltrán llevaba el mismo anillo que él había regalado a Elena; y recordó perfectamente que esta le había jurado por todos los santos del cielo que nunca se desprendería de dicho anillo, salvo en el caso de sufrir una gran desgracia, y que entonces lo enviaría al propio rey. Beltrán, interrogado sobre la procedencia de la sortija, contó una inverosímil historia de una dama que se la había arrojado por una ventana y negó haber visto a Elena desde el día de la boda. El rey, conocedor del rechazo que provocaba a Beltrán su esposa, temió que la hubiera asesinado. Ordenó a sus guardias que lo apresaran y señaló:

—Estoy envuelto en lúgubres pensamientos, pues mucho me temo que Elena ha sido vilmente asesinada.

En ese preciso momento hicieron su entrada Diana y su madre y presentaron al rey una solicitud, en la cual rogaban a su majestad ejercer su poder real para obligar a Beltrán a casarse con Diana, por cuanto él había prometido solemnemente contraer matrimonio con ella. Beltrán, temiendo la ira del rey, negó haber dado tal promesa. En eso, Diana sacó el anillo (que le había dado Elena), confirmando así la veracidad de sus palabras; y añadió que había regalado a Beltrán el anillo que este llevaba a cambio del otro, en el momento en que el joven había prometido casarse con ella. Al oír esta versión, el rey ordenó a los guardias que también la apresaran a ella; como la explicación del anillo difería de la de Beltrán, las sospechas del rey se veían confirmadas. Por eso, declaró que ambos serían condenados a muerte si no confesaban cómo habían llegado a la posesión de la sortija de Elena. Diana solicitó que se autorizara a su madre ir a buscar al joyero al que había comprado el anillo; concedido el permiso, la viuda salió y regresó al cabo de unos instantes con Elena.

La buena condesa había visto en silencio y con dolor el peligro que se cernía sobre su hijo y temía que fuera cierta la sospecha de que este había asesinado a su esposa; al descubrir con vida a su querida Elena, a quien amaba con auténtico afecto materno, sintió una alegría que apenas pudo soportar. El rey, por su parte, difícilmente podía creerlo, por el regocijo que sentía.

—¿Es, en efecto, esta persona que ven mis ojos la esposa de Beltrán?

Elena, que aún se consideraba una esposa no reconocida, replicó:

—No, mi buen señor. Solo veis la sombra de una esposa. El nombre y no la cosa.

Beltrán exclamó:

—¡Los dos! ¡Los dos! ¡Oh, perdón!

—¡Oh, mi señor! —dijo Elena—. Cuando desempeñé el papel de esta hermosa joven, te vi maravillosamente amable. Y mira, ¡aquí está tu carta! —Acto seguido, leyó con tono alegre las palabras que otrora repitiera con tanta tristeza—: «Cuando consigas el anillo que llevo en el dedo...». Pues ya está hecho. Fuiste tú quien me lo dio. ¿Serás mío, ahora que te he conquistado dos veces?

Beltrán contestó:

—Si me aclaras que fuiste tú la dama con la que hablé aquella noche, te amaré eternamente y con todo mi corazón.

Tal cosa no fue difícil, pues la viuda y Diana acudieron a demostrar la veracidad de las afirmaciones de Elena. Tan encantado quedó el rey con Diana, por la amistosa ayuda dada a la entrañable joven a quien tanto valoraba el monarca debido al importante servicio prestado, que también le prometió un esposo noble. La historia de Elena le había insuflado la idea de que era la recompensa adecuada que debían otorgar los reyes a las damas bellas cuando prestaban servicios decisivos.

Así las cosas, Elena llegó a la conclusión de que el legado de su padre había sido, en efecto, consagrado por las estrellas más afortunadas del cielo: pues era ahora la esposa amada de su querido Beltrán, era la nuera de su noble señora y era también condesa de Rosellón.