LA DOMA DE LA BRAVÍA

 

 

Catalina, la Bravía, era la hija mayor de Bautista, un rico gentilhombre de Padua. Era una dama tan temperamental y de espíritu tan incontrolable, una mujer tan varonil y tan lenguaraz que en Padua se la conocía por el nombre de Catalina la Bravía. Parecía muy improbable, y hasta diríase imposible, que se encontrara a un caballero dispuesto a la aventura de casarse con esta joven; por eso, se reprochaba a Bautista que aplazara su consentimiento a las muchas y buenas proposiciones hechas a Blanca, la dulce hermana de Catalina, y despachara a todos los pretendientes de la menor con la excusa de que, cuando la mayor estuviera ya fuera de casa, tendrían plena libertad para dirigirse a la joven Blanca.

Ocurrió, sin embargo, que un caballero llamado Petruchio vino a Padua en busca de una esposa y, sin amilanarse por las informaciones relativas al temperamento de Catalina y tras enterarse de que era rica y guapa, decidió casarse con esta célebre fiera y domarla hasta convertirla en una esposa dócil y obediente. No había, desde luego, persona más adecuada para emprender tamaña empresa que este tal Petruchio, cuyo ánimo era tan fuerte como el de Catalina, que era hombre de buen humor, ingenioso y de carácter alegre y, además, tan sabio y sensato que sabía perfectamente cómo fingir un ataque de cólera y conservar, al mismo tiempo, la serenidad, hasta el punto de que se habría reído a mandíbula batiente de su propia actuación airada, puesto que su temperamento natural era despreocupado y relajado. El aspecto de hombre colérico que asumió luego al casarse con Catalina era, pues, mera apariencia o, para ser más exactos, obra de su perspicacia, como único medio para superar, a su manera, el estilo apasionado de la furiosa Catalina.

Así las cosas, Petruchio empezó a cortejar a Catalina la Bravía. En primer lugar, solicitó a Bautista autorización para pretender a su «amable hija» Catalina, como la llamó Petruchio, y añadió con astucia que, habiendo oído de su timidez, modestia y suaves maneras, había venido de Verona para pedir su amor. El padre, deseoso de casarla, se vio sin embargo obligado a confesar que Catalina no respondía a tal descripción de su carácter; y pronto se vio de qué madera estaba hecha su suavidad, pues el maestro de música entró precipitadamente en la habitación para quejarse de su alumna, la suave Catalina, que le había dado un golpe en la cabeza con el laúd porque el hombre pretendía haber encontrado un fallo en su interpretación. Al oír estas palabras, Petruchio dijo:

—Es una moza brava. Ahora la amo más que nunca y me gustaría tener una charla con ella. —E insistiendo en una respuesta positiva del anciano caballero, añadió—: Señor Bautista, mis negocios no admiten dilación, y no puedo venir cada día a hacer la corte. Usted conocía a mi padre: ha muerto y me ha nombrado heredero único de todas sus tierras y bienes. Dígame, pues, qué dote me dará si me caso con ella.

Bautista consideró este estilo un tanto burdo para un pretendiente enamorado; pero, contento de poder casar a Catalina, respondió que le daría veinte mil coronas de dote en el acto y la mitad de sus fincas cuando muriera. Así pues, pronto se acordaron las condiciones de este extraño enlace. Bautista fue a informar a su indómita hija de las intenciones del pretendiente y la envió a Petruchio a escuchar su petición de mano.

Entretanto, Petruchio dedicaba su tiempo a preparar el modo de llevar el cortejo. Y dijo: «La cortejaré con ingenio cuando venga. Si despotrica contra mí, le diré que canta con la dulzura del ruiseñor; y si frunce el entrecejo, diré que su mirada es clara como las rosas recién humedecidas por el rocío. Si no me dice palabra, elogiaré la elocuencia de su discurso; y si me pide que me vaya, le daré las gracias por su invitación a quedarme una semana».

Poco después entró, majestuosa, Catalina, y Petruchio se dirigió a ella con estas palabras:

—Buenos días, Cata, que tengo entendido que así te llamas.

Catalina, disgustada por un saludo tan llano, respondió con desprecio:

—Quienes hablan de mí me llaman Catalina.

—Mientes —replicó el enamorado—. Pues te llamas sencillamente Cata, Cata la Buena y a veces Cata la Bravía; pero, Cata, eres la Cata más hermosa de la cristiandad, y como he oído, Cata, elogiar tu dulzura en todas las ciudades, he venido a cortejarte y pedirte que seas mi mujer.

Un extraño cortejo se produjo a continuación. Ella le demostró, con palabras sonoras y contundentes, que se había ganado el sobrenombre de Bravía con toda justicia, mientras él seguía ensalzando los términos dulces y corteses de ella, hasta que, al oír acercarse al padre, dijo (con la intención de dar por concluido el cortejo lo antes posible):

—Dulce Catalina, dejemos esta conversación, pues tu padre ha aceptado que seas mi mujer, tu dote ya ha sido acordada y, quieras o no, me casaré contigo.

Entró Bautista, y Petruchio le comunicó que había sido bien recibido por su hija y que le había prometido casarse el domingo siguiente. Catalina lo negó, señalando que prefería verlo ahorcado el domingo, y reprochó a su padre el querer casarla con ese loco y rufián que era Petruchio. Petruchio pidió al padre que no prestara atención a estas palabras airadas, pues habían acordado que ella se mostrara reacia ante su progenitor, a pesar de que, en la conversación a solas, la había encontrado muy amable y cariñosa; y dijo a ella:

—Dame la mano, Cata; iré a Venecia a comprarte un vestido hermoso para el día de la boda. Prepare la fiesta, padre, e invite a los huéspedes para la celebración. Os aseguro que traeré anillos, bellos adornos y ricos vestidos, para que mi Catalina pueda lucirse; y dame un beso, Cata, que nos casaremos este domingo.

Estaban el domingo todos los invitados a la boda reunidos, pero tuvieron que esperar un buen rato la llegada de Petruchio, al tiempo que Catalina lloraba, contrariada por la idea de que su prometido le hubiera gastado una broma. Al final, sin embargo, apareció; pero no traía las galas nupciales que había prometido a Catalina ni iba él vestido de novio, sino con un atavío extraño y desordenado como si quisiera burlarse de un asunto tan serio como una boda; asimismo, su criado y hasta los caballos en que venían estaban arreglados de una manera descuidada y fantástica.

No pudieron persuadir a Petruchio de que se cambiara de ropa; declaró que Catalina se casaba con él, no con su vestimenta. Y como llegaron a la conclusión de que era inútil discutir con él, se fueron todos a la iglesia. Allí siguió comportándose de forma disparatada, pues cuando el sacerdote preguntó si aceptaba a Catalina por esposa, él juró con voz tan sonora que el sacerdote, perplejo, dejó caer el libro; y cuando se agachó para recogerlo, el novio descerebrado le dio tal golpe que esta vez no solo cayó el libro, sino también el sacerdote. Mientras se celebraba la boda, el hombre no dejó de patear y jurar de tal manera que la fogosa Catalina temblaba y se estremecía de miedo. Concluida la ceremonia, y estando todavía en la iglesia, pidió vino, brindó en voz alta por la salud de todos y arrojó el líquido que quedaba en el fondo de la copa al sacristán en plena cara, aduciendo como único motivo que la barba del sacristán, rala y aparentemente hambrienta, parecía pedirle el resto de su bebida. Petruchio prosiguió estos actos salvajes, con el único objeto de llevar a cabo el proyecto por él diseñado para domar a su indómita esposa.

Bautista había organizado un festín de boda suntuoso, pero cuando regresaron de la iglesia, Petruchio agarró a Catalina y manifestó su intención de llevar a casa a su esposa en ese instante mismo; y ni los reproches de su suegro ni las palabras airadas de Catalina consiguieron hacerle cambiar de propósito. Proclamó el derecho del marido de disponer de su mujer como quisiera y, así las cosas, Catalina se marchó: el hombre parecía tan audaz y decidido que nadie se atrevía a detenerlo.

Petruchio montó a su mujer sobre un caballo miserable, flaco y deslomado que había elegido precisamente con este objeto; y él mismo y su lacayo tampoco cabalgaban sobre montas mejores. Viajaron por caminos malos y fangosos, y cada vez que el rocín de Catalina tropezaba, él juraba y despotricaba, como si fuera el hombre más apasionado de la tierra, contra la pobre y agotada bestia que apenas podía con el peso que llevaba encima.

Al final, tras un arduo recorrido en el que Catalina no oyó más que los ataques enloquecidos de Petruchio contra su criado y los caballos, llegaron a la casa. Petruchio le dio una cordial bienvenida, pero decidió que ella no comiera ni descansara esa noche. Las mesas estaban puestas, la comida servida; pero Petruchio, fingiendo encontrar algún defecto en cada plato, tiró la carne al suelo y ordenó a los criados que la retiraran; y todo lo hizo, dijo, por amor a Catalina, para que no probara una carne que no estaba bien preparada. Y cuando Catalina, cansada y sin haber cenado, se retiró a dormir, Petruchio descubrió otros fallos, esta vez en la cama, esparció las almohadas y sábanas por la habitación, de tal modo que ella se vio obligada a sentarse en una silla donde, cada vez que se dormía, era despertada por el vozarrón de su marido que despotricaba contra los criados por haber hecho tan mal la cama nupcial de la señora.

Petruchio mantuvo la misma estrategia al día siguiente, es decir, siguió diciendo palabras amables a Catalina, pero cuando ella intentó comer, encontró alguna tara en lo que se le sirvió y arrojó el desayuno al suelo, como había hecho con la cena; y Catalina, la altiva Catalina, se vio obligada a pedir a los criados que le trajeran de forma clandestina algún bocado. Ellos, sin embargo, aleccionados por Petruchio, dijeron no atreverse a traer nada sin conocimiento de su amo.

—Vaya —replicó ella—, ¿conque se casó conmigo para matarme de hambre? Los mendigos que llaman a la puerta de mi padre reciben comida. Pero yo, que jamás en mi vida he tenido que pedir nada, me muero de hambre y de sueño; me mantienen despierta los juramentos y me alimentan los gritos. Y lo que más me fastidia es que lo hace todo bajo el nombre del amor perfecto, fingiendo que si durmiera o comiera, moriría a buen seguro.

En ese momento, el soliloquio fue interrumpido por la entrada de Petruchio: como no pretendía matarla de hambre, le traía un trocito de carne.

—¿Cómo van las cosas, mi dulce Cata? —preguntó—. Aquí tienes, cariño, para que veas cuán diligente soy. Yo mismo he preparado la carne. Estoy convencido de que tanta amabilidad merece cierta gratitud. ¿Cómo? ¿Ni una palabra? Ya veo, no te gusta la carne, y todos mis esfuerzos han sido en vano.

Acto seguido, ordenó al lacayo que se llevara el plato. Aunque estaba furiosa a más no poder, el hambre de lobo había resquebrajado el orgullo de Catalina y la llevó a pronunciar estas palabras:

—Le pido que lo deje.

Sin embargo, no era esto todo a lo que Petruchio quería obligarla, de modo que dijo:

—El servicio más modesto merece un agradecimiento. Por tanto, debes darme las gracias antes de tocar la carne.

Aunque reacia, Catalina murmuró:

—Gracias, señor.

Así, Petruchio aceptó que tomara esa frugal comida, diciendo:

—Mucho bien hará a tu gentil corazón, Cata. ¡Come aprisa! Porque ahora, cariño, volveremos a casa de tu padre, lo celebraremos por todo lo alto y llevarás vestidos y gorros de seda y anillos de oro, gorgueras y pañuelos y abanicos y dos mudas de lencería.

Y para hacerle creer que, en efecto, tenía la intención de darle todas estas cosas tan vistosas, hizo entrar a un sastre y a un sombrerero que traían la ropa nueva que había encargado; dio, antes de que ella hubiera saciado su hambre, el plato a un criado para que se lo llevara y preguntó:

—¿Cómo, ya has comido?

El sombrerero presentó un gorro y dijo:

—Aquí está el gorro que ha encargado su señoría.

A lo cual Petruchio empezó a despotricar de nuevo, declaró que una escudilla había servido de modelo al gorro, pero que no era más grande que una concha o una cáscara de nuez, y ordenó al sombrerero que se lo llevara e hiciera uno más grande.

Catalina intervino:

—Quiero este. Todas las damas llevan gorros así.

—Cuando seas una mujer amable —replicó Petruchio—, también tendrás uno, pero no antes.

La carne que había comido había reanimado su espíritu abatido, de modo que ella contestó:

—Mire, señor, supongo que tengo derecho a hablar, y lo haré. No soy una niña ni una criatura; personas de mayor alcurnia que usted han tolerado que les hablara a mi antojo; si usted no puede, será mejor que se tape los oídos.

Petruchio no prestó atención a estas palabras airadas, pues había descubierto afortunadamente un método más adecuado para manejar a su esposa que una discusión acalorada. Por eso contestó así:

—Pues sí, tienes razón. Es un gorro barato, y te amo precisamente porque no te gusta.

—Me ames o no me ames —declaró Catalina—, el gorro me gusta, y me quedaré con él o no me quedaré con ninguno.

—Dices que quieres ver el vestido —dijo Petruchio, fingiendo aún que la malentendía.

El sastre dio entonces un paso adelante y le mostró el maravilloso vestido que le había hecho. Petruchio, empeñado en que su mujer se quedara sin gorro ni vestido, también le encontró defectos.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¡Qué es esto! ¡A esto lo llama usted una manga! ¡Pues parece más bien un cañón pequeño, con cortes de arriba abajo como un pastel de manzana!

El sastre se defendió:

—Me pidió que hiciera un vestido a la moda.

Y Catalina opinó que nunca había visto vestido mejor hecho. Estas palabras bastaron a Petruchio, quien, mientras a escondidas prometía a ambos señores pagarles sus mercancías y se disculpaba por el extraño trato que les daba, los expulsaba de la sala con palabras airadas y gestos feroces. Luego, volviéndose hacia Catalina, dijo:

—No importa, Cata, iremos a casa de tu padre con estos sencillos vestidos que llevamos puestos.

Pidió que le prepararan los caballos y afirmó que llegarían a casa de Bautista a la hora de la comida, pues solo eran la siete de la mañana. Catalina se atrevió a insinuar con suma modestia, amedrentada por la violencia de su trato:

—Le aseguro, señor, que son las dos de la tarde y que habrán cenado antes de que lleguemos.

Pero Petruchio quería someterla del todo, de tal manera que asintiera a cada cosa que él dijera, antes de llevarla a la casa de su padre. Por eso, como si fuera el amo del mismísimo sol y tuviera mando sobre las horas, declaró que sería la hora que él quisiera y prosiguió de la siguiente guisa:

—Porque haga lo que haga y diga lo que diga, tú me sigues contradiciendo. No iré hoy, y cuando vaya, será la hora que yo diga.

Al día siguiente, Catalina se vio obligada a practicar su recién descubierta obediencia; Petruchio solo le permitiría visitar la casa de su padre a partir del momento en que su espíritu orgulloso alcanzara un sometimiento tan perfecto que ni siquiera recordara la existencia de la palabra contradicción. E incluso cuando ya se dirigían allá, ella corrió peligro de ser devuelta a casa, simplemente porque insinuó que el resplandor del mediodía era debido al sol, mientras que él sostenía que era debido a la luna.

—Por el hijo de mi madre, o sea, por mí mismo —declaró Petruchio—, que será la luna o las estrellas o lo que yo diga, antes de proseguir el viaje a la casa de tu padre.

Dicho esto, hizo como si volviera a su casa; pero Catalina, que ya no era Catalina la Bravía, sino una esposa obediente, dijo:

—Sigamos el viaje, se lo ruego, ya que hemos llegado tan lejos. Será el sol o la luna o lo que le dé la gana, y si quiere llamarlo una vela de junco, pues juro que para mí será eso.

Petruchio quiso someterla a prueba e insistió:

—Yo digo que es la luna.

—Sé que es la luna —afirmó Catalina.

—Mientes, porque es el sol bendito.

—Pues entonces es el sol bendito —respondió Catalina—. Pero no será el sol cuando usted diga que no lo es. Será el nombre que le dé y siempre será así para Catalina.

Así las cosas, Petruchio consintió en reemprender el viaje; sin embargo, deseoso de comprobar si seguía en pie ese espíritu de obediencia, saludó a un anciano que encontraron en el camino como si fuera una joven:

—Buenos días, amable señorita.

Preguntó a Catalina si había visto a una doncella tan hermosa, elogió los colores blanco y rosado de las mejillas del anciano y comparó sus ojos con dos estrellas luminosas. Volvió a saludar al viejo:

—Muy buenos días tenga otra vez, dulce y bella joven. —Y se volvió hacia su esposa—: Cata, cariño, abrázala por su hermosura.

Catalina, ya del todo vencida, asumió enseguida la opinión de su marido y se dirigió al viejo con un discurso muy similar:

—Eres tierna y dulce y hermosa, virgen en flor, ¿adónde vas y dónde vives? ¡Felices los padres de tan bella muchacha!

—¿Qué dices, Cata? —exclamó Petruchio—. Espero que no te hayas vuelto loca. Es un hombre, viejo y arrugado, curtido y marchito, y no una doncella como dices.

A lo cual Catalina dijo:

—Perdóneme, anciano caballero; tanto me ha deslumbrado el sol que todo cuanto veo me parece verde. Ahora me doy cuenta de que es usted un respetable abuelo. Confío en que me perdone tan triste confusión.

—Venga, buen señor —dijo Petruchio—, y dígame hacia dónde va. Si sigue el mismo camino que el nuestro, encantados lo acompañaremos.

El anciano contestó:

—He de decirles, estimado caballero y amable dama, que este extraño encuentro me ha sorprendido sobremanera. Me llamo Vicencio y voy a visitar a un hijo mío que vive en Padua.

Petruchio se enteró, pues, de que el anciano era el padre de Lucencio, el joven gentilhombre que había de casarse con Blanca, la hija menor de Bautista, y colmó de felicidad a Vicencio al contarle de la suntuosa boda que pronto iba a tener lugar; y juntos viajaron alegremente hasta llegar a la casa de Bautista, donde se había reunido un nutrido grupo de personas para celebrar la boda de Blanca y Lucencio, a la cual Bautista había dado de buena gana la aprobación tras haber casado a su Catalina.

Bautista les dio la bienvenida a la fiesta, en la cual también participaba otra pareja recién casada.

Lucencio, el esposo de Blanca, y Hortensio, el otro recién casado, no pudieron reprimir ciertas bromas e indirectas alusivas al carácter indómito de la mujer de Petruchio; los alegres novios parecían encantados con el talante delicado de las damas que habían elegido y se burlaban de Petruchio por su no tan afortunada elección. Petruchio, sin embargo, prestó escasa atención a las bromas mientras las damas se retiraban después de la comida, pero luego se percató de que el propio Bautista se apuntaba al coro de risas. Pues cuando Petruchio afirmó que su esposa demostraría más obediencia que las otras, el padre de Catalina declaró:

—Lo siento, Petruchio, pero mucho me temo que te haya tocado la más fiera de las bravías.

—Pues yo digo que no —contestó Petruchio— y para demostrarlo, pido que cada uno haga venir a su mujer, y aquel cuya esposa sea la más obediente y venga la primera habrá ganado la apuesta que propongo.

Los otros dos maridos aceptaron de buena gana la apuesta, confiados en que sus dulces esposas demostrarían ser más obedientes que la terca Catalina; así pues, propusieron apostar veinte coronas. Petruchio, sin embargo, aseguró regocijado que apostaría eso por su halcón o su galgo, pero no por su mujer, que merecía una apuesta veinte veces superior. Lucencio y Hortensio se arriesgaron, pues, a poner cien coronas. Lucencio envió primero a su criado a comunicar a Blanca que viniera a verlo. El criado volvió y dijo:

—Señor, mi ama me manda decirle que está muy atareada y no puede venir.

—¿Cómo? —exclamó Petruchio—. ¿Dice estar atareada y no poder venir? ¿Es esa la respuesta de una esposa?

Se rieron de él y le encarecieron que rogara a Dios que la contestación de su propia esposa no fuese peor.

Ahora le tocaba a Hortensio llamar a su mujer; así pues, dijo a su criado:

—Ve y suplica a mi esposa que venga ahora mismo.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Petruchio—. Le suplica. Así puede que venga.

—Mucho me temo, señor —replicó Hortensio—, que tu mujer ni siquiera oirá tus súplicas.

Sin embargo, este buen marido empalideció acto seguido, pues el criado regresó sin su esposa y le comunicó:

—Señor, dice mi ama que seguramente tiene usted alguna broma entre manos y que por eso no vendrá. Y pide que vaya usted por ella.

—¡De mal en peor! —gritó Petruchio; y entonces mandó a su lacayo—: Muchacho, ve a buscar a tu señora y dile que le ordeno que venga.

El grupo apenas tuvo tiempo para pensar que no obedecería a la orden, pues al cabo de unos instantes Bautista exclamaba estupefacto:

—¡Por la Virgen santísima! ¡Ahí viene Catalina!

Entró ella y preguntó con suma docilidad:

—¿Cuál es su deseo, señor, que me ha mandado venir?

—¿Dónde están tu hermana y la mujer de Hortensio?

—Sentadas, charlando al lado de la chimenea de la sala.

—¡Pues ve y tráelas!

Se marchó Catalina sin chistar, decidida a llevar a cabo la orden de su esposo.

—Si se quiere hablar de milagros —dijo Lucencio—, he aquí uno.

—Efectivamente —intervino Hortensio—. Me pregunto qué presagiará.

—Pues presagia paz —respondió Petruchio— y amor y una vida tranquila y la supremacía justa; en resumen, dulzura y felicidad.

El padre de Catalina, alborozado por esta positiva transformación de su hija, señaló:

—¡Que seas feliz, Petruchio, hijo mío! Has ganado la apuesta, y agregaré otras veinte mil coronas a su dote, como si fuera otra hija, porque ha cambiado tanto como si no hubiera existido nunca.

—No —dijo Petruchio—, quiero ganar la apuesta de mejor manera y ofreceros más muestras de su recién adquirida virtud y obediencia.

Catalina entró con las dos damas, y Petruchio aprovechó la ocasión para proseguir:

—Ahí la veis venir, trayendo a vuestras mujeres como prisioneras de su persuasión femenina. Catalina, el gorro no te queda bien; ¡quítate esa porquería y tírala al suelo!

Catalina se quitó el gorro en el acto y lo tiró al suelo.

—¡Dios mío! —exclamó la esposa de Hortensio—. ¡Ojalá no tenga nunca un motivo para llorar hasta que no me hagan pasar por una situación tan estúpida!

Blanca tampoco se quedó atrás:

—¡Qué vergüenza! ¿Llamáis obediencia a esta necedad?

A lo cual su marido no pudo reprimirse y dijo:

—Ojalá tu obediencia fuera tan necia. La listeza de tu obediencia me ha costado cien coronas desde la hora de la comida.

—Más necio has sido tú —replicó Blanca—, apostando por mi obediencia.

—Catalina —ordenó Petruchio—, explica a estas tercas la obediencia que deben a sus señores y esposos.

Y para asombro de todos los presentes, la indómita reformada elogió con elocuentes palabras el deber femenino de la obediencia que antes había practicado de hecho, sometiéndose a la voluntad de Petruchio. Y Catalina volvió a ser famosa en Padua, no ya como Catalina la Bravía, sino como la esposa más obediente y sumisa de Padua.