Se encontraban enfrentados los estados de Siracusa y Éfeso, y una cruel ley de esta ciudad estipulaba que cualquier mercader de Siracusa que fuera visto en Éfeso sería condenado a muerte a no ser que pagara un rescate de mil marcos.
Egeonte, un anciano comerciante de Siracusa, fue descubierto en las calles de Éfeso y llevado ante la presencia del duque, sea para pagar la severa multa o para recibir la sentencia de muerte.
Egeonte carecía de dinero para pagar la multa, y el duque, antes de pronunciar la sentencia, le pidió que relatara la historia de su vida y explicara los motivos por los cuales se había arriesgado a venir a Éfeso, ciudad a la que tenían prohibida la entrada los siracusanos.
Dijo Egeonte que no temía la muerte, pues el sufrimiento lo había llevado a cansarse de vivir, y que difícilmente se le podía imponer tarea más dura que relatar los hechos de su desdichada vida. Dicho esto, inició su relato de la siguiente guisa:
—Nací en Siracusa y me eduqué para ejercer la profesión de comerciante. Me casé con una mujer con la cual viví muy contento, pero me vi obligado a viajar a Epidamno, donde los negocios me retuvieron durante seis meses. Luego, al darme cuenta de que aún debía quedarme más tiempo, llamé a mi esposa. Y ella, a poco de llegar, dio a luz dos hijos; eran, cosa extraña, absolutamente idénticos el uno al otro, de modo que resultaba del todo imposible distinguirlos. Por las mismas fechas en que mi esposa trajo al mundo a estos mellizos, una pobre mujer dio a luz dos hijos en la posada en que nos alojábamos, y estos mellizos eran también idénticos el uno al otro. Como los padres de dichos niños eran pobres de solemnidad, compré a los dos pequeños y los crié para que sirvieran a los míos.
»Mis hijos eran unos niños excelentes y mi esposa se mostraba no poco orgullosa de los dos. Como ella insistía cada día en regresar a casa, consentí finalmente muy a pesar mío, y en una mala hora embarcamos; pues no nos habíamos alejado ni una legua de Epidamno cuando se levantó una horrible tempestad que prosiguió con tal vehemencia que los marineros, al no ver posibilidad alguna de salvar el barco, se refugiaron en el bote para salvar sus vidas y nos dejaron solos en la nave, próxima a ser destruida por la furia de la tormenta.
»Los sollozos incesantes de mi mujer y los quejidos lastimeros de los hermosos niñitos que, como no sabían qué temer, lloraban por copiar, porque veían llorar a su madre, me llenaron de terror y temor por ellos, que no por mí, pues no temía la muerte; y todos mis pensamientos se dedicaban a buscar los medios para salvarlos. Até al menor al extremo del mástil de reserva que los navegantes suelen usar contra las tormentas; al otro extremo até al menor de los esclavos gemelos, y al mismo tiempo di instrucciones a mi esposa para que atara de manera semejante a los otros niños a otro mástil. Ella se encargó del cuidado de los dos niños mayores y yo de los menores, y así nos atamos, pues, cada uno a palos diferentes con los niños. De no haber sido por esta estratagema, habríamos estado todos perdidos, pues el barco chocó contra una gran roca, se partió en dos y se hizo añicos. Aferrados a esos mástiles de escaso peso, flotamos sobre el agua donde, al tener a mi cargo a dos niños, no pude ayudar a mi esposa, la cual no tardó en separarse de mí con las otras dos criaturas. Estaban aún a la vista cuando vi que los rescataba un bote de pescadores provenientes, supuse, de Corinto, y al verlos sanos y salvos, consagré todas mis fuerzas a luchar contra las olas embravecidas con el fin de salvar a mi querido hijo y al esclavo más pequeño. Al final también fuimos rescatados por un navío, y los marineros, que me conocían, nos dieron una benévola acogida y ayuda y nos desembarcaron sanos y salvos en Siracusa. Sin embargo, desde aquella triste hora nunca he sabido nada ni de mi esposa ni de mi hijo mayor.
»El menor, que es ahora el único objeto de mis desvelos, empezó a preguntar a los dieciocho años de edad por su madre y su hermano y a rogarme cada vez con más frecuencia poder llevar consigo a su criado, el menor de los dos esclavos, para emprender la búsqueda de los desaparecidos. Al final di el consentimiento muy a pesar mío, pues si bien estaba deseoso de saber algo de mi esposa y mi hijo mayor, también corría el riesgo de perder al menor enviándolo en busca de ellos. Han pasado siete años desde que mi hijo se despidiera de mí; llevo cinco años viajando por el mundo en su busca: he estado en las regiones más recónditas de Grecia y he llegado a los confines de Asia y, siguiendo la costa rumbo a mi país, he desembarcado aquí en Éfeso, pues no quería dejar pasar ningún lugar habitado por seres humanos. Este día daría por concluida la historia de mi vida, y me sentiría feliz en la hora de mi muerte si estuviera seguro de que mi esposa y mis hijos siguen con vida.
En este punto concluyó el desdichado Egeonte el relato de sus desgracias. El duque se apiadó del desafortunado padre que había asumido tan grave peligro por amor a su hijo perdido y dijo que le habría concedido el perdón si no hubiera sido contrario a unas leyes que él, debido a su dignidad y juramento, no podía alterar. Sin embargo, en vez de condenarlo a muerte en el acto, como ordenaba la letra estricta de la ley, le daría ese día con el fin de que intentara conseguir o pedir prestado el dinero necesario para pagar la multa.
Egeonte no consideró un gran favor este día de gracia, por cuanto no conocía a nadie en Éfeso y pocas posibilidades tenía, según él, de que algún extranjero le diera o prestara los mil marcos de la multa; inerme y desesperado, se retiró custodiado por un carcelero.
Egeonte creía no conocer a nadie en Éfeso; pero en el momento mismo en que corría peligro de perder la vida debido a su empeño por encontrar al hijo menor, este hijo y el mayor se encontraban ambos en la ciudad.
Los hijos de Egeonte no solo eran idénticos por sus rasgos y aspecto físico, sino que llevaban también el mismo nombre, pues los dos se llamaban Antífolo, y los esclavos gemelos se llamaban ambos Dromio. Dio la casualidad de que el hijo menor de Egeonte, Antífolo de Siracusa, a quien el anciano había venido a buscar a Éfeso, llegó con su esclavo ese mismo día; y como también era un mercader de Siracusa, corría el mismo riesgo que su padre. Sin embargo, tuvo la fortuna de encontrarse con un amigo que le advirtió del peligro que corría un anciano comerciante de Siracusa y le recomendó hacerse pasar por un mercader de Epidamno; Antífolo se mostró de acuerdo y lamentó la suerte de su paisano, aunque no imaginaba, desde luego, que ese anciano comerciante fuera su propio padre.
El hijo mayor de Egeonte (a quien tendremos que llamar Antífolo de Éfeso para distinguirlo de su hermano de Siracusa) llevaba veinte años residiendo en Éfeso y, como era hombre rico, bien habría podido pagar el rescate para salvar la vida de su padre; pero Antífolo no sabía nada de su padre, pues era tan pequeño cuando él y su madre habían sido salvados de las aguas, que solo recordaba haberse librado del peligro, pero no se acordaba ni de su padre ni de su madre; los pescadores que rescataron a este Antífolo, a su madre y al joven esclavo Dromio separaron a los pequeños de ella (para congoja de la desdichada señora) con la intención de venderlos.
Antífolo y Dromio fueron vendidos al duque de Menafonte, célebre guerrero y tío del duque de Éfeso, que llevó a los niños a esta ciudad un día que fue a visitar a su sobrino.
El duque de Éfeso sintió aprecio por Antífolo y al cabo de un tiempo lo nombró oficial de su ejército, donde el joven se distinguió por su bravura en las guerras y salvó la vida a su patrón, el duque, el cual recompensó sus méritos casándolo con Adriana, una dama adinerada de Éfeso; con ella vivía, pues (siempre atendido por su esclavo Dromio), en la época de la llegada de su padre a la ciudad.
Antífolo de Siracusa se despidió del amigo que le había recomendado hacerse pasar por oriundo de Epidamno y dio a su esclavo Dromio dinero para que lo llevara a la taberna donde tenía la intención de comer, mientras él se proponía dar un paseo por la ciudad y observar las costumbres de la gente.
Dromio era un personaje simpático, y cuando Antífolo estaba melancólico y deprimido, solía divertirse con las ingeniosidades y bufonadas de su esclavo, cuya libertad de expresión era mucho más amplia que la habitual entre amos y criados.
Cuando Antífolo de Siracusa despachó a Dromio con el mencionado encargo, se quedó un rato pensando en sus solitarios peregrinajes en busca de la madre y del hermano, sobre cuyo paradero no había podido obtener información alguna en todos los lugares que había recorrido. Con tristeza se dijo a sí mismo: «Soy como una gota de agua que busca su gota afín en el océano y se pierde en el ancho mar. Así me pierdo, desgraciado, buscando a mi madre y a mi hermano».
Mientras pensaba en sus fatigosos y hasta ahora infructuosos viajes, regresó Dromio (o la persona que él tomó por tal). Antífolo, extrañado de que volviera tan pronto, le preguntó dónde había dejado el dinero. De hecho, sin embargo, no era su Dromio con quien hablaba, sino el gemelo de este que vivía con Antífolo de Éfeso. Los dos Dromios y los dos Antífolos seguían siendo tan idénticos como habían sido en la infancia, según la descripción de Egeonte; por tanto, no era de extrañar que Antífolo lo tomara por su propio esclavo y le preguntara por qué había regresado tan temprano. Dromio respondió:
—Mi señora me ha enviado a decirle que fuera a comer. El capón se quema, el lechón se cae del asador, y la carne se habrá enfriado cuando llegue a casa.
—Estas bromas están pasadas de moda —dijo Antífolo—. ¿Dónde has metido el dinero?
Dromio, sin embargo, insistía en que lo había enviado su señora a decirle que fuera a comer.
—¿Qué señora? —preguntó Antífolo.
—Pues la esposa de su excelencia, señor —replicó el esclavo.
Antífolo, hombre soltero, se enfureció con Dromio:
—El que a veces hable contigo con familiaridad no significa que puedas tomarte ciertas libertades y burlarte de mí de esta manera. No estoy de humor, así que ¿dónde está el dinero? Siendo como somos aquí extranjeros, ¿cómo te atreves a confiar a otros la custodia de una cantidad tan grande?
Dromio oyó que su presunto amo los consideraba extranjeros y supuso que estaba bromeando, así que contestó en tono divertido:
—Haga el favor, señor, de guardarse las bromas para la comida. Solo tengo el encargo de conducirlo a casa, para que coma con mi señora y su hermana.
En esto, Antífolo perdió la paciencia y golpeó a Dromio, que se fue corriendo a casa y comunicó a su señora que el amo se negaba a venir a casa a comer y decía no tener esposa.
Adriana, la mujer de Antífolo de Éfeso, se encolerizó sobremanera cuando se enteró de que su marido decía no tener esposa; era ella de carácter celoso y, según su interpretación, su esposo estaba insinuando que amaba a otra; empezó a inquietarse y a pronunciar palabras desagradables, de celos y reproches a su marido; mientras, Luciana, la hermana que vivía con ella, en vano intentaba convencerla de la falta de fundamento de sus sospechas.
Antífolo de Siracusa se fue a la taberna y encontró allí a Dromio con el dinero a buen recaudo. A punto estaba de reprenderlo por sus bromas y libertades cuando se presentó Adriana y, sin dudar un segundo de que era su marido, empezó a reprocharle que la mirara como si fuera una extraña (qué iba a hacer el pobre, si nunca en su vida había visto a esa señora encolerizada) y le recordó cuánto la había amado antes de casarse e insinuó que ahora amaba a otra mujer.
—¿Cómo es eso, esposo mío? —preguntó—. ¿Cómo es que he perdido tu amor?
—¿Está usted hablando conmigo, señora? —preguntó Antífolo, estupefacto.
En vano le explicó que no era su marido y que solo llevaba dos horas en Éfeso; ella insistió en llevarlo a casa; y Antífolo, incapaz de encontrar una salida, fue al final con ella a la casa de su hermano y comió con Adriana y la hermana de esta. Una lo llamaba esposo y la otra hermano, al tiempo que él, perplejo, creía haberse casado en sueños o estar soñando en esos instantes. A todo esto, Dromio, que los siguió, se quedó no menos de una pieza pues la ayudante de cocina, que era la mujer de su hermano, también lo tomó por su marido.
Mientras Antífolo de Siracusa comía con la esposa de su hermano, este, el verdadero marido, volvió con su esclavo Dromio a casa, pues era ya la hora de comer; sin embargo, los criados no le abrieron, obedeciendo órdenes de la señora de no admitir a nadie. Cuando llamaron repetidas veces a la puerta y dijeron ser Antífolo y Dromio, las criadas se rieron, diciendo que Antífolo estaba comiendo con la señora y Dromio en la cocina; y si bien a punto estuvieron de tirar abajo la puerta, no fueron admitidos. Antífolo se marchó furioso y asombrado de oír que un caballero comía con su mujer.
Después de comer, Antífolo de Siracusa aún no salía de su asombro, ya que la dama insistía en llamarlo marido y de igual modo llamaba la ayudante de cocina a Dromio. Así las cosas, se marchó tan pronto encontró un pretexto para largarse; pues si bien quedó prendado de Luciana, la hermana de Adriana, esta, una mujer sumamente celosa, no le gustaba en absoluto; Dromio, por su parte, tampoco estaba satisfecho con su bella esposa de la cocina. En consecuencia, tanto el amo como el criado se alegraron de escapar a toda prisa de sus recién adjudicadas esposas.
Cuando salió de la casa, Antífolo de Siracusa se encontró con un orfebre quien, al igual que Adriana, lo tomó por Antífolo de Éfeso y, llamándolo por su nombre, le dio una cadena de oro; y como Antífolo se negó a aceptarla, diciendo que no le pertenecía, el orfebre le replicó que la había hecho por encargo suyo; y se marchó, dejando la cadena en manos de Antífolo. Este ordenó a su criado Dromio que cargara todas sus pertenencias en un barco, decidido a no quedarse más tiempo en un lugar donde le ocurrían peripecias tan extrañas que estaba convencido de estar embrujado.
El orfebre que acababa de dar la cadena al otro Antífolo fue arrestado acto seguido por una suma de dinero que debía; y Antífolo, el hermano casado al que el orfebre creía haber dado la cadena, estaba precisamente en el lugar donde se producía el arresto. Al verlo, el orfebre le pidió que le pagara la pieza que acababa de entregarle y cuyo precio ascendía más o menos a la cantidad por la cual estaba arrestado. Antífolo negó haber recibido tal cadena y el orfebre insistió en que se la acababa de dar hacía unos minutos, y así siguieron los dos discutiendo un buen rato, ambos convencidos de tener la razón: pues Antífolo sabía perfectamente que el orfebre no le había entregado la cadena y, como los hermanos eran del todo idénticos, el orfebre estaba convencido de haber dejado la cadena en manos de Antífolo. Al final, el oficial se llevó al orfebre a la prisión por el dinero que debía, al tiempo que arrestaba a Antífolo, denunciado por el orfebre por impago de la cadena de oro. Así pues, concluida la discusión, Antífolo y el comerciante acabaron juntos en la cárcel.
Mientras se dirigía a la prisión, Antífolo se encontró con Dromio de Siracusa, el esclavo de su hermano, lo confundió con el suyo y le ordenó que avisara a Adriana, su esposa, para que le trajera el dinero por el cual había sido arrestado. Dromio, extrañado de que su amo lo enviara de vuelta a esa extraña casa en que habían comido y de la que acababan de escapar de forma tan precipitada, no osó responder aunque venía a decir a su señor que el barco estaba preparado para zarpar: no lo hizo porque notó que Antífolo no estaba para bromas. Así pues, se marchó, refunfuñando para sus adentros porque había de volver a la casa de Adriana: «Donde —dijo— la doncella me reclama como marido suyo; pero tengo que ir, pues es obligación de los criados obedecer las órdenes de sus amos».
Adriana le dio el dinero, y cuando Dromio volvía, se encontró con Antífolo de Siracusa, el cual no salía del asombro por las sorprendentes aventuras que estaba viviendo. Pues como su hermano era muy conocido en Éfeso, pocas personas había en las calles de la ciudad que no lo saludaran como un viejo conocido. Algunos le ofrecían el dinero que le debían, otros lo invitaban a casa, otros le agradecían algún favor que les había prestado, y todos lo confundían con su hermano. Un sastre le mostró unas sedas que le había comprado e insistió en tomarle las medidas para confeccionarle prendas de vestir.
Antífolo empezó a creer que se encontraba en medio de una nación de magos y brujas. Dromio, desde luego, no contribuyó a despejar su perplejidad al preguntarle cómo se había liberado del oficial que lo llevaba a la cárcel y darle la bolsa de oro que Adriana le había entregado para pagar la deuda. Este discurso de Dromio sobre el arresto, la cárcel y el dinero que traía de Adriana desorientó del todo a Antífolo, que dijo para sus adentros: «Desde luego, este hombre ha perdido el juicio, y vamos de ilusión en ilusión». Y aterrorizado por sus propios y confusos pensamientos, añadió a voz en cuello:
—¡Quiera algún poder bendito liberarnos de este extraño lugar!
En eso apareció otra persona extraña, una dama que también lo llamó Antífolo, le dijo que habían comido juntos ese día y le pidió la cadena de oro que él le prometiera. Antífolo perdió entonces la poca paciencia que le quedaba, la llamó bruja y negó rotundamente haber prometido cadena alguna, haber comido con ella e incluso haber visto alguna vez su cara. La dama insistió en que habían comido juntos y en la promesa de la cadena de oro, y como él seguía negándolo, ella añadió que había dado a Antífolo un valioso anillo, y si él no le daba la cadena, ella tenía todo el derecho de recuperar su sortija. A todo esto, Antífolo, ya fuera de sí, llamó bruja y hechicera a la mujer, declaró desconocer la existencia de la mencionada sortija y se marchó corriendo, dejándola pasmada tanto por sus palabras como por sus miradas enloquecidas, pues, a juicio de ella, nada era más cierto que habían comido juntos y que ella le había dado un anillo como respuesta al prometido regalo de una cadena de oro. Esta mujer había caído, claro está, en el mismo error que ya habían cometido otros al tomar a Antífolo de Éfeso por su hermano: era Antífolo el casado el que había hecho todas las cosas que ella atribuía al de Siracusa.
Resulta que cuando a Antífolo el casado se le negó el acceso a su propia casa (pues quienes estaban allí ya lo creían dentro), se marchó irritadísimo y convencido de que era otro de los frecuentes ataques de celos de su mujer. Recordó haber sido a menudo falsamente acusado de visitar a otras damas y, para vengarse por haberle sido negada la entrada a su casa, decidió ir a comer con la dama arriba mencionada. Como esta lo recibió con suma cortesía y como su esposa lo había ofendido de manera gravísima, Antífolo prometió a la primera una cadena de oro en principio destinada como regalo a su mujer; era la misma cadena que el orfebre, por error, dio a su hermano. La dama, fascinada por la idea de tener una hermosa cadena de oro, obsequió a Antífolo con un anillo. Luego, como él lo negó todo, dijo no conocerla y, enloquecido, la dejó plantada, ella empezó a pensar que el hombre había perdido el juicio y decidió ir en el acto a ver a Adriana y comunicarle que su marido se había vuelto loco. Mientras explicaba su versión a Adriana, llegó él acompañado por el carcelero (que le había permitido volver a casa a buscar el dinero para pagar la deuda), con el propósito de recoger la bolsa que Adriana ya le había enviado por medio de Dromio y que este había entregado al otro Antífolo.
Así las cosas, Adriana creyó la historia de la otra dama respecto a la locura de su marido cuando este le reprochó haberle negado la entrada a su casa; y al recordar también que se había pasado toda la comida insistiendo en que no era su marido y nunca había estado en Éfeso hasta ese día, no tuvo la menor duda de que, en efecto, estaba loco. En consecuencia, pagó el dinero al carcelero, lo despidió, ordenó a sus criados que ataran a su esposo, lo encerró en una habitación oscura y mandó llamar a un médico para que lo curara de su demencia. Durante todo este proceso, Antífolo no cesó de proclamar a voz en cuello la falsedad de semejante acusación, causada por el perfecto parecido con su hermano. No obstante, su furia no hizo más que confirmar la convicción generalizada de que estaba loco. Y como Dromio insistía en la misma historia, también lo ataron y lo condujeron al lugar donde estaba su amo.
Poco después de que Adriana confinara a su esposo, se presentó un criado para decirle que Antífolo y Dromio debían de haberse liberado y burlado la vigilancia de sus guardias por cuanto ambos caminaban en plena libertad por la calle contigua. Al oír esto, Adriana salió de casa a buscarlo, acompañada de su hermana y de algunas personas que tenían la misión de prenderlo y atarlo de nuevo. Cuando llegaron a las puertas de un convento cercano, vieron, engañados una vez más por la similitud entre los gemelos, a Antífolo y a Dromio.
Antífolo de Siracusa seguía desconcertado por las extrañas peripecias vividas por causa de este parecido. Llevaba en el cuello la cadena que le diera el orfebre; este le reprochaba que negara haberla recibido y se negara además a pagarla. Antífolo, por su parte, afirmaba haber recibido, en efecto, la cadena esa misma mañana y no haber vuelto a ver al orfebre durante todo el día.
Fue entonces cuando apareció Adriana y, al verlo, declaró que era su marido, un lunático, y que había burlado la vigilancia de sus guardias. Los hombres que había traído consigo estuvieron a punto de prender a Antífolo y a Dromio recurriendo a métodos asaz violentos, pero ellos entraron corriendo en el convento, y Antífolo rogó a la abadesa que los acogiera.
Salió, pues, la abadesa en persona a inquirir por las causas de tamaño alboroto. Era una mujer seria y venerable, sabia, muy capaz de juzgar cuanto veía y poco dispuesta a entregar de forma precipitada al hombre que había buscado protección en su convento. Así pues, preguntó:
—¿Cuál es el motivo del repentino mal de su esposo? ¿Ha perdido su fortuna en el mar? ¿O ha sido la muerte de algún amigo querido que le ha trastornado la mente?
Adriana respondió que ninguna de estas cosas era el motivo.
—Quizá —prosiguió entonces la abadesa— ha fijado su afecto en una mujer que no es usted, su esposa, y eso lo ha llevado a este estado.
Según respondió Adriana, había pensado durante mucho tiempo que, en efecto, el amor de otra mujer era la causa de las frecuentes ausencias de su marido. De hecho, sin embargo, no era el amor de otra, sino los fastidiosos celos de su esposa los que a menudo obligaban a Antífolo a abandonar su casa. La abadesa (que sospechaba esta realidad por la actitud vehemente de Adriana) deseaba conocer la verdad:
—Debería haberlo reñido por eso.
—Lo he hecho.
—Sí —insistió al abadesa—, pero no lo suficiente.
Adriana, deseosa de convencer a la abadesa de que ya había dicho bastante a Antífolo sobre este asunto, replicó:
—Era el tema de todas nuestras conversaciones. Tanto hablaba de él en la cama que no lo dejaba dormir; tanto hablaba de él en la mesa que no lo dejaba comer. A solas con él, no hablaba de otra cosa; y cuando estábamos acompañados, hacía frecuentes alusiones al tema. Toda mi conversación giraba en torno a su maldad y vileza por amar a otra mujer.
La abadesa, tras sonsacar esta confesión a la celosa Adriana, declaró:
—De ahí viene que su esposo se haya vuelto loco. Los lamentos de una mujer celosa son un veneno más letal que los dientes de un perro rabioso. Por lo visto, las maldiciones de usted le han impedido dormir; no extraña, pues, que su cabeza esté trastornada. Los reproches de usted le han sazonado la carne; las comidas intranquilas producen mala digestión y le han causado estas fiebres. Dice usted, señora, que sus querellas le perturbaban los momentos de diversión; como no podía disfrutar de la sociedad y del ocio, ¿qué podía resultar de todo ello sino melancolía, desesperación y desconsuelo? La consecuencia es, señora, que sus ataques de celos han vuelto loco a su marido.
Luciana quiso excusar a su hermana aduciendo que siempre regañaba al esposo con suavidad y dijo a Adriana:
—¿Cómo es que escuchas estas críticas sin contestar a ellas?
Sin embargo, la abadesa le había hecho ver su error con tal claridad que se limitó a responder:
—Me ha hecho ver mis propias críticas a mí misma.
Adriana, avergonzada de su conducta, insistió, sin embargo, en que su marido le fuera entregado. Pero la abadesa no podía aceptar que nadie entrara en su convento ni estaba dispuesta a entregar a ese hombre desdichado y dejarlo al cuidado de la esposa celosa; se propuso utilizar medios suaves para recuperarlo, se retiró al convento y mandó cerrar sus puertas.
En el transcurso de estas horas llenas de acontecimientos y de numerosas equivocaciones debidas al parecido entre los gemelos, el día de gracia concedido al anciano Egeonte fue pasando y se acercaba ya a la puesta del sol; era el momento previsto para su muerte si no reunía el dinero.
El lugar destinado a la ejecución se hallaba cerca del convento, y allí llegó el anciano en el preciso instante en que la abadesa se retiraba al interior. El duque se encontraba allí en persona para que, si alguien se ofrecía a pagar el dinero, él pudiera perdonar en el acto al condenado.
Adriana detuvo al melancólico cortejo y pidió a gritos justicia al duque, diciéndole que la abadesa se había negado a entregarle a su marido demente. Mientras ella hablaba, el verdadero marido y su criado Dromio, que se habían liberado, se presentaron ante el duque para pedirle justicia. Antífolo de Éfeso denunció a la esposa por haberlo confinado bajo la falsa acusación de demencia y explicó cómo se había desatado y eludido la vigilancia de sus guardias. Adriana se mostró muy sorprendida al ver a su marido, a quien creía en el convento.
Egeonte vio a su hijo y dedujo que era el que se había marchado para ir en busca de su madre y su hermano; y estaba seguro, además, de que este hijo querido pagaría de buen grado el dinero exigido para su rescate. Se dirigió, pues, a Antífolo con palabras llenas de afecto paterno, esperanzado y feliz por su inminente liberación. Para su enorme asombro, sin embargo, el hijo negó conocerlo, cosa absolutamente cierta por cuanto este Antífolo jamás había visto a su padre desde el día en que la tempestad los separara en su infancia. Pero mientras el pobre Egeonte intentaba en vano ser reconocido por este hijo —convencido como estaba de que los sufrimientos y angustias padecidos habían alterado hasta tal punto a su hijo que ya ni lo conocía o de que le daba vergüenza reconocer al padre en esa situación de desgracia—, salieron del convento la abadesa, así como el otro Antífolo y el otro Dromio, y Adriana vio, estupefacta, a dos maridos y dos Dromios delante de ella.
Así las cosas, se aclararon las misteriosas equivocaciones que tanto habían asombrado a todos. Cuando el duque vio a los dos Antífolos y a los dos Dromios y se percató de que eran tanto los unos como los otros exactamente iguales, recordó el relato de Egeonte de la mañana y enseguida sacó la conclusión correcta de estos aparentes enigmas. Por tanto, dijo que estos hombres habían de ser los dos hijos de Egeonte y sus esclavos gemelos.
Entonces, una alegría inesperada completó la historia de Egeonte; y el relato que contó por la mañana con tristeza y bajo el peso de la sentencia de muerte llegó a un final feliz al ponerse el sol, pues la venerable abadesa se identificó como la desaparecida esposa de Egeonte y la afectuosa madre de los dos Antífolos.
Cuando los pescadores le arrebataron a Antífolo y Dromio, los mayores, ella ingresó en un convento y por su sabia y virtuosa conducta no tardó en convertirse en abadesa; y al aplicar los ritos de la hospitalidad a un desdichado forastero, protegió sin ser consciente de ello a su propio hijo.
Por las regocijadas felicitaciones y los afectuosos saludos entre los padres y los hijos tanto tiempo separados, todos olvidaron que Egeonte seguía condenado a muerte. Sin embargo, una vez se hubieron calmado un poco, Antífolo de Éfeso ofreció al duque el dinero del rescate de su padre. No obstante, el duque perdonó generosamente a Egeonte y no aceptó el dinero. Acompañado por la abadesa y por su marido e hijos reencontrados, entró en el convento para oír a esta feliz familia conversar relajadamente sobre el bendito final de su infortunio. Tampoco debemos olvidar la modesta alegría de los dos Dromios; recibieron los saludos y felicitaciones que merecían y cada Dromio elogió bromeando el buen aspecto de su hermano, encantado de verse tan atractivo en la persona del otro (como si fuera un espejo).
Adriana aprovechó los buenos consejos de su suegra y nunca más abrigó sospechas injustificadas ni se mostró celosa con su marido.
Antífolo de Siracusa se casó con la bella Luciana, hermana de la mujer de su hermano; y el bueno y anciano Egeonte vivió muchos años en Éfeso con su mujer y sus hijos. El desentrañamiento de los enredos no eliminó, desde luego, las causas de futuros despropósitos, pues a veces se produjeron errores cómicos como recordatorio de las aventuras del pasado: así, un Antífolo y un Dromio eran tomados, respectivamente, por el otro; creando siempre una agradable y divertida comedia de las equivocaciones.