TIMÓN DE ATENAS

 

 

Timón, un noble ateniense poseedor de una vasta fortuna, tenía un carácter de una generosidad que no conocía límites. Su riqueza casi infinita entraba con suma rapidez, pero salía de sus arcas con rapidez aún mayor hacia toda clase de personas. No solo los pobres disfrutaban de las bondades de su liberalidad, sino también los grandes señores, que no desdeñaban incluirse entre sus seguidores y satélites. La enorme riqueza se combinaba con su natural libre y generoso para someter a todos los corazones a su amor; hombres de todas las mentalidades y talentos ofrecían sus servicios al señor Timón, desde el adulador cuya cara reflejaba cual espejo el estado de ánimo de su patrón hasta el cínico rudo e indómito que simulaba despreciar a las personas y desentenderse de las cosas terrenales, pero que no podía oponerse a las exquisitas formas y al alma generosa del señor Timón; acudía pues (contra su naturaleza) a participar en sus magníficas diversiones y volvía con la autoestima henchida tras recibir de Timón un saludo o una mera inclinación de cabeza.

Cuando un poeta creaba una obra y necesitaba alguna introducción para recomendarla al mundo, solo había de dedicarla al señor Timón: el poema se vendía con toda seguridad, el autor recibía una bolsa del patrón y tenía, además, acceso diario a su casa y mesa. Cuando a un pintor le sobraba un cuadro, solo había de llevarlo al señor Timón y hacer como si le consultara sus méritos; no se precisaba más para persuadir al espléndido señor. Cuando un joyero tenía una piedra valiosa o un pañero telas ricas y costosas que no podía sacarse de encima por causa de su precio, la casa del señor Timón era un mercado siempre disponible y abierto donde los comerciantes podían desprenderse de los paños o joyas a cualquier precio, y el siempre afable señor les daba incluso las gracias por el negocio como si le hubieran hecho un favor ofreciéndole la opción de comprar esos preciosos artículos. De este modo, su casa estaba atestada de compras superfluas que no servían para nada salvo para aumentar el lujo ostentoso y molesto; y más molesta todavía era una turba de visitantes ociosos, poetas y pintores mentirosos, comerciantes estafadores, señoras y señores, cortesanos necesitados y personas expectantes que lo asediaban y abarrotaban las antesalas de su casa, llenando sus oídos con una lluvia susurrante de halagos exagerados como si fuera un dios, convirtiendo en sagrado el mismo estribo que le servía para montar a caballo y haciendo ver que respirar un aire libre solo era posible gracias a su generosidad y autorización.

Algunos de estos personajes que tenía diariamente a su cargo eran jóvenes de alcurnia carentes de los medios necesarios para satisfacer sus extravagancias, encarcelados por sus acreedores y rescatados por el señor Timón; a partir de ese momento, los jóvenes pródigos se aferraban a su señoría como si, por una suerte de mutua simpatía, él tuviera la obligación de sentir cariño por esos derrochadores y calaveras quienes, incapaces de imitar su fortuna, seguían el camino más fácil de copiar su prodigalidad y dispendio. Uno de estos parásitos era Ventidio, por cuyas deudas, injustamente contraídas, Timón acababa de pagar la suma de cinco talentos.

En medio de esta afluencia, de este gran flujo de visitantes, nadie sobresalía tanto como aquellos que daban presentes y regalos. A estos hombres les sonreía la fortuna cuando Timón se encaprichaba con un perro, un caballo o algún mueble barato. El objeto del capricho, sea el que fuere, era enviado a la mañana siguiente junto con disculpas por la insignificancia del regalo y los pertinentes saludos del donante que agradecía de antemano la aceptación del obsequio por parte de Timón. Y este perro, caballo o lo que fuera sacaba con toda seguridad algún rendimiento de la generosidad de Timón, quien se deshacía entonces en dádivas, dando quizá veinte perros o caballos o, en todo caso, algún presente mucho más valioso. Bien lo sabían los presuntos obsequiantes, conscientes de que sus falsos regalos no eran más que un anticipo para cobrar cuantiosos e inmediatos intereses. Aplicando este método, el señor Lucio había regalado a Timón no hacía mucho cuatro caballos blancos como la leche, provistos de arneses de plata, que el astuto caballero había oído a Timón elogiar en alguna ocasión; y con la misma fingida amabilidad otro señor, Lúculo, le había dado un par de lebreles cuya raza y rapidez, según había oído, Timón admiraba mucho. El generoso señor aceptó los regalos sin sospechar de las deshonestas intenciones de los obsequiantes; y estos recibieron a cambio alguna valiosa recompensa, un diamante o una joya cuyo valor multiplicaba con creces el de su falso y mercenario regalo.

A veces estos personajes actuaban de manera más directa y con una astucia burda y palmaria que, sin embargo, el ciego y crédulo Timón no veía; fingían admirar y elogiaban algún objeto que este poseía, un artículo que había adquirido o alguna compra reciente, con lo cual se aseguraban recibir del próvido y afable señor la cosa alabada como regalo: todo a cambio de nada, salvo el fácil gasto de unas gotas de adulación obvia y barata. Así, por ejemplo, Timón había regalado unos días antes el bayo que él mismo montara a un señor que había ensalzado la belleza y la agilidad de la bestia. A juicio de Timón, ninguna persona alabaría nunca una cosa que no deseara poseer. Pues él identificaba los afectos de sus amigos con los suyos propios, y como tanto le gustaba obsequiar, habría regalado reinos enteros a estos supuestos amigos y no se habría cansado de hacerlo.

No toda la riqueza de Timón acababa en las manos de los viles aduladores; podía hacer obras nobles y dignas de elogio; y cuando un servidor suyo amaba a la hija de un rico ateniense, sin esperanza alguna de casarse porque la moza era muy superior en rango y fortuna, el señor Timón le concedía desinteresadamente tres talentos atenienses con el fin de que pudiera hacer frente a la dote que el padre de la doncella exigía del pretendiente. No obstante, quienes tenían el mando sobre su fortuna eran bellacos y parásitos, falsos amigos que él no reconocía como tales y que consideraba incluso afectos a su persona simplemente porque pululaban a su alrededor. Y como le sonreían y lo adulaban, estaba convencido de que su actitud contaba con la aprobación de todos los hombres buenos y sabios. Y mientras celebraba festines en medio de los aduladores y fingidos amigos, mientras estos lo devoraban poco a poco y consumían su fortuna bebiendo buenos tragos de los mejores vinos y brindando por su salud y prosperidad, él no sabía distinguir entre un amigo y un lisonjeador; todo lo contrario, sus ojos engañados (y orgullosos del espectáculo) se reconfortaban viendo a tantos que, como hermanos, mandaban los unos en las fortunas de los otros (y eso que su propia fortuna sufragaba todos los gastos) y casi derramaban lágrimas de alegría al presenciar un encuentro, según él, tan fraternal y festivo.

Sin embargo, al tiempo que superaba al corazón mismo de la bondad y derrochaba munificencia como si el mismísimo Pluto, el dios del oro, no hubiera sido más que su intendente, al tiempo que procedía de este modo sin parar ni tomar precauciones, de forma tan insensible a los gastos que ni preguntaba cómo podía mantener el derroche ni frenaba su enloquecida serie de excesos, su riqueza, que no era infinita, necesariamente había de reducirse ante esta prodigalidad sin límites. Pero ¿quién iba a decírselo? ¿Los aduladores? Ellos no, pues les interesaba mantener cerrados los ojos de Timón. En vano intentaba Flavio, el honesto intendente, mostrarle su situación, presentándole las cuentas, pidiéndole, rogándole con una insistencia que en cualquier otra ocasión se habría considerado impropia de un servidor, suplicándole con lágrimas en los ojos que echara un vistazo al estado de sus negocios. Timón seguía dándole largas y cambiando de tema; pues no hay nadie tan sordo a los reproches, nadie tan reacio a aceptar la cruda realidad de su nueva situación y a dar crédito a un contratiempo, como los ricos convertidos en pobres. Mientras las habitaciones de la gran casa de Timón se llenaban de alborotadores alimentados a costa de su patrón, los suelos lloraban vómitos de los borrachos y cada aposento resplandecía por las luces y resonaba por la música, este buen intendente, esta honesta criatura, a menudo se retiraba a un lugar solitario y lloraba lágrimas que manaban más rápido que el vino de las pródigas barricas, al pensar en la loca munificencia de su señor y en cuán velozmente desaparecería el aliento de que estaban hechas las alabanzas cuando se esfumaran los medios económicos causantes de los elogios de toda clase de personas: las alabanzas ganadas en los banquetes se perderían a la hora del ayuno y todas las moscas desaparecerían cuando apareciera el primer nubarrón trayendo los chubascos invernales.

Sin embargo, había llegado el momento en que Timón ya no podía hacer oídos sordos a las peticiones de su leal intendente. Se necesitaba dinero; y cuando dio la orden a Flavio de vender parte de sus tierras con tal fin, el intendente le informó de cuanto en vano había intentado decirle en varias ocasiones, es decir, de que la mayoría de sus tierras estaban vendidas o hipotecadas y que cuanto poseía en la actualidad no era suficiente para pagar ni la mitad de cuanto se debía. Pasmado por esta declaración, Timón respondió precipitadamente:

—Mis tierras se extienden de Atenas a Lacedemonia.

—¡Oh mi buen señor! —dijo Flavio—, el mundo no es más que una palabra y tiene sus límites; si fuera todo suyo y lo diera usted en una sola frase, bien pronto desaparecería.

Timón se consoló diciendo que su generosidad nunca había sido vil y que si hubiera derrochado su fortuna de manera insensata, la habría dado para alimentar sus vicios y no para proteger a sus amigos. Y para reconfortar a su buen intendente (que lloraba), añadió que su señor nunca carecería de medios mientras tuviera tantos y tan nobles amigos. Y este caballero caprichoso se persuadió a sí mismo de que solo había de enviar a sus criados y pedir dinero prestado, es decir, utilizar, en esta adversidad, la fortuna de los otros (de cuantos alguna vez habían disfrutado de su generosidad) con la misma libertad con que ellos habían recurrido a la suya. Con mirada alegre, como si confiara en superar la prueba, envió mensajeros a casa de los señores Lucio, Lúculo y Sempronio respectivamente, o sea, de hombres a quienes en el pasado había colmado de regalos sin moderación ni mesura. Y despachó a un criado a la casa de Ventidio, cuyas deudas había pagado no hacía mucho, a quien había sacado por tanto de la cárcel y quien, debido a la muerte del padre, poseía ahora una vasta fortuna y podía en consecuencia devolver a Timón su cortesía: pedía a Ventidio la devolución de aquellos cinco talentos que había pagado por él y pedía a cada uno de los nobles señores un préstamo de cincuenta talentos; no dudaba de que la gratitud de estos hombres satisfaría sus necesidades (en el caso de que hiciera falta) hasta alcanzar la cantidad de quinientas veces cincuenta talentos.

Lúculo fue el primero en recibir la solicitud. Este vil señor había soñado esa noche con una palangana y un jarro de plata, y cuando anunciaron al criado de Timón, su turbia mente le sugirió que su sueño se hacía realidad y que el dadivoso señor se los enviaba como regalo: pero cuando comprendió la verdad del asunto, cuando tomó conciencia de que Timón quería dinero, se demostró la verdadera sustancia de su débil y aguanosa amistad, pues confesó al criado, entre numerosas lamentaciones, que ya había previsto la quiebra de los negocios de su amo, que muchas veces había ido a comer a su casa para decírselo y luego a cenar para persuadirlo de que gastara menos, pero que no aceptaba ni consejos ni advertencias. Cierto es que Lúculo había sido un fiel participante (como decía) en los banquetes de Timón y había disfrutado de la generosidad de este en cosas mayores; pero que hubiera hecho recomendaciones o reproches a Timón, o que hubiera acudido con la intención de hacerlos, era una mentira indigna e infame, convenientemente seguida por la vil oferta de un soborno al criado, para que volviera a casa y dijese a su amo que no había encontrado a Lúculo en su hogar.

Igualmente magro fue el éxito del mensajero enviado a casa del señor Lucio. Este caballero mendaz, atiborrado de la carne de Timón y enriquecido casi a reventar por los valiosos obsequios del magnánimo ateniense, vio que los vientos habían cambiado, que la fuente de tanta generosidad se había secado de golpe, y al principio apenas pudo creerlo; pero se le confirmó el dato, y entonces fingió lamentar muchísimo no poder ayudar al señor Timón porque desafortunadamente acababa de realizar una importante compra el día anterior (lo cual era una mentira infame) que lo había privado de liquidez; se consideraba, según sus propias palabras, un animal por no estar en condiciones de ayudar a tan buen amigo y dijo contar entre sus mayores aflicciones el no poder complacer a un caballero tan honorable.

¿Quién podía llamar amigo a este hombre que había comido del plato de su bienhechor? Todo el mundo recordaba que Timón había sido un auténtico padre para Lucio y que le había mantenido el crédito; el dinero de Timón se había destinado a pagar a sus criados y también a los albañiles que habían sudado construyendo las hermosas casas tan necesarias para el orgullo de Lucio. Pero —¡oh monstruo en que se convierte el hombre cuando es ingrato!— este Lucio negaba ahora a Timón una suma que, comparada con todo cuanto este le había dado, era inferior a la que los hombres caritativos dan a los pordioseros.

Sempronio y todos los señores mercenarios a los que Timón fue solicitando ayuda respondieron con idénticas evasivas o con un no rotundo; hasta Ventidio, el rescatado y ahora rico Ventidio, rehusó ayudarle con el préstamo de esos cinco talentos que Timón no le había prestado, sino dado con absoluta generosidad en aquella situación de apuro y angustia.

Así pues, Timón era evitado ahora en su pobreza como había sido cortejado y utilizado en sus tiempos de hombre rico. Ahora, las mismas lenguas que habían sido las más sonoras en sus loas y que habían ensalzado su generosidad, su liberalidad y su altruismo, no sentían vergüenza de tachar esa misma generosidad de locura y esa misma liberalidad de exceso; de hecho, sin embargo, la generosidad había demostrado ser locura sobre todo por haber elegido como destinatarios a personajes tan indignos. La principesca mansión de Timón quedó abandonada y convertida en un lugar evitado y odiado, un sitio por el que se pasaba de largo y no un sitio donde, como antes, todo transeúnte hacía un alto en el camino y disfrutaba del vino y de la alegría; ahora, en vez de atestado de huéspedes festivos y alborotadores, estaba asediado por acreedores, usureros y funcionarios corruptos, impacientes, vociferantes y feroces en sus demandas, que pedían letras, intereses e hipotecas. Eran hombres de corazón de hierro que no aceptaban negativas ni aplazamientos, de tal modo que la casa de Timón era ahora su prisión, de la cual no podía salir por causa de ellos. Uno le pedía la devolución de una deuda de cincuenta talentos, otro traía una factura de cinco mil coronas que no podía pagar ni que fuera con cinco mil gotas de sangre, pues no tenía su cuerpo suficiente.

En medio de una situación desesperada y aparentemente irremediable de sus negocios, los ojos de todos los hombres se vieron sorprendidos por un nuevo e increíble resplandor emitido por ese sol que se ponía. Una vez más, el señor Timón anunció una fiesta, a la cual invitó a sus huéspedes de siempre, a señores y señoras, a todo cuanto en Atenas tenía rango y elegancia. Acudieron los señores Lucio y Lúculo, así corno Ventidio, Sempronio y el resto. Cuánto se lamentaron esos granujas aduladores al descubrir (según creían) que la pobreza del señor Timón era una mera ficción para poner a prueba el amor de ellos y al pensar que no se habían dado cuenta del truco en aquel momento y no le habían concedido el crédito barato de complacerlo. Pero cuánto se alegraron también al ver que seguía fluyendo, fresco, el manantial de la noble generosidad, que, de hecho, creían seco. Llegaron con gestos hipócritas, protestando su inocencia, expresando la más profunda pena y vergüenza, señalando que cuando su señoría envió a los mensajeros, ellos tuvieron la desgracia de carecer de los medios necesarios para complacer a tan honorable amigo. Timón, sin embargo, les rogó que no pensaran en esas insignificancias, pues las había olvidado todas. Los señores viles y aduladores, que le negaron el dinero en la adversidad, ahora no podían estar ausentes en el nuevo esplendor de su prosperidad retornada. Pues la golondrina no sigue con más afán al verano que los hombres de este talante a las vastas fortunas de los grandes ni abandona con más afán el invierno que estos se esfuman ante los primeros indicios de un revés. Tales aves de verano son los seres humanos. En eso se sirvió con gran pompa y música el banquete de platos humeantes. Cuando los convidados llevaban un rato preguntándose de dónde había sacado el arruinado Timón los recursos necesarios para ofrecer una fiesta tan costosa y algunos dudaban de que la escena que veían fuera real, pues apenas podían creer cuanto veían sus ojos, se descubrieron los platos a una señal dada y apareció el verdadero propósito de Timón: en lugar de las cosas variadas y las exquisiteces exóticas que todos esperaban y que la mesa epicúrea de Timón ofreciera con tanta liberalidad en el pasado, apareció una comida más acorde con la pobreza del otrora dadivoso ateniense, es decir, nada más que un poco de humo y agua tibia, el festín adecuado para esa banda de presuntos amigos cuyas profesiones de amistad eran, en efecto, mero humo y cuyos corazones eran tan tibios y resbaladizos como el agua con que Timón agasajaba a sus pasmados huéspedes, mientras decía:

—¡Descubrid los platos, perros, y comed a lengüetadas!

Y antes de que pudieran recuperarse de la sorpresa, les echó el agua a la cara para que se hartaran y empezó a arrojar también los platos y todo cuanto encontraba en el camino detrás de ellos, que huían atropelladamente; señores y señoras cogían las túnicas a toda prisa, mientras Timón los perseguía en el barullo y les gritaba lo que de verdad eran:

—¡Parásitos de suave sonrisa, aniquiladores bajo la máscara de la cortesía, lobos afables, osos humildes, bufones de la fortuna, amigos de las fiestas, moscas de temporada!

Ellos salieron agrupados para evitarlo y abandonaron la casa con más afán que cuando habían entrado; con las prisas, algunos perdieron sus gorros y capas, y otros, las joyas, pero todos estaban contentos de escapar de la presencia de ese señor enloquecido y del ridículo de tan burlesco banquete.

Fue desde luego la última fiesta que celebró Timón y así se despidió de Atenas y de la sociedad humana; pues acto seguido se dirigió al bosque y dio la espalda a la odiada ciudad y a toda la humanidad, deseando que esa urbe detestable se hundiera y las casas se derrumbaran sobre sus propietarios, que todas las plagas de la humanidad, la guerra, el pillaje, la pobreza, las enfermedades infestaran a sus habitantes, rogando a los dioses justos que confundieran a todos los atenienses, fueran jóvenes o viejos, de alto o de bajo rango; con estos deseos se fue al bosque, afirmando su intención de ser más amable con una bestia horripilante que con la humanidad. Se desnudó para no tener parecido alguno con un ser humano y abrió una cueva en la tierra para residir en su interior. Vivió en la manera solitaria característica de los animales, se alimentaba de raíces, bebía agua, rehuía a sus semejantes y prefería convivir con animales salvajes, mucho más inofensivos y amistosos que el ser humano.

¡Qué cambio! ¡El señor Timón, el rico, el señor Timón, el encanto de la humanidad, convertido en Timón, el desnudo, en Timón, el misántropo! ¿Dónde estaban sus aduladores? ¿Dónde estaban sus servidores y su séquito? ¿Sería el lúgubre viento, ese sirviente ruidoso, su mayordomo para que pudiera ponerse una camisa abrigada? Esos árboles tiesos, más viejos que las águilas, ¿se convertirían en jóvenes y etéreos pajes y lo seguirían en sus paseos cuando él quisiera? El frío arroyo, helado por el invierno, ¿le prepararía caldos y tisanas cuando enfermara por los excesos de una trasnochada? ¿O vendrían las criaturas que habitaban esos bosques salvajes a lamerle la mano y adularlo?

Un día, mientras cavaba en busca de su mísero sustento, las raíces, la pala chocó con algo duro que resultó ser oro, una cantidad importante del precioso metal que algún avaro había enterrado en tiempos de alarma, con la intención de volver un día y arrancarlo de su prisión; por lo visto, el hombre murió antes de aprovechar la oportunidad y sin comunicar a nadie su secreto; allí yacía, pues, el oro, sin hacer ni bien ni daño a nadie, en las entrañas de su madre, la tierra, como si nunca hubiera salido de ella hasta que el golpe casual de la pala de Timón lo hizo salir a la luz.

Había aquí un tesoro que, si Timón hubiera conservado su vieja mentalidad, habría bastado para volver a comprar a todos sus amigos y aduladores; pero Timón estaba harto del mundo falso, y el espectáculo del oro era veneno para sus ojos. Quiso devolverlo a la tierra, pero, pensando en las infinitas calamidades que el oro provoca a la humanidad, en cómo su lucro causa robos, opresiones, injusticias, estafas, violencia y asesinato entre los hombres, imaginó con placer (pues tan arraigado tenía el odio a su especie) que ese montón de metal precioso que acababa de descubrir cavando podría generar algún mal capaz de asolar a la humanidad. En ese preciso instante atravesaban el bosque, cerca de su cueva, unos soldados pertenecientes a las tropas del capitán ateniense Alcibíades que, disgustado con los senadores de Atenas (pues eran los atenienses conocidos por su ingratitud y por agraviar a sus generales y mejores amigos), encabezaba el mismo ejército victorioso que otrora había dirigido para defenderlos; esta vez, sin embargo, lo hacía para atacarlos. Timón, encantado con este propósito, dio al capitán el oro necesario para pagar a sus soldados y solo le pidió que arrasara Atenas con su ejército conquistador, que prendiera fuego a la ciudad y matara a todos sus habitantes; que no ahorrara la vida a los ancianos por sus blancas barbas pues eran, según él, todos usureros, ni a los niños por sus aparentemente inocentes sonrisas pues, según él, se convertirían en traidores una vez llegados a la edad adulta; que apartara los ojos de todos los sonidos o visiones que pudieran despertar su compasión; que no dejara que los gritos de las vírgenes, lactantes o madres fueran un obstáculo en su empeño por cometer una matanza generalizada en la ciudad y confundir a todos en su conquista. Luego rogó que, cuando Alcibíades hubiera conquistado la polis, los dioses también lo confundieran a él: tanto odiaba Timón a los atenienses, a Atenas y a toda la humanidad.

Mientras vivía en ese estado de abandono, llevando una vida más propia de un bruto que de un ser humano, se vio sorprendido por la aparición de un hombre que lo contemplaba asombrado desde la puerta de su cueva. Era Flavio, el honesto intendente, al cual el amor y el interés por su amo habían llevado a buscarlo a su mísera vivienda y ofrecerle sus servicios; al ver a su señor, al otrora noble Timón, en esa situación tan abyecta, desnudo como un recién nacido, viviendo como una bestia entre bestias, con el aspecto de sus propias tristes ruinas y de un monumento a la decadencia, el buen servidor se conmovió tanto que se quedó mudo, aterrorizado y confundido. Cuando pudo por fin pronunciar unas palabras, estaban tan entrecortadas por las lágrimas que mucho costó a Timón reconocer o identificar a esa persona venida a ofrecerle sus servicios en la adversidad (contradiciendo la experiencia que tenía de los humanos). Como poseía la forma y el aspecto de un hombre, lo tomó por un traidor y sus lágrimas por falsas; pero el buen servidor confirmó la verdad de su lealtad mediante numerosas pruebas y dejó claro que el motivo de su venida eran únicamente el amor y el sentimiento de deber hacia su amo, de modo que Timón se vio obligado a confesar que el mundo contenía un hombre honesto. Sin embargo, como tenía la forma y el aspecto de un ser humano, no podía verle la cara sin una sensación de repugnancia ni oír palabras pronunciadas por sus labios sin sentir desprecio. Por tanto, ese único hombre honesto se vio forzado a marcharse porque era un hombre y porque, aun teniendo un corazón más blando y compasivo de lo normal, presentaba la forma y el aspecto externo detestables del ser humano.

Sin embargo, visitantes más significados que un pobre intendente estaban a punto de interrumpir la silvestre quietud de la soledad de Timón. Porque llegó el día en que los ingratos señores de Atenas se arrepintieron amargamente de la injusticia cometida en la persona del noble Timón. Pues Alcibíades bramaba como un jabalí enloquecido ante las murallas de la ciudad y amenazaba con arrasar la bella Atenas mediante un sitio cruel. Entonces el recuerdo del valor y de la conducta militar del señor Timón volvió a sus mentes olvidadizas, pues el otrora dadivoso ateniense había sido en tiempos pasados su general, un soldado valiente y experto, y era la única persona a quien los atenienses consideraban capaz de hacer frente a un ejército sitiador como el que los amenazaba o de rechazar los furiosos ataques de Alcibíades.

En esta situación de emergencia, eligieron a una embajada de senadores para que fuera a ver a Timón. A él acudieron en su infortunio: acudían, pues, a la persona a la cual habían mostrado escaso respeto cuando se hallaba él mismo en la adversidad; como si contaran con la gratitud de quien ellos habían despreciado y como si del trato descortés y despiadado de ellos se derivara un derecho de exigirle cortesía.

Entonces le suplicaron con tono grave, le imploraron con lágrimas en los ojos, le rogaron que volviera a salvar la ciudad de la cual había sido expulsado por la ingratitud; luego le ofrecieron riqueza, poder, títulos, satisfacción por los daños sufridos, homenajes públicos y el amor de la ciudadanía. Sus personas, vidas y fortunas estarían a su disposición si él viniera a salvarlos. Pero Timón, el desnudo, Timón, el misántropo, ya no era el señor Timón, el caballero de la generosidad, la flor de la valentía, su defensor en la guerra y su adorno en tiempos de paz. No le importaba que Alcibíades matara a sus conciudadanos. Al contrario, dijo: le alegraría que saqueara la hermosa Atenas y matara a sus ancianos y niños. Y añadió que no había cuchillo en aquel revoltoso campamento militar que él no considerara superior al cuello más respetable de Atenas.

Tal fue la respuesta que dio a los senadores llorosos y decepcionados. Cuando se iban, les pidió que saludaran de su parte a sus conciudadanos y les comunicaran que aún quedaba una solución para aliviar sus angustias y sufrimientos y para evitar las consecuencias de la cólera de Alcibíades. Él se la enseñaría, dijo, pues aún sentía bastante afecto por sus queridos compatriotas para estar dispuesto a hacerles un último favor antes de morir. Estas palabras reanimaron un poco a los senadores, confiados en haber resucitado su cariño hacia la ciudad. Entonces Timón les dijo que tenía cerca de su cueva un árbol que él pronto talaría y que invitaba a todos sus amigos de Atenas deseosos de evitar el sufrimiento, sea cual fuere su rango, a venir y probar dicho árbol antes de que él lo cortara; queriendo decir que vinieran, se ahorcaran en él y se evitaran de este modo el dolor.

Este fue el último gesto amable que tuvo Timón con la humanidad, después de tantas y tantas muestras de generosidad, y fue también la última vez que lo vieron sus conciudadanos. Pues unos días más tarde, un pobre soldado que pasaba por la playa cercana a los bosques frecuentados por Timón encontró una tumba al borde del mar, con una inscripción según la cual se trataba de la sepultura de Timón el misántropo, quien «mientras vivió, detestó a todos los seres humanos y, al morir, deseó que una peste consumiera a todos los esclavos que quedaban».

Nunca se supo si concluyó su vida de forma violenta o si el rechazo a la vida y el desprecio a la humanidad lo llevaron a este fin; sin embargo, todos admiraron la precisión del epitafio y la coherencia de su final. Timón murió como había vivido, como un enemigo de la humanidad. Y algunos creyeron ver algo de vanidad en el hecho de que eligiera una playa como lugar de sepultura: un sitio donde el ancho mar podía llorar sobre la tumba de un hombre que despreciara las lágrimas fugaces y superficiales de una humanidad falsa e hipócrita.