Gertrudis, reina de Dinamarca, enviudó por la repentina muerte del rey Hamlet y se casó dos meses después con el hermano de este, Claudio. La gente de la época lo consideró un acto extraño, carente de tacto o de sensibilidad, o incluso algo peor: pues este Claudio no se parecía en absoluto al difunto esposo de Gertrudis en cuanto a las cualidades de su mente o su persona, sino que era tan vil en su aspecto externo como pérfido e indigno de carácter. Y más de una cabeza concibió la sospecha de que se había deshecho en secreto de su hermano, con la intención de casarse con la viuda y acceder así al trono de Dinamarca, excluyendo al joven Hamlet, hijo del rey enterrado y su legítimo sucesor en el trono.
No obstante, a nadie impresionó tanto este acto temerario de la reina como al joven príncipe, quien amaba y veneraba hasta la idolatría la memoria del padre muerto y, como poseía un gran sentido del honor y actuaba también siempre con exquisita corrección, se tomó muy a pecho la indigna conducta de su madre, Gertrudis: hasta tal punto que, entre el dolor por la muerte del padre y la vergüenza por el matrimonio de la madre, el joven príncipe se sumió en una profunda melancolía y perdió todo su buen humor y su buen aspecto. Desapareció su habitual placer en leer libros, y ya no le interesaban los ejercicios y diversiones propios de un joven príncipe; se hartó del mundo, que le parecía un jardín lleno de malas hierbas donde morían ahogadas las flores sanas y solo medraba la maleza. La perspectiva de ser excluido del trono no le pesaba mucho en el alma, si bien representaba una herida amarga y una dolorosa humillación para un joven y noble príncipe; sin embargo, lo mortificaba y abatía el hecho de que la madre sepultara en el olvido la memoria de su padre. ¡Qué padre! ¡Y qué esposo! ¡Un marido lleno de afecto y amabilidad! Y ella siempre se había mostrado una esposa afectuosa y obediente y se colgaba de él como si su amor fuera creciendo con el tiempo. Ahora, al cabo de solo dos meses o, según la percepción del joven Hamlet, de menos de dos meses, ella había vuelto a casarse, a casarse con su tío, con el hermano del querido esposo, lo cual ya era en sí un matrimonio en alto grado indecoroso e ilegítimo debido a la cercanía del parentesco, pero lo era mucho más por las indecentes prisas con que se celebró la boda y por el carácter poco regio del hombre elegido por ella para compartir el trono y la cama. Esto, más que la pérdida de diez reinos, rompió el ánimo y ensombreció la mente del honorable y joven príncipe.
Los intentos de Gertrudis o del rey por divertirlo fueron en vano; seguía apareciendo por la corte con un traje de profundo color negro como muestra de luto por la muerte de su padre, el rey, y no se lo quitaba nunca, ni siquiera por deferencia a la madre en el día de su boda, y nadie logró hacerlo participar en las fiestas y celebraciones de aquel (para él) funesto día.
Lo que más le preocupaba era la incertidumbre en cuanto a las circunstancias de la muerte del padre. Claudio informó de que había sido mordido por una serpiente; Hamlet, sin embargo, sospechaba no sin perspicacia que el propio Claudio era la serpiente; o sea, en resumidas cuentas, que lo había asesinado para conquistar la corona y que la serpiente que mordiera al padre estaba ahora sentada en el trono.
Hasta qué punto tenía razón con esta hipótesis; qué había de pensar de su madre; hasta qué punto estaba enterada del asesinato y si se había producido con el consentimiento o el conocimiento de ella: estas eran las dudas que no cesaban de asaltarlo y distraerlo.
Había llegado a oídos del joven Hamlet el rumor de que un espectro parecido al difunto rey, su padre, había sido visto por los soldados de la guardia a medianoche en la explanada delante del castillo, durante dos o tres noches seguidas. El espectro siempre venía vestido de pies a cabeza con la misma armadura que, según todos sabían, solía usar el rey muerto. Quienes lo habían visto (Horacio, íntimo amigo de Hamlet, entre ellos) coincidían en cuanto a la hora y la forma de su aparición: venía justo cuando el reloj daba las doce; parecía pálido, con una expresión más de tristeza que de ira; su barba era entrecana, de color gris plateado, tal como la habían visto en vida; no respondía a las preguntas; pero una vez creyeron verlo alzar la cabeza y hacer un ademán como si fuera a hablarles, pero en aquel momento cantó el gallo matutino y la figura se estremeció, huyó a toda prisa y desapareció de la vista.
El joven príncipe, asombrado y extrañado por un relato demasiado coherente y coincidente para no ser creído, dedujo que habían visto al espíritu de su padre y decidió hacer guardia con los soldados esa noche, por ver si tenía alguna oportunidad de contemplarlo. Argumentó para sus adentros que tal aparición no venía por nada, sino que algo pretendía comunicar, y si bien había guardado silencio hasta el momento, a él sí le hablaría. Y esperó con impaciencia la llegada de la oscuridad.
Cuando cayó la noche, se apostó con Horacio y Marcelo, uno de los guardias, en la explanada por la que solía pasearse el espectro. Como hacía frío, y el aire era particularmente áspero y penetrante, Hamlet, Horacio y su compañero se pusieron a hablar de lo gélido de la noche cuando Horacio interrumpió la conversación anunciando la llegada del fantasma.
Al ver al espíritu de su padre, Hamlet se estremeció de miedo y asombro. En un principio invocó a ángeles y ministros del cielo para que los defendieran, pues no sabía si se trataba de un fantasma bueno o malo, si venía con buenas o malas intenciones. Poco a poco, sin embargo, fue armándose de coraje y creyó ver a su padre dirigirle una mirada lastimera, como si pidiera hablar con él. Además, tanto se parecía en todos los aspectos a él mismo cuando vivía que Hamlet no pudo evitar dirigirse a él por su nombre: ¡Hamlet! ¡Rey! ¡Padre! Le pidió que le dijera los motivos por los cuales abandonaba la tumba donde lo habían visto yacer pacíficamente y venía a visitar la tierra y la luz de la luna y le rogó les hiciera saber si podían hacer algo para devolver la paz a su espíritu. El espectro hizo señas a Hamlet para que lo acompañara a un sitio más apartado donde pudieran estar a solas. Horacio y Marcelo trataron de disuadir al joven príncipe, pues temían que se tratara de un espíritu maligno, dispuesto a atraerlo hacia las olas o a lo alto de alguna horrible roca y asumiera allí alguna forma espantosa que privara al príncipe de la razón. Sin embargo, los consejos y advertencias no pudieron alterar la decisión de Hamlet, poco apegado a la vida y por tanto poco temeroso de perderla. En cuanto a su alma, dijo, ¿qué podía hacerle el espíritu siendo como era inmortal como él mismo? Sintiéndose valiente como un león, se apartó bruscamente de ellos, que hicieron lo posible por retenerlo, y siguió al espectro adondequiera que lo llevara.
Cuando estaban solos, el espectro rompió el silencio, se identificó como el espíritu de Hamlet, su padre, que había sido cruelmente asesinado y explicó cómo había ocurrido. El autor del magnicidio fue, tal como Hamlet sospechara, su propio hermano Claudio, el tío de Hamlet, con la esperanza de sucederle en su cama y en su trono. Mientras dormía en el jardín, como acostumbraba hacer siempre después de comer, el hermano traidor se le acercó y le vertió en los oídos el jugo venenoso del beleño, tan contrario a la vida humana que recorre con la celeridad del mercurio las venas del cuerpo, cuaja la sangre y extiende una costra como de lepra por toda la piel. Mientras dormía, pues, la mano fraterna le arrancó de golpe la corona, la reina y la vida. A continuación, el espectro ordenó solemnemente a Hamlet que vengara este infame asesinato, si es que alguna vez amó a su querido padre. El espectro lamentó que su madre abandonara la senda de la virtud, respondiendo con falsedad al amor conyugal de su primer esposo y casándose con su asesino; sin embargo, advirtió a Hamlet que, comoquiera que actuara para vengarse en su pérfido tío, de ningún modo había de obrar con violencia contra la persona de su madre, sino dejarla en manos del cielo y de las espinas y aguijones de la conciencia. Hamlet prometió obedecer las instrucciones del espectro en todos los aspectos, y el espíritu se desvaneció.
Una vez solo, Hamlet tomó una solemne decisión: olvidar en el acto todo cuanto guardaba en la memoria y había aprendido a través de los libros o la observación, de modo que en su cerebro únicamente viviera el recuerdo de las palabras e instrucciones del espectro. Solo comunicó los pormenores de la conversación a su querido amigo Horacio; además, encareció tanto a él como a Marcelo mantener en el más estricto secreto cuanto habían visto esa noche.
El miedo provocado por la visión del espectro conmocionó los sentidos de Hamlet, sacó su mente de quicio y casi lo hizo perder la razón. El joven príncipe, temeroso de la continuidad de esta situación, con lo cual sería sometido a observación y alertaría a su tío si este sospechara que preparaba algo contra él o que sabía más de lo que expresaba sobre la muerte del padre, tomó una sorprendente decisión: fingir a partir de ese momento que, en efecto, estaba loco. Consideró que, si su tío lo creía incapaz de cualquier proyecto serio, estaría más libre de sospechas y que su verdadera perturbación mental se ocultaría mejor y pasaría más inadvertida bajo el disfraz de una pretendida demencia.
A partir de ese momento Hamlet aparentó cierta extravagancia y rareza en su indumentaria, discurso y comportamiento e imitó con tal perfección a un loco que llegó a engañar tanto al rey como a la reina, los cuales, desconocedores de la aparición del espectro, no consideraron la muerte del padre razón suficiente para su mal, llegaron a la conclusión de que su enfermedad era el amor y creyeron incluso haber descubierto su objeto.
Antes de sumirse en la melancolía que hemos relatado, Hamlet amaba a una bella muchacha llamada Ofelia, hija de Polonio, principal consejero del rey en asuntos de Estado. Había enviado a ella cartas y anillos, le había hecho varias proposiciones insistiendo en su afecto y la había importunado con su amor de una manera, sin embargo, honesta. Ella, por su parte, había dado crédito a sus solemnes promesas e insistencias. No obstante, la melancolía en que había caído el príncipe en los últimos tiempos lo llevó a olvidarse de ella y desde el momento en que concibió el plan de fingir locura aparentó tratarla con escasa amabilidad y hasta con cierta rudeza. La buena Ofelia, sin embargo, en vez de reprocharle su falsedad, se persuadió a sí misma de que era solo la enfermedad mental, y no una permanente falta de amabilidad, la que lo hacía mostrarse menos atento hacia ella que antes. Comparaba las facultades de esa mente antes noble y de esa inteligencia otrora excelente, deterioradas ahora por la profunda melancolía que lo oprimía, con las dulces campanas que en sí son capaces de producir la música más dulce, pero que, tocadas de manera discordante o manejadas con rudeza, emiten un sonido áspero y desagradable.
A pesar de que el brutal proyecto que Hamlet tenía entre manos —vengar la muerte de su padre— no encajaba con el carácter lúdico propio de un cortejo ni admitía, según él, la presencia de una pasión tan ociosa como el amor en las actuales circunstancias, no podía evitar la intrusión de dulces pensamientos que giraban en torno a su Ofelia; y en uno de esos momentos en que consideró injustificadamente rudo el trato que daba a la gentil dama le escribió una carta llena de arrebatos apasionados acordes con su supuesta locura, pero mezclados también con dulces toques de afecto que necesariamente habían de mostrar a la honesta joven que un profundo amor residía en el fondo del corazón de Hamlet. Le pidió, entre otras muchas frases extravagantes, que dudara de que las estrellas eran de fuego, de que el sol se movía, de que lo falso era cierto, pero no dudara de su amor. Ofelia, hija obediente, enseñó la carta a su padre, y el anciano se sintió obligado a comunicar su contenido al rey y a la reina, los cuales a partir de ese momento consideraron el amor la causa de la locura de Hamlet. La reina deseaba que la belleza de Ofelia fuera la feliz causa del frenesí de su hijo, pues confiaba en que las virtudes de ella lo devolvieran felizmente a su manera de ser habitual, para bien de ambos.
No obstante, la enfermedad de Hamlet era más profunda de lo que ella se figuraba y no podía curarse de esta manera. El espíritu del padre seguía obsesionando su imaginación y el sagrado mandato de vengar su asesinato no le daría reposo hasta que lo ejecutara. Sin embargo, no era tarea fácil matar al rey, siempre rodeado de guardias. Además, la presencia de la reina, que casi siempre acompañaba al rey, constituía otro obstáculo, imposible de superar, para la consecución de su fin. El mero acto de dar muerte a un prójimo resultaba en sí odioso y terrible para un carácter de naturaleza tan blanda como Hamlet. Su propia melancolía y el desánimo en que llevaba tiempo sumido generaban una irresolución y vacilación que le impedía acometer actos extremados. Por otra parte, no podía evitar la presencia de ciertos escrúpulos en su mente y se preguntaba si el espíritu que había visto era, en efecto, su padre o si era quizá el diablo, del cual había oído que era capaz de adoptar cualquier forma y el cual podría haber asumido, por tanto, el aspecto de su padre con el único fin de aprovecharse de su debilidad y melancolía para inducirlo a un acto tan desesperado como el asesinato. Así pues, decidió basarse en razones más certeras que una visión o aparición que bien podía ser un engaño.
Mientras él se encontraba en este estado de ánimo indeciso, llegaron a la corte unos actores que en su día habían deleitado a Hamlet, en particular uno de ellos que había recitado un discurso trágico en torno a la muerte del anciano Príamo, rey de Troya, y al dolor de su reina Hécuba. Hamlet dio la bienvenida a sus viejos amigos y, recordando el placer que le produjera aquel discurso, pidió al actor que lo repitiese. Este lo hizo de una manera tan animada, mostró de manera tan viva el cruel asesinato del débil y anciano rey, así como la destrucción de su pueblo y de su ciudad por medio del fuego, el dolor enloquecido de la anciana reina que corría descalza por el palacio con un trapo sobre la cabeza en lugar de la corona y una sábana cogida a toda prisa sobre los hombros en lugar de la regia vestimenta, que arrancó las lágrimas de quienes lo rodeaban y creían ver una escena real por la veracidad con que la representaba y hasta él mismo pronunció sus palabras con voz entrecortada y lágrimas auténticas. Esto dio que pensar a Hamlet: si el actor podía sumergirse en la pasión mediante un simple discurso ficticio y llorar por alguien a quien jamás había visto, o sea, por Hécuba, una mujer muerta hacía cientos de años, cuán insensible era él, pues poseía un motivo y un pie reales para la pasión, le habían asesinado a un padre regio, concreto y querido y, sin embargo, apenas estaba conmocionado, hasta tal punto que su venganza parecía dormir todo este tiempo en un olvido fangoso y gris. Mientras meditaba sobre los actores y el teatro y sobre el poderoso efecto que una buena pieza, representada de forma veraz, tiene sobre los espectadores, recordó el caso de un asesino que, viendo un asesinato en el escenario, se sintió tan afectado por la escena y por el parecido de las circunstancias, que confesó en el acto el crimen que había cometido. Así pues, Hamlet decidió que los actores representaran algo parecido al asesinato de su padre delante de su tío, mientras él observaba de cerca el efecto de la actuación sobre este; de tal modo, podría deducir con más fiabilidad de su expresión si era o no un asesino. Con este fin dio órdenes de que se preparara una obra de teatro, a cuya representación invitó al rey y a la reina.
La pieza trataba del asesinato de un duque en Viena. El nombre del duque era Gonzago; el de la reina, Bautista.
Asistieron a la representación el rey, que no sospechaba de la trampa que se le había tendido, así como la reina y toda la corte. Hamlet se sentó cerca de él para observar su reacción. La pieza empezaba con una conversación entre Gonzago y su esposa, en la cual la dama declaraba solemnemente su amor, prometía no volver a casarse si le sobrevivía, asumía la maldición si llegaba a casarse en segundas nupcias y añadía que tal cosa solo era propia de mujeres pérfidas que asesinaban a sus primeros esposos. Hamlet veía demudarse al rey y constataba que la obra actuaba como la hiel tanto sobre el rey como sobre la reina. Pero cuando Luciano, de acuerdo con el guión, entró en el jardín a envenenar a Gonzago dormido, la enorme semejanza que tal acto tenía con su propio crimen cometido contra la persona de su hermano, el difunto rey, conmocionó tanto la conciencia del usurpador que ya no pudo aguantar el resto de la obra, pidió a gritos luz para retirarse a sus aposentos y abandonó el teatro de golpe, fingiendo o sintiendo quizá una repentina enfermedad. Tras la marcha del rey, la obra quedó suspendida. Hamlet, sin embargo, había visto lo suficiente para constatar que las palabras del espectro eran ciertas y no un engaño. En un ataque de júbilo, como el que viene a una persona que de pronto ve resuelta una gran duda o un escrúpulo, juró a Horacio que apostaría mil libras por la palabra del espectro. Sin embargo, antes de adoptar una decisión respecto a las medidas de venganza que había de tomar ahora que había identificado con total seguridad a su tío como asesino de su padre, la madre lo mandó buscar para mantener con él una entrevista privada en el gabinete de la reina.
La reina mandó buscar a Hamlet por deseo del rey, para que ella, en nombre de ambos, reprendiera al hijo por su comportamiento en los últimos tiempos; el rey, deseoso de saber todo cuanto pasaba en la entrevista y convencido de que un informe demasiado parcial de la madre podría pasar por alto parte de las palabras de Hamlet que el rey podría considerar importantes y dignas de conocerse, ordenó a Polonio, el anciano consejero de Estado, esconderse detrás de las cortinas del gabinete de la reina, donde podría oír la conversación sin ser visto. Este truco se ajustaba especialmente al carácter de Polonio, un hombre que se había hecho viejo en medio de las poco limpias razones y políticas de Estado y al que le encantaba informarse de los asuntos de una manera indirecta y astuta.
Hamlet fue a ver, pues, a su madre. Ella empezó a censurarlo sin rodeos por sus actos y actitudes y le echó en cara haber ofendido gravemente a «su padre», refiriéndose a su tío, el rey, al cual, tras la boda, ella llamaba «padre» de Hamlet. Este, indignado porque diera un nombre tan querido y honesto a un desgraciado que era ni más ni menos que el asesino de su verdadero padre, replicó con cierta aspereza:
—Madre, has ofendido mucho a mi padre.
La reina dijo que era una respuesta insensata.
—Tan sensata como merece la pregunta —replicó Hamlet.
La reina le preguntó si había olvidado con quién estaba hablando.
—¡No! —contestó Hamlet—. Ojalá pudiera olvidar. Eres la reina, la esposa del hermano de tu marido, y eres mi madre: ojalá no fueras lo que eres.
—Pues bien —dijo la reina—, como me muestras tan poco respeto, te mandaré a aquellos que saben hablar contigo.
Se disponía a llamar al rey o a Polonio. Pero ahora que la tenía para sí solo, Hamlet no quiso soltarla antes de intentar, con sus palabras, hacerle ver la infamia de su vida; la cogió de la muñeca, la sujetó con fuerza y la obligó a sentarse. Ella, asustada por la severidad de su hijo y temerosa de que, en un ataque de locura, le hiciera algún daño, lanzó un grito. En eso, se oyó una voz de detrás de las cortinas:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡La reina!
Hamlet lo oyó y, convencido de que era el propio rey quien permanecía oculto, desenvainó la espada y tiró una estocada al lugar de donde procedía la voz, como si hubiera querido matar a un ratón que pasaba por ahí, hasta que, al no oír más la voz, concluyó que la persona había muerto. Sin embargo, cuando sacó a rastras el cadáver, descubrió que no era el rey, sino el viejo consejero que se había escondido como un espía detrás de la cortina.
—¡Ay de mí! —exclamó la reina—. ¡Qué acción más loca y criminal has cometido!
—Sí, una acción criminal, madre —respondió Hamlet—, pero no tan horrible como la tuya, que mataste a un rey y te casaste con su hermano.
Hamlet había ido demasiado lejos y no podía detenerse allí. Tenía ganas de hablar con franqueza y lo hizo. Si bien los errores de los padres deben ser tratados con cariño por los hijos, en el caso de grandes crímenes el hijo ha de hablar con aspereza incluso a su madre, siempre y cuando la aspereza tenga la intención de corregirla y apartarla de la senda del mal y no se utilice con el único fin de reprenderla. Así pues, el virtuoso príncipe expuso en términos emotivos a la reina la atrocidad de su ofensa: haber olvidado a su padre, el difunto rey, hasta el punto de haberse casado con su hermano y supuesto asesino; un acto que, después de los votos hechos a su primer marido, era suficiente para tachar de sospechosos todos los votos de las mujeres, tomar por hipocresía la virtud, considerar las promesas conyugales tan falsas como los juramentos de tahúres y la religión una burla y un montón de palabras. Aseguró que había cometido un crimen que hacía al cielo sonrojarse y a la tierra hartarse de ella. Le mostró dos retratos, uno del difunto rey, su primer esposo, y otro del actual rey y segundo esposo y le pidió que tomara nota de la diferencia: cuánta gracia había en el rostro de su padre, que parecía un dios, ¡los rizos de Apolo, la frente de Júpiter, los ojos de Marte y la postura de Mercurio recién llegado a la cima de una montaña que besa el cielo! Este hombre, dijo, había sido su marido. Y luego le enseñó a aquel que tenía ahora en su lugar: ¡cómo se parecía al añublo o al moho, pues como estos había destruido a su gallardo hermano! La reina sentía una enorme vergüenza al volver los ojos al interior del alma y verla tan negra y deforme. Hamlet le preguntó cómo podía seguir conviviendo y ser esposa de un hombre que había asesinado a su primer marido y conseguido la corona mediante la treta de un ladrón... En el preciso momento en que hablaba, entró en la habitación el espectro de su padre, tal como era en vida, y Hamlet, aterrorizado, le preguntó qué quería. El espectro declaró venir para recordarle la venganza prometida que el príncipe, por lo visto, había olvidado; y le rogó hablara con su madre, pues de lo contrario el dolor y el horror en que vivía provocarían su muerte. El espectro desapareció. Solo fue visto por Hamlet, quien no pudo conseguir que su madre lo percibiera, ni describiéndolo ni señalando el lugar donde estaba. Ella, por su parte, estuvo todo el tiempo muy angustiada, pues lo oía conversar con nadie, cosa que atribuyó a su trastorno mental. Hamlet, sin embargo, le rogó no halagar su alma infame atribuyendo a la locura de él, y no al crimen de ella, la presencia del espíritu de su padre en la tierra. Además, le pidió que le tomara el pulso, el cual latía de forma acompasada y no como el de un loco. Con lágrimas en los ojos le rogó se confesara al cielo por cuanto había ocurrido y, en cuanto al futuro, evitara la compañía del rey y renunciara a ser su esposa. Cuando se mostrara como una madre, respetando la memoria del padre, él, Hamlet, le pediría la bendición como un hijo. Gertrudis prometió seguir sus consignas, y así acabó la entrevista.
Hamlet ya podía averiguar a quién había matado en su desdichada precipitación: cuando descubrió que era Polonio —el padre de Ofelia, a quien tanto amaba—, Hamlet retiró el cadáver a un sitio apartado y con el ánimo un tanto más calmado lloró por cuanto había hecho.
La desgraciada muerte de Polonio dio al rey el pretexto necesario para alejar a Hamlet del reino. Habría preferido darle muerte, por considerarlo peligroso; pero tenía miedo del pueblo, el cual amaba a Hamlet, y de la reina, la cual, a pesar de todos sus defectos, quería al príncipe, su hijo. Así pues, el sutil rey, bajo el pretexto de salvaguardar a Hamlet y evitarle así la necesidad de responder de la muerte de Polonio, lo forzó a embarcarse en un navío con destino a Inglaterra al cuidado de dos cortesanos mediante los cuales despachaba, además, unas cartas dirigidas a la corte de Inglaterra, por aquellas fechas sometida a Dinamarca y obligada a pagarle tributos, instando a dar muerte a Hamlet apenas pisara suelo inglés por causa de unas razones que él mismo detallaba en las misivas. Hamlet sospechó de la traición, por la noche se apoderó de forma clandestina de las cartas, borró su nombre con habilidad y puso en su lugar los nombres de los dos cortesanos encargados de su vigilancia, condenándolos a muerte; luego selló las cartas y las devolvió a su sitio. Poco más tarde el barco fue atacado por piratas y se entabló una batalla naval, en el transcurso de la cual Hamlet, deseoso de demostrar su valentía, abordó en solitario el navío enemigo. Su propio barco aprovechó la circunstancia para alejarse cobardemente; los cortesanos lo dejaron, pues, a su suerte y se dirigieron a Inglaterra con las cartas cuyo sentido Hamlet había alterado provocando su bien merecida destrucción.
Los piratas, que tenían en su poder al príncipe, demostraron ser unos enemigos amables; conocedores de la identidad de su prisionero y confiados en que el príncipe les devolviera algún día en la corte el favor que le hacían, abandonaron a Hamlet en el puerto más cercano de la costa de Dinamarca. Desde ese lugar Hamlet escribió al rey, informándole de la extraña coincidencia que lo devolvía a su país e indicando que al día siguiente se presentaría ante su majestad. Cuando llegó a casa, un triste espectáculo fue lo primero que se presentó ante sus ojos.
Era el funeral de la joven y bella Ofelia, su otrora amada prometida. La joven había empezado a perder el juicio desde la muerte de su pobre padre. El hecho de que este sufriera una muerte violenta de manos, además, del príncipe que ella amaba afectó tanto a la tierna doncella que al cabo de poco tiempo estaba del todo trastocada y recorría la corte regalando flores a las señoras, diciendo que eran para el entierro de su padre, cantando canciones de amor y de muerte y a veces sin significado alguno, como si no recordara cuanto le había pasado. Había un sauce que crecía inclinado a orillas de un arroyo y reflejaba sus hojas en las aguas. A este arroyo fue ella un día que nadie la vigilaba, con guirnaldas hechas por ella misma con margaritas y ortigas, flores y hierbas; se encaramó al árbol para colgar la guirnalda, una rama se rompió y precipitó a la bella joven con su guirnalda y con todo cuanto había recogido al agua, donde su ropa la mantuvo flotando un tiempo. Durante ese rato ella cantó fragmentos de viejas melodías como si fuera insensible a su propia desgracia o como una criatura que se encontraba en su elemento: pero los vestidos, ya más pesados por el agua, no tardaron en arrastrarla de los cantos melodiosos a una muerte triste y fangosa. Su hermano Laertes celebraba, pues, en presencia del rey, la reina y toda la corte el funeral de la bella joven cuando llegó Hamlet. Desconocedor del significado de todo este espectáculo, se quedó en un sitio apartado sin deseo alguno de interrumpir la ceremonia. Vio a la propia reina esparcir flores sobre la tumba, como era costumbre en los entierros de vírgenes:
—¡Flores para la flor! —dijo la reina—. Con ellas quería cubrir tu lecho nupcial, dulce doncella, no tu sepultura. Deberías haber sido la esposa de Hamlet.
Este oyó al hermano desear que violetas brotaran de la tumba y lo vio meterse de un salto en la sepultura, enloquecido por el dolor, y pedir a los presentes que le echaran montañas de tierra encima para ser enterrado con ella. Volvió a Hamlet el amor por esa hermosa joven, y no pudo soportar que un hermano mostrara tal arrebato de dolor, por cuanto creía amar a Ofelia más y mejor que cuarenta mil hermanos. Se descubrió y se metió en la tumba donde estaba Laertes, tan o más enloquecido que este. Laertes lo identificó como Hamlet, causante de las muertes de su padre y de su hermana, y lo cogió del cuello como a un enemigo, hasta que los presentes los separaron. Después del funeral, Hamlet se disculpó por el precipitado acto de lanzarse a la tumba como queriendo desafiar a Laertes; y dijo no haber soportado que alguien diera la impresión de superar su dolor por la muerte de la bella Ofelia. Por el momento, los dos nobles jóvenes parecían reconciliados.
Sin embargo, el dolor y la rabia de Laertes por las muertes de su padre y de Ofelia sirvieron al rey, el pérfido tío, para concebir un plan destinado a destruir a Hamlet. Bajo el manto de la paz y de la reconciliación, incitó a Laertes a retar a Hamlet a una prueba de esgrima de carácter amistoso. Hamlet aceptó la propuesta y se fijó un día para la contienda. Toda la corte acudió a presenciar el enfrentamiento, y Laertes, obedeciendo instrucciones del rey, preparó un arma envenenada. Los cortesanos hicieron importantes apuestas, pues tanto Hamlet como Laertes eran conocidos por su pericia en el arte de la esgrima. Hamlet cogió los floretes que le presentaron y eligió uno, sin sospechar de la traición de Laertes ni tener la precaución de examinar el arma de su rival, el cual, en vez del florete o espada con botón que exigían las leyes de la esgrima, utilizaba uno con punta y, además, envenenado. Al principio, Laertes se limitó a jugar con Hamlet y lo dejó adquirir cierta ventaja, que el hipócrita rey magnificó y ensalzó de forma exagerada, bebiendo por el éxito de Hamlet y haciendo grandes apuestas. Al cabo de algunas interrupciones, sin embargo, Laertes entró en calor y asestó una estocada mortal a Hamlet con la espada envenenada. Hamlet, furioso, pero ignorante de la magnitud de la traición, intercambió en el ardor de la refriega su arma inocente con el arma letal y con una estocada de la espada de Laertes devolvió la herida a su adversario, el cual quedó con toda justicia atrapado en su propia traición. En ese preciso instante, la reina anunció a gritos que había sido envenenada. Sin querer, había bebido de una copa que el rey había preparado para Hamlet para el caso de que, acalorado por el combate, deseara beber algo: el rey traicionero había vertido veneno en la copa para asegurarse de la muerte de Hamlet en el caso de que Laertes no consiguiera su propósito. Había olvidado advertir a la reina del peligro; ella bebió de la copa y murió al cabo de poco, exclamando con su último aliento que había sido envenenada. Hamlet, sospechando de alguna traición, ordenó el cierre de las puertas mientras averiguaba lo ocurrido. Laertes le pidió que no siguiera buscando, pues él era el traidor; al sentir que se le iba la vida debido a la herida infligida por Hamlet, confesó el truco que había utilizado y cómo él mismo había caído víctima de él; explicó a Hamlet la punta emponzoñada y le dijo que apenas le quedaba media hora de vida, pues no había medicina que lo curara. Pidió perdón a Hamlet y murió mientras acusaba al rey de haber planificado la traición. Hamlet, consciente de que se acercaba su fin y viendo que aún quedaba algo de veneno en la espada; se volvió de golpe hacia su falso tío y le clavó el arma en el corazón, cumpliendo la promesa hecha al espectro de su padre, cuyo mandato se cumplía y cuyo infame asesinato era vengado en la persona del asesino. Acto seguido, Hamlet, al sentir que lo abandonaban el aliento y la vida, se volvió hacia su querido amigo Horacio, testigo de la terrible tragedia. Moribundo, le pidió que viviera para contar su historia (pues Horacio había insinuado la posibilidad de matarse para acompañar al príncipe a la muerte); y el amigo prometió explicar verazmente lo ocurrido, como alguien informado de todas las circunstancias. Satisfecho, el noble corazón de Hamlet estalló. Horacio y los presentes encomendaron entre lágrimas el espíritu de este dulce príncipe al cuidado de los ángeles. Pues era Hamlet un príncipe cariñoso, gentil y muy querido por sus nobles y principescas cualidades. De haber sobrevivido, habría demostrado ser un muy regio y capaz rey de Dinamarca.