OTELO

 

 

Brabancio, el rico senador veneciano, tenía una hermosa hija, la dulce Desdémona. Numerosos pretendientes cortejaban a la joven, tanto por sus muchas cualidades virtuosas como por sus perspectivas de riqueza. Pero entre los pretendientes de su propia región y color de piel no veía a ninguno a quien pudiera querer: pues esta noble joven, de una singularidad más destinada a ser admirada que imitada, esta dama más atenta a la mente que a los rasgos de las personas, había elegido como objeto de sus afectos a un moro, a un negro a quien el padre de ella también quería y a menudo invitaba a casa.

No debe Desdémona ser condenada por la inconveniencia de la persona que eligió para ser su amado. Si bien Otelo era negro, el noble moro poseía todas las cualidades que lo recomendaban al afecto de la magnífica dama. Era soldado y para más señas valiente; por su comportamiento en las sangrientas guerras contra los turcos había alcanzado el rango de general al servicio de Venecia y contaba con la estima y la confianza del Estado.

Había sido un viajero, y a Desdémona (cosa habitual en las mujeres) le encantaba escucharlo contar la historia de sus aventuras, que empezaba con sus primeros recuerdos; las batallas, los sitios y los enfrentamientos que vivió; los riesgos que corrió por tierra y por mar; de cómo escapó por un pelo a una muerte inminente; de cómo fue hecho prisionero y vendido como esclavo por el insolente enemigo; de cómo se humilló en ese estado y logró finalmente escapar. A todos estos relatos añadía las extrañas cosas que viera en los países extranjeros, el ancho desierto, las románticas cavernas, las canteras, las rocas y las montañas cuyas cimas se sumergen en las nubes; hablaba de las naciones salvajes, de los antropófagos y de una raza de hombres africanos cuyas cabezas les crecen debajo del hombro. Estas historias de viajes cautivaban tanto la atención de Desdémona que cuando la llamaban para realizar alguna tarea del hogar, ella la despachaba a toda prisa y volvía con el oído ávido de devorar el relato de Otelo. Una vez, el general aprovechó una hora oportuna y le arrancó la petición de que le contara toda la historia de su vida, que había oído varias veces, pero siempre a trozos. Él accedió y la cautivó robándole más de una lágrima cuando le contó algunos dolorosos golpes que sufriera en su juventud.

Cuando Otelo acabó su historia, ella le dio por sus sufrimientos un mundo de suspiros; y juró bellamente que todo era muy extraño y lamentable, asombrosamente lamentable. Deseaba, afirmó ella, no haber oído la historia, pero deseaba también que el cielo hubiera creado para ella un hombre así; luego le dio las gracias y le dijo que, si tenía a un amigo que la amaba, solo había de enseñarle a contar su historia, pues eso bastaría para seducirla. En vista de semejante insinuación, hecha con tanta franqueza como modestia y acompañada de cierta encantadora belleza y de unos rubores que Otelo no podía menos de comprender, él le habló de forma abierta de su amor y en esa oportunidad de oro obtuvo el consentimiento de Desdémona para casarse privadamente.

Ni el color de Otelo ni su fortuna permitían abrigar la esperanza de que Brabancio lo aceptara como yerno. El padre había dado libertad a su hija; pero confiaba en que, como correspondía a una joven noble veneciana, eligiera dentro de poco a un marido de rango o posibilidades senatoriales. Sin embargo, sufrió una decepción: Desdémona amaba al moro aunque fuera negro y consagró su corazón y su fortuna a sus valientes acciones y cualidades; hasta tal punto sometía ella sus sentimientos a la veneración del hombre elegido como marido que hasta consideraba el color de su piel un impedimento insalvable para todos salvo para esta inteligente dama, muy superior a la piel blanca y la tez clara de la nobleza veneciana de cuyas filas provenían sus jóvenes pretendientes.

Su enlace, celebrado en privado, no pudo, sin embargo, mantenerse en secreto y llegó a los oídos del viejo Brabancio, el cual se presentó en una solemne sesión del Senado para acusar al moro Otelo, el cual mediante encanto y brujería, afirmó, había inducido a la bella Desdémona a casarse con él sin el consentimiento del padre y en contra de las leyes de la hospitalidad.

Ocurrió por aquellas fechas que el Estado de Venecia precisaba de forma urgente de los servicios de Otelo, pues acababan de llegar noticias de que los turcos habían equipado una poderosa flota, la cual se dirigía en esos momentos a la isla de Chipre con la intención de reconquistar dicha plaza fuerte de los venecianos. En tal situación de emergencia, el Estado dirigió su mirada a Otelo, la única persona considerada apta para dirigir la defensa de Chipre contra los turcos. Así las cosas, Otelo, convocado por el Senado, se hallaba ante los senadores como candidato para un importante cargo estatal y como un delincuente acusado de faltas que las leyes venecianas consideraban capitales.

La edad y el rango senatorial del viejo Brabancio obligaron a la solemne asamblea a una vista sumamente paciente; pero el encolerizado padre expuso su acusación con tal falta de moderación, presentando probabilidades y conjeturas en lugar de pruebas, que Otelo, cuando fue llamado a defenderse, tuvo que relatar simplemente la historia de su amor; lo hizo con una elocuencia del todo carente de artificios, refirió su cortejo como hemos explicado más arriba y pronunció su discurso con tal nobleza y sinceridad (la auténtica prueba de la verdad), que el dux, en el papel de juez principal, no pudo menos de confesar que una historia contada de esta manera también habría conquistado a su hija: y los encantos y conjuros utilizados por Otelo en su cortejo resultaron ser ni más ni menos que las honestas artes propias de los hombres enamorados; y la única brujería empleada fue la facultad de contar un dulce cuento para ganarse el oído de una dama.

La declaración de Otelo fue confirmada por el testimonio de la propia Desdémona, quien se presentó ante el tribunal, profesó su obligación con su padre por la vida y la educación que le diera, pero exigió el permiso para profesar una obediencia más elevada a su esposo y señor, tal como su madre hiciera prefiriendo a él (Brabancio) a su propio padre.

El anciano senador, incapaz ya de sostener su acusación, se dirigió al moro con múltiples expresiones de pesar y, obligadamente, le concedió a su hija a la cual, dijo, habría retenido con todo su corazón si hubiera tenido la libertad de hacerlo. Añadió, sin embargo, sentirse feliz en el fondo del alma de no tener más hijos, pues el comportamiento de Desdémona lo habría inducido a ser un tirano y a ponerles trabas por culpa de la deserción de ella.

Tras superar esta dificultad, Otelo, a quien las durezas de la vida militar resultaban tan naturales como la comida y el descanso para los demás hombres, se mostró dispuesto a asumir la dirección de la guerra de Chipre. Y Desdémona, anteponiendo el honor de su señor (a pesar de los riesgos que ello entrañaba) al encanto de los placeres en que los recién casados suelen perder el tiempo, aceptó encantada su marcha.

Tan pronto Otelo y su señora desembarcaron en Chipre, llegó la noticia de que una terrible tempestad había dispersado la flota turca, de modo que la isla se hallaba a salvo del temor de un ataque inminente. Ahora empezaba, sin embargo, la guerra que había de padecer Otelo; y los enemigos surgidos contra su inocente señora resultaron ser de una naturaleza más mortífera que los extraños e infieles.

Entre los amigos del general, nadie gozaba tanto de su confianza como Cassio. Miguel Cassio era un joven soldado, un florentino divertido, cariñoso y de trato agradable, las cualidades preferidas de las mujeres; era atractivo y elocuente, o sea, precisamente la persona que puede despertar los celos de un hombre de edad avanzada (como era Otelo en cierta medida) casado con una mujer joven y bella. Otelo, sin embargo, estaba tan libre de celos como era noble y era tan incapaz de sospechar como de cometer una acción vil. En su relación amorosa con Desdémona había recurrido a la ayuda de Cassio, el cual había hecho en cierta manera de mediador. Pues Otelo, temeroso de carecer en la conversación de esos elementos acariciantes que gustan a las mujeres y viendo esas cualidades en su amigo, a menudo enviaba a Cassio a hacer la corte en su nombre: tal inocencia era más un honor que una mancha en el carácter del valiente moro. No es de extrañar, pues, que, además de Otelo, también Desdémona quisiera y confiara en Cassio (con cierta distancia, como corresponde a una esposa virtuosa). La boda de esta pareja tampoco había alterado el comportamiento de Miguel Cassio. Frecuentaba su casa, y la conversación ágil y libre suponía un cambio sumamente agradable para Otelo, hombre de temperamento más grave; pues según ciertas observaciones, estos temperamentos suelen deleitarse en sus contrarios, que suponen para ellos un alivio del opresivo exceso de lo propio. Y Desdémona y Cassio hablaban y reían juntos, como en los días en que él iba a cortejarla en nombre del amigo.

No hacía mucho, Otelo había promovido a Cassio al rango de teniente, un cargo de confianza y el más cercano a la persona del general. Esta promoción ofendió sobremanera a Yago, un oficial mayor que se consideraba con más derecho al cargo y que a menudo se burlaba de Cassio, tratándolo de un tipo solo apto para la compañía de señoras que del arte de la guerra y de las formaciones de batalla sabía poco más que una niña. Yago odiaba a Cassio y odiaba también a Otelo, tanto por favorecer a Cassio como por la injusta sospecha de que el moro estaba enamorado de Emilia, la esposa de Yago. A partir de estas provocaciones imaginarias, la mente intrigante de Yago concibió un horroroso plan de venganza que implicaba a Cassio, a Otelo y a Desdémona y los llevaba a todos a la ruina.

Yago era ingenioso, había estudiado la naturaleza humana en profundidad y sabía que de todos los tormentos que afectaban a la mente del hombre (más allá de la tortura corporal), el sufrimiento de los celos era el más intolerable y tenía el aguijón más doloroso. Si conseguía que Otelo tuviera celos de Cassio, habría llevado a cabo una perfecta trama de venganza que podría concluir con la muerte de Otelo o de Cassio, o de ambos, que poco le importaba.

La llegada del general y de su señora a Chipre, junto con la noticia de la dispersión de la flota enemiga, creó una suerte de situación festiva en la isla. Todo el mundo se entregó al jolgorio y a la alegría. El vino fluía en abundancia y se alzaban las copas para brindar por la salud del negro Otelo y de su señora, la bella Desdémona.

Cassio estaba encargado de la guardia aquella noche, con la orden de Otelo de impedir los excesos etílicos de los soldados, para que no hubiera riñas, no asustaran a los habitantes y no los volvieran reacios a las tropas recién desembarcadas. Esa noche inició Yago su maligno plan, concebido a largo plazo: bajo el manto de la lealtad y el amor al general, indujo a Cassio con maña a un uso generoso de la botella (falta grave en el caso de un oficial de guardia). Cassio se resistió al principio, pero no pudo oponerse finalmente a la honesta libertad pretendida por Yago y fue bebiendo botella tras botella (pues Yago no cesaba de ofrecerle bebida y cantos de ánimo). Cassio se deshizo en elogios a la señora Desdémona, a quien consideraba una dama excelsa. Hasta que el enemigo que se llevaba a la boca le quitó incluso el cerebro: a raíz de la provocación de un hombre instigado por Yago, ambos desenvainaron las espadas. Intervino para apaciguar los ánimos Montano, un oficial valioso, y acabó herido en la refriega. La pelea se extendió; Yago, el causante del mal, fue el primero en dar la alarma, y empezó a sonar la campana del castillo (como si se hubiera producido un peligroso motín en vez de una simple riña entre borrachos). La alarma despertó a Otelo, quien se vistió con rapidez y se dirigió al escenario de los hechos, donde interrogó a Cassio para conocer las causas de lo ocurrido. Cassio había recuperado el conocimiento, pues los efectos del vino habían remitido, pero se sentía demasiado avergonzado para contestar. Yago, aparentemente reacio a acusar a Cassio, pero obligado a hacerlo por Otelo, quien insistía en conocer toda la verdad, informó de lo ocurrido (pero sin incluir la propia participación, que Cassio, en su estado, desde luego no recordaba), de tal modo que, si bien daba la impresión de disminuir la falta de Cassio, de hecho solo la hacía aparecer más grande de lo que era. El resultado fue que Otelo, partidario riguroso de la disciplina, se vio obligado a retirar a Cassio el cargo de teniente.

Así pues, la primera estratagema de Yago tuvo un éxito completo: había minado la moral de su odiado rival y lo había sacado de su puesto. Sin embargo, el hombre se disponía a hacer otro uso de las aventuras de aquella noche desastrosa.

Cassio, a quien la desgracia había hecho recuperar del todo la sobriedad, se lamentaba ahora ante su presunto amigo Yago de haber sido un estúpido y de haberse convertido en una bestia. Estaba deshecho, pues ¿cómo podía solicitar al general la restitución de su rango? Le diría que era un borracho. Se despreciaba a sí mismo. Yago, haciendo como si restara importancia al asunto, opinaba que tanto él como cualquier hombre viviente podía emborracharse alguna vez; la cuestión era cómo enmendar un mal asunto en provecho propio. La esposa del general, dijo, era ahora el general y podía hacer cualquier cosa con Otelo. Lo más conveniente era, por tanto, dirigirse a Desdémona para que intercediera ante su marido; ella era, señaló, de naturaleza franca y generosa y de buena gana ejercería sus buenos oficios con el fin de recuperar para Cassio la estima del general. Así, se restablecería el afecto entre Cassio y el moro y sería más fuerte que nunca. Un buen consejo de Yago, de no haber sido dado con pérfidos fines que al cabo de un tiempo saldrían a la luz.

Cassio hizo cuanto Yago le recomendara y solicitó la ayuda de Desdémona, fácil de convencer cuando se trataba de una petición honesta. Prometió a Cassio interceder ante su esposo y declaró que prefería morir a renunciar a su causa. Actuó de inmediato, y lo hizo de forma tan seria y bella que Otelo, mortalmente ofendido por Cassio, no pudo rechazarla. El moro pidió un aplazamiento, pues era demasiado pronto para perdonar al infractor, pero ella no se resignó, sino insistió en que fuera la noche siguiente o la mañana después o a lo sumo una mañana más tarde. Le describió cuán arrepentido y humillado estaba el pobre Cassio y señaló que su falta no merecía un castigo tan severo. Y como Otelo seguía titubeando, ella dijo:

—¡Cómo es posible, mi señor, que yo tenga que hacer tanto para interceder por Cassio, por Miguel Cassio, aquel que venía a cortejarme en tu nombre y que muchas veces, cuando yo te criticaba, tomaba tu partido! Considero que pedirte esto es poca cosa. De hecho, cuando quiera poner a prueba tu amor, te pediré algo más importante.

Otelo no podía negar nada a una abogada así. Solo le pidió que le diera tiempo, pero le prometió acoger de nuevo favorablemente a Miguel Cassio.

Ocurrió que Otelo y Yago habían entrado en el cuarto donde se hallaba Desdémona en el preciso instante en que Cassio, tras suplicar la mediación de ella, salía por la otra puerta. Yago, lleno de astucia, dijo en voz baja, como para sus adentros: «Esto no me agrada». Otelo no prestó atención a la frase; de hecho, la conversación que tuvo lugar acto seguido con su mujer se la quitó de la cabeza; pero más tarde la recordó. Después de que Desdémona se fuera, Yago preguntó a Otelo, por mera curiosidad en apariencia, si Miguel Cassio estaba al tanto de su amor cuando el general todavía cortejaba a su señora. Otelo dio una respuesta afirmativa y añadió que muchas veces había hecho de mensajero entre ellos durante el cortejo, a lo cual Yago frunció el entrecejo, como si esta aclaración echara luz sobre un asunto terrible, y exclamó: «¡Vaya!». Esto trajo a la memoria de Otelo las palabras que Yago había dejado caer al entrar en el cuarto y al ver a Cassio con Desdémona; y empezó a pensar que tras ellas había algún significado oculto: pues consideraba a Yago un hombre justo y lleno de afecto y honestidad. Lo que en un bellaco mentiroso habrían sido trucos en él parecían las manifestaciones naturales de una mente honrada, colmada de algo demasiado grande para ser expresado. Otelo rogó a Yago que dijera cuanto sabía y manifestara en palabras sus peores pensamientos.

—¿Y qué ocurriría si se hubieran introducido pensamientos infames en mi pecho, pues cuál es el palacio en que no se introducen a veces cosas viles?

Yago prosiguió diciendo que sería una lástima que sus imperfectas observaciones crearan algún problema a Otelo; que el conocimiento de sus pensamientos no convendría a la paz del general; que el buen nombre de las personas no debía ser arrebatado por ligeras sospechas. Y cuando la curiosidad de Otelo se exacerbó por estas insinuaciones y palabras sueltas, Yago, aparentando gran preocupación por la tranquilidad anímica de Otelo, le advirtió de tener cuidado con los celos: el villano despertó con gran arte las sospechas del desprevenido general y lo hizo precisamente advirtiéndole de la conveniencia de prevenirse contra las sospechas.

—Sé —dijo Otelo— que mi esposa es bella, que gusta de la compañía y de las fiestas, que habla con libertad y canta, juega y baila con primor: pero donde hay virtud, estas cualidades son virtuosas. Necesito pruebas antes de considerarla deshonesta.

Yago, aparentando alegría porque Otelo no atribuía maldad alguna a su señora, declaró con franqueza carecer de pruebas, pero pidió al general que observara atentamente el comportamiento de Desdémona cuando estaba en presencia de Cassio; le pidió no ser ni celoso ni demasiado confiado, pues él, Yago, conocía mejor que Otelo el carácter de sus compatriotas, las mujeres italianas; y señaló que en Venecia las esposas solían mostrar al cielo las muchas tretas que no se atrevían a enseñar a sus maridos. Acto seguido insinuó con sutileza que Desdémona había engañado a su padre al casarse con Otelo, hasta el punto de que el pobre viejo tomó la cosa por brujería. Otelo, muy afectado por este argumento, de pronto tomó conciencia: si ella había engañado a su padre, ¿por qué no iba a engañar a su esposo?

Yago pidió perdón por haberlo confundido. Otelo, conmocionado en su fuero interno por las palabras de Yago, aparentó indiferencia y le pidió que se fuera. Yago se dispuso a marcharse, disculpándose una y otra vez, como si no deseara en absoluto acusar a Cassio, a quien llamó su amigo. Pero acto seguido fue al grano: recordó a Otelo que Desdémona había rechazado a numerosos buenos pretendientes de su propio país y color y que se había casado con él, un moro, demostrando que había en ella algo contrario a la naturaleza y también una férrea voluntad; y señaló que cuando ella volviera a un juicio más sereno probablemente empezaría a comparar a Otelo con los modales suaves y la piel blanca y clara de sus compatriotas, los jóvenes italianos. Concluyó recomendando a Otelo que aplazara por un tiempo su reconciliación con Cassio y observara entretanto el empeño que ponía Desdémona en interceder en favor de él; por ahí, dijo, se vería mucho. Así pues, el astuto villano ejecutó con perfidia el plan de convertir las excelentes cualidades de una dama inocente en causa de su destrucción y de crear a partir de su bondad una trampa para atraparla: primero impulsó a Cassio a solicitar su mediación y desde esa mediación concibió luego las estratagemas necesarias para llevarla a la ruina.

La conversación concluyó con la solicitud de Yago de que Otelo considerara inocente a su esposa hasta tener pruebas más decisivas; el general prometió ser paciente. A partir de ese instante, sin embargo, el desilusionado Otelo nunca más supo lo que era la paz de la mente. Ni la amapola, ni el jugo de la mandrágora, ni todos los somníferos del mundo podían ya devolverle el dulce descanso del que gozara hasta el día anterior. Sus ocupaciones le repugnaban. Ya no disfrutaba de las armas. Su corazón, que normalmente se regocijaba en el espectáculo de las tropas, las banderas y la formación de batalla y latía y se emocionaba al oír el tambor, la trompeta o el relincho de un caballo, parecía haber perdido el orgullo y la ambición, las virtudes del guerrero; lo abandonaron el ardor militar y todas sus viejas alegrías. A veces creía honesta a su esposa y a veces no; a veces consideraba justo a Yago y a veces no. Luego deseaba no haber sabido nunca nada del asunto; que Desdémona amara a Cassio no le hacía daño, mientras no estuviera enterado de ello. Desquiciado por estos pensamientos enloquecedores, un día cogió a Yago por el cuello, le exigió pruebas de la culpabilidad de Desdémona y amenazó con matarlo en el acto por haberle mentido. Yago, simulando indignación por que su honestidad fuera tomada por un vicio, preguntó al general si había visto en la mano de su esposa un pañuelo con un bordado moteado de fresas. Otelo respondió que le había regalado un pañuelo de esas características y que había sido su primer obsequio.

—Pues hoy he visto a Miguel Cassio limpiarse la cara con ese mismo pañuelo —declaró Yago.

—De ser cierto cuanto dices —anunció Otelo—, no descansaré hasta que una enorme venganza los devore. En primer lugar, como muestra de tu fidelidad, quiero que Cassio sea hombre muerto en un plazo de tres días. En cuanto a la bella diablesa —añadió, refiriéndose a su esposa—, me retiraré y pensaré algún medio rápido para eliminarla.

Para los celos, bagatelas más nimias que el aire acaban siendo pruebas más contundentes que la sagrada escritura. Un pañuelo de su esposa visto en la mano de Cassio era motivo suficiente, según el engañado Otelo, para sentenciar a ambos a muerte, sin averiguar siquiera cómo el otrora amigo había llegado a conseguirlo. De hecho, la fiel Desdémona nunca lo había regalado a Cassio ni habría jamás agraviado a su esposo haciendo algo tan atrevido como dar los regalos de él a otro hombre. Tanto Cassio como Desdémona eran inocentes de cualquier agravio a Otelo: pero el pérfido Yago, cuya mente no cesaba de urdir tramas infames, había obligado a su esposa (una mujer buena, pero débil) a robar el pañuelo a Desdémona, con la excusa de querer hacer una copia, aunque en realidad era para dejarlo caer en el camino de Cassio. Así, este lo encontraría y proporcionaría a Yago un pretexto para sugerir que se trataba de un obsequio de Desdémona.

Otelo se encontró poco más tarde con su esposa, fingió dolor de cabeza (que bien podía tener en realidad) y le pidió el pañuelo para sujetarlo contra la sien. Ella se lo dio.

—No este —dijo Otelo—, sino aquel que te di.

Desdémona no lo tenía (pues le había sido robado, tal como hemos relatado).

—¿Cómo? —exclamó Otelo—. Es una grave falta. Una egipcia dio el pañuelo a mi madre; la mujer era una bruja y sabía leer el pensamiento de la gente. Dijo a mi madre que, mientras lo conservara, la haría atractiva y mi padre la amaría; pero si lo perdía o lo daba, las fantasías de mi padre se apartarían de ella, y él la detestaría tanto como antes la había amado. Al morir, ella me lo regaló y me pidió que lo diera a mi esposa cuando me casara. Eso hice; cuídalo; que te sea tan precioso como tus ojos.

—¿Es posible? —preguntó Desdémona, asustada.

—Así es. Se trata de un pañuelo mágico. Lo hizo, en un estado de furor profético, una sibila que vivió doscientos años en el mundo; los gusanos que proporcionaron la seda estaban encantados y el tinte provenía de los corazones de vírgenes momificadas.

Desdémona, al enterarse de las milagrosas virtudes del pañuelo, casi se murió de miedo, pues era muy consciente de haberlo perdido y temía haber perdido también el afecto de su esposo. Otelo se incorporó entonces de golpe y dio la impresión de estar a punto de cometer alguna acción precipitada, mientras seguía exigiendo el pañuelo. Como Desdémona no podía presentarlo, trató de distraer los graves pensamientos del esposo y le dijo en tono alegre que, según ella, toda la charla en torno al pañuelo no era más que un ardid para disuadirla de su petición referida a Cassio, a quien se puso entonces a elogiar (tal como había predicho Yago), tras lo cual Otelo salió de la habitación hecho una furia. Así las cosas, Desdémona empezó a sospechar contra su voluntad que su marido estaba celoso.

No sabía qué motivo le había dado y luego se acusó a sí misma de acusar al noble Otelo e imaginó que alguna noticia procedente de Venecia o algún problema de Estado le turbaba el espíritu y lo volvía más brusco de lo habitual.

—Los hombres no son dioses, y no debemos esperar de ellos las mismas atenciones que el día de la boda.

Y se reprendió a sí misma por haber juzgado con dureza la dureza de Otelo.

Otelo y Desdémona volvieron a encontrarse, y esta vez él la acusó directamente de haberlo engañado y de amar a otro hombre, cuyo nombre no pronunció. Otelo lloró, y Desdémona le dijo:

—¡Ay, día aciago! ¿Por qué lloras?

Y Otelo le confesó que habría aguantado con entereza toda suerte de males, la pobreza, la enfermedad, la caída en desgracia, pero que la infidelidad de ella le había roto el corazón. La llamó una flor que parece hermosa y que exhala una fragancia dulce hasta el punto de embriagar los sentidos; y deseó que ella nunca hubiera nacido. Cuando él se hubo marchado, la inocente dama se quedó tan perpleja por las injustificadas sospechas de su marido que un terrible sopor se apoderó de ella. Solo deseaba que su doncella le hiciera la cama y colocara las sábanas nupciales, añadiendo que quienes enseñan a los niños lo hacen con medios dulces y tareas fáciles y que Otelo podría haberla reñido de ese modo porque, a decir verdad, ella no era más que una niña cuando la regañaban. Esta fue la única queja que pronunció la dulce señora.

Desdémona se retiró a la cama esperando la llegada de su esposo y, como consecuencia de su espíritu turbado, no tardó en dormirse. En eso, Otelo entró en la habitación, cargado del oscuro designio al que había llegado en sus cavilaciones: matar a su esposa. Pero cuando la vio dormida, consideró que no podía derramar su sangre ni desgarrar su piel más blanca que el alabastro. Sin embargo, estaba decidido a matarla: de lo contrario, señaló, ella viviría para engañar a más hombres como había hecho con él. Luego la besó por última vez, dijo, y el beso fue tan dulce que tuvo que besarla de nuevo. Y Otelo lloró, y calificó de crueles las lágrimas.

Los besos despertaron a Desdémona, que miró a Otelo y lo vio morderse el labio inferior y poner los ojos en blanco, señales evidentes, bien sabía ella, de intenciones funestas. Otelo le pidió que se preparara para morir y que rezara, pues no mataría su alma. La inocente esposa, que estaba a su merced, le pidió compasión y quiso conocer su falta, a lo cual él nombró a Cassio y el pañuelo que, según él, ella le había dado. Desdémona trató de demostrar su inocencia, pero él no quiso oír nada, la cubrió con las sábanas y la ahogó hasta matarla.

En ese preciso instante introdujeron en la casa a Cassio, herido y sangrando, pues Yago había enviado a uno de sus secuaces a asesinarlo. Sin embargo, el hombre no consiguió su propósito de matar a Cassio, cuya herida no era mortal, y fue asesinado por Yago, que no quería ser descubierto. Sin embargo, en los bolsillos del secuaz se encontró una carta que demostraba sin lugar a dudas la culpa de Yago y la inocencia de Cassio. Cassio venía a pedir perdón a Otelo y a preguntarle en qué lo había ofendido para que empleara a Yago con el fin de asesinarlo.

El descubrimiento tuvo un efecto fulminante sobre Otelo. Ahora veía claramente que no era más que un asesino y que su esposa, la pobre inocente señora, siempre le había sido fiel. La terrible angustia de este descubrimiento hizo que la vida le resultara insoportable. Se abalanzó sobre su propia espada y, cayendo luego sobre el cuerpo de su querida esposa, murió.

Estos actos precipitados produjeron horror y asombro a los presentes, pues Otelo había sido un hombre de buena reputación y un marido cariñoso y amable hasta caer en la trampa ingeniosa de un villano que su noble naturaleza nunca había sospechado. No había amado con cordura, sino demasiado. Cuando tomó conciencia de su error, sus ojos, poco acostumbrados a llorar en ocasiones nimias, vertieron lágrimas en tanta abundancia como los árboles de Arabia su goma. Tras su muerte, todos recordaron sus méritos y sus actos de valentía. A su sucesor ya no le quedaba más tarea que dejar caer todo el peso de la ley sobre Yago, el cual fue ejecutado tras sufrir terribles suplicios, e informar al Estado de Venecia de la lamentable muerte de su prestigioso general.