SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

 

 

Regía en la ciudad de Atenas una ley que otorgaba a sus ciudadanos el poder de obligar a sus hijas a casarse con quienes ellos quisieran; pues si una hija se negaba a casarse con el hombre que su padre le había elegido como esposo, dicha ley autorizaba al padre a condenarla a muerte; mas como los progenitores no suelen desear la muerte de sus hijas —un tanto rebeldes en ocasiones, a decir verdad—, la norma pocas veces se aplicaba, lo cual no impedía, sin embargo, que los padres a menudo amenazaran a las jóvenes de la ciudad con los terrores de la ley.

Se dio, no obstante, el caso de un anciano llamado Egeo que se presentó ante Teseo (a la sazón duque gobernante de Atenas) para quejarse de su hija Hermia; le había ordenado casarse con Demetrio, joven perteneciente a una familia noble de la ciudad, y ella se negaba a obedecer porque amaba a otro joven ateniense, un tal Lisandro. Egeo pedía justicia a Teseo y deseaba aplicar la cruel ley a su hija.

Hermia justificó la desobediencia aduciendo que antes Demetrio había profesado su amor por su querida amiga Elena, y que Elena estaba perdidamente enamorada de Demetrio; mas tan digna razón aportada por Hermia para desobedecer las órdenes paternas no inmutó al severo Egeo.

Teseo, aun siendo un príncipe importante y clemente, no tenía poder para cambiar las leyes de su país; por tanto, solo pudo conceder a Hermia cuatro días para que reconsiderara su postura; si transcurrido ese plazo seguía negándose a casarse con Demetrio, sería ejecutada.

Después de despedirse del duque, Hermia fue a ver a su amante, Lisandro; le expuso el peligro en que se encontraba y le explicó que o bien lo abandonaba y se casaba con Demetrio, o bien solo le quedaban cuatro días de vida.

Lisandro, afligidísimo por las malas noticias que acababa de oír, se acordó de una tía que vivía a cierta distancia de Atenas y recordó que en el lugar de residencia de dicha señora la cruel ley no podía aplicarse (por cuanto solo tenía vigencia dentro de los límites de la ciudad). Propuso por tanto a Hermia que huyera de la casa de su padre esa noche y lo acompañara a la de la tía, donde él se casaría con ella.

—Nos encontraremos —dijo Lisandro— a unas millas de la ciudad; en aquel bosque delicioso en que tantas veces nos hemos paseado con Elena en el placentero mes de mayo.

Hermia aceptó encantada la propuesta; a nadie comentó nada del plan de huida, salvo a su amiga Elena. Esta (muchacha dispuesta a cometer, por amor, cualquier estupidez) decidió en un gesto de nula generosidad contar todo a Demetrio, consciente, desde luego, de que no sacaría ningún beneficio salvo el fútil placer de seguir a su infiel amado al bosque; bien sabía ella que allí iría Demetrio en persecución de Hermia.

El bosque en que Lisandro y Hermia pretendían encontrarse era el sitio preferido de unos seres pequeños llamados «hadas».

Oberón, el rey, y Titania, la reina de las hadas, con todo su séquito de minúsculos seguidores, celebraban allí sus fiestas de medianoche.

Por aquellas fechas había entre el rey y la reina de los espíritus una triste desavenencia; nunca se encontraban a la luz de la luna en los umbrosos senderos de tan agradable bosque, pero discutían hasta que todos sus duendes se metían en las vainas de las bellotas y se escondían de tanto miedo que tenían.

La causa de tan desgraciado desacuerdo era la negativa de Titania a dar a Oberón a un muchacho huérfano cuya madre fuera amiga de ella; al morir la madre, la reina de las hadas arrancó el niño a su nodriza y lo crió en el bosque.

La noche en que los amantes habían de reunirse en dicho bosque, Titania se encontró con Oberón, atendido por su séquito de mágicos cortesanos, mientras ella paseaba con algunas de sus doncellas de honor.

—Mal encuentro por la luz de la luna, orgullosa Titania —dijo el rey de las hadas. Y la reina replicó:

—¿Vaya, eres tú, celoso Oberón? Hadas, apartaos; he renegado de su compañía.

—Quédate, hada imprudente —dijo Oberón—. ¿No soy acaso tu señor? ¿Por qué va Titania contra su Oberón? Dame tu pequeño huérfano para que sea mi paje.

—Puedes estar tranquilo —respondió la reina—. Todo tu reino de hadas no será suficiente para comprarme al muchacho.

Dicho esto, abandonó a su señor, que estaba hecho una furia.

—Muy bien, haz lo que quieras —le advirtió Oberón—: pero antes del amanecer te torturaré por esta ofensa.

Oberón mandó entonces llamar a Puck, su favorito y consejero privado.

Puck (a veces también llamado Robin Buenchico) era un espíritu sagaz y travieso, muy dado a gastar bromas en los pueblos de los alrededores; a veces entraba en las lecherías y quitaba la nata de la leche; otras, sumergía su forma ligera y etérea en la mantequera, y mientras con movimientos de danza agitaba su forma hecha de fantasía en el cuenco, en vano se esforzaba la lechera en convertir la crema en mantequilla. Tampoco corrían mejor suerte los zagales del pueblo; cada vez que Puck decidía hacer una diablura en la cuba en que se elaboraba la cerveza, esta acababa a buen seguro estropeada. Cuando algunos buenos vecinos se juntaban para beber cómodamente una cerveza, Puck adoptaba la forma de un cangrejo asado y saltaba en una jarra; cuando alguna vieja se disponía a beber, chocaba contra sus labios y le derramaba la bebida por la papada marchita; poco después, cuando la misma anciana señora se sentaba con las vecinas a contar alguna historia triste y melancólica, Puck quitaba la banqueta de tres patas de debajo de ella y la pobre vieja caía de bruces, al tiempo que sus chismosas vecinas se apretaban los costados, se desternillaban de risa y juraban no haber pasado en su vida rato tan divertido.

—Ven aquí, Puck —dijo Oberón al pequeño y alegre peregrino de la noche—. Tráeme la flor que las mozas llaman suspiro. El jugo de esa pequeña flor violeta puesta sobre los párpados de quienes duermen hace que estos, cuando despierten, se enamoren perdidamente de la primera persona que vean. Dejaré caer unas gotas del jugo de esa flor sobre los párpados de mi Titania mientras duerma; y perderá el seso por lo primero que vea cuando abra los ojos, sea león, oso, mico travieso o un mono atareado; y antes de quitarle de encima el encanto, cosa que sé hacer mediante otro hechizo que conozco, la obligaré a entregarme a ese muchacho para que sea mi paje.

Puck, siempre dispuesto a cualquier travesura, estaba encantado con la trastada que preparaba su amo y corrió en busca de la flor. A todo esto, mientras esperaba el regreso de Puck, Oberón observó a Demetrio y Elena que entraban en el bosque. Oyó a Demetrio reprochar a Elena que lo siguiera; y tras una serie de desagradables palabras del joven y suaves protestas de Elena que le recordaba su antiguo amor y sus promesas de lealtad, él la dejó (como dijo) a merced de las bestias salvajes, y ella corrió detrás de él lo más rápido que pudo.

El rey de las hadas, siempre amable con los amantes verdaderos, sintió gran compasión por Elena; tal vez, como Lisandro contó que solían pasear a la luz de la luna en ese bosque delicioso, Oberón había visto a Elena en aquellos tiempos felices en que era amada por Demetrio. Sea como fuere, cuando Puck volvió con la florecita violeta, Oberón dijo a su favorito:

—Coge parte de esa flor; pues hay allí una dulce ateniense enamorada de un joven que la desprecia; cuando lo veas dormido, deja caer unas gotas del jugo de amor sobre sus ojos, pero procura hacerlo cuando ella esté cerca, de modo que lo primero que vea el hombre cuando despierte sea la joven desdeñada. Lo reconocerás por la vestimenta ateniense que lleva. Puck prometió manejar el asunto con habilidad. Acto seguido, Oberón se dirigió sin ser visto al emparrado donde Titania se disponía a dormir. El emparrado mágico era un banco en que crecían el tomillo, la prímula y la dulce violeta bajo una bóveda formada por la madreselva, la rosa almizcleña y la eglantina. Allí solía pasar Titania parte de la noche; su cobertor era la piel esmaltada de una serpiente que, aun siendo minúscula, bastaba para envolver a un hada.

Encontró a Titania impartiendo órdenes a sus hadas respecto a cómo habían de comportarse mientras dormía.

—Algunas de vosotras —dijo su majestad— debéis matar los gusanos en los capullos de las rosas; otras, luchar con los murciélagos por sus alas de cuero, que servirán de abrigo a mis duendecillos; otras, vigilar que no se me acerque el clamoroso búho que grita por las noches. Pero primero arrulladme con vuestro canto.

Y ellas empezaron a cantar esta canción:

 

Serpientes de lengua doble y manchadas,

pinchudos erizos, no aparezcáis;

tritones y lagartos, mal no hagáis:

no vengáis a la reina de las hadas.

 

Melodioso ruiseñor,

acompaña la canción:

duerme, duerme, reina, duerme.

Ni daño ni maleficio

se le acerque con sigilo:

duerme, duerme, reina, duerme.

 

Tras adormecer a su reina con esta hermosa canción de cuna, las hadas se fueron a realizar las importantes tareas que ella les había encomendado. Oberón se acercó entonces con suavidad a Titania y dejó caer unas gotas del jugo de amor sobre sus párpados, al tiempo que decía:

 

Cuanto veas al salir del sopor,

tomarás por tu verdadero amor.

 

Volvamos, sin embargo, a Hermia, recién huida de la casa de su padre para evitar la muerte a la que estaba condenada por su negativa a casarse con Demetrio. Entró en el bosque y encontró a Lisandro que la esperaba, dispuesto a llevarla a la casa de su tía; pero antes de atravesar todo el bosque, se sentía ya exhausta. Lisandro, siempre atento a los deseos de su querida —que le había demostrado su afecto arriesgando la vida por él—, la convenció de que descansara hasta la mañana en un lecho de blando musgo y él mismo también se tumbó a cierta distancia en el suelo. No tardaron en dormirse. Allí los descubrió Puck quien, al ver al apuesto joven y comprobar el estilo ateniense de su ropa, dedujo que se trataba de la muchacha y de su desdeñoso amado a quienes Oberón había mandado buscar; y concluyó con lógica aplastante que, como estaban solos y juntos, la joven debía ser lo primero que él viera cuando despertara; así pues, procedió sin dudar a poner unas gotas del jugo de la florecita violeta en sus ojos. Ocurrió, sin embargo, que pasó por allí Elena y fue, por tanto, lo primero que vio Lisandro al abrir los ojos; y aunque parezca extraño, tan poderoso era el hechizo amoroso que todo su amor por Hermia se esfumó y el joven se enamoró de Elena.

Si hubiera visto primero a Hermia al despertar, el error cometido por Puck no habría tenido mayores consecuencias, pues no podía existir amor más grande que el de Lisandro por su leal dama. Sin embargo, la triste casualidad de un hechizo de amor lo obligó a olvidar a su fiel Hermia, a perseguir a otra dama y a abandonar a la primera dormida, sola a medianoche en pleno bosque.

Ocurrió la desgracia de la siguiente manera. Como ya hemos relatado, Elena procuraba seguir el ritmo de Demetrio —que, con harta descortesía, huía de ella corriendo—, mas no podía continuar la desigual carrera, porque son los hombres mejores corredores sobre largas distancias que las señoras. Elena no tardó en perder de vista a Demetrio; y mientras deambulaba, perdida y rechazada, llegó al lugar donde dormía Lisandro.

—¡Vaya —exclamó—, es Lisandro tumbado en el suelo! ¿Estará muerto o dormido?

Lo tocó con suavidad y dijo:

—¡Despierta si vives, buen caballero!

Lisandro abrió los ojos y (como el hechizo amoroso empezaba a surtir efecto) se dirigió de inmediato a ella expresando una admiración y un amor desmesurados; le aseguró que superaba en belleza a Hermia como una paloma a una corneja y que estaba dispuesto a arrojarse al fuego por su dulce amor; y muchas más cosas le dijo propias de un enamorado. Elena, sabedora de que Lisandro era el amado de Hermia y que se había comprometido solemnemente a casarse con su amiga, se encolerizó sobremanera cuando lo oyó hablarle de ese modo; pues creía (en buena lógica) que Lisandro se burlaba de ella.

—¡Ay! —exclamó—, ¿cómo es que he nacido para que todo el mundo se burle de mí y me desprecie? ¿No es bastante, joven caballero, no es bastante que no pueda recibir nunca una mirada dulce ni una palabra amable de mi Demetrio, para que, además, tú tengas que fingir cortejarme de tan desdeñosa manera? Te creía, Lisandro, un caballero más franco y más amable.

Tras pronunciar estas palabras llenas de cólera, se marchó corriendo; y Lisandro la siguió, olvidando a su Hermia que aún dormía.

Hermia se despertó y se llevó un buen susto al encontrarse sola. Caminó por el bosque sin saber qué se había hecho de su amado ni cómo debía buscarlo. Entretanto Demetrio, incapaz de encontrar a Hermia y a su rival Lisandro y agotado por la búsqueda infructuosa, se durmió y fue observado por Oberón en ese estado. Por algunas preguntas que había hecho a Puck, ya estaba enterado de que su favorito había aplicado el hechizo de amor a la persona equivocada; y como acababa de encontrar a quien realmente quiso encantar, tocó con el jugo de amor los párpados del durmiente Demetrio, y este se despertó enseguida; y como lo primero que vio fue a Elena, empezó a dirigirle discursos amorosos como antes había hecho Lisandro; en ese preciso instante apareció este seguido de Hermia (pues por el desgraciado error de Puck, era ella ahora quien perseguía a su amado). Entonces Lisandro y Demetrio, ambos bajo el influjo del mismo poderoso hechizo, declararon su amor a Elena hablando casi al unísono.

Elena, asombrada, creyó que Demetrio, Lisandro y su otrora querida amiga Hermia se habían conjurado para burlarse de ella.

Tan sorprendida estaba Hermia como Elena; no sabía por qué Lisandro y Demetrio, que antes la habían amado a ella, estaban ahora enamorados de Elena; y no veía broma alguna en el asunto.

Las antes amiguísimas damas se enzarzaron en una violenta discusión.

—Cruel Hermia —dijo Elena—, has instado a Lisandro a atormentarme con elogios fingidos. ¿No has pedido tú a tu otro amante, Demetrio, el cual no hace mucho me despreciaba y humillaba, que me calificara de diosa, de ninfa, de ser singular, celestial y precioso? Como me odia, no me hablaría así si no lo hubieras inducido a burlarse de mi persona. Cruel Hermia, te has confabulado con estos hombres para mofarte de tu pobre amiga. ¿Has olvidado nuestra amistad en la escuela? Cuántas veces hemos estado sentadas en el mismo cojín, cantando la misma canción, tejiendo la misma flor con las agujas, trabajando el mismo modelo, ¡creciendo juntas como cerezas mellizas que apenas parecen separadas! Hermia, no es propio de una amiga ni de una joven confabularse con unos hombres para mofarse de tu pobre compañera.

—Me asombran tus apasionadas palabras —respondió Hermia—. No me mofo de ti; me parece que tú te mofas de mí.

—Sí, continuad —replicó Elena—, seguid, fingid miradas graves y haced gestos cuando os dé la espalda; haceos señas y proseguid la burla. Si tuvierais piedad, honor o cortesía, no me utilizaríais de esta manera.

Mientras Elena y Hermia intercambiaban estas duras palabras, Demetrio y Lisandro las abandonaron para dirimir en un combate quién merecía el amor de Elena.

Al descubrir la ausencia de los caballeros, ambas se marcharon y, una vez más, se pusieron a deambular, hastiadas, por el bosque en busca de sus amados.

Apenas se hubieron ido, el rey de las hadas, que con el pequeño Puck había escuchado las disputas, le dijo:

—¿Ha sido negligencia tuya, Puck, o lo has hecho a propósito?

—Créeme, rey de las sombras —respondió Puck—, que ha sido un error. ¿No me dijiste que reconocería a mi hombre por la vestimenta ateniense? Sin embargo, no siento que haya ocurrido pues considero entretenidas sus querellas.

—Has oído —dijo Oberón— que Demetrio y Lisandro se han marchado en busca de un lugar conveniente para pelear. Te ordeno que cubras la noche de una densa niebla y obligues a esos amantes pendencieros a extraviarse en la oscuridad, de tal modo que no puedan encontrarse. Imita la voz de uno para que la oiga el otro y con burlas amargas provócalos para que te sigan, creyendo escuchar cada uno la voz del rival. Ocúpate de ello hasta que estén tan exhaustos que no puedan dar un paso más; y cuando los veas dormidos, deja caer el jugo de esta flor en los ojos de Lisandro; al despertar, olvidará su nuevo amor por Elena y volverá a su antigua pasión por Hermia. Siendo así, cada una de las dos bellas damas será feliz con el hombre que ama, y todos creerán haber tenido una pesadilla. Ponte manos a la obra, Puck, mientras voy a ver qué dulce amor ha encontrado Titania.

Titania seguía durmiendo, y Oberón observó cerca de ella a un bufón que se había perdido en el bosque y que también dormía:

—Este personaje —dijo— será el verdadero amor de Titania.

Aunque Oberón le puso la cabeza de un asno con suma suavidad, lo despertó, y el hombre, sin tomar conciencia de lo que le había hecho el rey, se acercó al lecho en que dormía la reina de las hadas.

—¡Oh!, ¿qué ángel estoy viendo? —exclamó Titania al tiempo que abría los ojos y el jugo de la florecita violeta empezaba a surtir efecto—. ¿Eres tan sabio como hermoso?

—Bueno, señora —dijo el estúpido bufón—, si tuviera ingenio para salir de este bosque, ya me daría por satisfecho.

—No desees salir del bosque —le exhortó la reina enamorada—. Soy un espíritu superior. Te amo. Ven conmigo, y te proporcionaré hadas para que te atiendan.

Llamó entonces a cuatro de sus hadas, llamadas Chicharrillo, Telaraña, Polilla y Mostaza.

—Ocupaos —dijo la reina— de este encantador caballero; saltad por donde camina y bailad en su presencia; alimentadlo de uvas y albaricoques y quitad las bolsas de miel de las abejas para él. ¡Ven, siéntate a mi lado —prosiguió luego dirigiéndose al bufón— y déjame jugar, asno hermoso, con tus agradables y peludas mejillas y besarte esas orejas tan grandes, deleite mío!

—¿Dónde está Chicharrillo? —preguntó el bufón de cabeza de asno, sin prestar mucha atención a las atenciones de la reina de las hadas, pero orgullosísimo de sus nuevos sirvientes.

—Aquí, señor —dijo el pequeño Chicharrillo.

—Ráscame la cabeza —ordenó el bufón—. ¿Dónde está Telaraña?

—Aquí, señor —respondió Telaraña.

—A ver, señor Telaraña —dijo el estúpido bufón—, mátame el abejorro rojizo posado sobre aquel cardo; luego, señor Telaraña, me traes la bolsa de miel. Ojo, no te precipites en la acción, señor Telaraña, y cuida que no se te rompa la bolsa de miel. No quisiera ver la bolsa de miel derramada sobre tu persona. ¿Dónde está Mostaza?

—Aquí, señor —contestó Mostaza—. ¿Cuál es tu deseo?

—Nada, mi buen señor Mostaza —dijo el bufón—, solo que eches una mano al señor Chicharrillo en su cometido de rascarme. Deberé ir al barbero porque me parece tener muy peluda la cara.

—¿Qué querrás comer, cariño mío? —preguntó la reina—. He mandado a un hada audaz que busque el escondrijo de una ardilla y te traiga nueces frescas.

—Lo cierto es que preferiría un manojo de pienso de forraje —señaló el bufón, quien con la cabeza del asno había incorporado también el apetito del animal—. Y te pido que nadie me moleste, por favor, pues tengo ganas de dormir.

—Duerme, querido —dijo la reina—. Te acunaré en mis brazos. ¡Oh, cómo te amo! ¡Cómo te idolatro!

Cuando el rey de las hadas vio al bufón que dormía en brazos de la reina, se acercó a ella y le reprochó haber colmado de atenciones a un asno.

No podía la reina negarlo, ya que el bufón dormía en sus brazos y la cabeza de asno estaba coronada de flores que ella le había puesto.

Oberón, tras burlarse un rato de Titania, volvió a pedirle al niño huérfano; petición que ella, avergonzada por haber sido descubierta con un nuevo favorito, esta vez no osó rehusarle.

Habiendo obtenido al muchacho que tanto tiempo había deseado para que le hiciera de paje, Oberón se apiadó de la desgraciada situación a la que su divertida estratagema había llevado a Titania y dejó caer unas gotas del jugo de la otra flor en los ojos de la reina de las hadas. Esta enseguida recobró el conocimiento y se sorprendió de su última chifladura, asegurando que ahora aborrecía a aquel extraño monstruo.

Oberón, por su parte, quitó la cabeza de asno de la mollera del bufón y dejó que este concluyera su cabezadita con su propia cabeza de tonto sobre los hombros.

Una vez reconciliados Oberón y Titania, el rey contó a esta la historia de los amantes y sus disputas de medianoche; y la reina se mostró de acuerdo en acompañarlo y en propiciar el fin de sus aventuras.

El rey y la reina de las hadas encontraron a los amantes y a sus hermosas queridas no lejos los unos de los otros, todos dormidos en una zona de césped; pues Puck, empeñado en enmendar su error, se las había ingeniado con suma diligencia para reunirlos a todos en el mismo lugar, sin que unos supieran de los otros; y con extremo cuidado, eliminó el hechizo de los ojos de Lisandro recurriendo al antídoto que le diera el rey de las hadas.

Hermia, la primera en despertar, encontró a su perdido Lisandro durmiendo muy cerca de ella y se lo quedó mirando, sorprendida de su extraña inconstancia. Lisandro abrió los ojos acto seguido y al ver a su querida Hermia recobró la razón que el hechizo le había ofuscado y, con la razón, también su amor por ella: empezaron a comentar las aventuras de la noche, mientras dudaban si las cosas habían en efecto sucedido y se preguntaban si no habrían soñado ambos el mismo inquietante sueño.

A esa hora, Elena y Demetrio ya estaban despiertos; y como un dulce descanso había calmado los ánimos perturbados y encrespados de Elena, la joven escuchó encantada las declaraciones de amor que seguía haciéndole Demetrio y que, para su sorpresa y deleite, empezaban a sonarle sinceras.

Las dos hermosas noctámbulas dejaron de ser rivales y renació la íntima amistad entre ellas; las duras palabras que se habían cruzado cayeron en el olvido. Con toda serenidad, debatieron los pasos que habían de dar en la presente situación. Pronto llegaron todos a la conclusión de que Demetrio, como había renunciado a sus pretensiones sobre Hermia, procurara convencer al padre de ella de que revocara la cruel sentencia de muerte que se le había impuesto. Demetrio se disponía a volver a Atenas con este valioso propósito cuando se sorprendieron al ver a Egeo, padre de Hermia, que acababa de llegar al bosque persiguiendo a su hija fugitiva.

Cuando Egeo comprendió que Demetrio no quería desposar a su hija, ya no se opuso a la boda de esta con Lisandro, sino que aceptó que se celebrara el cuarto día contado a partir de esa fecha, es decir, el día en que Hermia debería haber sido ejecutada; y Elena aceptó encantada casarse ese mismo día con su querido y ahora fiel Demetrio.

El rey y la reina de las hadas, espectadores invisibles de la reconciliación, vieron el final feliz de la historia de los amantes, conseguido gracias a los buenos oficios de Oberón, y tan encantados se mostraron estos amables espíritus que decidieron celebrar las inminentes nupcias con fiestas y entretenimientos en todo su reino de hadas.

Quienes se sientan ofendidos por esta historia de hadas y de sus travesuras y las consideren extrañas e increíbles, solo habrán de pensar que los personajes dormían y soñaban y que todas estas aventuras fueron visiones vividas en un sueño: y confío en que ninguno de mis lectores sea tan poco razonable como para sentirse ofendido por un hermoso e inofensivo sueño de una noche de verano.