EL CUENTO DE INVIERNO

 

 

Leontes, rey de Sicilia, y Hermiona, reina tan bella como virtuosa, convivían en gran armonía. Tan feliz era Leontes en su amor por esa excelente dama que sentía satisfechos todos sus deseos, salvo quizá uno: el de ver de nuevo y presentar a la reina a su viejo amigo y antiguo compañero de escuela, Políxenes, rey de Bohemia. Leontes y Políxenes se habían criado juntos desde la infancia, pero como la muerte de sus padres los había obligado a asumir el gobierno de sus respectivos reinos, llevaban tiempo sin verse, si bien solían intercambiar con frecuencia regalos, cartas y cariñosos mensajes.

Al final, después de repetidas invitaciones, Políxenes decidió venir de Bohemia a la corte de Sicilia, con la intención de visitar a su amigo.

La visita al principio solo proporcionó placer a Leontes. Encomendó a su amigo de juventud a la especial atención de la reina y parecía haber alcanzado la cima de la felicidad por la presencia de su querido amigo y antiguo compañero. Hablaron de los viejos tiempos; recordaron los días de la escuela y las travesuras juveniles, que contaron también a Hermiona, la cual siempre participaba con sumo interés en las conversaciones.

Cuando, al cabo de una prolongada estancia, Políxenes se disponía a partir, Hermiona, respondiendo a los deseos de su marido, se sumó a las peticiones de este para que el amigo alargara la visita.

Ahí empezaron las penas de la buena reina; pues si bien Políxenes rechazó la petición de Leontes de que se quedara, sí fue convencido por las palabras amables y persuasivas de Hermiona para que aplazara unas semanas la partida. Debido a esto, Leontes, conocedor desde siempre de la integridad y de los honorables principios de su amigo, así como de la excelente disposición de su virtuosa reina, se vio afectado por unos celos incontrolables. Cualquier atención que Hermiona mostrara a Políxenes, siempre por deseo expreso de su marido y con el único propósito de agradar a este, aumentaba los celos del desdichado rey; y de ser un amigo cariñoso y leal y el mejor y el más enamorado de los esposos, Leontes se convirtió de golpe y porrazo en un monstruo feroz e inhumano. Llamó a Camilo, uno de los señores de su corte, le comunicó la sospecha que albergaba y le ordenó que envenenara a Políxenes.

Camilo era un buen hombre; sabedor de que los celos de Leontes carecían de fundamento, no envenenó a Políxenes, sino que le informó de las órdenes de su amo, el rey, y acordó con él huir del territorio de Sicilia. Así pues, Políxenes, con la ayuda de Camilo, llegó sano y salvo a su reino de Bohemia, donde su salvador vivió desde entonces en la corte y se convirtió en el principal amigo y valido del rey.

La huida de Políxenes no hizo más que enfurecer aún más al celoso Leontes. Fue a los aposentos de la reina. La buena dama estaba sentada con su hijito Mamilio, que se disponía a contar una de sus mejores historias para entretener a su madre, cuando el rey entró, le quitó el niño y la envió a la prisión.

Mamilio, aun siendo un niño pequeño, amaba con pasión a su madre. Cuando la vio humillada y descubrió que le había sido arrancada para llevarla a la prisión, quedó profundamente afectado y sin ánimo alguno, empezó a consumirse poco a poco, perdió el apetito y el sueño, hasta tal punto que llegó a creerse que su aflicción le causaría incluso la muerte.

Después de enviar a la reina a la prisión, el rey ordenó a Cleómenes y Dión, dos señores sicilianos, que fueran a Delfos a consultar al oráculo del templo de Apolo si la reina le había sido infiel.

Hermiona llevaba poco tiempo en la cárcel cuando dio a luz a una niña; y mucho consoló a la pobre dama el contemplar a su hermosa hijita, a la que decía:

—Mi pobre pequeña prisionera, soy tan inocente como tú.

Hermiona tenía a una amiga muy querida en la persona de la generosa Paulina, mujer de Antígono, un señor siciliano. Cuando Paulina se enteró de que su real señora había dado a luz, se dirigió a la prisión en que estaba confinada; y dijo a Emilia, dama encargada de atender a Hermiona:

—Por favor, Emilia, dile a su majestad que si me confiara a su pequeña, la llevaría a su padre; tal vez el rey se enternezca al ver a su inocente hija.

—Muy digna señora —replicó Emilia—, informaré a la reina de tu noble oferta; precisamente hoy deseaba que una amiga se atreviera a presentar la niña al rey.

—Y dile —añadió Paulina— que hablaré a Leontes con elocuencia y valentía para defenderla.

—¡Que Dios bendiga —dijo Emilia— tu amabilidad con la graciosa reina!

Emilia fue entonces a ver a Hermiona quien, temerosa de que nadie osara presentar la niña a su padre, confió encantada a su hija a los cuidados de Paulina.

Esta cogió a la recién nacida, se abrió paso por la fuerza hasta llegar a presencia del rey (a pesar de los consejos contrarios de su esposo, que temía la cólera del monarca) y puso el bebé a los pies del padre. Y pronunció Paulina un noble discurso ante el rey en defensa de Hermiona, le reprochó severamente su inhumanidad y le rogó tuviera compasión con su mujer y su hija, ambas inocentes. Sin embargo, las inspiradas protestas de Paulina no hicieron más que agravar el disgusto de Leontes, el cual ordenó a su esposo, Antígono, que se la llevara.

Paulina, al irse, dejó a la pequeña a los pies de su padre, convencida de que, una vez solo con ella, el rey la miraría y se apiadaría de su tierna inocencia.

Muy equivocada estaba la buena Paulina: pues apenas se hubo ido la buena amiga, el despiadado padre ordenó a Antígono, esposo de Paulina, que cogiera a la niña, la llevara al mar y la dejara en alguna playa desierta para que allí falleciera.

Antígono, contrariamente al bueno de Camilo, ejecutó las órdenes de Leontes de inmediato y al pie de la letra; llevó a la niña a bordo de un barco y zarpó con la intención de abandonarla en la primera costa desierta que encontrara.

Tan persuadido estaba el rey de la culpa de Hermiona, que no quiso esperar el regreso de Cleómenes y Dión, los enviados a consultar el oráculo de Apolo en Delfos; así pues, antes incluso de que la reina se recuperara del posparto y del dolor por la pérdida de su preciosa niña, la hizo llevar a juicio público ante todos los señores y nobles de la corte. Y cuando los grandes señores, los jueces, estaban ya reunidos para juzgar a Hermiona, y la desdichada reina se hallaba, como prisionera, de pie ante sus súbditos para ser juzgada, Cleómenes y Dión se presentaron delante del tribunal y entregaron, sellado, el pronunciamiento del oráculo al rey. Leontes mandó abrir el sello y leer en voz alta las palabras del oráculo. Estas fueron sus palabras: «Hermiona es inocente, Políxenes no tiene culpa alguna, Camilo es un súbdito leal, Leontes un tirano celoso, y el rey vivirá sin heredero si no se encuentra lo perdido». El rey no daba crédito a las palabras del oráculo: dijo que eran una falsedad, un invento de los amigos de la reina, y pidió al juez que prosiguiera con el juicio. Sin embargo, mientras Leontes hablaba, un hombre entró en la sala y le comunicó que Mamilio, acongojado y avergonzado, había muerto de repente al saber que su madre estaba siendo juzgada y que corría peligro de ser condenada a muerte.

Hermiona, al enterarse de la muerte de su querido y afecto hijo, que había perdido la vida debido al dolor por la desdicha de su madre, se desmayó; y Leontes, desgarrado por la noticia, empezó a sentir compasión por la desgraciada reina y ordenó a Paulina, así como a las damas que la atendían, que se la llevaran e hicieran cuanto estuviera en sus manos para recuperarla. Paulina no tardó en volver, para comunicar al rey que Hermiona había muerto.

Cuando Leontes se enteró de la muerte de la reina, se arrepintió de su crueldad; consciente de que sus torturas habían roto el corazón de Hermiona, se convenció de la inocencia de la reina; y entonces pensó que las palabras del oráculo decían la verdad. Como su hijo había muerto, se dio cuenta de que se quedaría sin heredero si «no se encontraba lo perdido», que era, según dedujo, su hija pequeña. Ahora estaba dispuesto a dar el reino por recuperar a su hija perdida. Así las cosas, Leontes se abandonó al arrepentimiento y pasó muchos años dominado por lúgubres cavilaciones, dolor y remordimiento.

El barco en que Antígono llevó a la pequeña princesa al mar fue impulsado por una tormenta hasta las costas de Bohemia, precisamente el reino de Políxenes, el buen rey. Allí desembarcó Antígono y allí abandonó al bebé.

Antígono nunca regresó a Sicilia a contar a Leontes dónde había dejado a su hija, pues cuando volvía al barco, un oso salió del bosque y lo descuartizó: justo castigo por obedecer la cruel orden del monarca.

La niña iba lujosamente vestida y llevaba joyas, pues Hermiona la había acicalado antes de enviarla a Leontes; Antígono, por su parte, había pegado un papel a su abrigo que ponía el nombre de Perdita y algunas palabras que, vagamente, insinuaban su alcurnia y su triste destino.

El pobre bebé abandonado fue encontrado por un pastor. Hombre bondadoso, llevó a la pequeña Perdita a su casa, donde su esposa la cuidó con ternura. Sin embargo, la pobreza impulsó al pastor a ocultar el origen del importante premio que había encontrado: por eso, abandonó aquella zona del país, de modo que nadie supiera de dónde procedían sus tesoros, y con parte de las joyas de Perdita compró rebaños de ovejas y llegó a ser un pastor acaudalado. Crió a Perdita como si fuese su propia hija, y ella no sabía que no era la descendiente de un pastor.

La pequeña fue creciendo hasta convertirse en una muchacha encantadora; y si bien no poseía más educación que la que corresponde a la hija de un pastor, los dones naturales heredados de su real madre seguían brillando en su mente inexperta, de tal suerte que por su comportamiento nadie habría sabido que no había sido educada en la corte de su padre.

Políxenes, rey de Bohemia, tenía un único hijo, llamado Florisel. Un día que el joven príncipe cazaba cerca de la vivienda del pastor, vio a la supuesta hija del anciano; y la belleza, la modestia y la actitud regia de Perdita hicieron que el joven enseguida se enamorara de ella. Con el nombre de Doricles y el disfraz de un caballero cualquiera, no tardó en convertirse en visitante asiduo de la casa del viejo pastor. Las frecuentes ausencias de Florisel alarmaron a Políxenes; ordenó la vigilancia de su hijo y descubrió el amor de este por la bella hija del anciano.

Acto seguido, Políxenes llamó a Camilo, al leal Camilo, al que le había salvado la vida de la furia de Leontes, y le pidió que lo acompañara a la casa del supuesto padre de Perdita.

Políxenes y Camilo, ambos disfrazados, llegaron a la vivienda del viejo pastor cuando se celebraba la fiesta del esquileo; y si bien eran forasteros, todo el mundo era bienvenido a la celebración, de modo que los invitaron a pasar y a sumarse al jolgorio general.

No había más que risas y alegría. Las mesas estaban puestas y se estaban haciendo grandes preparativos para la rústica fiesta. Chicos y chicas bailaban en el prado delante de la casa, mientras otros compraban cintas y guantes y juegos a un vendedor ambulante que se había instalado ante la puerta.

Mientras el escenario hervía de gente y seguía el alboroto, Florisel y Perdita permanecían sentados en un rincón apartado, por lo visto más a gusto conversando el uno con el otro que deseosos de apuntarse a las diversiones y travesuras de quienes los rodeaban.

El rey, disfrazado de tal modo que ni siquiera su hijo pudiera reconocerlo, se acercó a ellos con el fin de escuchar la conversación. La forma sencilla pero elegante en que hablaba Perdita sorprendió sobremanera a Políxenes, quien dijo a Camilo:

—Es la moza de cuna humilde más bella que he visto en mi vida; todo cuanto hace o dice da a entender que está por encima de su condición y que es demasiado noble para este lugar.

Y Camilo contestó:

—Pues sí, debe de ser la reina de las cuajadas y las cremas.

—Dígame —dijo el rey al viejo pastor—, ¿quién es ese atractivo zagal que habla con su hija?

—Lo llaman Doricles —respondió el pastor—. Dice amar a mi hija; y, a decir verdad, puestos a comparar quién ama más al otro, no encontraríamos ni un beso de diferencia. Si el joven Doricles se casa con mi hija, ella le dará algo con que no sueña —añadió, refiriéndose a las joyas de Perdita, las cuales había usado en parte para la compra de los rebaños y en parte había guardado con esmero para asegurarle una dote.

Políxenes se dirigió entonces a su hijo:

—¡Vaya, vaya, joven! Tu corazón parece rebosar de algo que te impide participar en la fiesta. Cuando era joven, solía colmar de regalos a mi amor. Tú, en cambio, has dejado marchar al vendedor ambulante y no has comprado ninguna baratija a tu muchacha.

El joven príncipe, que no imaginaba estar hablando con su padre, el rey, replicó:

—Anciano caballero, ella no aprecia esas niñerías; los regalos que Perdita espera de mí están guardados en mi corazón. —Luego, volviéndose hacia ella, dijo—: Escucha, Perdita, mi declaración en presencia de este anciano caballero que parece haber sido otrora un enamorado.

Florisel solicitó entonces al forastero que fuera testigo de la solemne petición de mano y añadió:

—Le pido que corrobore nuestro contrato.

—Corroboraré vuestro divorcio —dijo el rey al tiempo que se descubría. Acto seguido, Políxenes reprochó a su hijo haber osado comprometerse con esa zagala de extracción baja y llamó a Perdita «mocosa» y «palurda» y la colmó de otros calificativos despectivos; la amenazó además con condenarlos, a ella y a su padre, a una muerte cruel si el viejo pastor volvía a admitir que su hijo la viera. Enfurecido, los dejó plantados y ordenó a Camilo que lo siguiera con el príncipe Florisel.

Cuando el rey hubo partido, Perdita, cuya naturaleza regia despertó por los reproches de Políxenes, dijo:

—Aunque hemos quedado todos abatidos, no he sentido mucho miedo; y una o dos veces he estado a punto de hablar y decirle claramente que el mismo sol que brilla sobre su palacio no esconde el rostro ante nuestra cabaña, sino que mira a ambos de igual manera. —Luego añadió con tristeza—: Pero ahora que he despertado de este sueño, no quiero actuar más como una reina, sino ordeñar mis ovejas y llorar.

Camilo, hombre de corazón afectuoso, estaba encantado con el espíritu y la corrección de Perdita; y al tomar conciencia de que el joven príncipe estaba demasiado enamorado para renunciar a su amada por orden de su real padre, pensó en una fórmula para amparar a los amantes y llevar a cabo al mismo tiempo otro proyecto importante que tenía en mente.

Camilo sabía desde hacía tiempo que Leontes, rey de Sicilia, estaba sinceramente arrepentido; y si bien Camilo era ahora el mejor amigo y valido del rey Políxenes, no podía evitar el deseo de volver a ver a su antiguo amo y rey, así como su suelo natal. Por consiguiente, propuso a Florisel y a Perdita que lo acompañaran a la corte siciliana, donde instaría a Leontes a protegerlos hasta que recibieran, por mediación suya, el perdón de Políxenes y su consentimiento para la boda.

Aprobaron encantados la propuesta; y Camilo, quien se encargó de los detalles de la huida, permitió que el viejo pastor los acompañara.

El anciano llevó consigo cuanto quedaba de las joyas de Perdita, su ropa de bebé y el trozo de papel que había hallado sujeto a su abrigo.

Tras un viaje feliz, Florisel, Perdita, Camilo y el viejo pastor llegaron sanos y salvos a la corte de Leontes. Este, que aún llevaba luto por su difunta Hermiona y su hija perdida, recibió con enorme afecto a Camilo y dio una cordial bienvenida al príncipe Florisel. Perdita, a quien Florisel presentó como su princesa, parecía centrar toda la atención de Leontes: percibió un parecido entre ella y su difunta reina Hermiona, y el dolor brotó de nuevo. Comentó que su hija podría haber sido una criatura igualmente encantadora si él no la hubiera destruido de manera tan cruel.

—Fue entonces, además —añadió, dirigiéndose a Florisel—, cuando perdí la compañía y la amistad de tu buen padre, a quien ahora deseo ver tanto que hasta daría mi vida por ello.

Cuando el viejo pastor se enteró del interés del rey por Perdita y de que había perdido a una hija, expuesta en la infancia, se le ocurrió relacionar la época en que halló a la pequeña con la forma en que la encontró abandonada, las joyas y otros indicios de su alcurnia. Así las cosas, le fue imposible no llegar a la lógica conclusión de que Perdita y la hija perdida del rey eran una y la misma persona.

Florisel y Perdita, Camilo y la fiel Paulina estaban presentes cuando el viejo pastor contó al rey cómo había encontrado a la niña y cómo había muerto Antígono, sobre quien había visto abalanzarse al oso. Mostró el lujoso abrigo en que, según recordó Paulina, ella misma había envuelto a la pequeña; presentó una alhaja que, tal como recordó la dama, Hermiona había atado alrededor del cuello de Perdita, así como el papel en que Paulina reconoció la letra de su marido; no cabía, pues, la menor duda de que Perdita era la hija de Leontes. Todo ello provocó un noble conflicto en Paulina, entre la tristeza por la muerte de su esposo y la alegría de ver cumplido el oráculo relativo a la heredera del rey, pues se había encontrado la hija perdida. Cuando Leontes supo que Perdita era su hija, su enorme dolor por el hecho de que Hermiona no viviera para ver a su niña hizo que durante un rato solo atinara a decir estas palabras: «¡Ay tu madre, tu madre!».

Paulina interrumpió esta escena llena de regocijo y de pena para comunicar a Leontes que tenía una estatua recién concluida por Julio Romano, el excelso maestro italiano. Era tan parecida a la reina que si su majestad accediera a acompañarla a su casa y contemplar dicha obra de arte, se creería que era la propia Hermiona. Allí fueron todos, el rey ansioso de ver el retrato de su Hermiona y Perdita deseosa de contemplar cómo había sido su madre, a quien nunca había visto.

Paulina descorrió la cortina que ocultaba la famosa estatua: tanto se parecía a Hermiona que todo el dolor del rey volvió con virulencia cuando la contempló. Durante un buen rato, no fue capaz de moverse ni de hablar.

—Me gusta su silencio, señor —dijo Paulina—. Muestra mejor su asombro. ¿No se parece la estatua mucho a la reina?

Por fin el rey habló:

—Oh, así era ella, tan majestuosa, cuando empecé a cortejarla. Sin embargo, Paulina, Hermiona no era de edad tan avanzada como parece en esta estatua.

Paulina le contestó:

—Lo cual no hace más que demostrar la calidad del escultor, quien hizo la estatua representando a Hermiona tal como habría sido de haber seguido con vida. Pero déjeme correr la cortina, señor, pues noto que está pensando que se mueve.

El rey dijo entonces:

—¡No corras la cortina! ¡Ojalá estuviera muerto! Mira, Camilo, ¿no crees que ha respirado? Su ojo parece moverse.

—Tengo que correr la cortina, señor —insistió Paulina—. Está tan extasiado que imaginará que la estatua está viva.

—Ay dulce Paulina —dijo Leontes—, ¡déjame imaginar estos veinte años que han transcurrido! Sin embargo, sigo creyendo que emana una respiración. ¿Qué cincel pudo haber cincelado el aliento? Que nadie se ría de mí, pues la voy a besar.

—¡Cuidado, señor! —exclamó Paulina—. Que el rojo está todavía húmedo en sus labios. Se manchará usted con la pintura grasa. ¿Corro la cortina?

—¡No, no corras estos veinte años! —respondió Leontes.

Perdita, que estuvo todo el tiempo arrodillada, contemplando admirada y en silencio la estatua de su incomparable madre, dejó oír su voz:

—Podría pasar todo este tiempo aquí, mirando a mi querida madre.

—Frene ese impulso —dijo Paulina a Leontes— y déjeme correr la cortina; o prepárese para vivir algo más asombroso. Pues puedo hacer que la estatua se mueva; sí, y que descienda del pedestal y que lo coja de la mano. Pero entonces pensará, señor, que me asisten ciertos poderes malignos, cosa esta que niego.

—Contemplaré encantado lo que le hagas hacer —dijo el asombrado rey—. Y oiré encantado lo que le hagas decir. Pues es tan fácil hacerla hablar como hacerla mover.

En eso, Paulina dio la orden para que atacara una música lenta y solemne que había preparado para la ocasión; y, para asombro de los espectadores, la estatua descendió del pedestal y rodeó con los brazos el cuello de Leontes. Luego, la estatua empezó a hablar, rogando a los dioses que bendijeran a su esposo y a su hija, la reencontrada Perdita.

No era de extrañar, desde luego, que la estatua se colgara del cuello de Leontes y bendijera a su esposo y a su hija. No era de extrañar, porque la estatua era Hermiona en persona, la reina perfectamente viva y real.

Paulina había faltado a la verdad al comunicar al rey la muerte de Hermiona. Lo había hecho por considerarlo la única fórmula para preservar la vida de su real señora. Desde entonces, Hermiona había vivido con la buena de Paulina, decidida a no decir nunca a Leontes que estaba viva, hasta que se enteró de la reaparición de Perdita; pues si bien había perdonado hacía mucho tiempo el daño que Leontes le había causado, no podía perdonarle la crueldad con su hija pequeña.

Habiendo visto resucitar a la reina muerta y reencontrado a la hija perdida, Leontes, que tanto tiempo había sufrido, apenas pudo soportar el exceso de felicidad.

Solo se oyeron felicitaciones y discursos afectuosos por todos lados. Los padres, encantados, dieron las gracias a Florisel por amar a su hija que parecía de baja extracción; y bendijeron al bueno y viejo pastor por salvar la vida de su hija. Y mucho se alegraron Camilo y Paulina por haber vivido hasta ver el final feliz de sus leales servicios.

Y como nada debía faltar para completar esta extraña e inesperada alegría, el propio rey Políxenes se presentó en el palacio.

Pues cuando echó a faltar a su hijo y a Camilo, supuso que los fugitivos se encontraban en Sicilia, sabedor de que el segundo llevaba tiempo deseando volver a su país; raudo los siguió, y llegó precisamente en ese momento, el más feliz de la vida de Leontes.

Políxenes tomó parte de la alegría general; perdonó a su amigo Leontes los celos injustos que había albergado contra él, y los dos volvieron a quererse con la cordialidad de su amistad adolescente. Y ya no cabía el temor de que Políxenes se opusiera a la boda entre su hijo y Perdita. Ella ya no era una «palurda», sino la heredera de la corona de Sicilia.

Así pues, hemos visto recompensadas las pacientes virtudes de Hermiona, que tanto tiempo sufrió. La excelente dama vivió muchos años con su Leontes y su Perdita y fue de las madres y de las reinas la más feliz.