A VUESTRO GUSTO

 

 

Durante la época en que Francia estaba dividida en provincias (o ducados, como entonces se las llamaba), gobernaba en una de ellas un usurpador que había depuesto y desterrado a su hermano mayor, el legítimo duque.

Este, expulsado de sus dominios, se retiró con un puñado de seguidores leales al bosque de Arden; y allí vivía el buen hombre con sus queridos amigos, que por él habían asumido un exilio voluntario mientras sus tierras e ingresos pasaban a engrosar las arcas del usurpador; y la costumbre pronto hizo que la vida de ocio despreocupado que llevaban allí les resultara más dulce que el lujo y el esplendor inseguro de la vida cortesana. Vivían como el viejo Robin Hood de Inglaterra, y muchos eran los jóvenes nobles que frecuentaban diariamente el bosque y pasaban el día sin preocupaciones como si vivieran en la edad de oro. En verano permanecían bajo la delicada sombra de los enormes árboles, observando los juegos de los ciervos; tanto querían a estos pobres animales moteados, los habitantes originarios del bosque según todos los indicios, que les daba pena estar obligados a matarlos para acompañar sus comidas con algo de carne de venado. Cuando los fríos vientos invernales recordaban al duque su adversidad, él reaccionaba con paciencia y decía:

—Estos vientos helados que soplan sobre mi cuerpo son verdaderos consejeros; no lisonjean, sino que me muestran mi auténtica condición; y si bien muerden, sus dientes no son tan afilados como los de la crueldad y la ingratitud. A mi juicio, por mucho que los hombres hablen contra la adversidad, algún dulce provecho puede extraerse de ella; como la joya, preciosa para la medicina, que se saca de la cabeza del venenoso y despreciado sapo.

De este modo extraía el paciente duque una moral útil de cualquier cosa que viera; y con la ayuda de su talante moralizante encontraba, en esta vida suya tan alejada de lo público, lenguajes en los árboles, libros en las aguas de los arroyos, sermones en las piedras y el bien en cualquier cosa.

El duque desterrado tenía una única hija llamada Rosalinda a quien el usurpador, el duque Federico, retuvo en la corte para que hiciera compañía a su hija Celia. Estas jóvenes habían anudado una buena amistad que el desacuerdo entre los padres no pudo interrumpir en lo más mínimo. Celia procuraba compensar con todas las amabilidades que estaban en su poder la injusticia cometida por su padre al derrocar al de Rosalinda; y cada vez que esta cedía a la melancolía al pensar en el destierro de su padre y en su propia dependencia del usurpador, Celia dedicaba todas sus fuerzas a consolarla y confortarla.

Un día, mientras Celia hablaba con Rosalinda y le decía con su habitual amabilidad: «Te ruego, Rosalinda, encantadora prima, anímate», llegó un mensajero del duque para comunicarles que si querían presenciar un combate que estaba a punto de empezar, debían acudir en el acto al patio situado delante del palacio; Celia, convencida de que gustaría a Rosalinda, se mostró de acuerdo y aseguró que irían.

Por aquellos tiempos la lucha, hoy en día solo practicada por patanes del campo, era una de las diversiones preferidas en las cortes de los príncipes y se practicaba en presencia de princesas y hermosas damas. A este combate fueron, pues, Celia y Rosalinda. Pronto se dieron cuenta de que podía convertirse en un espectáculo trágico: porque un hombre alto y fornido, que llevaba tiempo dedicado al arte de la lucha y que había derrotado a numerosos rivales en contiendas de este tipo, se disponía a luchar contra un hombre muy joven quien, por su extremada juventud e inexperiencia en estas lides, parecía destinado a una muerte segura, a juicio de todos los espectadores.

Cuando el duque vio a Celia y a Rosalinda, dijo:

—¡Vaya, vaya, hija y sobrina! ¿Os habéis acercado para presenciar la lucha? No os divertiréis mucho, pues hay una enorme desigualdad entre los luchadores: siento compasión por el joven y desearía disuadirlo. Habladle, muchachas, a ver si podéis hacerlo desistir.

Las jóvenes se mostraron encantadas de poder realizar tan humana gestión, y fue Celia la primera en exhortar al joven forastero a que desistiera del intento. Luego, Rosalinda le habló con tal cordialidad y con tan sentida comprensión del riesgo que estaba a punto de correr, que el joven, en vez de sentirse persuadido por las amables palabras y de renunciar por tanto a su propósito, se empeñó en distinguirse por su coraje ante esa encantadora dama. Rechazó la petición de Celia y Rosalinda con palabras tan llenas de gracia y modestia que se sintieron aún más preocupadas por él; concluyó su negativa de la siguiente guisa:

—Siento negar algo a tan hermosas y distinguidas damas. Pero sí quiero que vuestros hermosos ojos y amables deseos me sigan en la prueba en que, si soy derrotado, la vergüenza solo cubrirá a alguien que nunca ha tenido suerte, y si acabo muerto, la muerte solo será la de alguien deseoso de morir. No ocasionaré daño alguno a mis amigos, pues no tengo a ninguno que me llore, ni quedará el mundo agraviado, por cuanto nada poseo. Pues solo ocupo en el mundo un lugar que estará mejor ocupado si lo dejo vacante.

Acto seguido empezó el combate. Celia deseaba que el joven forastero saliera ileso; pero era Rosalinda quien más afecto sentía por él. El estado de abatimiento en que se encontraba y el hecho de que deseara morir hicieron a Rosalinda identificarse con él y considerarlo tan desgraciado como ella. Tanta lástima sentía y tan profundamente percibía el riesgo que corría el joven mientras luchaba, que casi podría decirse que en ese preciso instante acababa de enamorarse de él.

La amabilidad con que esas bellas y nobles damas trataron al joven desconocido le dieron fuerza y valor, de tal modo que obró milagros; hasta que finalmente derrotó a su rival, el cual estaba tan malherido que durante un buen tiempo no pudo hablar ni moverse.

El duque Federico, encantado con el coraje y la habilidad del joven forastero y decidido a ponerlo bajo su protección, quiso conocer su nombre y ascendencia.

El forastero dijo llamarse Orlando y ser el hijo menor de sir Roldán de Boys.

Sir Roldán de Boys, padre de Orlando, ya llevaba algunos años muerto; pero mientras vivió, fue un súbdito leal y un amigo querido del duque desterrado: por eso, cuando Federico se enteró de que Orlando era hijo del amigo de su hermano desterrado, su estima por el valiente joven se tornó antipatía, y se marchó malhumorado del lugar. Como odiaba oír ni que fuera el nombre de alguno de los amigos de su hermano, pero al mismo tiempo admiraba el valor del joven, señaló mientras salía que deseaba que Orlando fuera hijo de otro.

Rosalinda, encantada de oír que su nuevo favorito era hijo de un viejo amigo de su padre, dijo a Celia:

—Mi padre amaba a sir Roldán de Boys, y si yo hubiera sabido que este joven era su hijo, habría añadido lágrimas a mis súplicas antes del combate que emprendía.

Las muchachas subieron luego a verlo; y al notarlo abatido por la repentina antipatía mostrada por el duque, le dirigieron palabras amables y alentadoras; y cuando ya salían, Rosalinda se volvió hacia el hijo del viejo amigo de su padre y le habló con suma cortesía; acto seguido, se quitó una cadena del cuello y dijo:

—Caballero, lleve esto por mí. Estoy reñida con la fortuna; de no ser así, le daría un presente más valioso.

Las jóvenes estaban solas y la conversación de Rosalinda seguía girando en torno a Orlando; Celia, al notar que su prima se había enamorado del joven y atractivo luchador, le dijo:

—¿Será posible que te hayas enamorado tan rápido?

Y Rosalinda replicó:

—El duque, mi padre, sentía un gran afecto por su padre.

—Pero ¿significa eso que tengas que sentir el mismo afecto por el hijo? De ser así, debería odiarlo, porque mi padre odiaba al suyo; pero yo no odio a Orlando.

Federico, encolerizado al ver al hijo de sir Roldán de Boys, que le recordaba a los muchos amigos con que el duque desterrado contaba entre la nobleza, y enfadado desde hacía tiempo con su sobrina porque la gente la ensalzaba por sus virtudes y la compadecía por el destino de su padre, derramó de pronto sobre ella toda su maldad; y mientras Celia y Rosalinda hablaban con Orlando, entró en la habitación y con mirada enfurecida ordenó a Rosalinda que abandonara el palacio en el acto y siguiera a su padre al destierro. Y explicó a Celia, que en vano intercedió por su amiga, que solo la había retenido por causa de ella.

—Yo entonces no te pedí que la dejaras quedarse —dijo Celia—, porque era demasiado joven para apreciarla; pero ahora que conozco su valor, que hemos dormido juntas tanto tiempo, que nos hemos levantado siempre a la misma hora, que hemos estudiado, jugado y comido juntas, no puedo vivir sin su compañía.

Federico contestó:

—Es demasiado astuta para ti; su suavidad, su silencio y su paciencia hablan al pueblo, que la compadece. Demuestras ser una estúpida intercediendo por ella, pues parecerás más brillante y virtuosa cuando se haya ido; por eso, sella los labios y no hables a su favor, pues la condena que he pronunciado contra ella es irrevocable.

Celia tomó conciencia de que no podía convencer a su padre para que Rosalinda se quedara con ella y, en una muestra de generosidad, decidió acompañarla; esa misma noche abandonó el palacio de su padre y fue con su amiga al bosque de Arden, en busca del duque desterrado.

Antes de salir, Celia consideró poco seguro que dos jóvenes damas viajaran con la ropa lujosa que llevaban; por tanto, propuso que ocultaran su rango vistiéndose como muchachas campesinas. A juicio de Rosalinda, sin embargo, que una de ellas se disfrazara de hombre les procuraría mejor protección. Por tanto, ambas acordaron que, como Rosalinda era más alta, ella se vestiría de joven campesino y Celia se pondría la ropa de una muchacha de campo; dirían ser hermano y hermana. Rosalinda declaró llamarse Ganimedes, mientras Celia elegía el nombre de Aliena.

Así disfrazadas emprendieron las bellas princesas su largo viaje, llevando dinero y joyas para costearlo; pues el bosque de Arden se hallaba a bastante distancia, más allá de las fronteras del duque.

La dama Rosalinda (o Ganimedes, como habría que llamarla ahora) dio la impresión de haberse puesto no solo ropa masculina, sino también el coraje propio de un hombre. La leal amistad que Celia había mostrado al acompañar a Rosalinda en un viaje de tantas millas hizo que el nuevo hermano, en recompensa por tanto amor verdadero, se mostrara animadísimo, cual si fuera, en efecto, Ganimedes, el hermano rústico y valiente de Aliena, la dulce aldeana.

Cuando llegaron por fin al bosque de Arden, ya no encontraron las buenas fondas y los cómodos alojamientos que habían tenido en el camino; estaban necesitados de comida y descanso, y Ganimedes, que había animado a su hermana con discursos divertidos y comentarios alegres durante el viaje, confesó ahora a Aliena estar agotado y ser capaz, en su corazón, de profanar el traje de hombre y llorar como una mujer. Aliena, por su parte, declaró no poder más; Ganimedes recordó entonces que era deber del hombre consolar y confortar a una mujer, por ser el vaso más frágil; y para mostrarse valiente ante su nueva hermana dijo:

—Ánimo, hermana Aliena: hemos llegado al final de nuestro periplo, el bosque de Arden.

Sin embargo, la virilidad simulada y el coraje forzado ya no les servían de ayuda; pues si bien se hallaban en el bosque de Arden, no sabían dónde encontrar al duque: aquí habría acabado tristemente el viaje, pues se habrían perdido y habrían muerto de hambre; pero quiso la fortuna que, mientras estaban sentados en la hierba, casi muertos de fatiga y sin esperanza de salvación, pasara un labrador. Ganimedes, intentando hablar con energía viril, dijo:

—Si el oro o la amistad pueden procurarnos alojamiento en este inhóspito lugar, te ruego, pastor, que nos lleves a un sitio donde podamos descansar; pues esta muchacha, mi hermana, está agotada por el viaje y a punto de desmayarse por el hambre.

El hombre replicó que solo era el criado de un pastor, que la casa de su amo estaba a punto de ser vendida y que por tanto solo tendrían una pobre acogida; pero que si querían acompañarlo, verían lo que había y serían bienvenidos. Siguieron al hombre, con fuerzas renovadas gracias a la esperanza de ayuda; compraron la casa y las ovejas del pastor y contrataron los servicios del hombre que los condujo a la casa para que los atendiera; así pues, en posesión de una cabaña limpia y bien abastecidos de provisiones, acordaron quedarse hasta saber en qué parte del bosque vivía el duque.

Una vez descansados tras la fatiga del viaje, empezaron a disfrutar de la nueva forma de vida y casi imaginaban ser el pastor y la pastora que presumían ser; a veces, sin embargo, Ganimedes se recordaba como aquella Rosalinda que tanto había amado al valeroso Orlando porque era hijo del viejo sir Roldán, amigo de su padre; y aunque Ganimedes creía a Orlando a muchas millas de distancia, a todas esas fatigosas millas que habían recorrido, pronto se descubrió que se hallaba en el mismo bosque de Arden. De esta manera se produjo el extraño suceso:

Orlando era el hijo menor de sir Roldán de Boys, el cual lo dejó —siendo todavía muy pequeño— al cuidado del hermano mayor, Oliverio. En la bendición, encomendó a este la tarea de proporcionar una buena educación a su hermano y ocuparse de él como correspondía a la dignidad de su noble y antigua casa. Oliverio resultó ser un hermano indigno; desobedeciendo las órdenes del padre moribundo, nunca envió a Orlando a la escuela, sino que lo mantuvo en casa, donde no recibió enseñanza y vivió desatendido. Sin embargo, la naturaleza y las nobles cualidades de la mente de Orlando se parecían tanto a las de su padre que, sin tener las ventajas de la educación, parecía un joven educado con el máximo esmero; y tanto odiaba Oliverio la fina personalidad y las dignas maneras de su hermano indocto que al final solo deseaba destruirlo; por eso, convenció a gente de que lo persuadiera a luchar contra aquel célebre luchador que, tal como hemos contado, a tantos hombres había matado. Así pues, el abandono propiciado por el cruel hermano llevó a Orlando a manifestar su deseo de morir.

Cuando, contrariamente a las malignas esperanzas que abrigaba Oliverio, su hermano se alzó con la victoria, la envidia y la maldad ya no conocieron límites, y el hombre juró prender fuego al dormitorio de Orlando. Un viejo y leal servidor del padre, que amaba a Orlando por su parecido con sir Roldán, lo oyó pronunciar esta maldición. Salió al encuentro del menor cuando este volvía del palacio del duque y, al verlo, advirtió con apasionadas exclamaciones a su joven amo del peligro que corría:

—¡Oh mi querido amo, mi amable amo! ¡Oh recuerdo viviente del viejo sir Roldán! ¿Por qué eres tan virtuoso? ¿Por qué tan gentil, fuerte y valiente? ¿Por qué habrás querido tanto superar a ese famoso luchador? Tu fama ha llegado demasiado rápido a casa.

Orlando, desconocedor del significado de todo esto, preguntó qué ocurría. A lo cual el anciano le explicó que el pérfido hermano, envidioso del amor que le profesaba todo el mundo y enterado de la gloria que había conseguido mediante su victoria en el palacio del duque, se proponía liquidarlo prendiendo fuego a su cuarto durante la noche; como conclusión, le recomendó evitar el peligro emprendiendo la huida en el acto. Sabedor de que Orlando no tenía dinero, Adán (que así se llamaba el buen hombre) había traído sus pequeños ahorros y dijo:

—Tengo quinientas coronas, los escasos ahorros que acumulé bajo tu padre y que he guardado para que me sustentaran cuando mis viejas piernas ya no me respondieran en el trabajo. ¡Cógelas, y que aquel que alimenta a los cuervos me ayude en mi ancianidad! Aquí está el oro; te lo doy todo. Y déjame ser tu servidor; aunque parezca viejo, te serviré como un joven en todos tus negocios y necesidades.

—¡Oh buen anciano —exclamó Orlando—, cómo se percibe en ti al fiel servidor de las viejas épocas! No eres de la madera de estos tiempos. Iremos juntos, y antes de gastar los ahorros de tu juventud, encontraré algún medio para mantenernos a los dos.

Juntos partieron, pues, el fiel servidor y su querido amo; y Orlando y Adán viajaron sin saber qué camino seguir, hasta que llegaron precisamente al bosque de Arden, donde, por falta de alimentos, se encontraron en el mismo apuro que Ganimedes y Aliena. Prosiguieron su peregrinaje en busca de alguna vivienda humana hasta quedar exhaustos de hambre y fatiga. Adán dijo al final:

—Amo querido, me muero de hambre y no puedo seguir.

Se tumbó, decidido a convertir ese sitio en tumba, y se despidió de su querido amo. Orlando, viéndolo en tal estado de debilidad, cogió al viejo servidor en sus brazos y lo llevó al abrigo de unos árboles amenos. Y le dijo:

—¡Ánimo, viejo Adán, descansa tus piernas agotadas y no hables de morir!

Orlando se marchó en busca de comida y dio la casualidad de que llegó a la parte del bosque donde residía el duque. Este y sus amigos se disponían a cenar; el duque estaba sentado en la hierba, sin más protección que la sombra de unos enormes árboles.

Orlando, desesperado por el hambre, desenvainó la espada con la intención de apoderarse de la carne por la fuerza:

—¡Deteneos y no comáis más! ¡Vuestra comida es para mí!

El duque le preguntó si era la angustia la causa de tanta osadía o si era simplemente un rudo que despreciaba los buenos modales. A lo cual Orlando contestó que, en efecto, se moría de hambre; y el duque le dio entonces la bienvenida y lo invitó a sentarse y compartir su cena. Tras oír estas amables palabras, Orlando guardó la espada y se sonrojó de vergüenza de la misma ruda manera en que había exigido su comida.

—Perdonadme, os lo ruego —dijo—. Creí que todo cuanto aquí había era salvaje y por eso adopté una postura de mando implacable; pero quienquiera que seáis en este inhóspito lugar, bajo la sombra de melancólicas ramas, perdéis con negligencia las horas fugitivas del tiempo; si alguna vez visteis días mejores; si alguna vez oísteis doblar las campanas que llamaban a misa; si alguna vez habéis estado sentados a la mesa de un buen hombre; si alguna vez os habéis enjugado una lágrima de los ojos y sabéis lo que es compadecer y ser compadecido, ¡que mis suaves palabras os muevan a tratarme con humanidad y cortesía!

El duque replicó:

—Somos hombres que, como bien dices, hemos visto días mejores, y aunque residimos en este bosque salvaje, hemos vivido en pueblos y ciudades y hemos sido convocados a la iglesia por campanas sagradas, hemos estado sentados a la mesa de hombres de bien y hemos enjugado de nuestros ojos las lágrimas engendradas por la piedad divina. Así pues, siéntate y coge de nuestros víveres cuanto necesites para satisfacer tus necesidades.

—Hay un pobre anciano —respondió Orlando— que por puro afecto me ha seguido hasta aquí en un fatigoso viaje y que está abatido por dos tristes achaques: él hambre y la edad. No puedo probar bocado hasta que él no esté saciado.

—Ve, búscalo y tráelo —dijo el duque—. No comeremos hasta que vuelvas.

Orlando se fue corriendo como una cierva que corre en busca de su cervato para darle comida; y no tardó en regresar con Adán en los brazos. Dijo el duque:

—Deposita tu venerable carga; sois los dos bienvenidos.

Dieron de comer al anciano, animaron su corazón, y el hombre revivió y recuperó la salud y la fuerza.

El duque preguntó a Orlando por su identidad; y cuando se enteró de que era hijo de su viejo amigo, sir Roldán de Boys, lo puso bajo su protección, y Orlando y su anciano servidor vivieron con el duque en el bosque.

Orlando arribó allí pocos días después de que llegaran Ganimedes y Aliena y compraran la cabaña del pastor.

Ganimedes y Aliena se quedaron sumamente sorprendidos al ver el nombre de Rosalinda grabado en los árboles y papeles con sonetos de amor colgados de ellos, todos dirigidos a la joven noble. Aún se preguntaban cómo era posible tal cosa cuando toparon con Orlando y vieron la cadena que Rosalinda le había puesto alrededor del cuello.

Orlando no imaginaba que Ganimedes fuera la bella princesa Rosalinda quien, debido a su nobleza, condescendencia y apoyo, se había ganado su corazón hasta tal punto que el joven pasaba todo el día grabando su nombre en los árboles y escribiendo sonetos que ensalzaban su belleza. Encantado con la actitud grácil de ese guapo y joven pastor, entabló conversación con él e incluso vio cierta similitud entre Rosalinda y Ganimedes, si bien este no mostraba un comportamiento digno de la noble dama; pues Ganimedes tenía los modales directos que con frecuencia se observan en jóvenes cuando se hallan entre la adolescencia y la edad adulta. Con tal picardía y humor habló a Orlando de cierto amante que, dijo, «recorre nuestro bosque y destroza nuestros jóvenes árboles grabando el nombre de Rosalinda en la corteza; y cuelga odas de los espinos y elegías de las zarzas, siempre ensalzando a esa misma Rosalinda. Si encontrara a ese enamorado, le daría algún buen consejo que pronto lo curaría de su amor».

Orlando confesó ser el fervoroso enamorado del que hablaba y pidió a Ganimedes que le diera un buen consejo. El remedio que le propuso Ganimedes, y el consejo que le dio, consistía en que Orlando fuera cada día a la cabaña habitada por él mismo y su hermana Aliena.

—Entonces —dijo Ganimedes— fingiré ser Rosalinda y tú fingirás cortejarme como harías si fuera yo Rosalinda, y entonces imitaré las frívolas formas con que las damas caprichosas tratan a su amantes hasta que te avergüences de tu amor; este es el método que propongo para curarte.

Orlando no confiaba mucho en tal remedio, pero convino en acudir cada día a la cabaña de Ganimedes y simular un lúdico cortejo. Así pues, Orlando visitaba diariamente a Ganimedes y Aliena, llamaba Rosalinda al pastor Ganimedes y repetía las exquisitas palabras y elogiosos cumplidos que los jóvenes gustan de usar cuando cortejan a sus amantes. Sin embargo, Ganimedes no parecía hacer progreso alguno en su esfuerzo por curar a Orlando de su amor por Rosalinda.

Orlando lo tomaba todo por un juego entretenido (y no imaginaba que Ganimedes fuera la mismísima Rosalinda), pero la oportunidad que le daba de manifestar todo el cariño y afecto que albergaba su corazón deleitaba su fantasía como también agradaba a la de Ganimedes, el cual disfrutaba de la broma secreta, consciente de que los deliciosos discursos amorosos iban todos dirigidos a la persona correcta.

Así de agradables transcurrieron los días de los jóvenes; y la afable Aliena, viendo la felicidad de Ganimedes, lo dejaba hacer y se divertía con el burlesco cortejo. No se preocupaba de recordar a Ganimedes que Rosalinda aún no había revelado su identidad a su padre, el duque, cuyo lugar de residencia en el bosque ya conocían por Orlando. Ganimedes ya se había encontrado una vez con el duque y había charlado con él, y el duque le había preguntado por su familia. Ganimedes le contestó que su ascendencia era tan buena como la suya, a lo cual el duque se limitó a esbozar una sonrisa pues no sospechaba que el joven y bello pastor descendiera, en efecto, de linaje real. Al ver que el duque tenía buen aspecto y parecía feliz, Ganimedes, satisfecho, aplazó unos días sus explicaciones.

Una mañana en que Orlando se dirigía a la cabaña de Ganimedes, vio a un hombre dormido en el suelo y una serpiente grande y verde que le rodeaba el cuello. La serpiente, al percibir la proximidad de Orlando, se ocultó entre los arbustos. El joven se acercó y descubrió a una leona que, tumbada, con la cabeza en el suelo y postura de gato al acecho, esperaba a que el hombre despertara (pues cuentan que los leones nunca atacan nada que esté muerto o durmiendo). Orlando parecía haber sido enviado por la Providencia para salvar a esa persona del peligro de la serpiente y de la leona; pero cuando le vio la cara se dio cuenta de que el hombre expuesto al doble peligro era su propio hermano Oliverio, que con tanta crueldad lo había tratado y que hasta había amenazado con prenderle fuego y destruirlo. A punto estuvo Orlando de dejarlo allí, para que fuera presa de la leona hambrienta; pero el afecto fraternal y la bondad de su naturaleza pronto superaron el primer impulso de cólera contra su hermano; desenvainó la espada, atacó a la fiera y la mató, salvando así la vida de su hermano de la serpiente venenosa y de la leona furiosa. Sin embargo, antes de derrotar a la leona, esta le clavó la zarpa en un brazo.

Mientras Orlando aún luchaba con la fiera, Oliverio despertó y vio que su hermano, tan maltratado por él, lo estaba protegiendo de la ira de esa bestia y arriesgando al mismo tiempo su propia vida. La vergüenza y el remordimiento se apoderaron de él, se arrepintió de su conducta indigna y pidió, con lágrimas en los ojos, perdón a su hermano por los agravios cometidos. Orlando, feliz de verlo arrepentido, le perdonó enseguida. Se abrazaron. Y a partir de ese momento Oliverio quiso a Orlando con verdadero amor fraternal, y eso que había acudido al bosque con la intención de matarlo.

Como la herida en el brazo de Orlando sangraba con profusión, se vio demasiado débil para visitar a Ganimedes, por lo que pidió a su hermano que fuera y contara a esa persona, «a quien», dijo Orlando, «por broma suelo llamar mi Rosalinda», el accidente que había sufrido.

Allí fue Oliverio y contó a los dos pastores cómo Orlando le había salvado la vida: tras relatarles la valentía del joven y su providencial salvación, confesó ser el hermano que tan cruelmente había tratado a Orlando; y luego les narró la reconciliación.

El sincero arrepentimiento expresado por Oliverio impresionó sobremanera el tierno corazón de Aliena, de tal modo que se enamoró de él en el acto; y Oliverio, al observar cuánto lamentaba ella el dolor que, según él, sentía por sus faltas, enseguida se enamoró de ella. Pero mientras el amor se introducía así en los corazones de Aliena y de Oliverio, no dejaba de trabajar también en Ganimedes, el cual, al enterarse del grave riesgo que había corrido Orlando y de la herida causada por la zarpa de la leona, se desmayó; cuando se recuperó, pretendió haber simulado el desmayo tras adoptar la personalidad imaginada de Rosalinda, y pidió a Oliverio:

—Cuente a su hermano lo bien que he fingido el desvanecimiento.

No obstante, Oliverio dedujo de la palidez de su cara que el desmayo había sido real y se extrañó de la debilidad del joven. Por eso le dijo:

—Bueno, si ha fingido, ármese de valor y finja ser un hombre.

—Es lo que hago —replicó Ganimedes—, pero en justicia debería haber sido mujer.

Oliverio alargó la visita, y cuando finalmente volvió a donde estaba su hermano, tuvo muchas novedades para referirle; pues además de explicarle que Ganimedes se había desmayado al oír de la herida de Orlando, le contó que se había enamorado de la bella pastora Aliena y que ella veía con buenos ojos sus pretensiones, aun siendo este su primer encuentro; y comunicó a su hermano, como algo casi resuelto, que se casaría con Aliena, que la amaba tanto que viviría aquí como un pastor y que transferiría sus rentas y su casa a Orlando.

—Tienes mi consentimiento —dijo Orlando—. Que vuestra boda sea mañana, y yo invitaré al duque y a sus amigos. Ve y convence a tu pastora de que acepte. Ahora estará sola, porque mira: ahí viene su hermano.

Oliverio fue a ver a Aliena; Ganimedes, por su parte, venía a interesarse por la salud de su amigo herido.

Orlando y Ganimedes comentaron el repentino enamoramiento que se había producido entre Oliverio y Aliena. Orlando señaló que había recomendado a su hermano persuadir a la bella pastora de que se casaran al día siguiente; además, le había insistido en lo mucho que deseaba casarse ese mismo día con su Rosalinda.

Ganimedes, que aprobaba el enlace, dijo que si Orlando realmente amaba a Rosalinda como pretendía, su deseo se cumpliría; él, Ganimedes, se encargaría de hacer aparecer a Rosalinda en persona al día siguiente y de inducirla a casarse con Orlando.

Según Ganimedes, llevaría a efecto este acontecimiento en apariencia milagroso —que de hecho, siendo como era la propia Rosalinda, podía realizar con suma facilidad— con la ayuda de la magia que, declaró, había aprendido de un tío suyo, un mago célebre.

Orlando, el fervoroso enamorado que no sabía si creer o dudar de estas palabras, preguntó a Ganimedes si hablaba en serio.

—Sí, por mi vida —respondió Ganimedes—. Y por eso, ponte mañana la mejor ropa e invita al duque y a sus amigos a tu boda. Ya que deseas casarte mañana con Rosalinda, aquí estará ella.

A la mañana siguiente, tras obtener Oliverio el consentimiento de Aliena, se presentaron ante el duque acompañados de Orlando.

Reunidos para celebrar las bodas, aunque solo se hubiera presentado una novia, todos hicieron muchas preguntas y conjeturas, pero convinieron mayoritariamente en que Ganimedes le había hecho una jugada a Orlando.

El duque, al oír que su propia hija había de aparecer de esa extraña manera, preguntó a Orlando si creía que el joven pastor podría llevar a efecto lo prometido; y en el preciso instante en que el hijo de sir Roldán de Boys contestaba que no sabía qué pensar, entró Ganimedes y preguntó al duque si, en el caso de que trajera a su hija, consentiría a la boda de esta con Orlando.

—Lo haría —respondió el duque— aunque tuviera reinos para darle.

Ganimedes se dirigió entonces a Orlando:

—¿Dices que te casarás con ella si la traigo aquí?

—Lo haría —respondió Orlando— aunque fuera rey de muchos reinos.

Ganimedes y Aliena salieron entonces juntos. Ganimedes se quitó el atuendo masculino y, tras vestirse con atavíos de mujer, se convirtió de nuevo en Rosalinda, sin necesidad de recurrir a la magia; y Aliena cambió la ropa de campo por sus propias y ricas vestiduras, con lo cual se transformó sin más problemas en la noble Celia.

Mientras estaban todavía fuera, el duque comentó a Orlando que, a su juicio, el pastor Ganimedes se parecía mucho a su hija Rosalinda; y Orlando señaló que él también había observado el parecido.

No tuvieron tiempo para preguntarse cómo acabaría esta historia, porque Rosalinda y Celia entraron, vestidas con sus propias ropas; sin simular ya que hacía su aparición por el poder de la magia, Rosalinda se postró a los pies de su padre y le pidió la bendición. Su repentina presencia resultó tan milagrosa a todos los presentes, que bien podría haber pasado por magia; pero Rosalinda, que ya no quería engañar a su padre, le contó la historia de su destierro y de su vida en el bosque como joven pastor, en compañía de Celia, que representaba el papel de su hermana.

El duque ratificó el consentimiento que había dado a su boda; y Orlando y Rosalinda, Oliverio y Celia se casaron al mismo tiempo. Y si bien la boda no podía celebrarse en ese bosque salvaje con los desfiles y el esplendor propios de tales ocasiones, nunca se vivió un casamiento tan feliz: y mientras comían carne de venado bajo la sombra fresca de los árboles amenos, como si nada faltara para completar la felicidad de ese buen príncipe y de esos verdaderos enamorados, un mensajero inesperado se presentó para comunicar al duque la buena noticia de que le había sido devuelto el ducado.

El usurpador, enfurecido por la huida de su hija Celia, enterado de que hombres de gran valía acudían diariamente al bosque de Arden para reunirse con el legítimo duque en su exilio y sintiendo envidia de que su hermano, en su infortunio, siguiera siendo tan respetado, se puso a la cabeza de un importante ejército y avanzó hacia el bosque con la intención de capturarlo y de pasarlos a él y a sus leales seguidores por la espada; pero, por una milagrosa intervención de la Providencia, este hermano malvado desistió de sus malos propósitos; pues justo cuando llegaba al linde del bosque salvaje, halló a un anciano eremita con quien habló un buen rato y el cual, finalmente, disuadió al corazón de Federico de tan pérfidos designios. A partir de ese momento se convirtió en un verdadero arrepentido y, tras renunciar a las posesiones injustamente adquiridas, decidió pasar el resto de sus días en una abadía. Su primer acto de penitencia fue enviar a un mensajero a su hermano (tal como hemos narrado) con el fin de ofrecerle la devolución del ducado que tanto tiempo había usurpado, así como el de las tierras y rentas de sus amigos, los fieles seguidores del duque en su infortunio.

Las buenas nuevas, tan inesperadas como bienvenidas, llegaron en el momento oportuno para animar aún más, si cabía, la fiesta y el regocijo que reinaba en la boda de las princesas. Celia dio sus parabienes a la prima por la suerte del duque, el padre de Rosalinda, y le deseó sinceramente felicidad, si bien ella dejaba de ser la heredera del ducado. La heredera era ahora Rosalinda, tras la restauración llevada a cabo por Federico: hasta tal punto carecía el amor entre las dos primas de cualquier atisbo de celos o envidia.

El duque tenía ahora una oportunidad de recompensar a los verdaderos amigos que habían permanecido a su lado en el destierro; y esos valiosos seguidores que habían compartido con paciencia los tiempos de adversidad estaban desde luego encantados de poder volver en paz y prosperidad al palacio de su legítimo duque.