Dos

Llegó el invierno con sus fuertes nevadas y vientos huracanados; los valles y campos quedaron yertos y desnudos; solo se erguían como espectros de muerte sobre las exámines llanuras, los troncos sin hojas de los árboles.

Después de recoger los productos de la tierra en las paneras y graneros del jeque y de llenar sus barriles con el vino de sus viñedos, los aldeanos se retiraron a sus cabañas para pasar parte de su vida mano sobre mano junto al fuego y recordar la gloria de siglos pasados, refiriéndose unos a otros los acontecimientos de los días afanosos en sus largas noches.

El año viejo acababa de exhalar su último suspiro contra el cielo gris. Llegó la noche en que iba a coronarse al Año Nuevo y a ser colocado en el trono del Universo. Empezó a hacerse densa la nevada y los vientos ululantes descendían desde las elevadas montañas hasta el fondo de los abismos, arrastrando en sus ráfagas la nieve, que se amontonaba después en los valles.

Estremecíanse los árboles bajo la espesa borrasca, y campos y lomas quedaban cubiertos con un blanco sudario en el cual la Muerte escribía vagas líneas que los desfiguraban. La niebla separaba las aldeas esparcidas en las laderas de los valles. Las luces que parpadeaban tras las ventanas de los míseros tugurios desaparecían borradas por el espeso velo de la furia de la naturaleza.

El temor se apoderaba de los corazones de los fellahín, los animales se quedaban junto a los pesebres en los cobertizos, y los perros se acurrucaban en los rincones. Oíanse las voces del vendaval rugiente y el trueno de la tormenta repercutía en el fondo de los valles.

Diríase que la naturaleza se había enfurecido para despedir al año viejo e intentaba vengarse de aquellas almas pacíficas con las armas del frío y de la helada.

Aquella noche, bajo el cielo furioso, un joven renqueaba por la senda tortuosa que unía el rico monasterio de Deir Kizhaya con la aldea del jeque Abbas. Sus miembros estaban ateridos de frío, y el dolor y el hambre le mermaban las fuerzas. El ropón negro que llevaba estaba blanqueado por los copos de nieve, y parecía un cadáver amortajado. Luchaba afanosamente contra el viento. Avanzaba con dificultad y en cada esfuerzo daba solo unos cuantos pasos. Pidió auxilio y se quedó en silencio, escuchando y tiritando bajo la gélida noche. Pocas eran las esperanzas que tenía de que alguien acudiese en ayuda suya, y se consumía entre la desesperación y el desfallecimiento. Era como un ave con el ala rota que cayese en una corriente cuyos remolinos lo arrastraban hasta sus profundidades.

Siguió avanzando a tropezones, hasta que la sangre dejó de circular en sus venas y se desplomó. Exhaló un alarido terrible… era la voz de un alma que se encuentra con la faz cadavérica de la muerte, la voz de un joven que muere acabado por el hombre y atrapado entre las garras de la naturaleza, una voz de amor a la existencia en la oquedad de la nada.