Tres
En la parte norte de la aldea, en medio de los campos azotados por el viento, levantábase la casa solitaria de una mujer llamada Raquel, que vivía allí con su hija Miriam, la cual no había cumplido todavía los dieciocho años. Raquel era viuda de Samaán Ramy, quien seis años antes apareciese asesinado sin saber por quién, porque la ley del hombre no descubrió al asesino.
Como todas las viudas libanesas, Raquel se mantenía a base de un duro y prolongado trabajo. Durante la estación de la cosecha, espigaba tras los labriegos las mazorcas caídas de maíz, y en otoño recogía los restos de las frutas olvidadas en los huertos. Pasaba el invierno hilando lana y confeccionando vestidos, por los cuales recibía unas cuantas piastras o algún celemín de trigo. Miriam, su hija, era una hermosa muchacha que compartía con su madre la carga del trabajo.
Aquella noche inclemente las dos mujeres estaban sentadas junto al hogar, aunque el calor se debilitaba con la helada, y el rescoldo quedaba sepultado bajo las cenizas. A su lado había una trémula lámpara que proyectaba macilentos y amarillos rayos sobre el corazón de las tinieblas, como una oración que mandase reflejos de esperanza al seno triste del doliente.
Había llegado la medianoche y se escuchaban los vientos rugientes de fuera. De cuando en cuando se levantaba Miriam, retiraba el pequeño travesaño y avizoraba el cielo oscuro, para volver después a su silla con aspecto preocupado, atemorizada por la cólera de los elementos. De repente se estremeció como si se hubiese despertado sobresaltada de un sueño profundo. Miró con expresión de ansiedad a su madre y le preguntó:
—¿Has oído, madre? ¿Has oído una voz que pide auxilio?
La madre escuchó un momento y contestó:
—No oigo más que el alarido del viento, hija mía.
—Yo he oído —insistió Miriam— una voz más penetrante que los truenos y más lastimera que el aullido de la tempestad.
Dichas estas palabras, se levantó, abrió la puerta y se puso a escuchar un momento.
—La estoy volviendo a oír, madre —dijo después.
Raquel se precipitó hacia la débil puerta, y al cabo de un momento de vacilación, dijo:
—Yo también la oigo. Vamos a ver qué pasa.
Se arrebujó en un largo mantón, abrió la puerta y echó a andar con cuidadosos pasos, Miriam en tanto se quedaba en el umbral, mientras su larga cabellera era agitada por el viento.
Tras recorrer penosamente una breve distancia por la nieve, Raquel se detuvo y gritó:
—¿Quién llama?… ¿Quién es?
No recibió contestación. Repitió las mismas palabras varias veces, pero solo escuchó el eco profundo del trueno. Avanzó valerosamente, mirando en todas direcciones. De pronto encontró huellas hondas en la nieve; las siguió llena de miedo y al cabo de unos momentos encontró tendido sobre la nieve un cuerpo humano que parecía un remiendo en un vestido blanco. Se acercó, le apoyó la cabeza sobre sus rodillas y le tomó el pulso que acusó latidos apenas perceptibles; a aquel hombre se le escapaba la vida. Volvió el rostro hacia su vivienda y gritó:
—Ven, Miriam, ven a ayudarme… ¡lo he encontrado!
La joven se precipitó en la dirección de la voz y siguió las huellas de su madre, tiritando de frío y de miedo a la vez. Al llegar y ver al joven inmóvil, exhaló un gemido de sobresalto. Su madre metió las manos por debajo de los brazos del cuerpo inerte y murmuró a su hija:
—No temas, todavía vive; sujétalo por el borde inferior de la capa, vamos a llevárnoslo a casa.
Entre las dos mujeres cargaron al joven y se lo llevaron tropezando bajo la densa nevada y el fuerte viento. Al llegar a su albergue, lo tendieron junto a la chimenea. Raquel empezó a frotarle las manos ateridas, y Miriam a limpiarle la cabellera con el borde de su vestido. Al cabo de unos minutos, el joven empezó a moverse. Le temblaron los párpados y tomó una profunda respiración que llevó la esperanza al corazón de las dos compasivas mujeres. Le quitaron las botas y lo despojaron de su manto negro. Miriam levantó los ojos a su madre.
—Mira —dijo— qué ropa trae, madre: son los sayales que llevan los frailes.
Después de añadir a la hoguera un manojo de sarmientos secos, Raquel miró a su hija con ojos perplejos y le contestó:
—Los frailes no salen de su monasterio en una noche tan horrible como esta.
Miriam observó entonces:
—No tiene barba… los frailes la suelen llevar.
Raquel miró al joven con expresión de bondad maternal y luego se volvió a su hija:
—Lo mismo da —le dijo— que sea un monje o un criminal: sécale bien los pies, hija.
Abrió entonces un armario, sacó de él un jarro de vino y vertió parte de su contenido en una escudilla de barro. Miriam levantó la cabeza al joven mientras su madre le llevaba la vasija a los labios para hacerle reaccionar el corazón. Le dio un sorbo al vino; por primera vez abrió los ojos, bañados en lágrimas de agradecimiento y los posó con tristeza sobre sus salvadoras: tenían la expresión del hombre que siente la suave caricia de la vida después de haber estado atenazado entre las garras de la muerte; una expresión de esperanza, después de haberla perdido totalmente. Inclinó un poco la cabeza, y le temblaron los labios mientras gemía:
—¡Que Dios las bendiga!
Raquel le puso una mano sobre el hombro y le dijo:
—Tranquilícese, hermano. No se fatigue hablando hasta que se haya repuesto un poco.
—Apoye la cabeza en esta almohada, hermano —añadió Miriam—, vamos a acercarlo un poco más al fuego.
Volvió a llenar Raquel la escudilla de vino y se lo dio. Mirando después a su hija, dijo:
—Cuelga la ropa junto a la fogata para que se seque mejor.
La joven hizo lo que su madre le indicaba, volvió y se puso a mirar al desconocido con expresión compasiva, como si quisiera verter en su corazón toda la lástima de su alma. Raquel trajo dos panecillos, algunas conservas y frutas secas. Se sentó junto a él y comenzó a darle de comer pequeños bocadillos, como una madre que alimenta a su bebé. Al sentirse el joven más fuerte, se incorporó sobre la esterilla y las rojas llamaradas se reflejaron en su pálido semblante. Fue sacudiendo poco a poco la cabeza, y a sus ojos asomó un brillo especial, cuando dijo:
—La piedad y la crueldad luchan enconadamente en el corazón humano, como los elementos enloquecidos en esta noche terrible, pero la piedad se impondrá porque es divina, y el terror de la noche pasará cuando amanezca el día. —Calló unos momentos, y después continuó con un hilo de voz—: Una mano humana me arrastró a la desesperación y otra mano humana me ha rescatado; ¡qué cruel es el hombre y qué compasivo es el hombre!
—¿Cómo se aventuró, hermano —preguntó entonces Raquel—, a salir del monasterio en una noche tan horrible cuando ni siquiera los animales se atreven a afrontar su furia?
Cerró el joven los ojos, como si quisiese hacer volver las lágrimas al fondo de su corazón y contestó:
—Los animales tienen sus cubiles y los pajarillos del cielo sus nidos, pero el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
Raquel comentó:
—Así dijo Jesús, refiriéndose a sí mismo.
Y el joven repuso:
—Lo mismo puede decir cualquier hombre que va en pos del espíritu y la verdad, en esta época de falsedad, hipocresía y corrupción.
Al cabo de unos momentos de recapacitar sobre aquellas palabras, insistió Raquel:
—Pero hay muchas celdas cómodas en el convento, sus arcas están llenas de oro y de todo género de provisiones. Los establos del convento están llenos también de vacas gordas y ovejas, ¿qué le impulsó a salir en esta noche infernal?
Exhaló el joven un profundo suspiro y replicó:
—Dejé aquello porque lo detestaba.
Raquel observó:
—El fraile es en el monasterio como un soldado que tiene que obedecer las órdenes del jefe en el campo de batalla, cualesquiera que sean. He oído decir que no puede un hombre hacerse monje si no dice adiós a su libre albedrío, a sus pensamientos, a sus deseos y a cuanto pertenece a la mente. Porque un buen prior o un buen abad no manda a sus hermanos cosas que no sean razonables. ¿Cómo pudo el prior de Deir Kizhaya mandarle arriesgar la vida bajo las tormentas y la nieve?
—Lo que piensa el prior —contestó— es que no puede uno hacerse fraile si no es ciego, ignorante, insensible e idiota. Abandoné el monasterio porque yo soy un hombre sensible, que ve, siente y oye.
Miráronse Raquel y Miriam como si hubiesen descubierto en el rostro del joven un secreto escondido. Tras un momento de cavilación, dijo la madre:
—¿Y cómo es posible que un hombre que ve y oye se aventure a salir en una noche que ciega los ojos y ensordece los oídos?
El joven replicó serenamente:
Me expulsaron del monasterio.
—¡Lo expulsaron! —exclamó Raquel, sin poderse contener, y Miriam profirió las mismas palabras al unísono con su madre.
Él levantó la cabeza y se arrepintió de lo que había dicho, por temor de que el amor y compasión de aquellas buenas mujeres se convirtiese en odio y aspereza; pero cuando les clavó la mirada y vio que todavía irradiaban piedad y simpatía, y que sus cuerpos vibraban de ansiedad por enterarse de lo que había ocurrido, continuó explicando:
—Sí, fui expulsado del convento porque no fui capaz de cavar mi sepultura con mis propias manos, y el corazón se me cansó de haraganear y ratear. Me echaron del convento porque mi alma se negó a vivir de los bienes de la gente víctima de la superstición y la ignorancia. Me expulsaron porque no podía descansar en habitaciones confortables construidas con el dinero de los pobres fellahín. Mi estómago no aguantaba el pan cocido con las lágrimas de los huérfanos. Mis labios eran incapaces de recitar plegarias vendidas por dinero a la gente sencilla y creyente. Me echaron como si fuese un inmundo leproso porque repetía y echaba en cara una y otra vez a los frailes las reglas en las cuales se apoyaban para justificar su posición y abundancia.
Raquel y Miriam se quedaron reflexionando en silencio sobre las palabras del joven y le preguntaron:
—¿Viven sus padres?
—No tengo padres ni hogar —contestó.
Raquel suspiró profundamente y Miriam miró hacia la pared para ocultar sus lágrimas de gratitud y amor.
Como una flor marchita que es devuelta a la vida por las gotas de rocío depositadas por la aurora sobre sus pétalos suplicantes, el corazón dolorido del joven recobró nuevo vigor con el afecto y la bondad de sus bienhechoras. Las miró con la expresión del soldado que se siente rescatado del poder del enemigo por manos generosas y continuó:
—Perdí a mis padres antes de cumplir los siete años. El párroco de la aldea me llevó a Deir Kizhaya y me confió a la custodia de los monjes, quienes se sintieron felices de recibirme. Me encargaron de las vacas y de las ovejas, y todos los días las llevaba a pastar. Cuando llegué a los quince años, me pusieron este negro sayal y me condujeron ante el altar, donde el padre prior me dijo solemnemente: «Jura por el nombre de Dios y de todos los santos, y formula el voto de que vas a llevar la vida virtuosa de la pobreza y de la obediencia». Yo repetí sus palabras sin comprender todavía el significado ni el compromiso que encerraban, sin saber qué entendía él por pobreza, virtud y obediencia.