Siete
La noche extendía sus sombras sobre las míseras casuchas cargadas con una espesa capa de nieve. Aparecieron por fin las estrellas en el cielo, como rayos de esperanza después de aquella agonía de muerte. Las puertas y ventanas estaban cerradas, y las lámparas se habían encendido en el interior de las viviendas. Los fellahín se sentaban junto al fuego del hogar para calentarse un poco. Raquel, Miriam y Khalil consumían pacíficamente su cena sobre una burda mesa de madera, cuando llamaron a la puerta. Entraron tres hombres. Raquel y Miriam se asustaron, pero Khalil siguió tranquilo: esperaba la llegada de aquellos individuos. Uno de los criados del jeque se le acercó, le puso una pesada mano sobre el hombro y le preguntó.
—¿Eres tú el expulsado del convento?
Sereno y sin sombra de inquietud, Khalil contestó:
—Sí, yo soy, ¿qué quieren ustedes?
—Tenemos órdenes de arrestarte —replicó el otro— y llevarte a casa del jeque Abbas; si opones la menor resistencia, te arrastraremos por la nieve como a una oveja sacrificada.
Raquel prorrumpió de pronto con la cara pálida:
—¿Qué crimen ha cometido para que se lo lleven ustedes atado y a rastras?
Las dos mujeres les explicaron con voz suplicante y bañadas en lágrimas:
—Él es uno solo, y ustedes tres; tengan compasión de él. Además es una cobardía.
Los hombres se enfurecieron y replicaron a gritos:
—¿Hay en este pueblo alguna mujer que se atreva a oponerse a las órdenes del jeque?
Dicho esto sacaron una cuerda y empezaron a atar las manos de Khalil, quien levantó la cabeza con orgullosa dignidad y les dijo con una sonrisa triste:
—Me dan lástima ustedes, porque son un instrumento ciego en manos de un hombre que se vale de sus brazos fuertes para oprimir a los débiles. Son ustedes esclavos de la ignorancia. Ayer yo también era así, y mañana serán ustedes tan libres en su mente como yo soy ahora. Entre nosotros se abre un hondo precipicio que ahoga mi voz y esconde mi realidad, por lo que no pueden oírme ni verme. Aquí estoy, aquí están mis manos para que las aten si ese es su gusto.
Los tres hombres parecieron titubear, emocionados por sus palabras, pero la voz del jeque Abbas seguía repercutiendo en sus oídos mandándoles imperiosamente llevar a cabo su misión, taciturnos y hasta pesarosos terminaron por maniatarlo y llevárselo en silencio. Raquel y Miriam los siguieron como las Hijas de Jerusalén fueron siguiendo a Cristo al Monte Calvario.
Las noticias corren rápidamente entre los fellahín de las aldeas pequeñas, sea cual fuere su importancia, porque la ausencia en que viven del mundo social les despierta y aguza la curiosidad, y los estrechos límites en que se mueve su vida son propicios al comentario y al cabildeo. En invierno particularmente, cuando los campos duermen bajo sus cobertores de nieve y los seres humanos se refugian en el seno de su hogar, parecen propagarse más aprisa los rumores, dando pábulo a sus conversaciones junto al fuego.
Al poco tiempo de hacer sido arrestado Khalil corrió la noticia como una enfermedad contagiosa. Los aldeanos salieron de sus casas, y por todas las callejuelas se precipitaba la gente hacia la residencia del jeque Abbas, ansiosa de enterarse de lo que pasaba. Cuando Khalil pisó sus umbrales, ya esta estaba llena de un gentío de hombres, mujeres y niños, que querían conocer al infame que había sido expulsado del convento. También ardían de impaciencia por ver a Raquel y a su hija, que habían ayudado a propagar la enfermedad infernal de la herejía en el cielo puro de su aldea.
El jeque tomó asiento en el sillón de juzgar, y a su lado se sentó también el padre Elías. Los ojos de la multitud estaban clavados en el maniatado mancebo que afrontaba valerosamente sus miradas. Tras él estaban Raquel y Miriam, temblando de miedo. El jeque Abbas se dirigió a Khalil, interrogándole con voz de trueno:
—¿Cómo te llamas?
—Khalil —contestó él sin perder la serenidad.
El jeque volvió a preguntarle:
—¿Quiénes son tu padre y tu madre, qué parientes tienes y dónde naciste?
Khalil se volvió hacia los fellahín, que lo miraban con ira, y dijo:
—Los pobres y oprimidos son mi familia y mis parientes, y todo este país es mi cuna.
El jeque Abbas le indicó en tono de burla:
—Pues esta gente a quien consideras familia tuya exige que se te castigue, y el país que aseguras ser tu cuna no te quiere como miembro de su nación.
Khalil repuso inmediatamente:
—Las naciones ignorantes detienen a sus buenos ciudadanos y los entregan a sus déspotas; y un país gobernado por un tirano persigue a quienes tratan de liberar al pueblo del yugo de la esclavitud. Pero ¿abandonará un buen hijo a su madre si está enferma? ¿Un hombre que tenga entrañas negará ayuda a su hermano si está en el infortunio? Esos pobres criados tuyos que me maniataron y me trajeron a tu presencia te entregaron ayer su propia vida. Y esta tierra que no me quiere como hijo suyo, tampoco acepta a los déspotas avaros.
El jeque soltó una estentórea carcajada, tratando de amilanar al joven y evitar que sus palabras influyesen en los oyentes. Miró fijamente a Khalil y le dijo en tono amenazador:
—¿Crees, miserable boyero, que vamos a tener más piedad de ti que los monjes que te arrojaron del monasterio? ¿Crees que vamos a compadecernos de un agitador peligroso?
—Es verdad que fui boyero —repuso Khalil—, pero me alegro mucho de no haber sido carnicero. Llevaba a las vacas y a las ovejas a pastizales ricos, no a que se muriesen de hambre en tierras yermas. Las conducía a manantiales de agua pura, no a pantanos contaminados. Al caer la noche las devolvía a sus rediles y pesebres, sin abandonarlas en los valles a la rapacidad de los lobos. De esta manera he tratado yo a los animales; si usted hubiese hecho otro tanto y tratase a los seres humanos como yo traté a mi ganado, esta pobre gente no viviría en cabañas destartaladas ni gemiría en las garras de la miseria, mientras usted vive como Nerón en una mansión suntuosa.
La frente del jeque estaba perlada de gotas de sudor, y su expresión de burla se trocó en gesto iracundo, si bien procuró disimularlo como si no hubiese oído o entendido lo que quiso decir Khalil. Pero le apuntó con el dedo y replicó en tono de advertencia:
—Tú eres un hereje, y no estamos dispuestos a escuchar tus prédicas ridículas; te hemos traído aquí para juzgarte como delincuente, y debes tener presente que estás ante el señor de esta aldea, que tiene facultades y autoridad para hablarte en nombre de su Excelencia el emir Ameen Shebab. Estás también ante el padre Elías, representante de la Santa Iglesia, a cuyas doctrinas te has opuesto. Defiéndete o arrodíllate delante de esta gente y te perdonaremos y encargaremos de nuestro ganado, como hacías en el convento.
Khalil contestó con voz tranquila:
—Un criminal no puede ser juzgado por otro criminal, lo mismo que un ateo no tiene por qué defenderse ante los pecadores. —Volvió entonces los ojos al gentío y dijo—: Hermanos míos, el hombre a quien llamáis señor de vuestros campos y al que vivís subyugados desde hace tanto tiempo, me ha traído aquí para juzgarme en este edificio que construyó sobre las tumbas de vuestros antepasados. Y el hombre a quien nombraron pastor de vuestra iglesia, ha venido a juzgarme y a contribuir a que me humilléis y acrecentéis mis sufrimientos. Vosotros habéis acudido de todas partes a verme padecer y a oírme suplicar misericordia. Abandonasteis vuestras viviendas para presenciar cómo vuestro hijo y hermano maniatado temblaba entre las zarpas de una fiera rapaz, como su víctima indefensa. Habéis venido esta noche aquí a ver a un infiel ante sus jueces. Yo soy el criminal y el hereje que fue expulsado del monasterio. La tempestad me arrastró hasta vuestra aldea. Escuchad mi protesta: no os pido misericordia, sino justicia, porque la misericordia es para el verdadero criminal y la justicia se pide y exige para el inocente.
»Os designo como jurado mío, porque la voluntad del pueblo es la voluntad de Dios. Despertad vuestros corazones, escuchad con todo cuidado, y después pronunciad el veredicto que os dicte vuestra conciencia. Os han dicho que soy infiel a nuestra religión, pero no cuál es el crimen o pecado que he cometido. Me veis atado como un ladrón, pero nadie os ha informado de los delitos que he perpetrado, porque en este tribunal no se revelan las malas acciones de los acusados, aunque el castigo les cae encima como un trueno. Mi crimen, queridos hermanos, es mi compasión por vuestra triste suerte, porque yo también he sentido el peso de las cadenas que lleváis al cuello. Mi pecado es sentir en el fondo del corazón las penalidades que soportan vuestras mujeres y tener lástima de vuestros niños, que beben a sus pechos la vida mezclada con sombras de muerte. Yo soy uno de vosotros, mis antepasados vivieron en estos valles y murieron bajo el mismo yugo que pesa en estos momentos sobre vuestros cuellos. Yo creo en Dios, que escucha los gemidos de vuestras almas dolientes, y creo en el Libro que nos hace a todos hermanos ante los Cielos. Creo en las doctrinas que nos igualan a todos sobre la faz de esta tierra, donde Dios posa sus plantas.
»Cuando apacentaba las vacas del convento y recapacitaba sobre la triste condición que soportáis, oía salir de vuestros míseros hogares un grito desesperado, el grito de las almas, oprimidas, el ay de los corazones rotos por la esclavitud del amo y señor de los campos que cultiváis. Os veía como un rebaño de borregos que seguían dócilmente al lobo; y al tratar de ayudaros, plantándome en medio del camino, el lobo desgarraba mis carnes con sus afilados dientes.
»Yo he soportado la cárcel, el hambre y la sed por servir a la verdad. He padecido sufrimientos intolerables por haberme hecho eco de vuestros tristes suspiros y voces suplicantes, que hice resonar en todos los rincones del monasterio. Jamás tuve miedo, jamás se cansó mi corazón, porque vuestros ayes lastimeros inyectaban nuevo vigor en mí cada día. Pero acaso me preguntéis: “¿Cuándo hemos gritado pidiendo ayuda, quién es el que se atreve aquí a abrir los labios?”. Pero yo os digo que vuestras almas se lamentaban todos los días y suplicaban auxilio todas las noches; vosotros no oíais esas voces, porque el moribundo no puede oír los latidos de su corazón. El pájaro herido da saltos de dolor sin saber por qué, pero quienes lo ven lo saben. ¿A qué hora del día suspiráis? ¿Por la mañana, cuando el amor a la existencia llora y desgarra el velo del sueño de vuestros ojos, para llevaros como esclavos al campo? ¿O al mediodía, cuando deseáis sentaros bajo un árbol para protegeros del sol abrasador? ¿O al caer la tarde, cuando volvéis a casa hambrientos y deseáis una comida sana en lugar de una mísera bazofia y agua sucia? ¿O por la noche, cuando la fatiga os arroja sobre el duro lecho, y en cuanto el sueño cierra vuestros ojos, os incorporáis sobresaltados, de miedo de que os llame la voz del jeque?
»¿En qué estación del año no os lamentáis? ¿En primavera cuando la naturaleza se viste de hermosos atavíos y vosotros la recibís con harapos podridos? ¿O en verano, cuando recogéis el trigo y los haces de maíz para llenar las paneras de vuestro amo, sin recibir a cambio más que paja y granzas? ¿O en otoño, cuando arrancáis las frutas de los árboles y lleváis los racimos al lagar, todo ello por un jarro de vinagre y una medida de bellotas? ¿O en invierno, cuando estáis sitiados por la nieve en vuestros tugurios, y os acurrucáis junto al fuego, tiritando, mientras las furias de los elementos os hacen perder vuestras débiles mentes?
»Esta es la vida del pobre, el sollozo perpetuo que yo escucho por doquier. Esto es lo que subleva a mi espíritu contra vuestros opresores. Cuando supliqué a los monjes que tuviesen piedad de vosotros, me tomaron por ateo, y pagué mi pecado con la expulsión. Hoy he venido a compartir con vosotros esta mísera vida y a mezclar mis lágrimas con las vuestras. Aquí estoy, en las garras de vuestro peor enemigo. Pero ¿no caéis en la cuenta de que las tierras que trabajáis como esclavos fueron arrebatadas a vuestros padres, en virtud de una ley escrita en el filo de la espada? Los frailes engañaron a vuestros antepasados y les robaron los campos y los viñedos en virtud de reglas religiosas escritas en los labios de los sacerdotes. ¿Qué hombre o mujer se atreve a desacatar la voluntad de los curas, y a no hacer caso a lo que les manda el señor de sus tierras? Dios dijo: “Con el sudor de tu frente ganarás el pan”. Pero el jeque Abbas come el suyo cocido con vuestro sudor, y bebe su vino mezclado con vuestras lágrimas. ¿Distinguió Dios acaso a este hombre del resto de los otros, cuando estaba en el vientre de su madre? ¿O os habéis convertido en propiedad suya por vuestros pecados? Jesús dijo que “deis gratis lo que habéis recibido gratis… que no poseáis oro, ni plata, ni cobre”, entonces, ¿en virtud de qué enseñanzas venden los clérigos sus oraciones por monedas de oro y plata? En el silencio de la noche oráis diciendo: “Danos hoy el pan nuestro de cada día”, Dios os ha otorgado esta tierra para que de ella obtengáis vuestro pan diario: pero ¿qué autoridad ha dado a los frailes para arrebataros tanto la tierra como el pan?
»Maldecís a Judas porque vendió a su Maestro por unas cuantas monedas de plata, y en cambio bendecís a quienes lo venden todos los días. Judas se arrepintió y se ahorcó por remordimiento, en cambio estos frailes caminan ufanos, vestidos de lujosos mantos y con relucientes cruces sobre el pecho. Vosotros enseñáis a vuestros hijos a amar a Cristo, y al mismo tiempo hacéis que obedezcan a los enemigos de su doctrina y de su ley.
»Los apóstoles de Cristo fueron apedreados por llevar a vuestro espíritu el Espíritu Santo, pero estos frailes y sacerdotes ahogan el espíritu en vosotros para vivir a costa vuestra. ¿Cómo aguantáis una vida tan mísera y servil en este universo? ¿Qué os impulsa a doblar la rodilla ante ese ídolo horrendo erigido sobre los huesos de vuestros padres? ¿Qué tesoro vais a legar a vuestra posteridad?
»Estáis en las garras de los curas, y vuestros cuerpos en las fauces de los gobernantes. ¿Hay algo en la vida que podáis decir que es vuestro? Compatriotas míos, hermanos, ¿conocéis al sacerdote a quien tanto teméis? Es un traidor que esgrime el Evangelio como amenaza para apoderarse de vuestro dinero… un hipócrita que lleva una cruz, pero que la usa como espada para cortaros las venas… un lobo disfrazado de cordero… un glotón que rinde más culto a la mesa que al altar… un avariento que sigue al dinar hasta las tierras más remotas… un embaucador y saqueador de viudas y huérfanos. Es un monstruo con pico de águila, zarpas de tigre, dientes de hiena y piel de víbora. ¡Arrebatadle el Libro, desgarrad sus hábitos, arrancadle la barba y haced lo que queráis con él!; si, después de todo esto, le ponéis un dinar en la mano, os perdonará deshaciéndose en sonrisas.
»Llenadle de bofetones la cara, escupidle y pateadle el cuello, pero después invitadlo a vuestra mesa, e inmediatamente os perdonará, se aflojará el cinturón y se llenará la barriga gustosamente con vuestra comida.
»Insultadle y llenadlo de improperios, pero mandadle después un jarro de vino o un cesto de frutas y os perdonará los pecados. Cuando ve una mujer, vuelve la cara a otra parte diciendo: “Apártate de mí, hija de Babilonia”. Pero para sus adentros susurra: “El matrimonio es mejor que abrasarse en deseos”. Ve a la juventud entregada al amor y levanta los ojos al cielo diciendo: “Vanidad de vanidades, y todo vanidad!”. Pero solo y para sí mismo, dice: “Cuándo serán abolidas las leyes y tradiciones que me prohíben las alegrías de la vida”.
»Cuando predica al pueblo, le dice: “No juzguéis y no seréis juzgados”. Pero él juzga a cuantos reprueban su proceder y los manda al infierno antes de que la muerte los separe de esta vida.
»Cuando habla, levanta la cabeza hacia el cielo, mientras al mismo tiempo sus pensamientos se arrastran y deslizan como culebras hasta los bolsillos.
»Os llama amados hijos, pero su corazón está vació de afecto paternal, sus labios jamás sonríen a un niño, y nunca lo toma en sus brazos.
»Os dice meneando la cabeza: “Apartaos de las cosas mundanales, porque la vida pasa como una nube”. Pero si os fijáis bien, veréis cómo se aferra a la vida, cómo lamenta que pasase el día de ayer, condena la rapidez del de hoy y espera temerosamente el de mañana.
»Implora caridad a la gente, cuando él tiene de sobra para dar; si accedéis a su petición, os bendice públicamente, pero si le negáis la limosna, os condena en secreto.
»En el templo os exhorta a ayudar a los necesitados, pero cuando estos van a su casa a pedirle un mendrugo de pan, no los quiere ver ni oír.
»Vende sus oraciones, y el que no se las compra es un infiel, para quien está cerrada la puerta del paraíso.
»Esta es la criatura que os mete tanto miedo, este es el fraile que os chupa la sangre, el cura que hace la señal de la cruz con la mano derecha, al mismo tiempo que os estrangula con la izquierda.
»Este es el pastor a quien habéis designado para que os sirva, pero él se designa amo y señor de vosotros.