Ocho
»Esta es la sombra que os atosiga desde que nacéis hasta que morís.
»Este es el hombre que ha venido a juzgarme porque mi espíritu se levantó en protesta contra los enemigos de Jesús Nazareno, el que nos amó a todos, nos llamó hermanos y murió por nosotros en la Cruz.
Khalil observó que los aldeanos le escuchaban con atención, y continuó hablando con voz más enérgica:
—Hermanos, ya sabéis que el jeque Abbas ha sido nombrado señor de esta aldea por el emir Shebab, representante del sultán y gobernador de la provincia, pero yo quisiera saber si alguien ha visto que el Poder haya nombrado al sultán Dios de este país. Ese poder, compañeros, no puede ser visto ni oído, pero sentís su existencia en lo hondo de vuestros corazones. Es el Poder al que adoráis y rezáis cada día, diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos». Sí vuestro Padre que está en los cielos es el que designa a los reyes y a los príncipes, pero ¿os cabe siquiera en la cabeza que este vuestro Padre desee que viváis oprimidos? ¿Creéis que Dios, el que da la lluvia de los cielos y el trigo que germina en el seno de la tierra, quiere que paséis hambre para que solo un hombre se aproveche? ¿Creéis que el Espíritu Eterno que inspira vuestras acciones y os manda amar a vuestras esposas y a vuestros hijos y tener caridad con el vecino, puede tolerar que un tirano os esclavice miserablemente? ¿Creéis que la Ley Eterna que hizo tan hermosa la vida, va a mandaros a un hombre para que os arrebate esa felicidad y os arrastre al lóbrego calabozo de la muerte? ¿Creéis que vuestra fuerza física, dádiva de la naturaleza, pertenece a los ricos?
»No podéis creer todas estas cosas, porque entonces negaríais la justicia de Dios que nos hizo iguales y la luz de la verdad que resplandece sobre todos los pueblos de la tierra. ¿Por qué vuestro corazón lucha contra vuestro cuerpo, y cómo es posible que haya quien os esclavice, habiéndoos Dios creado libres en la tierra?
»¿Os hacéis justicia al llamar a Dios Todopoderoso Padre vuestro, para que luego inclinéis la cabeza ante un hombre, llamándolo Señor?
»¿Estáis satisfechos siendo esclavos de un hombre, cuando en realidad sois hijos de Dios? ¿No os llamó Cristo hermanos? Pues bien, el jeque Abbas, os llama siervos suyos. ¿No os pronunció Jesús libres en espíritu y en verdad? Pues el emir os hizo esclavos de la vergüenza y de la corrupción. ¿No os elevó Cristo hasta los cielos? ¿Por qué, entonces, os rebajáis vosotros hasta el infierno? ¿No iluminó vuestros corazones? ¿Por qué, entonces, escondéis vuestras almas en las tinieblas? Dios os ha puesto en el corazón una antorcha encendida que brilla con sabiduría y belleza, alumbrando los secretos del día y de la noche: es pecado apagar esta antorcha y enterrarla en las cenizas. Dios ha dotado a vuestros espíritus de alas para volar por el espacioso firmamento del amor y de la libertad: es vergonzoso que os arranquéis vosotros las alas con vuestras mismas manos y obliguéis a vuestro espíritu a arrastrarse como un gusano.
El jeque Abbas observaba alarmado la atención y el interés de los oyentes, y a punto estuvo de interrumpir la invectiva de Khalil, pero este prosiguió con redoblado celo:
—Dios ha sembrado en vuestros corazones las semillas de la felicidad; es un crimen que las arranquéis y arrojéis sobre las piedras para que el viento las esparza y las aves las devoren. Dios os ha dado hijos que criar e instruir, llenando sus corazones con los mejores tesoros de la existencia, la alegría de la vida y su abundancia: ¿por qué no existen en vuestra aldea? El padre que hace a su hijo esclavo es el que dijo Jesús que le da una piedra cuando le pide pan. ¿No habéis visto a los pajarillos del cielo enseñar a sus tiernas crías a volar? ¿Cómo es que vosotros enseñáis a vuestros hijos a arrastrar las cadenas de la esclavitud? ¿No habéis visto a las flores de los valles dejar caer su semilla en la gleba calentada por el sol? ¿Pues por qué arrojáis a vuestros hijos a las frías tinieblas?
Se produjo de pronto un denso silencio, como si la mente de Khalil hubiera sido perturbada por un vivo dolor. Pero continuó enseguida con el mismo ímpetu y elocuencia:
—Lo que os estoy diciendo aquí fue lo que provocó mi expulsión del monasterio. Si el amo de vuestros campos y el pastor de vuestra iglesia me asesinan esta noche, moriré feliz y en paz, porque he cumplido mi misión y os he revelado la verdad, cosa que para los demonios es un crimen. Con esto he acatado la voluntad del Todopoderoso.
La voz de Khalil había sido portadora de un mensaje mágico que encendió el interés de los aldeanos. Las mujeres estaban conmovidas con la dulzura de sus palabras y sus ojos arrasados de lágrimas.
El jeque Abbas y el padre Elías temblaban de cólera. Khalil dio unos cuantos pasos y se detuvo frente a Raquel y Miriam. Su espíritu parecía flotar sobre la vasta estancia, dando valor a la muchedumbre para que no temiesen a ninguno de sus dos tiranos, que parecían estremecerse de confusión y remordimiento.
Pero el jeque se levantó de repente con el rostro pálido. Miró a los hombres que lo rodeaban y prorrumpió:
—¿Qué os ha pasado, perros? ¿Están envenenados vuestros corazones? ¿Ha dejado de circular vuestra sangre y os habéis debilitado hasta el extremo de que no sois capaces de abalanzaros contra este criminal y hacerle pedazos? ¿Qué os ha ocurrido?
Dicho esto, empuñó una espada y avanzó hacia el joven maniatado, pero un aldeano fuerte le agarró de la mano y le dijo:
—Suelte esa espada, señor, porque el que a hierro mata a hierro morirá.
El jeque se estremeció visiblemente, y la espada se le cayó de la mano, mientras decía al hombre:
—¿Cómo es que un siervo hace frente a su señor y benefactor?
A lo que contestó el labriego:
—El criado fiel no tiene por qué ponerse al lado de su señor cuando comete un crimen; este joven no ha dicho más que la verdad.
Entonces se adelantó otro y afirmó:
—Este hombre es inocente y merece todo honor y respeto.
—No juró contra Dios —levantó la voz una mujer— ni blasfemó contra ningún santo, ¿por qué lo llaman hereje?
—¿Qué delito ha cometido? —preguntó Raquel.
El jeque vociferó:
—Eres una rebelde, viuda miserable. ¿Se te ha olvidado ya qué le pasó a tu marido por sublevarse hace seis años?
Al oír estas amenazadoras palabras, le corrió a Raquel un escalofrío de cólera, porque se enteraba por fin de quién fue el asesino de su marido. Ahogada por las lágrimas, miró al gentío y exclamó:
—Aquí está el criminal a quien han venido ustedes buscando durante seis años; ya han oído cómo ha confesado su culpa. Mírenle a la cara y lean su expresión; observen su miedo; tirita como la última hoja de un árbol en invierno. Dios ha revelado en este momento que el amo y señor a quien tanto temían ustedes es un asesino. A mí me dejo viuda y a mi hija huérfana.
La declaración de Raquel cayó como un trueno sobre la cabeza del jeque, y el griterío de hombres y mujeres acumuló fuegos del infierno sobre su alma.
El sacerdote le ayudó a sentarse, después de lo cual ordenó a los criados:
—Detengan a esta mujer que ha acusado con falsedad a su amo y señor de asesinar a su marido; arrástrenla, lo mismo que a este joven, hasta una oscura mazmorra, y el que se oponga u ofrezca resistencia queda excomulgado de la Santa Iglesia.
Los esbirros no obedecieron la orden y se quedaron inmóviles mirando a Khalil. Raquel se puso a su derecha y Miriam a su izquierda: eran como dos alas dispuestas a cernerse en las alturas del anchuroso cielo de la libertad.
Temblándole la barba de iracundia, clamó el padre Elías:
—¿Desacatáis los mandatos de vuestro amo para poneros del lado de un infiel delincuente y de una desvergonzada adúltera?
El más viejo de los servidores le contestó:
—Hemos servido al jeque Abbas durante mucho tiempo a cambio del albergue y el pan que nos ha dado, pero nunca hemos sido esclavos suyos.
Dicho lo cual, se quitó el manto y el turbante y los arrojó a los pies del jeque, diciendo:
—Ya no voy a necesitar esta vestimenta, ni quiero que mi alma padezca en la casa de un criminal.
Todos los criados hicieron lo mismo y se unieron a la muchedumbre. Todos los rostros irradiaban alegría, símbolo de la libertad y de la verdad. El padre Elías comprendió que su autoridad se había esfumado y se alejó maldiciendo la hora en que Khalil llegó a la aldea. Un hombre de fuertes músculos se acercó a Khalil, le desató las manos, miró al jeque Abbas que se desplomó como un cadáver en su asiento y lo apostrofó valientemente:
—Este joven que ha traído usted aquí esta noche para juzgarlo como si fuese un criminal, ha levantado nuestros espíritus e iluminado nuestros corazones con la verdadera luz y sabiduría. Y esta pobre viuda, a la que el padre Elías insultó como si fuese una calumniadora, nos ha revelado el crimen que usted perpetró hace seis años. Hemos presenciado esta noche el proceso de un joven inocente y de un alma noble. El cielo ha abierto nuestros ojos y nos ha mostrado al desnudo su crueldad; nos apartamos de usted, lo dejamos para siempre, y que los cielos dispongan lo que crean oportuno.
Entre el griterío que se produjo, se oyeron algunas voces, como las siguientes:
—Vámonos a casa, abandonemos esta residencia de la que ha huido el honor y la decencia.
—Sigamos —dijo un hombre convencido— a este joven a la casa de Raquel, y escuchemos sus sabias sentencias y su consoladora doctrina.
—Vamos a pedirle consejo —gritó una voz—, porque él conoce bien nuestras necesidades.
—Puesto que buscamos justicia —dijo otro—, presentemos nuestras quejas al emir y denunciemos ante él el crimen de Abbas.
—Debemos solicitar al emir —propusieron muchos— que nombre Khalil gobernante y señor nuestro, y comunicar al obispo que el padre Elías fue cómplice de estos crímenes.
Aquella baraúnda de gritos caía sobre los oídos del jeque como una descarga de agudas flechas, pero Khalil levantó las manos y apaciguó a los aldeanos:
—Hermanos míos, no procedáis con precipitación, escuchad y meditad. Yo os ruego, en nombre del amor y la amistad que os profeso, que no acudáis al emir, porque allí no se os hará justicia. Pensad que los lobos no se muerden unos a otros; ni vayáis al obispo, porque sabe perfectamente que la casa dividida contra sí misma se hundirá. No pidáis al emir que me nombre jeque de esta aldea, porque el siervo fiel no quiere ayudar a un amo perverso. Si merezco vuestra bondad y vuestro amor, dejadme vivir entre vosotros para compartir con todos las alegrías y tristezas de la vida. Permitidme trabajar con vosotros en los campos, porque, si no, sería un hipócrita que no viviría de acuerdo con lo que predica. Y ahora que el hacha está clavada en la raíz del árbol, dejemos al jeque Abbas solo en el tribunal de su conciencia y ante la suprema corte de Dios, que hace salir el sol sobre el inocente y sobre el criminal.
Habiendo hablado así, se retiró y la muchedumbre lo siguió como si en él hubiese un poder divino que atrajera sus corazones. El jeque se quedó solo en un terrible silencio. Parecía una torre derrumbada o un general que acepta calladamente su derrota. Cuando el gentío llegó a los terrenos de la iglesia, la luna aparecía detrás de una nube. Khalil miró a la muchedumbre con los ojos del buen pastor que contempla su rebaño. Le había emocionado la actitud de aquellos aldeanos símbolo de una nación oprimida; y se irguió como un profeta que viese a todas las naciones de Oriente avanzando por aquellos valles, llevando a rastras sus almas vacías y sus pesados corazones.
Levantó ambas manos al cielo y dijo:
—Desde el seno de estas profundidades te imploramos y llamamos, oh libertad. ¡Escucha nuestra súplica! Tiende tus ojos sobre nosotros. Oh libertad, sobre la nieve te adoramos. ¡Ten piedad de nosotros! Comparecemos ante tu trono augusto, llevando sobre nuestros cuerpos los mantos ensangrentados de nuestros antepasados, cubriéndonos las cabezas con el polvo de las tumbas que contiene parte de sus restos, blandiendo las espadas que atravesaron sus corazones, empujando los dardos que perforaron sus cuerpos, arrastrando las cadenas que aprisionaron sus pies, lanzando el grito que distendía sus gargantas, lamentando y repitiendo la canción de su derrota que repercutía en los muros de la prisión, y recitando las plegarias que brotaron de sus corazones. Del Nilo al Éufrates resuena el alarido de las almas dolientes, al unísono con el balandro del abismo; y desde los confines del este hasta las montañas del Líbano se levantan las manos hacia ti, temblorosas ante la presencia de la muerte. Desde la orilla del mar hasta el borde remoto del desierto, te miran implorantes ojos inundados de lágrimas. Ven, oh Libertad, y sálvanos.
»En las destartaladas cabañas hundidas en las sombras de la opresión y de la miseria, se golpean los pechos, solicitando su piedad. Míranos, Libertad, y ten misericordia de nosotros. En los caminos y en los hogares te llama la juventud miserable; en las iglesias y en las mezquitas vuelve hacia ti sus ojos el Libro olvidado; en los tribunales y en los palacios te implora la Ley y la Justicia desdeñadas. Ten piedad de nosotros, oh Libertad, y sálvanos. En nuestras callejuelas el mercader vende sus días para pagar el tributo a los ladrones explotadores del Oeste, pero nadie le da un consejo. En los campos yermos el fellah labra la tierra y riega con lágrimas el grano que siembra en su seno, pero no cosecha más que abrojos, y no hay quien le muestre el verdadero camino. En nuestras áridas llanuras el beduino merodea descalzo y hambriento, pero no hay quien se compadezca de él. ¡Habla, Libertad, enséñanos!
»Nuestros enclenques corderos pastan los prados sin hierba, nuestros becerros roen las raíces de los árboles y nuestros caballos comen matojos secos. Ven, Libertad, ayúdanos. Hemos estado viviendo en las tinieblas desde el principio y se nos lleva presos de una cárcel a otra, siendo el espectáculo de la gente. ¿Cuándo alboreará la aurora? ¿Hasta cuándo soportaremos el escarnio de las edades? Son muchas las piedras que hemos arrastrado y los yugos que hemos soportado sobre nuestras cervices. ¿Cuánto durará todavía esta ignorancia? Hemos padecido la esclavitud egipcia, el destierro babilónico, la tiranía persa, el despotismo romano y la codicia de Europa. ¿Adónde vamos ahora y cuándo vamos a llegar al fin sublime de este áspero camino? De las garras del faraón a las zarpas de Nabucodonosor, de la mano de hierro de Alejandro a la espada de Herodes, del talón de Nerón a las fauces devoradoras del demonio, en cuyas manos estamos a punto de caer, nos han llevado y traído las calamidades… ¿Cuándo llegará la muerte para poder descansar en su seno?
»Hemos levantado las columnas del templo con la fuerza de nuestros brazos, y hemos cargado a nuestras espaldas el cemento para construir los grandes muros y las imponentes pirámides de gloria inmortal. ¿Hasta cuándo seguiremos edificando magníficos palacios, mientras vivimos en chozas infectas? ¿Hasta cuándo vamos a estar llenando de pan los graneros de los ricos, mientras nosotros apenas nos sustentamos con unos cuantos mendrugos secos? ¿Hasta cuándo seguiremos tejiendo lanas y sedas para nuestros amos y señores, en tanto que nosotros apenas cubrimos nuestros miembros con harapos podridos?
»Estamos divididos entre nosotros por su perversidad; y para defender mejor sus tronos y vivir en paz, armaron a los drusos contra los árabes, a los chiítas contra los sunnitas, encizañaron a los kurdos para que asesinaran a los beduinos y azuzaron a los mahometanos contra los cristianos. ¿Hasta cuándo seguirá el hermano matando al hermano en el regazo mismo de su madre? ¿Hasta cuándo la Cruz seguirá separada de la Media Luna ante los ojos de Dios? Oh Libertad, escúchanos, ahora que todavía no se ha producido la conflagración, porque el incendio devastador empieza con una chispa pequeña. Oh Libertad, despierta aunque solo sea a un corazón con la caricia de tus alas porque por una nube comienza siempre la tormenta, y un primer relámpago ilumina la hondura del valle y la cumbre de la montaña. Dispersa con tu poder estos negros nubarrones y desciende como un trueno para derribar los tronos asentados sobre los huesos y los cráneos de nuestros antepasados.
Escúchanos, Libertad;
misericordia, hija de Atenas;
sálvanos, hermana de Roma;
aconséjanos, compañera de Moisés;
ayúdanos, amada de Mahoma;
enséñanos, esposa de Jesús;
vigoriza nuestros corazones para que podamos vivir,
o da fuerza a nuestros enemigos para que perezcamos
de una vez y vivamos en paz eternamente.
Mientras daba rienda suelta Khalil a su celo patriótico y humano, los aldeanos lo contemplaban con reverencia, y su amor crecía al unísono de su voz, hasta quedar totalmente compenetrados sus corazones con el suyo. Tras un breve silencio, Khalil paseó su mirada sobre la muchedumbre y dijo con voz serena:
—La noche nos ha llevado a la casa del jeque Abbas para que apreciemos el valor de la luz del día; la opresión nos ha detenido frente al frío espacio para que nos entendamos unos a otros y nos cobijemos como polluelos bajo las alas del Espíritu Eterno. Retirémonos ahora a nuestras casas y durmamos hasta volvernos a ver mañana.
Dicho esto, se fue con Raquel y Miriam a su pobre albergue. La muchedumbre se disolvió, recapacitando sobre lo que habían visto y oído aquella noche memorable. Una antorcha nueva se había encendido en su espíritu, iluminando a todos el verdadero camino. Al cabo de una hora se habían extinguido todas las lámparas de la aldea, y el silencio y el sueño envolvió los hogares y pobló de ensueños e ilusiones las almas de los fellahín. Pero el jeque Abbas no pudo pegar los ojos en toda la noche, porque los fantasmas de las tinieblas y los horribles espectros de sus crímenes estuvieron desfilando ante él en lúgubre procesión.
Pasaron dos meses. Khalil seguía predicando a los aldeanos y llenando sus corazones de nuevos y constructivos sentimientos; les recordaba los derechos que sus opresores les habían usurpado y les mostraba la avaricia y crueldad de sus jefes y monjes. Ellos le escuchaban con interés y gusto, y sus palabras caían sobre todos los corazones como lluvia benéfica en tierra árida y sedienta. Luego repetían a solas las máximas que les había enseñado Khalil, cuando recitaban sus cotidianas oraciones.
El padre Elías empezó a hacerles carantoñas y a tratar de conquistarse nuevamente su amistad con palabras lisonjeras; su actitud se hizo dócil por primera vez con todos los aldeanos, porque sabían ahora que había sido cómplice en el crimen del jeque; pero los fellahín no se dejaron embaucar otra vez.
El jeque Abbas fue víctima de un agudo trastorno nervioso que le impulsaba a caminar por su mansión como un tigre enjaulado. Daba órdenes a su servidumbre, pero solo se encontraba con el eco de su voz que repercutía en las marmóreas paredes. Gritaba a sus hombres, los llamaba a voces, pero nadie acudía en su ayuda más que su pobre esposa, quien sufría su crueldad y despotismo tanto como los habitantes de la aldea hasta entonces. Al terminar la Cuaresma y anunciarse en el aire la primavera, terminaron los días del jeque como terminaba el invierno. Su agonía fue larga, y su alma fue transportada en la alfombra de sus malas acciones para comparecer desnudo y tiritando ante el trono augusto, cuya existencia sentimos aunque no lo veamos.
Entre los fellahín corrieron rumores distintos sobre la forma en que murió: unos decían que se había vuelto loco, otros aseguraban que los remordimientos, su gran desengaño y la desesperación lo impulsaron a quitarse él mismo la vida. Pero las mujeres que fueron a presentar sus condolencias a la viuda afirmaban que había muerto de miedo, porque el espectro de Samaán Ramy lo perseguía y arrastraba todas las noches al lugar en que apareció asesinado seis años antes el esposo de Raquel.
El mes de Nisán descubrió a todos los habitantes de la aldea el amor secreto hasta entonces entre Khalil y Miriam. Se alegraron de aquella noticia, porque eso les aseguraba que Khalil iba a quedarse para siempre en su pueblo. Al irse enterando todos los vecinos, se felicitaban unos a otros porque Khalil iba a ser ya uno de ellos permanentemente.
Cuando llegó la estación de la cosecha, los fellahín se esparcieron por los trigales y los maizales, atando las gavillas de trigo y los haces de maíz para transportarlos a las eras. Ya el jeque Abbas no podía arrebatarles lo que era suyo para llenar sus paneras. Cada fellah recogía su propia cosecha, y las viviendas aldeanas se llenaron de grano abundante. Cuando llegó la vendimia, sus odres se llenaron de buen vino y, más tarde, sus zafras de aceite. Khalil compartía con ellos sus trajines y su felicidad; les ayudó en todo momento en las faenas de la recolección, y con ellos pisó sus racimos en el lagar y recogió las frutas de los árboles. Si en algo se distinguió de los demás, fue en el amor e interés que ponía en todas las cosas. Desde aquel año hasta los tiempos presentes, todos los fellahín de aquella aldea han venido cosechando con alegría lo que siembran con trabajo y afanes. Porque las tierras que labran y las viñas que cultivan son de su propiedad.
Ha pasado medio siglo desde que ocurrieran estas cosas, y los libaneses han despertado de su sueño.
El viajero que se dirija a los Sagrados Cedros del Líbano podrá observar la belleza de la aldea, que parece una novia esbelta recostada en las laderas del valle. Aquellas destartaladas chozas son hoy hogares confortables y felices, rodeados de fértiles campos y huertos floridos. Si el visitante pregunta por la historia del jeque Abbas, cualquiera de los residentes se la podrá relatar. Con toda seguridad señalará con el dedo a un montón de ruinas, piedras demolidas y paredes destrozadas, y dirá:
—He aquí el palacio del jeque, y esta es la historia de su vida.
Y si alguien pregunta por Khalil, cualquier habitante le contestará levantando la mano hacia los cielos y explicando en tono afectuoso:
—Allí arriba es donde actualmente reside nuestro amado Khalil. Dios mismo escribió la historia de su vida con caracteres de luz indeleble en las páginas de nuestros corazones, y nadie ni nada podrá borrarlas en los siglos de los siglos.