Capítulo 1

 

CLEMENTINE estaba a cuatro patas y manchada de polvo y excrementos de ratón cuando él entró en la tienda. Supo que era él porque después de años oyendo cómo los novios de su madre entraban y salían por las noches se había convertido en una experta en pisadas. Se podía saber mucho acerca de una persona fijándose en su manera de andar, si era segura de sí misma o tímida, furtiva o abierta. Amiga o enemiga.

Aquel hombre tenía el paso firme, seguro. Caminaba como si no fuese a permitir que nada se interpusiese en su camino y eso hizo que a Clem se le erizase el vello de la nuca. Ya había oído antes aquella manera de andar. Diez años antes.

«No te va a reconocer, has cambiado mucho».

No sirvió de nada que intentase hablar consigo misma, Clem sabía que, a pesar de haber perdido peso, haber recuperado el control de su piel y haberse alisado y dado mechas en el pelo, en el fondo seguía siendo la misma chica de dieciséis años torpe, con el pelo encrespado y espinillas en la cara.

La misma con una madre que era un desastre.

Se puso en pie y se metió las manos en los bolsillos traseros de los pantalones negros.

–¿En qué puedo ayudarlo?

Ya no tenía acento del norte, pero su actitud era la misma, seguía teniendo la espinita clavada. Bueno, más que una espina un árbol entero. O un bosque.

Alistair Hawthorne la miró por encima del hombro, pero eso no era nuevo. Era muy alto y siempre la miraría desde arriba, salvo que Clem se pusiese unos altísimos tacones. Y los tacones no eran precisamente cómodos para estar subiendo y bajando una escalera para buscar una edición antigua de Dickens, Hardy o Austen.

–¿Dónde está tu hermano?

Como saludo no fue precisamente brillante, ni amable. Aunque Clem no había esperado que fuese amable. Sobre todo, después del «incidente del dormitorio». Con el tiempo se había dado cuenta de que había sido una tontería esconderse allí al volver de aquella humillante cita, pero la habitación que Alistair había utilizado de niño había sido la única habitación tranquila de la casa y tenía su propio cuarto de baño que nadie más utilizaba. Así que le había parecido el lugar perfecto para esconderse y ponerse en posición fetal por haber sido tan tonta como para enamorarse de un chico al que le habían retado a acostarse «con la gorda».

Aunque eso no se lo había contado a Alistair. Este no le había dado la oportunidad. Cuando se la había encontrado hecha un ovillo en su cama, había dado por hecho que estaba allí esperándolo.

–Igual de guarra que tu madre.

A Clem no se le habían olvidado aquellas palabras. Nadie le había hablado así antes, ni siquiera los asquerosos novios de su madre. Aquellas palabras se le habían quedado marcadas en el alma.

–¿Para qué quieres saber dónde está Jamie? –le preguntó, intentando no distraerse con su aspecto ni con su olor.

Estaba a medio metro de ella y podía aspirar su olor a cítrico con una nota de algo más. Algo oscuro y misterioso. Inescrutable.

Él apretó los dientes.

–No te hagas la inocente conmigo. Sé que ambos habéis estado semanas tramando esto.

Clem arqueó una ceja, sabiendo que esto le daba un aspecto de una mezcla de librera y aristócrata terrible. Las gafas que llevaba para leer hacían que el look fuese todavía más auténtico.

–¿Esto? –repitió.

Los ojos azules grisáceos de Alistair brillaron peligrosamente.

–Mi hermanastra, Harriet, se ha escapado con tu hermano.

Clem se quedó boquiabierta. Era imposible. Era impensable. Era un desastre.

–¿Qué?

Él la miró con desdén.

–Buena actuación, pero no me engañas. No me voy a marchar de aquí hasta que no me digas dónde están.

Clem estudió sus brazos cruzados y sus piernas abiertas. Y se dijo que no debía haberlo hecho. Aunque llevaba puestos unos pantalones Tom Ford, podía admirar la fuerza de sus muslos. Tuvo que hacer un esfuerzo para no imaginárselos alrededor de los suyos. Desnudo, sudoroso. Sus miembros entrelazados de manera muy sensual.

Cosa extraña, porque ella no solía pensar en sexo. No le interesaba. Después de haber crecido con una madre que organizaba orgías como otras organizaban ventas de Tupperware había hecho que el desarrollo sexual de Clem se frenase. Por no mencionar el vergonzoso encuentro que había tenido con dieciséis años, pero después de mirar los muslos de Alistair sintió un calor traicionero entre las piernas.

Subió la mirada a su boca y el error fue todavía mayor. Sus labios estaban muy apretados.

¿Sus ojos?

Sus ojos cambiaban del color gris al azul, eran fríos como el hielo, misteriosos. Unos ojos capaces de dejar helado o derretir a cualquiera.

–¿Y bien?

Su brusca pregunta rompió el silencio e hizo que Clem se sobresaltase. Lo odió todavía más. Había luchado mucho por no dejarse intimidar por nadie, mucho menos por los hombres. Hombres poderosos que pensaban que podían tratarla como si fuese basura. Hombres que solo tenían sexo con una porque estaba gorda y luego se reían de ello con sus amigos. Clem levantó la barbilla e intentó ignorar la sensación de su vientre cuando Alistair la miró a los ojos.

–Pues vas a tener que esperar mucho tiempo, porque no tengo ni idea de qué me estás hablando.

Él volvió a apretar los labios con tanta fuerza que se quedaron sin sangre. Y Clem se dio cuenta de que nunca lo había visto sonreír. Ni una vez. Aunque no hubiese tenido muchos motivos para hacerlo diez años antes, con su madre sufriendo una enfermedad terminal y su padre marchándose con otra durante la quimioterapia de su esposa. Con la madre de Clem, concretamente. Clem no podía pensar en su madre sin que todo el cuerpo se le encogiese por la vergüenza.

–Vive contigo, ¿no? –le preguntó Alistair.

Clem pensó que no causaría buena sensación si admitía que no había visto a Jamie casi en toda la semana. Este no había respondido a sus mensajes ni le había contestado a las llamadas. Pero podía ser porque se había quedado sin crédito. Otra vez. O porque no quería que interfiriese en su vida. Ella estaba intentando vigilarlo un poco mientras su madre estaba desaparecida en combate, pero desde que Jamie había cumplido los dieciocho años, un par de meses atrás, no se había tomado bien que le pusiesen normas.

–Veo que sabes mucho de nosotros –le contestó–. ¿Vigilas a todos los hijos abandonados de tu padre?

Él volvió a apretar la mandíbula.

–Dime dónde está –insistió él, enfatizando cada palabra.

Clem sonrió.

–Te veo un poco tenso, Alistair. ¿No están satisfaciendo tus necesidades? ¿Qué pasa con las jóvenes londinenses? Yo he oído que ahora mismo causan furor las cerebritos adictas al trabajo.

Los ojos de Alistair brillaron todavía más y sus labios se hicieron todavía más finos.

–Sigues siendo la chica salvaje con lengua mordaz que siempre fuiste, aunque hayas conseguido mejorar tu aspecto hasta quedar medio presentable.

«¿Medio presentable?». Si se había gastado una fortuna en conseguir aquella imagen. Aunque habría estado todavía mejor con ropa más bonita, pero tenía que ahorrar. Tenía que ahorrar para mantener a su hermano y pagarle la fianza cuando lo metiesen a la cárcel, cosa que ocurriría antes o después. Aunque Clem no iba a permitir que Jamie siguiese los pasos delictivos de su padre. Ella le había dicho a todo el mundo que su padre estaba muerto para no tener que explicar qué hacía en una de las prisiones de máxima seguridad de Gran Bretaña.

Decidió que lo mejor era cambiar de tema. Si Alistair se daba cuenta de que la había disgustado, se encontraría en una posición aventajada. Y no iba a ponérselo fácil.

–No sabía que tuvieses una hermanastra.

Él puso un gesto de dolor casi imperceptible, como si todavía no se hubiese acostumbrado a tener una hermanastra.

–Harriet está recién llegada a la familia. Su madre la dejó con mi padre cuando se marchó con otro hombre.

–¿Cuántos años tiene?

–Dieciséis.

La misma edad que Clem había tenido cuando su madre había roto el estable matrimonio de los padres de Alistair. Ella sabía muy bien lo que era sentirse apartada, sentir que sobraba y que nadie la quería. Y no se lo había puesto fácil a nadie.

–¿Y por qué no se ocupa de buscarla tu padre, en vez de tú?

–Mi padre la dejó conmigo porque tenía mejores cosas que hacer. Al parecer.

Clem movió los labios de un lado a otro, incómoda. Era extraño, pero ambos estaban en la misma situación.

–Pues lo siento, pero no tengo ni idea de dónde está tu hermanastra.

«Ni mi hermano».

Él frunció el ceño.

–¿De verdad no sabías que estaban juntos?

Clem negó lentamente con la cabeza.

–No. No sabía nada.

Alistair la miró a los ojos como si quisiese descubrir si estaba ocultando algo. El calor de su mirada hizo que Clem se estremeciese. Nadie la miraba así. De hecho, nadie la miraba.

–No me lo creo.

Ella puso los hombros rectos y lo fulminó con la mirada.

–¿Me estás llamando mentirosa?

Él sonrió de medio lado, pero aquello no fue una sonrisa, sino más bien una mueca.

–No verías la realidad ni aunque la tuvieses delante.

Clem no era una persona violenta a pesar de los modelos que había tenido, pero en esos momentos deseó levantar la mano y darle una bofetada a Alistair. O más bien un par de puñetazos. Y después, patadas en las espinillas. Le clavaría las uñas en la cara y haría que le sangrase la nariz. Le sacaría los ojos y los pisotearía.

¿Cómo se atrevía a cuestionar su integridad? La sinceridad era su peor defecto. Era demasiado honesta y eso le había causado muchos problemas.

–Si no te marchas en cinco segundos voy a llamar a la policía –le advirtió.

Los ojos de Alistair se oscurecieron, como si la idea lo excitase.

–Hazlo. Así no tendré que hacerlo yo para decirles que me han robado el coche. El coche que, en estos momentos, conduce tu hermano por alguna parte de Europa.

A Clem se le aceleró el corazón. ¿Podía ser verdad? ¿Cómo podía Jamie hacerle algo así? ¿Cómo podía haberse escapado ni más ni menos que con la hermanastra de Alistair Hawthorne? Tenía que haberse imaginado que Alistair iba a reaccionar, que iba a haber consecuencias. Consecuencias importantes. Alistair era rico, poderoso y despiadado, no pararía hasta que consiguiese su objetivo.

Y su objetivo era vengarse.

Jamie terminaría en un juzgado y Clem no podía permitirse pagarle un abogado decente, así que lo meterían en la cárcel y estaría rodeado de hombres tan horribles como su padre. O, peor, como el de ella.

Se humedeció los labios.

–¿Cómo sabes que Jamie... ha tomado tu coche?

Alistair la fulminó con la mirada.

–No ha tomado mi coche, lo ha robado.

–Tal vez tu hermanastra le haya dado permiso. Tal vez le haya dado ella las llaves y le haya dicho que a ti te iba a parecer bien. Quizás lo haya alentado...

Él resopló.

–Escúchate, estás intentando taparlo. Tu hermano es un ladrón. Me ha robado el coche y una cantidad importante de dinero.

Clem sintió pánico.

–¿Cuánto dinero?

–No vas a querer saberlo.

«Tienes razón».

–De todos modos, es una tontería tener mucho dinero en casa. Para eso están los bancos, ¿no? –respondió ella, que se sentía aturdida.

Tenía que encontrar a Jamie antes de que lo hiciera Alistair.

–Quiero el dinero. Y como le haga algo al coche, tendrá que pagar por eso también.

–Me resulta interesante, si bien no sorprendente, que estés más preocupado por el dinero que por el bienestar de tu hermanastra –comentó Clem.

–Ahí es donde entras tú –le anunció él.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella, con un nudo en el estómago.

–Que vas a venir conmigo a buscarlos.

–No voy a ir a ninguna parte contigo.

Él apretó los labios de manera implacable. Sacó el teléfono y añadió:

–Si llamo a la policía tu hermano estará encerrado antes de que te des cuenta.

Clem tragó saliva. La cosa se ponía fea. Muy fea.

–¿Me estás chantajeando?

–Yo diría que te estoy persuadiendo para que vengas.

–Preferiría pasar una semana encadenada a un tiburón tigre.

–¿Cuánto tiempo tardarías en cerrar la tienda?

Clem puso los brazos en jarras.

–¿No me has oído? He dicho que no voy a acompañarte.

Él recorrió las estanterías y los libros con la mirada.

–¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? –preguntó.

–Dos años.

–¿Y dónde trabajabas antes?

–En una biblioteca municipal. En Kent.

Alistair estudió su rostro antes de seguir bajando. Clem sabía que no era precisamente una belleza clásica. De hecho, no era guapa. Era normal. Su madre sí que había sido guapa, pero a ella le había tocado ser inteligente, tener el pelo rebelde y problemas de vista, pero no deseaba tener uno de esos físicos que hacían que los hombres mirasen con interés a una mujer. Estaba acostumbrada a no llamar la atención, a que la ignorasen. No obstante, algo en la mirada de Alistair la hizo sentirse como si estuviese allí desnuda. Se le puso la piel de gallina y se le erizó el vello de todo el cuerpo. Notó que le pesaban más los pechos.

–¿Y la tienda es tuya?

A Clem le molestó la pregunta. Tenía la sensación de que el sueño de tener la suya propia jamás se haría realidad.

–Es de mi jefe. Dougal McCrae.

–¿Puedes hablar con él y decirle que te vas a marchar?

–No.

Él levantó el teléfono.

–¿Estás segura?

Clem apretó los dientes.

–No tengo días libres –mintió.

De hecho, no solía irse de vacaciones. No tenía sentido gastarse el dinero para irse a otra parte a leer, podía hacerlo en su casa.

–Si el problema es el dinero...

–No –volvió a mentir.

Alistair se guardó el teléfono.

–Te voy a dar veinticuatro horas para que lo arregles todo. Vendré a recogerte mañana. Trae lo necesario para dos o tres días. Una semana como máximo.

–¿Pero adónde vas a ir, si no sabes dónde está tu hermanastra?

–Tengo motivos para pensar que están recorriendo la Riviera francesa.

–Supongo que es lo que hace uno cuando tiene dieciséis años y dinero para quemar –murmuró ella.

–En realidad está quemando mi dinero con la ayuda de tu hermano y pretendo ponerle fin a la aventura lo antes posible –la corrigió él–. Hasta mañana.

Clem fue hacia la puerta detrás de él.

–¿No me has oído? No voy a acompañarte.

Él se giró antes de que Clem hubiese dejado de andar, así que chocaron y ella se tambaleó. Alistair la sujetó de los brazos y ella sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Le resultó extraño... y excitante, estar apoyada en un pecho tan fuerte.

Levantó la mirada y se dio cuenta de que Alistair tenía el ceño fruncido.

–Suéltame –le pidió con voz demasiado ronca, como si le afectase su cercanía.

Bueno, un poco. Era tan... arrogantemente masculino. Pero no rudo, sino masculino, pero culto y de ciudad, con olor a colonia buena y la ropa recién limpia y planchada.

Él le apretó los brazos un instante antes de soltárselos. Y retrocedió de repente como si Clem fuese radioactiva.

–No voy a aceptar un no por respuesta, Clementine. Si no quieres que llame a la policía, tendrás que venir conmigo mañana. ¿Entendido?

A Clem no le gustaba que la llamasen por su nombre completo. De hecho, lo odiaba.

–Llámame Clem o señorita Scott –le advirtió a Alistair.

Él arqueó ligeramente las cejas.

–Muy bien, señorita Scott –dijo en tono burlón–. Hasta mañana. Ciao.

 

 

Alistar se puso el cinturón del coche de alquiler. Le molestaba perder tiempo de trabajo, pero lo cierto era que le apetecía llevarse a Clementine Scott a aquella absurda persecución. Había cambiado. Y mucho. Casi no la había reconocido, salvo por los ojos marrones y brillantes y la descarada lengua. Con dieciséis años ya había visto algo en ella, pero no había estado preparado para encontrarse con una mujer tan bella. No tenía una belleza obvia, sino sobria. Una belleza capaz de sorprenderlo a uno y dejarlo sin respiración.

La adolescente desastrada y con sobrepeso, con la piel fea y mal carácter había desaparecido. Aunque el mal carácter seguía allí, el resto de su cuerpo lo compensaba. La ropa recatada no podía esconder sus deliciosas curvas. Su piel brillaba, lo mismo que el pelo color miel ondulado, estiloso. No la había visto muy maquillada, pero eso hacía que fuese todavía más fascinante. Sus ojos marrones, con las pestañas espesas y las prominentes cejas, le hacían pensar en piscinas de miel salpicadas con motitas de chocolate.

Pero lo que había llamado más su atención era la boca. Los labios rosados y generosos, el arco de Cupido del superior y la suave almohadilla que creaba el inferior, hacían que todas las hormonas masculinas de su cuerpo se pusiesen en alerta.

No tenía pensado tener nada con Clementine Scott. Ni en esa vida ni en la siguiente. ¿Por qué iba a acercarse a una mujer cuya madre había arruinado los últimos meses de vida de su madre? Brandi como se llamase había estado con su padre mientras su madre estaba en el hospital, en cuidados paliativos. Brandi se había mudado a su casa con sus dos hijos y se había aprovechado de su padre, que en esos momentos estaba muy vulnerable. Alistair era consciente de que este también había sido responsable de lo ocurrido, pero Brandi y sus hijos mal educados le habían hecho sufrir mucho.

«No te pongas a pensar en eso».

Aunque Clementine estuviese mucho más atractiva de lo que había esperado, aunque su cuerpo se pusiese tenso al mirarla, aunque tuviese que hacer un esfuerzo, no iba a tener nada con ella.

Iba a encontrar a su hermanastra y la iba a meter en un internado, que era donde tenía que estar. Harriet no era su responsabilidad. Y, en realidad, tampoco la de su padre, pero hasta que su madre volviese a buscarla, Alistair se ocuparía de ella.

No tenía elección.

Era su deber.

Y luego estaba el tema del coche. Solo hacía un par de meses que lo tenía y no iba a permitir que el hermano pequeño de Clementine se lo estropease. Podía haber llamado a la policía directamente, no era de los que daban dos oportunidades, pero tenía que admitir que Jamie Scott no había tenido precisamente la mejor niñez del mundo. Aun así, no iba a permitir que su hermanastra se dejase corromper por un chico que era carne de prisión.

Había considerado ir él solo a buscar a Harriet, pero había imaginado que conseguiría más llevando a Clementine, que podría ocuparse de Jamie mientras él hacía lo mismo con su hermanastra.

Les convenía a ambos.

Además, tenía una cuestión pendiente con Clementine.

Apretó los dientes y empezó a conducir. Se contentaría con darle una lección de buenos modales y decoro a aquella jovencita.