Capítulo 3

 

CLEM le dio su pasaporte al oficial de policía y esperó a que este se lo devolviese. Le ocurría siempre que viaja al extranjero. Daba igual que se encontrase con un hombre o una mujer, mayor, joven o de mediana edad, todos respondían del mismo modo: arqueaban las cejas al leer su nombre, hacían una mueca y la miraban de manera burlona. En aquella ocasión también ocurrió.

–¿Luz de Luna? –dijo el oficial–. ¿De verdad se llama así?

–Es mi segundo nombre –respondió ella entre dientes.

El policía le puso el sello mientras se reía.

–Qué afortunada.

«Muy afortunada». Sobre todo, teniendo a Alistair al lado para presenciar su humillación.

–Supongo que ese no era el nombre de ninguna abuela ni tía mayor –comentó.

–Ojalá.

–Te lo podías haber cambiado.

–Lo pensé, pero mi madre no me habría vuelto a hablar si lo hubiese hecho –respondió Clem, pensando que en realidad no le habría importado mucho.

–Y yo que me creía desgraciado porque me habían puesto de segundo nombre Enoch.

Clem lo miró.

–¿Enoch?

–Hay cientos si no miles de nombres bíblicos que me habrían gustado más, pero era como se llamaba mi abuelo materno –comentó–. Tradiciones familiares y esas cosas.

–Umm, bueno, mi madre no siguió ninguna tradición familiar, salvo la de quedarse embarazada con quince años, lo mismo que su madre –le contó Clem–. Al parecer, me concibió bajo la luz de la luna y quería algo que le recordarse siempre aquel momento. Además de tenerme a mí.

Esperó a que Alistair se echase a reír, pero él siguió andando por el pasillo hacia la puerta de salida con la misma expresión inescrutable.

–¿Tu hermano también tiene dos nombres? –preguntó poco después.

–No –le contestó ella–. No lo tiene porque a su padre no le gustaba.

Él la miró de reojo.

–Tuvo suerte.

–No sabes cuánta.

 

 

Clem se sentó en su asiento de primera como si estuviese acostumbrada a hacerlo de toda la vida. No merecía la pena que Alistair se diese cuenta de lo incómoda y fuera de lugar que se sentía. Podía fingir que era una mujer sofisticada. Podía beber champán y comer deliciosos canapés como la que más. También podía recostarse en el sillón y hojear revistas de moda como si no tuviese ninguna otra preocupación... ni un hermano que se había fugado a la Riviera francesa con la hermanastra de su mayor enemigo.

Después de tres copas de champán Clem empezó a relajarse, pero no le entraron ganas de dormir, sino de charlar. Era uno de los motivos por los que no solía beber, además de por el precio. Nunca sabía cómo le iba a afectar el alcohol. En ocasiones le entraba sueño, otras veces hablaba demasiado, pero en aquella ocasión estaba teniendo un efecto que no había experimentado nunca antes. Su cuerpo quería... contacto. Contacto sexual entre un hombre y una mujer. Se giró a mirar a Alistair, que estaba leyendo un documento con el ceño fruncido.

–¿Dónde fuiste de vacaciones la última vez?

Él pasó la página sin mirarla.

–A Nueva York, pero fue un viaje más de trabajo que de placer.

El avión en el que volaban era de los aviones comerciales más pequeños, así que los asientos estaban mucho más juntos que si hubiesen viajado en un Airbus. Clem subió la mano lentamente hacia el brazo en el que Alistair tenía la suya, como si tuviese voluntad propia. Ella le observó con fascinación y se preguntó qué le habrían puesto en el champán. ¿De verdad quería tocar el vello oscuro de su antebrazo? ¿De verdad se estaba acercando a él para poder sentir los fuertes músculos de su brazo en la curva de los pechos? ¿Se estaba acercando tanto como para aspirar su olor a colonia y a limpio?

Alistair la miró con expresión indescifrable.

–Si querías el asiento del pasillo en vez del de la ventanilla me lo podrías haber dicho antes.

Clem miró su boca, no lo pudo evitar. El contorno de sus labios la fascinó. Tenía el labio superior más fino que el inferior, y una ligera sombra de barba que le hizo desear pasar los dedos por su piel. No podía dejar de preguntarse cómo sería que aquellos labios la besasen. Tenía la sensación de que si Alistair la hubiese besado no habría podido olvidarlo jamás. Jamás. Jamás. Jamás.

–¿Nunca sonríes? –le preguntó.

–Ocasionalmente.

–¿Cuándo fue la última vez?

–Ni se te ocurra.

Clem parpadeó fingiendo inocencia.

–¿Pensabas que te iba a besar?

–O eso, o que ibas a meterte debajo de mi piel.

–Si ni siquiera me gustas.

Él bajó la vista a sus labios.

–Eso nunca ha sido un impedimento para tener buen sexo.

«No pienses en él en la cama. No lo hagas. Y, mucho menos, contigo».

–Y tú de eso sabes mucho, ¿verdad? Me refiero al buen sexo.

Alistair estuvo a punto de esbozar una sonrisa.

–¿Cuánto champán has bebido?

«Evidentemente, demasiado».

–Eso es –continuó Clem, volviendo a poner la espalda en el respaldo de su asiento y tomando una revista en la que había un artículo que explicaba cómo tener orgasmos múltiples–. Tendría que estar realmente borracha para tener algo contigo.

«O con cualquiera».

–Eso no va a ocurrir.

«¿Por qué? ¿Porque no estoy lo suficientemente delgada? ¿O porque me conociste con granos y gorda y ya no me puedes ver de otra manera?». Era evidente que Alistair no podía interesarse por alguien como ella, con su pasado, con su madre. Solo podía escoger a una mujer que encajase en su alto nivel de vida. Clem no tenía ninguna posibilidad. No la tendría jamás.

Ni quería tenerla.

Ya encontraría a un hombre.

Antes o después.

–Me alegra saberlo –dijo antes de enterrar la nariz en la revista.

 

 

A Alistair le habría venido bien estirar las piernas, pero Clem se había quedado dormida con la cabeza apoyada en su hombro. Podía aspirar su olor, una deliciosa mezcla de flores silvestres y algo más que era típico de ella. La revista se le había caído al suelo y tenía las manos en el regazo, los dedos largos y delgados, pero las uñas mordidas. ¿Por qué haría algo tan infantil? ¿Era insegura? ¿Estaba preocupada? ¿Nerviosa? Aunque no era de extrañar, con la familia que tenía.

Aunque él tampoco era el más indicado para hablar. Si pensaba demasiado en el comportamiento de su padre también podía comerse las uñas hasta llegar a los codos.

Clem murmuró algo y cambió de postura, haciéndole cosquillas en la barbilla con el pelo. Alistair sintió el deseo inexplicable de acariciarle la cabeza. Tenía un cuerpo suave y femenino, con las curvas perfectas. Unas curvas muy bellas. Tentadoras. Unas curvas que quería descubrir...

«Ni se te ocurra tocarla».

La alarma de su conciencia le recordó que mantuviese las distancias de seguridad. Hacía tiempo que no había tenido una relación. Ese era el problema. No era adicto al sexo ni nada parecido, pero sí que era muy práctico con respecto a sus necesidades físicas. Si tenía tiempo en su apretada agenda para una relación, invertía en ella. En los últimos tiempos su trabajo como arquitecto jefe de un proyecto multinacional había sido la prioridad. Eso, y lidiar con las meteduras de pata de su padre.

No podía entender que su padre tuviese semejante gusto en lo relativo a las mujeres. Después de veinticinco años casado con su elegante, equilibrada y elocuente madre, Helene, su padre había empezado a salir con mujeres que eran todo lo opuesto a ella. Descaradas y ruidosas, cazafortunas, mujeres que se preocupaban más por sus deseos sexuales que por sus hijos.

Alistair no estaba en contra del matrimonio, ni mucho menos. Tenía planeado sentar cabeza algún día con una mujer con la que compartiese intereses y valores. Construir una vida juntos, tener una familia y hacer lo mismo que habían hecho sus padres antes de que su madre enfermase. Él no sería el marido que había sido su padre. Él no tenía ningún problema con el compromiso y la fidelidad. Creía en ellos... cuando llegase el momento adecuado y con la persona adecuada, pero no se comprometería hasta que no estuviese seguro de que la persona era la correcta.

Todo había cambiado cuando a su madre le habían diagnosticado el cáncer de hígado. Su padre no había podido esperar a estar con otra mujer. Había sido como si la idea de perder a Helene hubiese despertado algo en él. La pérdida del hermano pequeño de Alistair, Oliver, con solo dos años había sido la primera tragedia familiar. Entonces, su padre ya había tenido un desliz y su madre lo había perdonado. Pero cuando esta se había puesto enferma y su padre había vuelto a actuar presa del pánico ya no había habido marcha atrás. No habían valido discursos ni ruegos. Su padre había sido como un tren fuera de control. Imparable.

Alistair había intentado desesperadamente que su madre no se enterase de la aventura de su padre con la madre de Clem, pero Brandi había ido a la clínica y se había presentado como la nueva pareja de Lionel. Después se había justificado diciendo que quería que Helene supiese que su marido estaría en buenas manos.

Pero lo que más había enfadado a Alistair había sido ir un día a casa de sus padres a recoger ropa para su madre y haberse encontrado a Clem en su dormitorio, esperándolo recién duchada. Se había sentido furioso con ella y todavía más consigo mismo por haberla deseado.

Casi no recordaba lo que le había dicho en aquel momento. Solo recordaba su enfado con dieciséis años y que ella se había levantado envuelta en la toalla y lo había mirado de manera desafiante. Al día siguiente, cuando Alistair había vuelto por el resto de las cosas de su madre alguien le había rayado todo el coche.

Eso era lo que tenía que recordar de Clem, que no podía arriesgarse. No podía confiar en ella. Era el enemigo y tendría que mantenerla vigilada.

Demasiado cerca para sentirse cómodo.

 

 

Clem se despertó justo cuando estaban aterrizando. Parpadeó y se apartó del hombro de Alistair, avergonzada y con la esperanza de no haber babeado ni roncado.

–Siento haberte arrugado la camisa –dijo–. Tenías que haberme empujado hacia el otro lado.

Lo miró, pero su expresión era inescrutable. Tal vez no hubiese roncado.

–¿Cuál es el plan?

Alistair la miró a los ojos.

–¿El plan?

Clem hizo un esfuerzo para no mirarle los labios.

–Sí, ¿por dónde vamos a empezar cuando aterricemos?

–Vamos a empezar recogiendo el coche de alquiler. Después, buscaremos un hotel.

A Clem se le aceleró el corazón. No había pensado en el alojamiento y ella no podía permitirse pagar un hotel.

–Vamos a reservar dos habitaciones, ¿verdad?

–No.

–¿Cómo que no?

–Será más barato compartir una suite.

A Clem se le hizo un nudo en el estómago.

–Tú puedes permitirte alojarte donde quieras.

–Yo sí, pero tú, no.

–¿Y esperas... que pague mi parte?

–¿Sería eso un problema?

Alistair no parecía estar hablando en broma, pero Clem tuvo la sensación de que se estaba burlando de ella. Le estaba recordando sus diferencias. Él solo se quedaba en hoteles de cinco estrellas. Y ella solo podía permitirse las estrellas del cielo.

–Siento tener que recordarte que fue idea tuya venir –comentó Clem–. ¿Por qué debería pagar yo nada?

Él sonrió de medio lado, como si estuviese conteniendo una sonrisa de verdad.

–Compartiremos suite, pero no cama.

Estar en el mismo hemisferio ya era bastante malo para Clem. ¿Cómo iban a compartir habitación? ¿Cómo iba a mantener ella sus... rutinas, ya que se negaba a llamarlas obsesiones, sin que Alistair la viese? Se reiría de ella. Clem nunca compartía habitación con nadie, no lo había hecho desde niña, cuando había compartido habitación con Jamie para evitar que los amantes de su madre lo tratasen mal. Nunca había dormido con ninguno de los hombres con los que había estado, aunque no había estado con muchos.

Odiaba que nadie la viese antes de arreglarse. ¿Y si se levantaba con una marca de la sábana en la cara o despeinada? ¿Y si dormía con la boca abierta o roncaba? Se pasaría toda la noche sin dormir, preocupada. Aunque estaba acostumbrada a dormir mal.

–Quiero mi propia habitación. Insisto. Yo la pagaré, tengo dinero –mintió.

–De acuerdo, pero he reservado en el Hotel de París.

A Clem se le hizo un nudo en el estómago.

–¿Y no podemos quedarnos en otro lugar más... económico?

–No –sentenció Alistair.

No había nada que molestase más a Clem que la intransigencia, que las personas poco flexibles, que no transigían. Aquello la ponía tensa. ¿Qué derecho tenía Alistair a decidir dónde tenía que dormir ella? Nadie, mucho menos él, iba a decirle dónde tenía que pasar la noche. Prefería dormir en la guarida de un león.

Sonrió para sí.

Una noche compartiendo habitación con ella y Alistair estaría encantado de dejarla dormir sola.

Era probable que pagase el doble, no, el triple, para que lo hiciera.

 

 

Clem fingió estar muy pensativa durante todo el trayecto hasta el hotel de Montecarlo. Respondió con monosílabos en las raras ocasiones en las que Alistair le dirigió la palabra. Estaba deseando poner su plan en marcha y demostrarle que era más lista que él.

Pero cuando se detuvieron delante del Hotel de París supo que no podía permitirse ni tomarse un café en un lugar así, mucho menos pagar una habitación. Nunca había estado en un lugar tan impresionante. La recepción estaba llena de flores, mármol, lámparas de araña y muebles antiguos. Podría haberse quedado en ella todo el día, con la boca abierta.

Pero al ver a tanta gente guapa entrando y saliendo se sintió completamente fuera de lugar. No encajaba allí y estaba segura de que la gente la miraba con extrañeza.

Se preguntó si Alistair habría hecho aquello a propósito para marcar las diferencias entre los modos de vida de ambos. Ella no podía pagar su parte allí. Ni siquiera podía dar propinas.

La suite que les dieron era cuatro veces más grande que su estudio. Tenía dos dormitorios, un salón y un lujoso baño. Los muebles eran elegantes y todo estaba decorado en blanco, crema y oro. Las piezas antiguas encajaban a la perfección con las camas y sofás modernos, y había alguna que otra muestra de color en los cojines.

Una vez instalada en su habitación, Clem miró si tenía mensajes en el teléfono. Seguía sin noticias de Jamie, pero su madre le había dejado un mensaje pidiéndole dinero. Lo había hecho desde que Clem había conseguido su primer trabajo en la adolescencia. Su madre no era capaz de ganar dinero por sí misma y el que conseguía se le escapaba como agua entre los dedos.

Brandi siempre necesitaba ropa nueva porque había dejado la vieja en casa de su último novio y no podía pasar a recogerla. O debía algún mes de alquiler, de la luz o el gas. O necesitaba dinero para comer. Y si Clem no se lo daba, vivía preocupada preguntándose qué sería capaz de hacer Brandi con tal de conseguirlo.

Le hizo una transferencia rápidamente y le puso un mensaje de texto. Se debatió entre contarle o no que Jamie se había escapado y decidió no hacerlo. Su madre no lo vería de la misma manera que ella y alentaría a Jamie a hacer lo que le dictase su corazón. De todos modos, Clem no llamaría a su madre mientras Alistair estuviese cerca, no quería pasar tanta vergüenza.

Salió de la habitación y se encontró con Alistair comprobando también sus mensajes.

–¿Tienes noticias de Harriet?

Él se guardó el aparato en el bolsillo.

–No. ¿Y tú de tu hermano?

Clem no se lo habría dicho si las hubiese tenido.

–No –respondió, sentándose y apoyando los pies en la mesita del café–. Estoy agotada. ¿Cuándo comemos?

Él tomó su chaqueta del respaldo de una silla.

–Después. Ahora quiero dar una vuelta por la zona del casino, a ver si los encontramos. Ven.

Clem se levantó a cámara lenta.

–¿No se te olvida algo? Harriet es menor de edad, no creo que la hayan dejado entrar en el casino.

Él abrió la puerta y esperó a que pasase.

–La amiga de Harriet está en contacto con ella y sabe que siguen en Montecarlo hoy, pero se marchan a Italia mañana. Van a ir a Livorno por la costa.

–¿Quién es esa amiga? –preguntó Clem.

Él frunció el ceño.

–Una chica que va con ella al colegio. Jenny... no, Jenna. ¿Por qué?

Clem se encogió de hombros.

–Por nada.

Él cerró la puerta y la miró a los ojos.

–Dime lo que piensas.

–Nada –respondió ella.

Él frunció el ceño.

–¿Piensas que me está engañando?

–Tal vez.

–¿Por qué?

Clem no podía creerse que le estuviese haciendo aquella pregunta.

–¿Tú sabes algo de chicas adolescentes? –le preguntó Clem–. ¿Cómo son de amigas la tal Jenna y Harriet?

–Supongo que bastante, si no, Harriet no estaría contándole sus planes.

–¿Y por qué iba Jenna a traicionar a su amiga?

Él se quedó pensativo.

–¿Porque le preocupa que su amiga se haya fugado con un chico al que acaba de conocer?

Clem negó con la cabeza.

–Yo pienso que Harriet le está diciendo a su amiga lo que te tiene que decir.

–¿Por qué? –preguntó Alistair sorprendido.

–Porque a los adolescentes le gustan mucho estas historias de amores imposibles.

–¿Has dicho amor? Si son dos niños que deberían estar en el colegio. Por favor, ¿qué pueden saber de amor?

–Los adolescentes viven muchas cosas intensamente, en especial, el primer amor –le explicó Clem–. Es un momento crucial. ¿No te acuerdas de cómo fue para ti, o siempre has sido igual de tieso y aburrido?

Él la fulminó con la mirada.

–¿Tienes alguna idea de dónde podría haber llevado tu hermano a Harriet?

–No, nunca me habla de nada. Cuando está en casa prácticamente se limita a gruñir.

Él se pasó una mano por el pelo con impaciencia.

–Esto es ridículo –dijo–. Hemos venido hasta aquí para nada. Esos niños podrían estar en cualquier parte.

–Por eso no quería venir yo.

–No me lo puedo creer.

Clem miró hacia donde estaba él, delante de la ventana, mirando a la calle.

–¿Qué?

Él le hizo un gesto para que se acercase sin apartar la vista de la calle.

–Mira –añadió, señalando la terraza de una cafetería que había cerca de la entrada del casino, enfrente de su hotel–. ¿Ves a la chica que está sentada en la mesa que hay más cerca del casino? ¿La rubia?

A Clem le costó concentrarse teniendo a Alistair con un brazo prácticamente alrededor de sus hombros para guiar su línea de visión. Su cercanía la aturdía.

–Umm... ¿Cuál de ellas? Hay unas veinte rubias ahí afuera.

Todas muy guapas y con cuerpos de modelo. Por supuesto.

Él la hizo girarse.

–La de las mechas rosas. ¿La ves? Está mirando su teléfono.

Clem no veía demasiado bien de lejos.

–Si esa es Harriet, ¿dónde está Jamie?

–Buena pregunta –admitió él, apartando el brazo de sus hombros y tomando su mano–. Ven. Vamos a averiguarlo.

A Clem le hubiese gustado poder asearse. Estaba sudada después del viaje, despeinada.

–¿No puedo darme una ducha antes?

–No.

–¿Y si no es Harriet? Desde aquí no puedes estar seguro. Podrías estar confundiéndote y que te detuviesen por acoso –balbució–. ¿De verdad quieres meterte en ese lío? ¿Te imaginas lo que diría la prensa?

Alistair le agarró la mano con más fuerza.

–Es mi hermanastra y supongo que tu hermano no estará muy lejos, por eso vas a venir conmigo.

Clem intentó zafarse, lo miró con el ceño fruncido.

–Pero no hace falta que te pongas así.

Él no la soltó. El calor de su mano hizo que Clem sintiese calor entre los muslos. La miró a los ojos, de una manera muy extraña, como si se estuviese preguntando cómo sería besarla. Clem se humedeció los labios y él siguió el movimiento de su lengua con la mirada.

El tiempo se detuvo por un instante.

Pero entonces Alistair juró entre dientes y se apartó bruscamente.

–No va a funcionar, Clementine. Ahórrate tus trucos de seducción para otro. Yo no estoy interesado.

Ella rio con incredulidad.

–¿Piensas que estoy intentando seducirte? ¿A ti? No me hagas reír.

Él abrió la puerta de la suite con impaciencia y frustración.

–Estamos desperdiciando un tiempo precioso. Vamos.

Clem levantó la barbilla.

–No puedes tratarme como si fuese tu sierva. Saldré por esa puerta cuando esté preparada.

–Si no sales a la de tres...

–¿Qué me vas a hacer? –le preguntó, acercándose y apoyando las manos en su fuerte pecho, donde pudo sentir lo rápido que le latía el corazón.

A Alistair se le había oscurecido la mirada. La agarró con fuerza por las muñecas y a Clem se le aceleró también el corazón al sentir la tensión en la parte baja de su cintura. Su erección era inconfundible.

–Entonces, esto –dijo él, besándola.