Capítulo 4

 

CLEM no había pretendido responder al beso de Alistair, pero en cuanto sus labios la tocaron perdió toda la fuerza de voluntad. Fue un beso apasionado, ardiente. Un beso en el que Clem iba a pensar durante mucho tiempo, durante el resto de su vida.

Fue emocionante, fascinante, peligroso.

Clem se sintió como si estuviese jugando al ajedrez con un gran maestro y ella no tuviese ni idea de las reglas del juego, pero lo besó con todo el fuego de su alma que durante tanto tiempo había reprimido.

Él profundizó el beso y la apoyó contra la pared, agarrando su cabeza con ambas manos, atrapándola contra su cuerpo. Estaba muy excitado y Clem deseó tenerlo todavía más cerca. No estaba acostumbrada a desear a alguien así. Quiso quitarle el cinturón, bajarle la cremallera de los pantalones y acariciarlo. Quiso que la penetrase y le hiciese olvidar la vergüenza de la primera vez, la decepción de la segunda y la tercera.

Aquello era lo que quería sentir. Quería sentirse viva.

Pero justo cuando estaba pensando en desabrocharle el cinturón Alistair la soltó. Y ella se sintió como si la hubiesen empujado al borde de un abismo. Se le doblaron las piernas.

–No tenía que haber ocurrido –sentenció él, apretando los labios.

No le había dicho que había sido el beso más increíble de toda su vida, sino que no tenía que haber ocurrido. Al parecer, le había causado una buena impresión.

Clem se colocó bien las gafas y se frotó las muñecas.

–Entonces, supongo que no habrá una segunda vez, ¿no?

La expresión de Alistair era indescifrable, Clem solo se dio cuenta de que seguía mirándola con deseo.

–A ti te gustaría, ¿no? Sería todo un trofeo. Te encantaría contárselo a tu madre. Ella consiguió al padre y tú, al hijo.

Clem rio.

–Hay muchas cosas de las que jamás hablaría con mi madre, y una de ellas es mi vida sexual. Puedes estar tranquilo, Alistair, no tengo ningún interés en acostarme contigo. Ya no me acuesto con ningún hombre que no me ve como a su igual.

Él no respondió. Sujetó la puerta abierta para dejarla pasar. Ella pensó que necesitaba tiempo para tranquilizarse y recuperar la compostura. El beso de Alistair había sido demasiado peligroso, peligroso para una chica que no tenía ningún derecho a soñar con un final feliz. No con él. No con un hombre que podía tener todo lo que quisiese, y que no la quería a ella. Aquello formaba parte de su plan de venganza. Solo había insistido en que la acompañase para encontrar a su hermano. Y la prioridad de Clem tenía que ser proteger a Jamie.

Costase lo que costase.

 

 

Alistair se maldijo por haber besado a Clem. ¿En qué había estado pensando? No había pensado, ese era el problema. Se había dejado llevar por el instinto, cosa que no solía hacer. Había perdido la razón en cuanto sus labios habían tocado la bonita, suave y sexy boca de Clem. Una boca que le iba a costar olvidar, que jamás había olvidado.

Se maldijo. Todavía tenía en los labios su sabor a vainilla, leche y canela. También le iba a costar olvidar su cuerpo, sus voluptuosos pechos pegados al de él, sus caderas en contacto. Había estado a punto de dejarse llevar y tomarla allí mismo. De hecho, no sabía cómo no lo había hecho.

Solo había querido estar dentro de ella y hacerla gritar de placer. Su cuerpo todavía lo deseaba. ¿Qué tenía Clem que le hacía reaccionar así? ¿Sería porque siempre la había considerado tabú? ¿Porque sabía que era la única mujer a la que no podía tener porque su padre había tenido una aventura con su madre?

¿O era porque Clem era la personificación de lo que siempre evitaba en una relación temporal? Había conexión entre ambos y él nunca conectaba con sus amantes. Solo tenía sexo, no había emoción. Había visto cómo su madre se venía abajo por amor tras la ruptura de su matrimonio. Nada había podido consolarla ni calmar su dolor.

Alistair no tenía nada en contra del concepto de enamorarse, pero no podía enamorarse de Clem. Con Clem sentía que no tenía el control de la situación. Su vida estaba bien tal y como estaba, o lo estaría cuando Harriet volviese sana y salva a casa y él la enviase al internado. Eso también lo asustaba de Clem. Esta había hecho que se le olvidase su misión de encontrar a su hermanastra. ¿Lo habría hecho a propósito? ¿Habría sido una táctica para evitar que saliese corriendo hacia la cafetería?

Por supuesto que sí. Clem era muy lista. Era una experta en aquel tipo de juegos, pero aquel no lo iba a ganar.

 

 

Clem se sentía cada vez más fuera de lugar. La cafetería estaba llena de gente y las calles, todavía más. Tenía la sensación de que la ropa se le pegaba donde no debía y, a pesar de tener un peso normal, seguía sintiéndose como un elefante con mallas. También tenía el pelo pegado a la frente y a la nuca. La pizca de maquillaje que se había puesto se había derretido con la humedad y el calor del verano. Se limpió los ojos y vio, consternada, que se le manchaba la mano de rímel. Estupendo. Además de un elefante, parecía un oso panda.

Alistair recorrió la cafetería con la mirada, pero vio a una familia de cinco personas en la mesa en la que había estado sentada la chica. La madre y el padre sonreían a algo que los niños habían dicho. Clem intentó no sentir celos al ver aquella estampa doméstica.

Clem pensó en la de veces que había estado en una cafetería con su madre y uno de los novios de esta, y que ninguno lo había mirado con aquella adoración, sino más bien como si no quisieran que estuviese allí. Y eso había hecho que se sintiese frustrada y de mal humor. Por eso había comido demasiado.

Alistair juró.

–Maldita sea, se ha marchado –dijo, girándose hacia ella–. Era lo que querías, ¿verdad?

Clem arqueó las cejas.

–Ah, ¿piensas que he permitido que me beses como técnica de distracción?

–¿Por qué has dejado que te bese?

–En realidad, no me has dejado otra opción.

Él bajó la vista a sus muñecas, que Clem se acababa de frotar inconscientemente. Frunció el ceño y tomó su mano derecha, le dio la vuelta y vio que tenía una marca roja. Le acarició la piel con cuidado.

–Lo siento –dijo con un gruñido.

Clem apartó la mano de la suya antes de que le diese por devolverle la caricia.

–Olvídalo. Yo ya lo he hecho –le mintió.

–¿Quieres comer algo, ya que estamos aquí?

Clem no supo cuál era el motivo de la invitación, pero tenía hambre.

–Sí, pero vamos a tener que esperar siglos a que nos den una mesa. Hay demasiada gente.

–Voy a ver qué puedo hacer.

Clem esperó a que Alistair hablase con el jefe de camareros. Lo hizo en francés fluido. Clem pensó que seguro que hablaba más idiomas, porque había recibido una buena educación, todo lo contrario que ella. Clem sintió esas diferencias cuando el camarero la miró con cierto desdén mientras los acompañaba a una mesa.

Una vez sentados, Clem le dijo a Alistair:

–No sabía que hablases francés. Lo haces como un nativo.

Él se limitó a asentir ligeramente.

–Es útil cuando viajo por trabajo.

–¿Qué otros idiomas hablas?

–Italiano, alemán, inglés y español, algo de mandarín y japonés, lo suficiente para defenderme.

–A mí los tres idiomas que se me dan mejor es el de las críticas, el sarcasmo y el ninguneo.

Él sonrió por fin y su rostro se rejuveneció.

–Me alegra saber que detrás de esa fachada de chica dura hay sentido del humor.

–No es una fachada –comentó Clem mientras tomaba su vaso de agua por hacer algo con las manos–. Lo que ves es lo que hay. Lo tomas o lo dejas. A mí me da igual.

–No te da igual –le respondió él, sin apartar la mirada de sus ojos–. Te importa mucho lo que los demás piensen de ti. Sé que te ha dolido que el camarero te haya mirado así.

–Bueno, si hubieses permitido que me diese una ducha y me cambiase, no me habría mirado de esa manera –le reprochó Clem.

–Lo siento, pero en ocasiones soy demasiado práctico.

–Menudo eufemismo.

Clem dio un sorbo a su vaso de agua.

–Pues sospecho que tú eres parecida.

Ella dejó el vaso.

–¿Yo? ¿Parecida a ti? Muy gracioso.

Él seguía sin apartar la mirada de la suya.

–A ambos nos gusta salirnos con la nuestra. No hacemos concesiones y no nos gusta admitir que estamos equivocados.

–Yo, de hecho, nunca me equivoco.

–Con eso está todo dicho.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó Clem.

–Que eres la típica controladora. Ni se te pasa por la cabeza cometer un error. Buscas siempre la perfección.

–Sí, por eso estoy aquí sudando y con esta ropa –murmuró ella.

–¿Por qué escondes tu cuerpo debajo de esa ropa tan ancha?

Clem se encogió de hombros.

–No puedo permitirte vestir de diseñador.

–Pero esa no es la única razón, ¿verdad?

Alistair volvía a estudiarla con la mirada y Clem se sintió vulnerable.

–Me conociste con dieciséis años y sabes que no era precisamente un Rembrandt por aquel entonces.

–Eras infeliz e inestable –le dijo él en tono amable, un tono que Clem no le había oído utilizar hasta entonces–. Fue una época muy dura para ti.

Ella intentó sonreír, pero no pudo.

–¿Es otra disculpa del hombre que nunca se disculpa?

Él hizo una mueca.

–Tres en un día es todo un récord para mí.

–Qué suerte tengo.

El camarero llegó a tomarles nota. Clem escogió una ensalada sin aliño, como casi siempre, y agua mineral.

–¿Por qué no te comes algo con más sustancia? –le sugirió Alistair–. No puedes tomar solo una ensalada. ¿Y las proteínas?

–No tengo hambre.

–Sí que la tienes. Te he visto devorar con la mirada todos los platos con los que ha pasado el camarero.

«Este hombre ve más de lo que debería».

–Estoy demasiado cansada para comer. Ha sido un día muy largo.

–Yo pediré por ti.

Hizo un gesto al camarero y antes de que Clem pudiese protestar le había pedido en francés algo que sonaba tan tentador como él.

«Ten cuidado, está empezando a gustarte».

¿Cómo no le iba a gustar? Era un hombre fuerte, pero sensible. Siempre había admirado en él el modo en que cuidaba de su madre, intentando protegerla del comportamiento de su padre. En esos momentos se estaba responsabilizando de su hermanastra cuando no tenía por qué hacerlo. Cualquier otro hombre se habría encogido de hombros y habría continuado con su vida, contento de haberse deshecho del problema.

Pero Alistair Hawthorne, no.

Él no evitaba los problemas, los solucionaba. Su éxito como arquitecto era prueba de ello. Tenía fama de sacar adelante proyectos casi imposibles, era creativo y disciplinado, lo tenía todo para tener éxito en la vida.

Y besaba muy bien.

«No deberías pensar en el beso», se dijo, pasándose la lengua por los labios para comprobar si seguían sabiendo a él. Tenía los labios algo hinchados, sensibles. Se dio cuenta de que Alistair la estaba observando y se puso recta en la silla.

–Háblame de tu trabajo –le pidió–. ¿Te gusta?

–Mucho. ¿Y a ti el tuyo?

–Me encanta trabajar con libros antiguos y aprender de ellos. Me encanta tenerlos en las manos, su olor. Es como viajar en el tiempo –comentó Clem–. Perdona, seguro que te estoy aburriendo.

–No, me resulta interesante oír a alguien a quien le apasiona lo que hace. Hay muchas personas que hacen trabajos aburridos solo porque tienen que pagar las facturas.

–Bueno, sí, no sé si con mi trabajo se pueden pagar muchas facturas, pero me gusta.

Él tomó su copa de vino y dio un pequeño sorbo antes de volver a dejarla. Clem pensó que no había visto a los novios de su madre beber así, con tanto cuidado. Alistair era un hombre organizado, comedido. Por eso había llegado tan lejos en su trabajo. Y en la vida. No tenía a sus espaldas un montón de relaciones rotas, como su padre. Era discreto con su vida privada. Clem solo había visto una o dos fotos de él en público. No era de los que generaban habladurías.

Aunque empezaría a serlo si se corría la voz de que ella lo estaba acompañando en aquella loca aventura. La idea la aterró. No podía ni imaginar lo que la prensa diría de ella.

–¿Y aspiras a tener tu propia tienda algún día?

La pregunta hizo que Clem volviese a la realidad. Lo miró fijamente unos segundos, sintiéndose todavía más torpe y fuera de lugar. ¿Era su imaginación o la estaban mirando los clientes de la mesa de al lado? Debían de estar comentando cómo era posible que un hombre tan atractivo estuviese sentado con una mujer tan desaliñada.

–¿Ocurre algo? –preguntó Alistair con el ceño fruncido.

–No.

–Te veo un poco colorada. ¿Tienes calor? ¿Quieres tomar algo fresco?

Clem negó con la cabeza.

–Deja de preocuparte. Nos están mirando.

«Me están mirando, más bien».

–Mira, sé que no te apetece estar conmigo en estos momentos, pero no me voy a marchar hasta que no encuentre a Harriet –le contestó él–. Estoy seguro de que era ella la que estaba aquí sentada.

–En ese caso, ¿dónde está Jamie? –le preguntó Clem–. Si tan unidos están, tendrían que haber estado aquí juntos.

–Yo supongo que no estaría muy lejos. Harriet debía de estar esperándolo cuando la hemos visto.

–O estaba enviándole otro mensaje a Jenna para seguir engañándote.

–Tal vez.

–¿Me disculpas? Tengo que ir al baño.

Como un caballero que era, Alistair se puso en pie mientras ella hacía lo mismo.

–Por supuesto.

 

 

Clem estaba volviendo de lavarse la cara y de intentar arreglarse un poco el pelo cuando vio una figura que le resultaba familiar sacando la basura de la cafetería por la puerta de atrás. El corazón le dio un vuelco.

–¡Jamie!

Este se sobresaltó al verla.

–Hola.

–¿Hola? ¿Eso es todo lo que me tienes que decir? ¿Te das cuenta del lío que has montado? Alistair Hawthorne te está buscando, le has robado el coche y te has llevado a su hermanastra. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Y por qué no has contestado a mis mensajes y llamadas? No te puedes imaginar lo preocupada que estaba.

Jamie levantó una mano para hacerla callar.

–Para ya, hermanita. Sé lo que estoy haciendo.

–Lo que estás haciendo es ganarte un sitio en la cárcel, lo mismo que tu padre –respondió ella–. No puedes robar un coche y una gran cantidad de dinero y pensar que vas a salir indemne de ello.

–No lo he robado –respondió Jamie–. Lo he tomado prestado. Harriet tenía que marchase de allí y yo era la única persona con la que podía contar.

Clem frunció el ceño.

–¿Cómo la conociste?

–Por internet. Empezamos a charlar y nos dimos cuenta de que teníamos algo en común. Su madre se parece a la nuestra, o es todavía peor. La dejó tirada para irse con un tipo que había estado molestando a Harriet.

–¿Y por qué Harriet no se lo contó a Alistair? Tal vez él podría haber hablado con su madre para hacerla entrar en razón y...

–Lo único que quiere Alistair es meterla en un internado –la interrumpió Jamie–, pero ella lo que quiere es estar con su madre.

–¿Y dónde está Harriet en estos momentos?

–Trabajando.

–¿Trabajando?

–Sí –respondió él, orgulloso–. Yo también he encontrado trabajo. Lavo los platos aquí por las noches. Y Harriet ha conseguido trabajar a media jornada en una tienda de ropa. Vamos a devolver el dinero que tomamos prestado de Alistair. Harriet iba a llamarlo dentro de un par de días.

A Clem le sorprendió que su hermano estuviese trabajando. Era el chico más vago y poco motivado que conocía. Nunca había conseguido que moviese un dedo estando con ella.

–¿Lavas platos?

–Sí, pero estoy aprendiendo a cocinar también. Es lo que quiero hacer. Me gustaría tener mi propio restaurante algún día y he pensado que esta sería la mejor manera de aprender. También estoy aprendiendo algo de francés.

A Clem todo aquello le pareció un milagro.

–¿Y el coche de Alistair? ¿Qué has hecho con él?

–Está aparcado en casa del pinche. Tiene espacio suficiente y ni siquiera me cobra por ello.

–¿Y no te ha preguntado cómo podías tener semejante coche?

–Le dije que era de mi tío.

–Pues será mejor que le digas ahora que tu tío ha venido por el coche, y por su hermanastra.

En esa ocasión fue Clem la que se sobresaltó al oír una voz profunda a sus espaldas. Se giró y vio a Alistair, que estaba fulminando a su hermano con la mirada. Ella se interpuso entre ambos y levantó los brazos para proteger a Jamie.

–No, por favor.

–¿Dónde está Harriet? –preguntó Alistair.

–Trabajando –respondió Jamie–. Los dos vamos a trabajar en Montecarlo todo el verano. Ella todavía no quiere volver. No la puedes obligar.

–Haré lo que estime oportuno –replicó Alistair en tono duro–. ¿Dónde trabaja?

Clem apoyó una mano en su brazo.

–Mira, vamos a tranquilizarlos y a hablar de esto en la mesa. Jamie está trabajando y no me gustaría que lo despidiesen por nuestra culpa. Quedaremos con ellos más tarde –sugirió–. ¿Por qué no desayunamos mañana los cuatro en nuestro hotel?

Jamie hizo una mueca.

–¿Te estás alojando con él?

–No es lo que piensas –le aclaró Clem–. Solo estamos juntos... para ahorrar costes.

–Pero sí él está forrado de dinero –contestó Jamie–. Mamá dice que es todavía más rico que su padre.

Crem sintió vergüenza al oír hablar así a su hermano.

–¿Me prometes que responderás a mis llamadas? Nos reuniremos y hablaremos mientras desayunamos. Y estoy segura de que Alistair podrá ser comprensivo con todo lo ocurrido, ¿verdad?

Alistair la miró mal.

–No me voy a dejar manipular por un par de críos que juegan a ser adultos.

–Jamie es un adulto –lo corrigió ella–. Y, en mi opinión, está cuidando muy bien de Harriet.

Agarró a Alistair del brazo.

–Vamos. Te lo explicaré todo en la mesa.

Alistair señaló a Jamie con un dedo.

–Como no vengáis a desayunar mañana, llamaré a la policía. ¿Entendido?

Jamie frunció el ceño.

–No toques a mi hermana –la advirtió a Alistair–. Es demasiado buena para ti.

Clem pensó que se iba a morir de la vergüenza. ¿Cómo podía pensar su hermano que Alistair iba a querer tener algo con ella?

–No te preocupes –le dijo–. Solo hemos venido a asegurarnos de que tanto Harriet como tú estáis bien.

Jamie miró a Alistair con desprecio.

–Me alegro de haberte rayado el coche hace diez años. Ojalá te hubiese pinchado las ruedas también –comentó.

Alistair miró a Clem, sorprendido.

–¿Es eso verdad? ¿No lo hiciste tú?

Clem se mordió el labio inferior.

–Esto...

–No hace falta que me protejas, Clem –intervino Jamie–. Ya no soy un niño.

Alistair no podía tener el ceño más fruncido. Abrió la boca varias veces, pero volvió a cerrarla, como si no supiese qué decir, pero Clem no quería continuar con aquella conversación allí.

–Vuelve al trabajo –le dijo a su hermano.

Clem se llevó a Alistair de vuelta a la mesa en cuanto Jamie hubo desaparecido en la cocina.

–Tienes que dejar de aleccionar a todo el mundo –le dijo–. Así no vas a conseguir nada. Tienes que aprender a negociar, en especial, con adolescentes. Retroceden ante la autoridad. Es así como forman su identidad. Tienen que cometer errores de vez en cuando, si no, ¿cómo van a aprender?

Alistair dejó de andar para mirarla.

–¿Por qué no me dijiste que había sido Jamie el que me había rayado el coche?

Clem apartó la mirada de la suya.

–Solo tenía ocho años. No quería meterle en...

–No me refiero a entonces, sino después. Nunca has dicho nada. Has permitido que yo siguiese pensando que tú eras la responsable de aquello.

–Sí, bueno, pensé que dijese lo que dijese no cambiarías la opinión que tenías de mí, así que, ¿para qué?

Él la estudió con la mirada, casi emocionado.

–¿Aceptas mis disculpas, aunque sea tarde?

Clem asintió.

–Será mejor que volvamos a la mesa. Me he dejado la chaqueta en el respaldo de la silla.

Una vez sentados de nuevo, Alistair preguntó:

–¿Se están acostando juntos?

–No se lo he preguntado.

–¿Y si se queda embarazada Harriet?

Clem se puso la servilleta en el regazo y lo miró a los ojos.

–Será mejor quedarse embarazada de un hombre al que ama y admira que de otro que le dobla la edad y que quiere aprovecharse de ella a la menor oportunidad.

–¿Qué? –inquirió Alistair, palideciendo.

Clem apretó los labios.

–El nuevo novio de su madre tiene las manos muy largas. Harriet ha huido de él y Jamie la ha ayudado a escapar.

–¿Por qué no me lo ha contado? Yo habría hablado con su madre y...

–Su madre no la cree. Se ha puesto de parte de su novio.

Alistair frunció el ceño.

–Eso es terrible. ¿Cómo es posible que no crea a su propia hija?

Clem se encogió de hombros.

–Cosas que pasan.

–¿A ti te pasó?

–¿Me estás preguntando si alguno de los novios de mi madre intentó aprovecharse de mí? –preguntó ella, echándose a reír–. A mí ni me miraban, pudiendo tener a mi madre, que siempre ha sido muy guapa. Podría haber sido modelo si no se hubiese quedado embarazada de mí, de hecho, me lo recuerda siempre que tiene oportunidad.

–¿Estás muy unida a ella?

–No demasiado. No tenemos mucho en común, salvo algo de ADN.

–Te entiendo.

–Pero tú sí que estabas muy unido a tu madre, ¿no?

–Mucho. Era una buena mujer. Una madre cariñosa y una gran persona. La echo de menos todos los días.

Su rostro se entristeció.

–Siento que lo pasarais tan mal cuando mi madre hizo que se separasen tus padres –le dijo Clem–. Y yo no hice que las cosas fuesen fáciles, fui muy pesada.

–De eso hace mucho tiempo.

Se hizo un silencio.

Clem jugó con la pajita que tenía en el vaso de agua mineral. Dado que ya había salido a la luz una verdad, tal vez fuese el momento de desvelar otra.

–Me gustaría explicarte también... aquella vez que me encontraste en tu habitación... –balbució, sintiendo que le ardían las mejillas–. No estaba esperando a que...

–No tienes que disculparte. No debí hablarte así. Me sentía mal, después de haber estado con mi madre en el hospital. Aunque sé que no es una excusa.

Clem se mordió el labio.

–Por favor, permite que me explique. Es la primera vez que hablo de aquel día.

–Continúa.

Ella clavó la vista en el vaso de agua con gas.

–Fui a una fiesta con un chico y la cosa terminó mal. Estaba muy disgustada y fui a utilizar tu cuarto de baño porque era el único que no utilizaba nadie más. Salí de la ducha, me hice un ovillo en la cama... Estaba tan triste que no quería encontrarme con Jamie ni con mamá, sobre todo, con Jamie.

Él se echó hacia delante en la silla. Estaba tenso.

–¿Qué ocurrió en la cita?

Clem lo miró de reojo. Tenía el ceño fruncido y la expresión seria, como si se estuviese imaginando lo que iba a contarle.

–No me di cuenta de que se estaban burlando de mí. No estaba acostumbrada a captar el interés de ningún chico. El caso es que se me subió a la cabeza. Y resultó que él había hecho una apuesta... A ver quién era el primero en acostarse con la gorda. Y ganó.

Alistair se quedó blanco y parpadeó varias veces, como si estuviese asimilando toda la información.

–Eso es terrible, pero lo que hice yo fue todavía peor. Me precipité y no te escuché. ¿Me perdonas? Aunque yo no lo haría si estuviese en tu lugar.

Clem sonrió con amargura.

–No me imagino a nadie aprovechándose de ti. Eres una persona demasiado segura de sí misma.

Alistair seguía con gesto compungido. La tomó de la mano con cuidado y Clem sintió calor.

–Ahora entiendo que te cueste tener seguridad, pero no deberías sentir que no eres atractiva, Clem. Ni mucho menos.

Ella apartó la mano y volvió a ponerla en su regazo. Les habían llevado la comida y empezaron a comerla en silencio. Clem se alegró de que Alistair hubiese insistido en pedirle algo más consistente que una ensalada. El pescado en salsa blanca estaba delicioso, lo mismo que la cama de verduras que lo acompañaba. Merecía la pena, aunque aquella noche tuviese que hacer trescientas sentadillas en lugar de doscientas.

Por su parte, Alistair seguía con gesto serio y no parecía estar disfrutando de la comida. Era extraño, pero Clem se dio cuenta de que veinticuatro horas antes le habría gustado verlo así.

Pero en esos momentos... se preguntó qué habría pasado años atrás si le hubiese contado lo de su cita en vez de haber puesto cara de póker. Tal vez hubiese conseguido que Alistair fuese su aliado, su protector. Podría haberla protegido del matón que la había degradado y había hecho añicos su auto-estima.

Pero había permitido que Alistair pensase mal de ella.

No se sentía orgullosa de ello.

El camarero les llevó la cuenta. Alistair sacó la cartera y dejó una tarjeta de crédito en la pequeña bandeja.

–¿No íbamos a compartir gastos? –preguntó Clem.

Él la miró de manera inescrutable.

–Te invito yo. Por los pecados pasados.

A Clem no le preocupaban los pecados pasados, sino los futuros.

Los que se sentía tentada a cometer.