ALISTAIR esperó mientras Clem estaba en el baño una vez de vuelta a la habitación. Todavía estaba asimilando toda la información que había recibido y preguntándose cómo podía haberla tratado tan mal.
Tenía que haberse dado cuenta desde el principio que Clem no era como su madre. No se parecía físicamente a ella, no actuaba como ella y no pensaba como ella. Clem tenía clase e inteligencia social, y quería a su hermano por encima de todo, incluso de su propia reputación. Eso demostraba que era una joven honesta, no egoísta ni interesada, sino sacrificada y discreta.
No le gustó pensar en que un idiota la había humillado y utilizado. Y se dijo que, de no haberse precipitado en sacar conclusiones aquel día, tal vez habría podido ayudarla. En su lugar, había contribuido a machacarle la autoestima. No entendía que esta continuase hablándole, mucho menos que sus grandes ojos marrones la mirasen con el mismo anhelo que a ella los de él. Podía intentar negar que le gustaba, que la deseaba, pero la sensación era muy fuerte.
No sabía por qué estaba tan obsesionada con ella. ¿Sería porque era la única mujer con la que no podía controlarse? Lo que sentía por ella era mucho más que una atracción puntual, tenían una conexión que iba mucho más allá de las circunstancias de su pasado. Alistair ya la había sentido de adolescente, pero en esos momentos en los que Clem había florecido como mujer la sensación era mucho más fuerte.
Comprobó sus mensajes y correos electrónicos para intentar distraerse y no pensar en ella, que, por cierto, estaba tardando mucho. ¿Cómo podía tardar tanto en darse una ducha? Estaba a punto de llamar a la puerta para ver si estaba bien cuando la vio salir con uno de los albornoces del hotel. Tenía el rostro sonrosado y el pelo rizado todavía húmedo.
–Toda tuya –dijo ella, ruborizándose más–. La ducha, quiero decir.
Él se levantó del sofá y Clem se cerró las solapas del albornoz. ¿Se sentiría insegura con él? La idea no le gustó. No podía negar que se sentía atraído por ella, pero no iba a hacer nada al respecto. El beso había sido un error. Un gran error que no se iba a repetir ni aunque tuviese que utilizar toda su fuerza de voluntad.
Cuando Alistair salió del baño se la encontró en el salón, vestida con una camiseta y unos pantalones de chándal, haciendo sentadillas como si se estuviese entrenando para unos juegos olímpicos.
–Parece divertido.
–No lo es.
–Entonces, ¿por qué lo haces?
Ella siguió con los ejercicios.
–Quien algo quiere, algo le cuesta.
–Tienes muy buena figura, no necesitas castigarte así.
Ella se puso recta y se apartó el pelo todavía húmedo de la cara.
–Intenta contarle eso a mi celulitis.
Alistair la recorrió con la mirada. Tenía unas curvas que hacían que le ardiese la sangre en las venas. Los pechos se le marcaban en la camiseta y el escote dejaba ver lo suficiente como para que se sintiese tentado a descubrir más.
–Yo no veo nada de celulitis. Veo a una joven muy guapa, en la mejor época de su vida.
Ella se ruborizó, como si no estuviese acostumbrada a que le hiciesen cumplidos.
–¿Qué vamos a hacer con Harriet y Jamie? ¿Todavía sigues empeñado en llevarte a tu hermanastra a casa?
Alistair había estado pensándolo mientras se duchaba. Si los chicos tenían trabajo y un lugar en el que alojarse, tal vez no fuese tan terrible que pasasen el verano en Montecarlo. Además, no tenía ningún interés en que Harriet viviese con él, no podía dejarla con su propio padre y la madre de ella dejaba mucho que desear.
–Estoy dispuesto a hablarlo con ellos, pero quiero que Harriet esté en el colegio en cuanto empiece el curso.
Clem asintió como si aquello le pareciese bien.
–Tal vez yo pueda hablar con ella al respecto. De mujer a mujer. A mí me hubiese gustado que alguien se hubiese ofrecido a buscarme un internado. Habría sido mucho mejor que ir de país en país cada vez que mi madre se buscaba un novio nuevo.
A excepción de por la pérdida de su hermano pequeño, Alistair había tenido una niñez más bien estable y segura. No se imaginaba cómo habría sido tener que mudarse una y otra vez.
–Debió de ser muy duro para ti.
–Lo fue.
La vio moverse de un lado a otro de la habitación, como si estuviese nerviosa y no supiese qué hacer con las manos.
–Otra cosa, con respecto a los gastos del viaje...
–No pasa nada –respondió ella mientras ahuecaba los cojines del sofá–. Puedo pagar mi parte.
–Yo te he traído aquí, así que pagaré yo. Y punto.
Ella apretó los labios y Alistair deseó besarla para que los separase.
–No conoces el significado de la palabra transigir, ¿verdad?
Él se acercó y tomó sus manos, las giró y comprobó que las marcas habían desaparecido. Tenía las muñecas delgadas, los dedos pequeños y suaves, se mordía las uñas. Le acarició la palma con el pulgar y vio cómo se le dilataban las pupilas. Clem se humedeció los labios con la punta de la lengua, tragó saliva. Le temblaron los dedos entre sus manos. Alistair supo que debía retroceder. Dejarla. Que no debía mirarla a los ojos ni perderse en la tentación de la carne, pero la atracción era irresistible. No podía dejar de pensar en el beso. Inclinó la cabeza y susurró:
–Sé que no debería hacer esto.
Y le mordisqueó los labios.
–Entonces, ¿por qué lo haces? –le preguntó Clem en un hilo de voz
Él pasó las manos por sus rizos salvajes.
–No estoy seguro.
–Pensé que siempre estabas seguro de todo lo que hacías.
Él volvió a mordisquearle el labio superior y pasó la lengua por el arco de Cupido.
–No siempre.
Clem se acercó más a él y Alistair apoyó las manos en la curva de su trasero y la besó despacio.
Después pasó de la boca al cuello, donde la piel era suave y olía bien. Ella gimió al notar que continuaba por el escote. Le bajó la camiseta de algodón para poder llegar al pezón, que rodeó con la lengua antes de metérselo en la boca. Hizo lo mismo con el otro pecho y disfrutó al sentir cómo Clem se excitaba cada vez más, tanto como él.
Se dio cuenta de que, si no paraba pronto, después ya no podría parar. Una vocecilla lo alertó de que era peligroso que fuese tan lejos, pero su cuerpo no la escuchó.
Clem se apartó de repente y se estiró la ropa. Estaba ruborizada y tenía los labios algo hinchados de sus besos, pero los ojos le brillaban con fuerza.
–No me había dado cuenta del motivo por el que te estabas ofreciendo a pagarme el hotel. No, gracias.
Alistair frunció el ceño.
–Te estás equivocando. Yo solo...
–Te has querido aprovechar de la situación –lo interrumpió–. Me sorprende que no hayas apagado la luz antes para olvidarte de a quién ibas a besar.
–¿Cómo puedes...?
Ella lo fulminó con la mirada.
–Dijiste que no me ibas a volver a besar.
–Lo sé, pero...
–Me parece que lo mejor será que guardemos las distancias –insistió ella, cruzándose de brazos–. Que no nos toquemos.
–Bien.
Alistair se pasó una mano por el pelo. Podía guardar las distancias. Por supuesto que podía, aunque le resultase difícil.
–No nos tocaremos –repitió.
–Me voy a la cama. Buenas noches.
Clem no pudo dormir sabiendo que Alistair iba a estar en la habitación de al lado. Había salido de la suite un rato antes y, que ella supiese, no había regresado.
Apartó las sábanas, se puso el albornoz y se acercó a la ventana a observar las luces de la ciudad. La vida en Mónaco no tenía nada que ver con su aburrida vida en Londres.
Miró el reloj de la mesita de noche. Eran las tres de la madrugada. ¿Por qué no había vuelto Alistair? Se ató el cinturón del albornoz y salió al salón, que estaba a oscuras salvo por la luz que entraba del exterior. Clavó la vista en el sofá, pero estaba vacío.
Se sentó en él y abrazó un cojín. Pensó que Alistair podía estar pasándoselo bien con alguna mujer con cuerpo de modelo. Tiró el cojín y empezó a ir y venir por la habitación.
De repente se abrió la puerta de la suite y apareció Alistair.
–¿Se puede saber dónde estabas? –inquirió ella sin pensarlo.
–No sabía que tenía que informarte de todos mis movimientos.
Clem se cruzó de brazos.
–Habría sido un detalle decirme que ibas a salir. Llevo horas sin poder dormir.
–¿Esperándome? –le preguntó él en tono burlón.
Clem apretó los labios.
–No puedo dormir si estoy pendiente de que se abra y se cierre la puerta.
Él se acercó al bar y tomó una botella de agua mineral.
–¿Quieres un vaso?
–No. Lo que quiero es irme a la cama y dormir. Estoy cansada y cuando estoy cansada me pongo de mal humor, así que ten cuidado.
–De acuerdo.
El sonido del agua al caer en el vaso la puso nerviosa.
–¿Estabas con alguien?
¿Por qué le había preguntado eso?
–¿Te molestaría si así fuese?
«¡Sí!». Clem puso gesto de indiferencia.
–Puedes hacer lo que quieras. Eres libre. No obstante, estaría bien que me lo dijeras, para que yo también pudiese organizarme.
A él le brillaron los ojos un instante.
–He estado pensando en los chicos. Aunque les permitamos quedarse aquí durante el verano, pienso que estaría bien que tú y yo nos quedásemos también unos días para ver que todo va bien.
A Clem le pareció sensato, pero sabía que sería una tortura continuar estando cerca de Alistair.
–Es buena idea. Así tendré tiempo de conocer mejor a Harriet. Me parece que le vendría bien que alguien la guiase un poco.
–Devolveré el coche de alquiler mañana y recogeré el mío de donde Jamie lo haya aparcado.
Clem se mordió el labio inferior.
–Si hay algún daño, yo lo pagaré.
–Si le cubres siempre las espaldas a tu hermano nunca se hará responsable.
A Clem le molestó oír aquello.
–Siempre he cuidado de él como una madre. Tuve que hacerlo. ¿Sabes lo que es tener que cuidar de un bebé con tan solo ocho años? Es aterrador.
Había arrancado y no iba a parar ni para tomar aire.
–Y la situación empeora cuando el niño crece y empieza a moverse. Yo tenía que mantenerlo alejado de los novios de mi madre, que le tiraban de la oreja por cualquier razón. Tuve que ayudarlo con los deberes, tuve que lavar y planchar su ropa y hacerle la comida. Lo hice lo mejor que pude, y sigo haciéndolo lo mejor posible, y me molesta que tú me digas que no es así.
Se hizo un tenso silencio entre ambos.
–Lo siento –dijo Alistair por fin, muy serio, pero con dulzura–. Has hecho un gran trabajo cuidando de él, pero ha llegado el momento de que lo dejes solo. Si sigues evitándole problemas no aprenderá por sí mismo.
Clem frunció el ceño, lo miró con resentimiento.
–Tú eres hijo único. Ni siquiera sabes lo que es tener un hermano.
–Sí que lo sé.
Ella frunció el ceño.
–¿Tienes un hermano?
–Lo tuve. Murió cuando yo tenía cuatro años –le contó Alistair con tristeza.
–Lo siento... No sabía...
–Oliver nació con una discapacidad. Los médicos dijeron a mis padres que no sobreviviría más que unos días, pero infravaloraron el amor de mi madre. Murió dos días después de cumplir los dos años.
A Clem se le había hecho un nudo en la garganta.
–Lo siento mucho. Debió de ser muy triste para tus padres y para ti.
–La que peor lo pasó fue mi madre –comentó él, haciendo una mueca–. Son ellas la que nos traen al mundo. Mi padre se encerró en su trabajo. Creo que nunca lloró realmente a Ollie. Y que ese es el motivo por el que se volvió loco cuando mi madre enfermó. No pudo soportarlo.
Clem se preguntó por qué nunca antes había oído hablar de Oliver. Su madre nunca había comentado nada, ni siquiera sabía si Lionel Hawthorne se lo habría contado a ella. ¿O habría estado centrado en tener una aventura con otra mujer para intentar atenuar el dolor que le causaba la pérdida de su esposa? No había visto fotografías de Oliver en la casa de los Hawthorne o, al menos, no lo recordaba.
–Eras muy pequeño cuando falleció tu hermano –comentó Clem–. Demasiado pequeño para pasar por algo tan duro.
–Lo peor fue ver a mi madre sufrir –admitió él–. Consiguió continuar viviendo, pero siempre faltó algo en nuestras vidas. Dudo que lo superase realmente.
Clem no podía imaginarse perder a su hermano.
–¿La pérdida de Oliver te ha hecho plantearte ser padre?
Alistair se encogió de hombros y se sirvió otro vaso de agua.
–Todavía no estoy preparado para un compromiso tan importante. En estos momentos el trabajo ocupa todo mi tiempo. Y no hay muchas mujeres dispuestas a vivir con eso, ni con niños tampoco. Aunque tal vez algún día.
–Entonces, ¿cuál es el plan? –le preguntó ella–. ¿Matarte a trabajar unos años y después intentar buscar una esposa? ¿Y si te enamoras sin haberlo planeado?
–Si ocurre, que ocurra, pero no lo busco.
–Pues buena suerte, a veces uno se lleva sorpresas en la vida.
Él frunció el ceño.
–¿Tú quieres casarte y tener hijos, después de todo lo que has pasado con tu madre?
Clem alzó la barbilla.
–Yo no soy mi madre. Mis prioridades son diferentes. Cuando me enamore de un hombre será para siempre. No cambiaré de uno a otro. Me comprometeré.
–¿Crees en los cuentos de hadas?
–Creo en el poder del amor.
Él la miró a los ojos con interés.
–¿Has estado enamorada alguna vez?
Clem se preguntó si no estaba en ello.
–No, pero eso no significa que no vaya a estarlo.
–¿Y sabrás diferenciar entre deseo y amor?
Ella se estremeció al oír la palabra deseo. Fue como si Alistair hubiese alargado la mano y la hubiese acariciado.
–Es muy fácil diferenciarlos. El deseo es egoísta y el amor, desinteresado.
Él sonrió de medio lado.
–¿Cuántas veces has deseado a un hombre?
«Solo una».
–No pienso hablar de mi vida sexual contigo.
–¿Acaso tienes vida sexual?
–Supongo que piensas que es poco probable que alguien se sienta atraído por mí, dado que no soy rubia y guapa, como mi madre.
–Eres mucho más atractiva que tu madre –respondió él–. O lo serías si no escondieses tu figura debajo de esa ropa tan ancha, y si sonrieses un poco más.
Clem resopló.
–Mira quién habla. Tú casi nunca sonríes. Lo más parecido a una sonrisa es una mueca, como la que estás poniendo ahora.
Él siguió con la mirada clavada a la suya.
–Dime algo divertido.
«Demasiado fácil».
–Te quiero.
Alistair echó la cabeza hacia atrás y rio. Y a Clem se le puso la piel de gallina al oírlo.
–Será mejor que te vayas a la cama si no quieres que cambie de opinión acerca de besarte.
–Como me pongas un dedo encima, te araño.
–¿Con qué? –bromeó él–. ¿Con esas uñas?
Clem cerró los puños.
–Inténtalo y verás.
«Inténtalo. Inténtalo. Inténtalo», se repitió Clem en silencio. No podía desearlo más.
Él se acercó lo suficiente para que Clem viese el deseo en sus ojos. No la tocó, pero ella se sintió como si lo hubiese hecho.
Alistair no la besó en aquella ocasión. La dejó esperando. Y fue ella la que terminó de acercarse y lo besó, la que empujó con la lengua para separar sus labios y encontrar la de él. Alistair se excitó y apretó la erección contra su vientre, encendiéndola todavía más. Su barba le arañó la piel, pero a Clem no le importó. Le hizo sentirse todavía más femenina y deseada.
Alistair tomó las riendas del beso.
–Te deseo tanto –susurró contra sus labios.
Clem gimoteó. No fue capaz de más en aquel momento. Ni siquiera podía pensar. Deseaba a aquel hombre como no había deseado a ningún otro. Y no se imaginaba poder desear a nadie más. Lo agarró por la solapa de la camisa y le mordió los labios, se los acarició con la lengua y se tragó su profundo gemido de placer.
De repente, Alistair se apartó.
–Espera. Es mejor que no nos precipitemos, que no hagamos algo que después vayamos a lamentar.
Clem no quería esperar. Lo deseaba en ese momento. Quería sentir. Sentirse bella, deseada e irresistible.
–¿Soy demasiado poco para ti, verdad? –le preguntó, no pudo evitarlo.
Él le acarició la mejilla.
–Vamos a tener que hacer algo con tu autoestima. ¿Nunca has tenido relaciones con hombres que fuesen positivos?
Clem clavó la vista en la apertura de su camisa.
–Me resulta difícil... intimar. No puedo evitar pensar que cuando un hombre mira mi cuerpo, ve todos sus defectos. Hay que ser realista. Nunca voy a estar delgada.
Él la agarró de los hombros y la sacudió suavemente.
–Deberías estar orgullosa de tus curvas. No te disculpes por tenerlas.
«Eso es muy fácil de decir, con ese cuerpo», pensó Clem, poniendo más distancia entre ambos. Estaba a punto de lanzarse a sus brazos y rogarle que le hiciese el amor.
–No me habría acostado contigo. Solo estaba tanteando el terreno.
–Pues ten cuidado, no te metas en terreno pantanoso.
Clem se acercó al bar. No solía beber, pero en esos momentos necesitaba una copa. Se sirvió un poco de whisky y sintió que le ardía la garganta al tomarlo. Él siguió donde estaba, observándola.
–Voy a salir otro rato –dijo entonces–. No me esperes despierta.
Clem se giró.
–¿Adónde vas esta vez?
–Quiero ver cómo es el lugar en el que se están alojando Harriet y Jamie.
–¿Quieres que te acompañe? –le preguntó.
–No, quédate aquí y descansa. Pareces agotada.
«No estoy agotada, estoy a cien. Por ti».
–Tal vez a Harriet no le guste que vayas a verla mientras Jamie está trabajando.
–No voy a molestarla. Solo voy a pasar por allí.
Clem no pudo evitar pensar que Harriet tenía mucha suerte de tener a alguien como Alistair cuidándola.
–¿Alistair?
Él se giró junto a la puerta y la miró.
–¿Sí?
–Es estupendo que te preocupes tanto por Harriet. Espero que algún día te lo sepa agradecer.
Él esbozó una sonrisa.
–No tengo mucha práctica con chicas adolescentes, pero gracias de todos modos.
En cuanto Alistair se marchó, Clem volvió a meterse en la cama, pero le fue imposible dormir.
Pensó que siempre había considerado a Alistair un enemigo, pero se dio cuenta de que estaba conociendo otra faceta de él, la parte más tierna y comprensiva.
Además, no recordaba a nadie que la hubiese tratado tan bien como la estaba tratando él. El modo en que la miraba... la manera en que se oscurecían sus pupilas, cómo clavaba la vista en sus labios como si no pudiese evitarlo. Y la manera de tocarla... Había hecho que su cuerpo experimentase sensaciones que no había esperado sentir jamás, que no se imaginaba sintiendo con nadie más.
Clem nunca se había considerado una mujer apasionada. Esa había sido su madre, no ella. Y el encuentro que había tenido con dieciséis años la había dejado avergonzada e insatisfecha. Después había tenido dos más que aunque habían sido menos bochornosos, tampoco habían sido satisfactorios.
Pero los besos de Alistair no le habían hecho sentir nada parecido a vergüenza.
Se preguntó si volvería a tocarla, si sería su falta de experiencia lo que lo echaba para atrás y por eso había puesto la excusa de tener que ir a ver cómo era el lugar en el que estaban alojados Harriet y Jamie. O tal vez tuviese miedo a no controlarse con ella. Aquella era una experiencia nueva para Clem, que hubiese un hombre que la deseaba tanto que no podía controlarse.
Clem quería que Alistair la acariciase. No podía desearlo más.
«¿Entonces, por qué lo has apartado?».
Porque había tenido miedo a no estar a la altura de las chicas con las que Alistair solía estar. Ella era diferente. Se preguntó si podrían tener una aventura solo el tiempo que estuviesen en Mónaco. ¿Qué tenía aquello de malo? Muchas chicas de su edad lo hacían. Y ella también podía. Le vendría bien tener un poco de experiencia antes de encontrar al hombre de su vida.
Clem se tumbó de lado para mirar hacia donde estaba la puerta de la habitación de Alistair. Entonces, antes de que le diese tiempo a pensárselo mejor, se destapó y se quitó el albornoz. No se sintió lo suficientemente segura como para deshacerse del camisón también. Abrió la puerta y fue hasta su cama, se metió en ella y esperó.
Alistair supo que no iba a cambiar nada por mucho que caminase por toda la ciudad. No podía desear más a Clem. Quería demostrarle lo bueno que podía llegar a ser el sexo entre dos adultos que lo deseasen. Dos iguales. Si alguien le hubiese dicho diez años antes que estaría loco por Clementine Scott, se habría revolcado por el suelo de la risa.
O tal vez no.
Quizás se hubiese dado cuenta, ya entonces, de que detrás de aquella imagen brusca y amenazadora había una chica sensible que escondía su belleza natural debajo de una ropa fea y una dieta muy mala. Con una madre como la de Clem era normal que esta hubiese tenido problemas de autoestima. Brandi Scott era muy llamativa, aunque descarada e insolente. Era el tipo de mujer con el que fantaseaban muchos hombres, entre ellos, su padre.
Pero a Alistair no le gustaban las mujeres así. Le gustaba la belleza sutil, la belleza que le iba calando a uno poco a poco, con una mirada, una sonrisa o el movimiento de un cuerpo que no pretendía llamar la atención. Clem lo excitaba, pero tendría que controlarse porque no era de las que tenían relaciones breves y él no tenía planes de comprometerse por el momento. Conseguiría sobrevivir a los siguientes días utilizando toda su disciplina. Se aseguraría de que Harriet estaba bien, hablaría con ella para que le prometiese que iría al internado cuando empezase el curso y después volvería a su vida normal y al trabajo. Todo se solucionaría.
Todo, no.
Alistair volvió al hotel. No. No podía tener nada con Clem, no era la persona adecuada para ella.
Pero tenía que admitir que Clem era diferente a las demás mujeres que había conocido. Él nunca les había hablado de su hermano como a Clem. Y no era porque se hubiese olvidado de Ollie.
Jamás se olvidaría de su hermano pequeño y de lo mucho que este había sufrido. Aunque su padre hubiese retirado todas las fotografías en cuanto se habían llevado a su madre al hospital. Aunque su padre hubiese vendido mucho tiempo atrás la casa y todos los recuerdos que esta contenía. Jamás podrían borrar el recuerdo de Ollie. Alistair no sabía si su padre había conservado las fotos o si se había deshecho de ellas y de todos los recuerdos de la vida que había compartido con su madre. Era su manera de lidiar con cosas con las que no quería lidiar, quitándolas del medio, poniéndolas en un lugar en el que no pudiese verlas.
«Como tú», le advirtió la voz de su consciencia.
Casi podía evitarlo. Casi. Pero se estaba acercando a una edad en la que la mayoría de sus amigos y conocidos tenían pareja y empezaban a echar raíces, a comprometerse.
Alistair nunca se había enamorado. Intentaba no implicarse con nadie. El amor era algo demasiado complicado.
Nada más llegar a la suite se sirvió una bebida fresca y se quedó mirando por la ventana. No supo cuánto tiempo llevaba allí cuando se dio cuenta de que lo estaban observando. No había oído ningún ruido, pero le picaba la nuca y se le había acelerado el pulso. Se giró y vio a Clem allí, vestida con un amplio camisón de color beis.
–¿Estás bien? –le preguntó él con voz ronca.
Se aclaró la garganta y añadió:
–¿No puedes dormir?
Ella se acercó más sin hacer ningún ruido, descalza.
–He cambiado de opinión –anunció con voz tan ronca como la de él, tal vez más.
–¿Acerca de qué?
Clem tragó saliva.
–De nosotros.
–¿De nosotros?
Clem se estaba agarrando las manos delante del cuerpo, como si quisiera evitar acercarse más, y Alistair estaba deseando abrazarla.
–Yo no tengo mucha experiencia, pero tú, sí –le dijo–. Solo vamos a estar aquí unos días. Nadie tiene por qué enterarse en casa... Podríamos tener una aventura y olvidarnos de ella después.
Alistair frunció el ceño.
–Pero si pensé que tú...
–Tengo veintiséis años –continuó Clem–. Nunca he tenido un orgasmo, salvo conmigo misma. Estoy cansada de ser una rara que nunca tiene citas de verdad. He pensado que si consigo algo más de experiencia después podré reconocer a la persona adecuada cuando esta llegue. No seré tan torpe ni me sentiré tan incómoda cuando esté con un hombre.
–¿Quieres que yo...?
Ella se ruborizó.
–Aunque si no quieres, no pasa nada. Sé que no soy tu tipo. Es probable que no sea el tipo de nadie.
Él se acercó y la agarró de los brazos con suavidad.
–Eres la mujer más atractiva que he conocido en mucho tiempo. De verdad, Clem. Me gustas tanto que no puedo mantener las distancias contigo.
–¿De verdad?
Alistair la apretó contra su cuerpo para que sintiese el efecto que tenía en él.
–¿Necesitas más confirmación que esta? Te deseo, pero antes de que vayamos más allá, tenemos que ser claros con las reglas del juego.
–Yo no te pido nada más que una aventura.
Él intentó descifrar su expresión, ver si le decía la verdad. No quería hacerle daño.
–¿Por qué yo? ¿Por qué no cualquier otro tipo?
–Porque no voy a enamorarme de ti.
Aquello fue un golpe para el ego de Alistair, pero se dijo que era normal, que a ningún hombre le gustaba oír que no le iban a querer.
–Supongo que es una explicación razonable.
–Por supuesto. Y tú tampoco vas a enamorarte de mí. ¿Te imaginas teniendo a mi madre como suegra?
Pudo imaginárselo y no le gustó la idea, pero se dijo que cuando se enamorase lo haría de la persona en sí, no de su familia. Tomó un rizo de su melena y se lo metió detrás de la oreja.
–Vamos a dejar a nuestros padres fuera de esto. Aquí solo estamos tú y yo.
Clem se apoyó en él como un gato que buscase cariño, apretando los pechos y las caderas contra su cuerpo. Alistair le levantó la barbilla para darle un beso suave, casi sin tocarle los labios, y ella respondió devorándole la boca, abrazándolo por el cuello y entrelazando la lengua con la suya. Alistair debió retroceder en ese momento, pero la deseaba tanto que no pudo.
La tomó en brazos y a pesar de que Clem protestó diciendo que pesaba demasiado y que la dejase ir andando, no le hizo caso. La dejó en la enorme cama de su habitación y se tumbó a su lado para abrazarla.
–Todavía puedes cambiar de opinión.
A Clem le brillaban los ojos de deseo, emoción y cierto nerviosismo, y a Alistair le encantó verla así.
–No he cambiado de opinión. Quiero que me hagas el amor. Lo deseo más que nada en el mundo.
«Yo también». Alistair no dijo aquello en voz alta. No hizo falta. Su cuerpo ya lo decía todo.