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La batalla toma forma

Los combustibles fósiles construyeron el mundo moderno. Todos vivimos una realidad que han escrito el carbón, el petróleo y el extractivismo. Incluso en los países que no tienen mucha industria pesada, la economía industrial afecta al aire que respiramos y al clima que nos rodea. Los teléfonos, los coches y otros bienes que compramos son productos de esa economía basada en los combustibles fósiles.

Dentro de la historia de los combustibles fósiles y del extractivismo, hay gente que ha peleado para repartir los beneficios de forma más equitativa. Se han ganado algunas victorias a favor de los pobres y de la clase trabajadora, a pesar de que muchas de las luchas no se enfrentaban a la idea básica del extractivismo en sí. Pero en los años ochenta, a medida que crecía la dependencia en los combustibles fósiles, la gente empezó a desafiar justo esa idea.

Se produjo un choque fatídico. Por un lado, estaban los que escuchaban las advertencias, que añadían nuevas preocupaciones relacionadas con el cambio climático. Por otro lado, estaban los que las ignoraban, los que gritaban más para ahogarlas o tergiversaban la información para esconder la verdad. Ese choque de valores y de ideas no podría haber llegado en peor momento.

EL ORIGEN DE UN MOVIMIENTO

El movimiento a menudo llamado «ecologismo» es una red de muchos grupos que quieren proteger el mundo y sus recursos para que la actividad humana no los devore. Estas ideas no son nuevas, pero el movimiento alcanzó la madurez como fenómeno mediático en el siglo XX. ¿Cuestionó la visión extractivista de la naturaleza como fuente inacabable de recursos y de riqueza? No exactamente.

La historia temprana de la ecología, especialmente en Norteamérica, tuvo poco que ver con la clase trabajadora ordinaria, y aún menos con los pobres. Empezó como un movimiento llamado «conservacionismo» a finales del siglo XIX y principios del XX.

El conservacionismo estaba formado sobre todo por hombres privilegiados y adinerados a los que les gustaba pescar, cazar, acampar e ir de excursión. Aunque eran conscientes de que la rápida expansión de la industria amenazaba la naturaleza virgen que tanto querían, muchos de ellos no se preguntaban si era algo bueno o se debía controlar. Solo querían asegurarse de tener algunos lugares espectaculares reservados para ellos, para poder disfrutarlos. A su movimiento no le preocupaba el hecho de que la industria y el desarrollo dañaran otros sitios.

Los primeros conservacionistas no conseguían su objetivo mediante protestas públicas y ruidosas. Eso habría sido impropio de un movimiento ligado a las clases altas. No, ellos persuadían sin armar jaleo a otros hombres como ellos de que salvaran los lugares que les gustaban convirtiéndolos en parques nacionales o estatales, en un parque natural familiar privado o en un coto de caza. A menudo, eso significaba que los nativos perdían su derecho a cazar y a pescar en esos terrenos. Hay una cruel ironía en todo eso porque, tal como hemos visto, los indígenas de lo que ahora se llama Norteamérica eran los ecologistas originales del continente.

Algunos de los primeros pensadores ecologistas de Estados Unidos argumentaban que no solo se debían proteger partes aisladas del paisaje. Estaban influenciados por las creencias asiáticas de que la vida está interconectada, o por los sistemas de creencia de los nativos americanos, que ven a todos los seres vivos como nuestros familiares. A mediados del siglo XIX, Henry David Thoreau, de Nueva Inglaterra, escribió: «La tierra que piso no es una masa muerta e inerte. Es un cuerpo, tiene espíritu, es orgánica...». Era justo lo opuesto a la imagen de Francis Bacon de la Tierra como una máquina inanimada cuyos misterios podía dominar y saquear la mente humana.

Casi un siglo después, otro estadounidense, Aldo Leopold, tuvo unas ideas similares a las de Thoreau y se convirtió en una parte clave de la segunda ola de la ecología. En su libro Un año en Sand County, pedía que se mirara el mundo natural de un modo que «amplíe los límites de la comunidad para incluir suelos, aguas, plantas y animales». Eso haría que el papel de los humanos cambiara de «conquistador de la comunidad de la tierra a simple miembro y ciudadano de ella».

Los escritos de Leopold tuvieron una gran influencia en el pensamiento ecologista, pero, al igual que las ideas de Thoreau, no frenaron el progreso galopante de la industrialización. No estaban ligados a un gran movimiento que apoyara la mayoría de la población. La visión predominante del mundo siguió siendo la que consideraba a los humanos como un ejército conquistador que ponía bajo control el mundo natural.

Un nuevo e importante desafío a esa visión apareció en 1962. Fue cuando Rachel Carson, una científica y escritora, publicó Primavera silenciosa. El libro detallaba el uso de productos químicos como el DDT para matar insectos. Mostraba el daño que dichos pesticidas causaban a las aves y demás seres vivos.

El libro de Carson rebosaba de ira hacia la industria química que los rociaba desde el aire mediante aviones para aniquilar los insectos, un proceso irreflexivo que ponía en peligro a los animales y la vida humana. Se centraba en el DDT, pero sabía que el problema no era un producto químico en concreto, sino una forma de pensar basada en el «control de la naturaleza». Su libro inspiró a una nueva generación de ecologistas a verse a sí mismos como una parte del frágil ecosistema planetario, que era una red de vida interconectada que no lograríamos controlar sin que se derrumbara.

Debido en parte a la gran influencia de Primavera silenciosa, esta vez más gente empezó a cuestionarse nuestra manera de tratar el mundo natural, y también el precepto básico del extractivismo de que la naturaleza siempre tendría algo para nosotros. En Norteamérica, nació un nuevo tipo de organización ecológica. Sus activistas, a diferencia de los conservacionistas caballerosos del pasado, sí que batallaban en público y en los tribunales.

LA EDAD DE ORO DEL DERECHO AMBIENTAL

Uno de los grupos nuevos que surgieron en los años posteriores a Primavera silenciosa fue el Fondo para la Defensa del Medio Ambiente (EDF). Un grupo de científicos y abogados peleones fundaron la organización en 1967. Oyeron la advertencia de Rachel Carson y actuaron. El EDF presentó la demanda original que llevó a Estados Unidos a prohibir el DDT. Como consecuencia, muchas especies de pájaros se recuperaron. Una de ellas fue el águila calva, el ave nacional del país.

Los políticos de ambos partidos, cuando vieron pruebas claras de un problema serio que afectaba a todo el mundo, se preguntaron a sí mismos: «¿Qué podemos hacer para detenerlo?». A eso le siguió una ola de victorias medioambientales.

La pionera fue la Ley Federal de Control de la Contaminación del Agua de 1948. La siguió la Ley del Aire Limpio de 1963. Entonces vino la Ley de Áreas Salvajes de 1964, la Ley de Calidad del Agua de 1965, la Ley de Calidad del Aire de 1967 y la Ley de Ríos Salvajes y Paisajísticos de 1968. Dichas legislaciones eran hitos porque establecían el principio de que el Gobierno tenía tanto el derecho como la responsabilidad de regular cómo todo el país interactuaba con el medio ambiente. Hoy en día, tales victorias parecen casi imposibles, ya que las corporaciones y los políticos se agrupan para ir en contra de cualquier regulación o control gubernamental.

Las leyes medioambientales también reflejan que el movimiento ecologista tenía varios objetivos. Las limitaciones de los tipos y las cantidades de residuos y de emisiones que podían llegar al aire y al agua, por ejemplo, en gran medida estaban dirigidas a proteger la salud humana. Por el contrario, las leyes de áreas salvajes y de ríos estaban dirigidas a preservar partes del mundo natural. Durante la década de los setenta, se aprobaron 33 leyes federales de ese tipo.

Entonces, en 1980, la Ley Superfondo solicitó que las fábricas contribuyeran un poco a limpiar zonas industriales que estaban peligrosamente llenas de sustancias tóxicas contaminantes, es decir, de la amplia gama de productos químicos que contaminan la tierra, el agua, el aire y los seres vivos. Esta ley estableció el principio de «quien contamina, paga», que es fundamental en la justicia climática.

Esas victorias se extendieron hasta Canadá, que tuvo su propia oleada de activismo ambiental. Al otro lado del océano Atlántico, la Comunidad Europea declaró en 1972 que la protección medioambiental era de una prioridad absoluta. A lo largo de las décadas siguientes, Europa fue líder en derecho ambiental. Los años setenta también trajeron hitos internacionales, en los que se incluyó un acuerdo para prohibir el comercio de especies en peligro de extinción, como aves raras, o los productos hechos con dichas especies, como los cuernos de rinoceronte.

El derecho ambiental tardó una década más en imponerse en muchas partes pobres del mundo. Mientras tanto, allí se defendía directamente el mundo natural. Las mujeres de África y de la India dirigieron campañas creativas en contra de la deforestación. Los ciudadanos de Brasil, Colombia y México organizaron una resistencia a gran escala para hacer frente a las centrales nucleares, a las presas y a otras industrializaciones. A continuación, en esos países se desarrollaron unas leyes ambientales más estrictas.

Esa edad de oro del derecho ambiental se basaba en dos ideas muy simples. Primero, prohibir, o limitar de forma severa, el material o la actividad que crea el problema. Segundo, siempre que sea posible, hacer que los que contaminan paguen para limpiar su porquería. Debido a que gran parte del público apoyaba tales acciones, el movimiento ecologista enlazó su mayor sucesión de victorias. Pero el éxito implicó grandes cambios en el movimiento.

Para muchos grupos, el trabajo del ecologismo cambió. Como se aprobaron leyes que permitían que se demandara a aquellos que contaminaban, los ecologistas pasaron a centrarse en llevar a cabo acciones legales en lugar de organizar protestas y charlas. Lo que antes se había considerado una turba de hippies se convirtió en un movimiento de abogados y de grupos de presión que pasaban el tiempo reuniéndose con políticos, volando de una cumbre de las Naciones Unidas a otra y haciendo tratos con empresas. Muchos ecologistas se vanagloriaban de tener información privilegiada y de poder hacer chanchullos con los jefes de las corporaciones.

En los años ochenta, esa cultura empresarial provocó un cambio. Algunos grupos, incluido el EDF, tomaron una nueva posición en relación con los negocios y las empresas. Según ellos, el «nuevo ecologismo» no debía prohibir las actividades dañinas. Debía colaborar con aquellos que contaminaban. Así, los ecologistas podrían persuadir a las corporaciones de que cambiaran su forma de hacer las cosas mediante medidas voluntarias. Convencerían a los grandes contaminadores de que podían ahorrar dinero y desarrollar nuevos productos al hacerlo de forma ecológica, es decir, haciendo que sus negocios fueran más respetuosos con el medio ambiente. Ese enfoque reflejaba el pensamiento proempresa del Gobierno de Ronald Reagan, que fue presidente de Estados Unidos de 1981 a 1989. Sostenía que es mejor llegar a soluciones privadas motivadas por las ganancias y por las fuerzas del mercado que el hecho de que el Gobierno establezca normas.

El movimiento ecologista predominante se había convertido en el de los gigantes verdes. Ahora funcionaba con unos principios diferentes a los de los años sesenta y setenta. Los nuevos principios eran:

Aun así, no todos los grupos ecologistas simpatizaban con las empresas. Los más pequeños y de base, así como algunos de los grandes, seguían concentrados en la acción directa contra el impacto ambiental. Continuaron organizando protestas y presentando demandas. Animaban a los consumidores a boicotear los productos que fabricaban las empresas contaminantes.

Por suerte, en aquel momento, el público en general estaba más familiarizado con el ecologismo que la generación anterior. Desde 1970, Estados Unidos y muchos otros países celebraban el Día de la Tierra cada mes de abril como «un día para el medio ambiente». Los estudiantes crecieron participando en proyectos para el Día de la Tierra, como recoger basura de los parques o aprender sobre los humedales. Las palabras «medio ambiente» y «ecología» aparecían en más y más conversaciones, clases y artículos de prensa. Parecía que cada semana emergían movimientos para salvar las ballenas, los pandas o la selva.

Así que cuando las palabras «calentamiento global» y «cambio climático» surgieron a finales de los años ochenta, mucha gente ya estaba acostumbrada a pensar sobre los problemas medioambientales. Pero nunca se habían enfrentado a algo como la inminente crisis climática, momento en que la deriva del movimiento ecologista hacia soluciones orientadas a los negocios se quedó drásticamente corta.

Aldo Leopold y Rachel Carson inspiraron a gran cantidad de ecologistas a través de los superventas que escribieron. Algunos de los jóvenes activistas actuales ya han escrito libros, pero también confían en las manifestaciones, los clubs, las redes sociales e internet para difundir sus mensajes e inspirar a la gente.

Jackson Hinkle, de San Clemente, California, actuaba contra los residuos de plástico cuando tenía diecisiete años. Era surfista, así que conocía de primera mano el problema de la contaminación en el mar. Descubrió que las empresas que venden agua embotellada están vaciando las fuentes locales de todo el mundo. También que las botellas de plástico pueden suponer un riesgo para la salud, y un problema de residuos.

Hinkle organizó una manifestación en su condado de California en contra del oleoducto Dakota Access, que amenazaba la fuente de agua de la reserva Standing Rock de los siux en Dakota del Norte. En el próximo capítulo, descubriremos más sobre la historia de Standing Rock y las protestas contra el oleoducto. Hinkle también fundó un club que luchaba contra los residuos plásticos y que animaba a la gente a usar botellas sostenibles y reutilizables de acero inoxidable.

Celeste Tinajero, de Reno, Nevada, también se unió a un club ecologista. En el instituto, formó parte de los Eco Warriors cuando se lo sugirió su hermano mayor. Ambos quedaron en primer lugar en un concurso patrocinado por GREENevada. Hicieron que su instituto fuera más sostenible al usar la subvención de 12.000 dólares para renovar los baños, que perdían agua debido a que los lavabos y los inodoros estaban anticuados y también generaban un despilfarro de papel. Al año siguiente, quedaron en segundo lugar en el mismo concurso. Esta vez, usaron la subvención para promover las botellas de agua reusables entre los estudiantes. Tinajero pasó a trabajar para una organización local sin ánimo de lucro, donde diseñaba programas educativos sobre vida sostenible y reducción de residuos.

A Delaney Anne Reynolds, de Miami, Florida, escribir un libro sobre el mundo natural —junto con el resto de su clase de tercero— la llevó a trabajar desde muy pequeña por el medio ambiente. En secundaria, ayudó a construir un sistema de energía solar para su instituto. Los viajes familiares despertaron su interés por el mar. Empezó a investigar sobre la biología marina, y eso la llevó a preocuparse por el calentamiento global y sus efectos sobre el océano, incluido el aumento del nivel de los mares.

Desde entonces, Reynolds se ha reunido con políticos, con empresas locales y con científicos climáticos para obtener información y hablar sobre posibles soluciones. A los diecisiete años, había escrito varios libros infantiles sobre el medio ambiente. También había dado charlas TEDxYouth que se pueden ver en internet y había fundado el proyecto Sink or Swim (algo así como «hundirse o salir a flote»), con el que pide acciones educativas y políticas para evitar que Miami se hunda bajo las aguas del cambio climático.

«Necesito vuestra ayuda —dice Reynolds en sus charlas—. Necesito que os involucréis, que habléis alto y claro, porque ha llegado el momento de que nuestra generación resuelva este problema, de que cambiemos las viejas costumbres y nos deshagamos de los combustibles fósiles, de que dejemos las ideas políticas a un lado e inventemos nuevas tecnologías. Ha llegado el momento de que nuestra generación decida si queremos que nuestro planeta se hunda o salga a flote.»

Estos jóvenes activistas climáticos, y muchos más como ellos, han compartido sus mensajes de maneras muy diferentes, desde manifestaciones y concursos hasta libros y páginas web. Sus logros demuestran que lo que empieza como un proyecto de la escuela o un pasatiempo puede convertirse en una cruzada —o incluso en una carrera— que puede tener tanto impacto como el de los activistas que los precedieron.

NO ESTABA EN LA NATURALEZA HUMANA

En 1988, la revista Time no nombró a nadie persona del año. El honor se lo llevó el «Planeta del año: la Tierra en peligro de extinción». En la portada de la revista se veía un globo terráqueo atado con una cuerda. De fondo, había una puesta de sol en un cielo rojo como la sangre.

«Ningún individuo, suceso o movimiento ha captado la atención o dominado tanto los titulares como este montón de roca, tierra, agua y aire que es nuestro hogar común»; esa era la explicación de la decisión de Time.

Treinta años después, un periodista llamado Nathaniel Rich rememoró ese momento en un artículo sobre la crisis climática para el New York Times. En 1988, parecía que el mundo entendía de verdad que nuestra contaminación estaba sobrecalentando el planeta de forma peligrosa. Los gobiernos se dirigían hacia un firme acuerdo mundial, basado en la ciencia, para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y desviar los peores efectos del cambio climático. Durante la década de los ochenta, la ciencia básica sobre el cambio climático se entendía y se aceptaba.

El año 1988 fue un punto crucial. El director del Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA, James Hansen, habló ante el Congreso de Estados Unidos. Dijo que estaba «seguro al 99 por ciento» de que había «una tendencia real de calentamiento» vinculada a la actividad humana. Esa afirmación se difundió por el mundo entero. Ahora todos sabían que los humanos estaban provocando que el planeta se calentara.

Entonces, los partidos políticos aún no se habían dividido en bandos totalmente opuestos. De verdad parecía que el escenario estuviera preparado para que mandatarios de todo el mundo se unieran y salvaran lo que Time había llamado nuestra «Tierra en peligro de extinción». De hecho, en 1988, cientos de científicos y de consejeros políticos se reunieron en Toronto, Canadá. En las históricas Conferencias Mundiales sobre el Cambio Atmosférico, hablaron por primera vez sobre objetivos para reducir las emisiones. Hacia finales de 1988, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) —la fuente de referencia de la información científica sobre la amenaza climática— llevó a cabo su primera sesión.

Cuando miro las noticias climáticas de 1988, veo que realmente parecía que teníamos un gran cambio a nuestro alcance. Ahora, sin embargo, ese año me parece un punto crucial porque, por desgracia, el momento se nos escapó de las manos. Estados Unidos abandonó los acuerdos climáticos internacionales que habían ayudado a negociar. El resto del mundo se conformó con normas que no tenían sanciones reales si los países no las cumplían. Como era de esperar, no lo hicieron.

¿Qué pasó con la urgencia y la determinación que tanta gente había sentido respecto al cambio climático a finales de los ochenta? Rich, en su artículo de 2018 en el New York Times, propuso una teoría: «Teníamos toda la información necesaria, y nada se interponía en nuestro camino. O sea, nada, excepto nosotros mismos». Los seres humanos, escribió «son incapaces de sacrificar las comodidades presentes para prevenir un castigo que se impondrá a las generaciones futuras».

En otras palabras, los que hoy en día están a gusto, no desean cambiar su modo de vida, a pesar de que en el futuro todo el mundo acabe perjudicado. Rich dijo que estamos programados para «expulsar de nuestra cabeza las cosas a largo plazo, como si escupiéramos veneno».

La «naturaleza humana» es así, y eso explica por qué los gobiernos han fracasado tan estrepitosamente en la tarea de actuar con intensidad y de forma significativa contra el cambio climático. Indica que dejamos escapar nuestra mejor oportunidad para enfrentarnos al cambio climático porque los efectos nocivos eran futuros y no parecían tan urgentes como nuestra necesidad de continuar con nuestro modo de vida. Esa explicación dice que, incluso cuando nuestra supervivencia está en juego, no sabemos lidiar con problemas grandes y complicados que requieren que trabajemos todos juntos.

Pero la «naturaleza humana» no tiene la culpa. En 1988, no todo el mundo tiraba la toalla y decía: «Bueno, no podemos hacer nada». En los países en vías de desarrollo, había políticos que reclamaban que hubiera una acción legalmente vinculante. Lo mismo solicitaban los pueblos indígenas.

En 1988, todo apuntaba a un verdadero progreso en contra del cambio climático. Entonces ¿qué es lo que salió mal? Si la culpa no es de la naturaleza humana, ¿de quién es?

Pues de un mal momento histórico estrepitoso.

Justo cuando los gobiernos se ponían a limitar los combustibles fósiles, otra revolución mundial se puso en marcha y reorganizó las economías y las sociedades. Surgió de los principios que has leído en el capítulo 3, los que habían contribuido a debilitar los preparativos de Nueva Orleans para combatir un huracán. En general, los gobiernos y las sociedades que adoptan dichos principios están en contra de establecer normas que limiten o controlen lo que las empresas pueden hacer. Ven el «mercado libre» —el hecho de comprar y de vender bienes y servicios— como la solución a la mayoría de los problemas. Una idea relacionada es que todo el mundo debería adoptar un modo de vida basado en el consumo inmediato, como la comida rápida, la moda rápida, la electrónica y los coches privados, en vez de usar el transporte público y las bicicletas. Aunque sepamos que ese modo de vida genera muchos residuos, creemos que es bueno porque aporta beneficios y crecimiento económico.

Tales puntos de vista acabaron reformulando todas las grandes economías del planeta. Chocaron con la ciencia climática, que nos decía que algunas industrias no reguladas estaban calentando el planeta. Chocaron con la idea de que los gobiernos deberían regular esas industrias y empresas por el bien común. También chocaron con la idea de que todos debemos encontrar modos de vida menos derrochadores.

Para hacer frente al desafío climático, los gobiernos tendrían que haber establecido normas severas destinadas a los que contaminaban para reducir el flujo de gases de efecto invernadero. Tendrían que haber invertido en programas a gran escala para ayudarnos a todos a cambiar la manera en que vivimos, habitamos en ciudades y nos desplazamos. Pero eso habría supuesto luchar cara a cara con las ideas económicas que se habían hecho tan fuertes. Mientras tanto, los países firmaban acuerdos comerciales que hacían que las acciones sensibles con el cambio climático —como favorecer la industria ecológica local o rechazar oleoductos y otros proyectos contaminantes— fueran ilegales según el derecho internacional porque interferían en el negocio. Nuestro planeta era víctima de un mal momento. Justo cuando James Hansen ofreció al mundo una clara evidencia del cambio climático, las corporaciones se habían hecho tan poderosas que los gobiernos se negaron a hacer lo que fuera necesario para detener el calentamiento.

En poco tiempo, en la batalla contra el cambio climático, los científicos y los activistas tuvieron que luchar contra más cosas aparte de los intereses comerciales. Pronto se enfrentaron a gente que aseguraba que el problema ni siquiera existía. La negación del cambio climático. A pesar de toda la evidencia científica, algunas personas rechazan creer que el cambio climático sea real.

NEGACIONISTAS Y MENTIROSOS

Cuando el cambio climático empezó a ser noticia, los comités de expertos corporativos que habían promovido la cruzada a favor de los mercados libres y desregulados vieron la nueva información como una amenaza a sus ideas y a sus proyectos. Si era verdad que los negocios habituales, basados en quemar combustibles fósiles, nos llevaban a puntos de inflexión climáticos que amenazaban la civilización, esa cruzada tendría que detenerse en seco. Las ideas que había tras los mercados libres y desregulados perderían su poder.

Nuestra economía mundial tendría que dejar de depender de los combustibles fósiles. Deberían prohibirse las actividades contaminantes y sancionarse las violaciones con grandes multas. Los gobiernos deberían financiar nuevos programas que se crearían en todo el mundo para reformar la industria, la vivienda y el transporte. Se debería invertir en proyectos de energía verde, como por ejemplo en centrales eólicas y en trenes eléctricos, en vez de en beneficios como la reducción de impuestos para las empresas de combustibles fósiles. Las propiedades y los servicios que antes habían sido de los gobiernos, pero que se habían vendido o alquilado a empresas privadas, como las de servicios públicos, ferrocarriles e imprentas, deberían volver a estar en manos públicas. Lo más amenazante para un sistema económico basado en el mercado es que todos nos cuestionásemos la idea de que un consumo infinito es bueno para nosotros y que puede mantenerse para siempre.

La mera idea del cambio climático ya aterrorizaba a algunos. Decían que era un complot para «convertir Estados Unidos en un país socialista» (mentira). Algunos incluso afirmaban que los que advertían sobre el cambio climático querían, en secreto, entregar el país a las Naciones Unidas (otra mentira).

Muchos comités de expertos corporativos no se tragaban esas ideas extremas, pero decidieron defender la noción que está en el centro de todo: el cambio climático no es real. O argumentaban que, si el calentamiento global es real, es un proceso natural que no tiene nada que ver con la actividad humana. Promovieron ese mensaje desatando un diluvio de libros, artículos y «recursos de enseñanza» gratuitos para las escuelas.

En algunas de esas publicaciones se afirmaba que el cambio climático es un engaño. En otras se intentaban encontrar errores en la teoría. Decían que la evidencia del calentamiento global no era válida. A veces se centraban en el ejemplo de que los científicos cambian sus pronósticos cuando obtienen información nueva, como si eso quisiera decir que las previsiones climáticas no sirviesen para nada. Incluso simplemente señalaban una tormenta de nieve intensa y decían: «¿Lo veis? El calentamiento global es un engaño», e ignoraban el hecho de que, a pesar de llamarse así, puede hacer que las tormentas de nieve intensas sean aún más probables.

Algunos científicos han apoyado tales ideas, pero son una minoría muy pequeña. A partir de 2019, más del 97 por ciento de los científicos climáticos del mundo coinciden en que el cambio climático es real y en que los humanos lo están causando o empeorando de forma significativa.

Otras publicaciones proempresa que hablaban de cuestiones climáticas pretendían tomarse en serio tales preocupaciones, pero adoptaban un enfoque más suave y amigable para resolverlas. Tal vez te hayas encontrado con él en vídeos o en materiales que se dirigen directamente a las escuelas y a jóvenes como tú. ¿Te suena la visión de la ciencia y la industria juntas, abordando pacíficamente los problemas medioambientales? Sería fantástico que fuera posible, pero a menudo esas visiones solo implican cambios superficiales.

A veces, a esas soluciones falsas se las llama «ecopostureo». Un ejemplo sería la empresa eléctrica que gasta siete millones de dólares en repartir folletos con consejos para que las familias ahorren luz, pero que sigue obteniendo el 95 por ciento de su energía de la quema de combustibles fósiles. Eso no quiere decir que los consejos no sirvan, pero no bastan para solucionar problemas mayores.

Del mismo modo, a menudo el ecologismo no se enseña a los niños cómo las industrias y los sistemas económicos provocan el cambio climático, sino lo que las personas podemos hacer individualmente, como reciclar e ir en bici en vez de en coche. Tales acciones son importantes, y todos necesitamos poner de nuestra parte. Pero, a no ser que las combinemos con cambios mayores, realmente no desestabilizarán los negocios y, por tanto, no tendrán un impacto significativo en el cambio climático. Por esa razón, es buena idea comprobar siempre las fuentes de información. ¿Son creíbles? ¿Tienen una trayectoria honesta? Y, quizá lo más importante, ¿la fuente de información gana algo con lo que te cuenta?

¿QUIÉN LO SABÍA Y DESDE CUÁNDO?

Independientemente de lo que dijeran en público y de la propaganda que repartían, a puerta cerrada, los jefes de las empresas y los científicos que trabajaban en las compañías energéticas sabían la verdad. Los combustibles fósiles, las emisiones de gases de efecto invernadero y el cambio climático sí que estaban relacionados. Ahora sabemos que ocultaron la verdad y desinformaron a la gente. En 2015, una premiada organización de noticias llamada InsideClimate News publicó informes sobre lo que la industria energética sabía y desde cuándo.

InsideClimate News mostró que la empresa Exxon Corporation conocía la relación entre los combustibles fósiles y el cambio climático desde hacía décadas. Hoy en día, se llama ExxonMobil. Es la mayor compañía de gas y de petróleo del mundo. En 1977, un científico dijo a los ejecutivos de la empresa: «En general, la comunidad científica coincide en que lo más probable es que el ser humano esté influyendo en el clima mundial a través del dióxido de carbono que se libera al quemar combustibles fósiles». En otras palabras, el producto de la propia Exxon estaba calentando el planeta.

Un año después, el mismo científico escribió un informe más detallado para los los jefes de Exxon. En él advertía que pronto sería necesario cambiar la planificación y el uso energéticos.

Al principio, la empresa no negó el cambio climático. En cambio, Exxon impulsó un importante programa de investigación para entenderlo mejor. Los científicos que tenían en plantilla estudiaron los efectos de las emisiones de dióxido de carbono en la atmósfera y en el planeta. Exxon incluso equipó un petrolero con aparatos de medición para estudiar si los océanos se estaban calentando debido al aumento de gases de efecto invernadero.

Los científicos de Exxon también ayudaron a desarrollar nuevos programas informáticos para generar modelos de cambio climático. Parte de la investigación que la empresa hizo o pagó fue hasta publicada en revistas científicas a principios de los ochenta.

Pero dos cosas cambiaron la forma en que Exxon enfocaba el problema. Para empezar, a mediados de los ochenta, el precio del petróleo cayó en todo el mundo, y los beneficios de la compañía se redujeron. Despidieron a muchos empleados, incluidos los investigadores climáticos. En segundo lugar, en 1988, durante la declaración de James Hansen, el senador Tim Wirth, de Colorado, dijo: «El Congreso debe empezar a considerar cómo frenaremos o detendremos esa tendencia al calentamiento». La industria energética se alarmó. El comentario sugería que tal vez el Gobierno promulgaría nuevas normas que afectarían a los negocios más de lo que las empresas estarían dispuestas a aceptar.

De repente, Exxon, al igual que todas las demás grandes compañías energéticas, empezó a decir que la ciencia del cambio climático no era clara ni segura. Argumentaron que era ridículo tomar decisiones drásticas sin tener «más información». En 1997, el director ejecutivo de Exxon declaró: «Necesitamos entender mejor el asunto y, por suerte, tenemos tiempo. Es muy improbable que, a mediados del siglo que viene, la temperatura se vea afectada de forma significativa, tanto si las políticas se promulgan ahora o dentro de veinte años».

Pero sabían que eso era mentira. Un equipo científico de Mobil había escrito un informe en 1995 que se había compartido con las demás compañías energéticas. En él se decía: «La base científica del efecto invernadero y del impacto potencial de las emisiones humanas de gases de efecto invernadero como el CO2 en el clima está bien demostrada y no se puede negar».

Sin embargo, las compañías energéticas se esforzaron muchísimo en crear una nube de duda climática, por no decir que lo negaron de pleno. Su objetivo era evitar que los gobiernos establecieran límites más estrictos a las emisiones de gases de efecto invernadero o que en el futuro promulgaran nuevas normas sobre la extracción de petróleo, de gas natural y de carbón. Al mismo tiempo, esas empresas se esforzaban para dar una imagen pública de un ecologismo resplandeciente. Desde 1989 hasta 2019, las cinco mayores empresas de petróleo del mundo gastaron 3.600 millones en publicidad para presumir de sus esfuerzos para ayudar al medio ambiente. Exxon, por ejemplo, alardeó de que compraba energía solar y eólica en Texas. Lo que no dijo es que usaba dicha energía para perforar el suelo en busca de más petróleo. Las empresas petroleras, a pesar de su ecopostureo, siguieron anteponiendo los beneficios a las personas y al planeta.

¿Se puede hacer algo para frenar la poderosa industria de los combustibles fósiles? Una respuesta puede verse en lo que le pasó a la poderosa industria del tabaco en los años noventa. En aquel momento, la evidencia científica sobre el tabaco era muy clara: es muy dañino para la salud. Pero las pruebas demostraron que hacía mucho tiempo que la industria conocía los efectos nocivos del tabaco, como el cáncer de pulmón. Las tabacaleras lo habían ocultado porque querían que la gente siguiera fumando o empezara a fumar para no perder sus ingresos.

El Congreso investigó la industria del tabaco, lo que llevó a una regulación más estricta de su venta. También condujo a demandas contra las tabacaleras, que tuvieron que pagar grandes indemnizaciones.

¿Les pasará a los gigantes del petróleo lo mismo que a los del tabaco? Después de que unos periodistas de investigación destaparan unos documentos sobre cómo la industria del gas y del petróleo había ocultado lo que sabía sobre el cambio climático, en octubre de 2019 el Congreso dio un paso adelante para investigarlo. Un comité llevó a cabo una audiencia para examinar los esfuerzos que la industria petrolera había hecho para ocultar la verdad sobre el cambio climático. Una de los miembros del comité, la diputada Alexandria Ocasio-Cortez, cuestionó a un científico climático que había trabajado para Exxon en los años ochenta. Le preguntó sobre un memorando de 1982 que había salido a la luz. En él se predecía que, en el año 2019, las temperaturas del planeta serían 1 ºC más altas, cosa que ha pasado. «Éramos unos científicos excelentes», dijo él. Sabía que su predicción se había cumplido.

La investigación aún está en marcha, pero lo que está claro es que Exxon lo sabía, y no eran los únicos. Shell es una importante compañía energética internacional con sede en Holanda. En 2020, el director le dijo a un periodista: «Sí, lo sabía. Todo el mundo lo sabía. De algún modo, todos lo ignoramos».

Cuando los activistas se manifestaron con carteles de «Exxon lo sabía», el estado de Nueva York demandó a la empresa por haber dado a los inversores información falsa o engañosa sobre las consecuencias y los riesgos del cambio climático. A finales de 2019, Exxon salió victoriosa, pero las batallas legales de la industria energética justo acababan de empezar.

Exxon, BP, Chevron y otras empresas se enfrentan a decenas de demandas. Algunas las acusan de engañar. Otras de contribuir a las pérdidas que ciudades y países han sufrido a causa del cambio climático. Algunas demandas piden a las empresas que paguen parte de los costes para adaptarse al cambio climático, como construir rompeolas en poblaciones costeras que se ven amenazadas por las mareas ascendentes.

En otros países, la gente también está desafiando legalmente a la industria. En Holanda, por ejemplo, 17.000 ciudadanos presentaron una demanda contra Shell.

La cuestión de cuánto daño han hecho las compañías energéticas al esconder información, y qué precio deben pagar por ello, se discutirá durante años en tribunales de todo el mundo.

Mientras las demandas contra las grandes compañías energéticas se abren paso a través de los sistemas judiciales, los manifestantes no se quedan de brazos cruzados. Pasan a la acción directa para llamar la atención del público sobre el papel que los gigantes del petróleo tienen en la crisis climática.

En septiembre de 2019, los activistas de Greenpeace colgaron ondulantes pancartas de tela y se engancharon a sí mismos (con arneses de seguridad) en un puente de un canal de Houston, Texas. Las pancartas rojas, naranjas y amarillas representaban «el sol poniéndose en la era del petróleo», dijo la organización.

El canal forma parte de la mayor ruta naviera de petroleros. Un 12 por ciento del petróleo que se refina en Estados Unidos pasa por él. El bloqueo de los activistas cerró parcialmente el canal y evitó que los barcos pasaran por él durante dieciocho horas. Habían dejado clara su postura.

Pero Texas había aprobado una nueva ley que ilegalizaba protestar cerca de oleoductos, gasoductos o de cualquier otro elemento considerado importante para la industria del gas y del petróleo. Arrestaron a más de una decena de personas. Otros estados habían aprobado leyes similares para acallar a los manifestantes. Los legisladores suelen afirmar que lo hacen por el bien de los manifestantes, para evitar posibles peligros, como las fugas de combustible. Los activistas opinan que esas leyes demuestran que, para algunos gobiernos, los intereses comerciales pesan más que los derechos individuales y la salud del planeta.

Pero los jóvenes activistas no se arredran. En un partido de fútbol americano entre dos de las universidades más exclusivas de Estados Unidos, cientos de estudiantes y de exalumnos de Harvard y de Yale abandonaron las gradas para protestar contra las inversiones que sus centros hacían en combustibles fósiles. Se lanzaron al campo y atrasaron una hora el partido mientras cantaban: «¡Ea, ea, ea! ¡Combustibles fósiles fuera!».

Unos meses después, algunos estudiantes de Derecho de Harvard se manifestaron en un evento organizado por un bufete de abogados que había representado a Exxon. Con una pancarta en la que ponía «Abajo Exxon», los manifestantes animaron a los jóvenes abogados a que siguieran su ejemplo y se negaran a trabajar con cualquier empresa que hubiera aceptado dinero de las corporaciones contaminantes. Al igual que muchos otros activistas actuales, retransmitieron en directo su protesta por internet para asegurarse de que el mundo oía su voz.

A principios de enero de 2020, en Escocia, el grupo ecologista y climático Extinction Rebellion llevó a cabo una serie de «acciones centradas en la industria de los combustibles fósiles y su papel clave en la crisis climática». Los manifestantes, muchos jóvenes, bloquearon la entrada de la sede de Shell en Aberdeen y llevaron a cabo lo que la policía llamó una protesta pacífica. Otros manifestantes se subieron a una plataforma petrolífera que estaba anclada en el puerto de Dundee para ser remolcada mar adentro. Siete personas tuvieron que ir a los tribunales para hacer frente a cargos por haber ocupado la plataforma.

A pesar de que los activistas de Extinction Rebellion no pudiesen evitar que se llevaran la plataforma, sí que tuvieron la oportunidad de decirles a los periodistas allí congregados por qué para ellos era importante dejar de perforar Escocia para extraer petróleo.

Aunque las grandes manifestaciones sí que llaman la atención, no son la única manera de difundir el mensaje. La mayoría de los activistas jóvenes se centran en actos igual de decididos, como escribir cartas a legisladores y a candidatos políticos, participar en huelgas estudiantiles e investigar y compartir información climática con sus compañeros y su familia. Estas acciones también conciencian sobre el cambio climático e inspiran a pasar a la acción. En 2019, un estudio descubrió que, si los padres son escépticos sobre la gravedad del cambio climático, quien seguramente logre hacerlos cambiar de opinión son sus propios hijos. No hace falta que el activismo sea espectacular para que sea significativo.

UNA NUEVA REBELIÓN

Piensa de nuevo en el punto crucial de 1988, cuando el Congreso de Estados Unidos descubrió que los humanos provocan el cambio climático. Imagina que todos los países del mundo se hubieran unido entonces y hubieran actuado para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.

Hoy en día, la crisis climática sería menos grave. La tarea de prevenir la catástrofe estaría más avanzada. Ahora imagina que se hubieran dado esos pasos incluso antes, en 1977, cuando un científico de Exxon explicó a sus jefes el problema de los combustibles fósiles y de los gases de efecto invernadero.

Debido a la poderosa influencia de las ideas proempresa, perdimos décadas enteras que podrían haberse dedicado a reducir emisiones. Podríamos haber hecho que los peores efectos futuros del cambio climático resultaran mucho menos probables.

Es algo que ya no podemos cambiar. Esa es la mala noticia, y tienes derecho a enfadarte por ello.

La buenas noticia es que aún podemos hacer muchísimo.

En 1988, el problema no era la «naturaleza humana», algo que no podemos cambiar. Como hemos visto, el problema eran las empresas y las políticas gubernamentales que priorizaban los mercados y los beneficios por encima de la gente y del planeta. Eso sí que es algo que podemos cuestionarnos y desafiar.

En Estados Unidos y en muchos otros países está surgiendo y creciendo un nuevo movimiento. La gente joven no solo dice que no a los que contaminan y a los políticos actuales. No aceptan el ecopostureo, la propaganda ni el negacionismo. En cambio, planean un futuro mejor y luchan por él. Mientras que las generaciones anteriores de activistas se centraban en los síntomas de los problemas medioambientales y climáticos, la tuya apunta directamente al sistema que prioriza los beneficios por encima de la vida y de nuestro futuro climático.

El mensaje de las huelgas estudiantiles y de otros movimientos juveniles es que muchos adolescentes están preparados para un cambio tan profundo. Reclaman nuevos políticos y sistemas económicos que tengan nuevos valores y que tomen decisiones basadas en la justicia y en el presupuesto de carbono. «Pero eso no es suficiente —dice Greta Thunberg—. Necesitamos cambiar nuestra forma de pensar... Debemos dejar de competir. Necesitamos empezar a cooperar y a compartir los recursos que quedan.»

La situación es diferente que la de 1988, y no solo porque hace más décadas que estamos en crisis climática, sino porque tu generación insiste con ahínco en conseguir un cambio profundo. El movimiento climático juvenil y otros que luchan contra la violencia y la discriminación racial y de género son fuerzas poderosas que nos empujan a todos hacia un futuro mejor.