6
Proteger su hogar y el planeta

Un científico con el pelo rosa y semblante serio vino a San Francisco a dar una charla.

Se llamaba Brad Werner. Era un investigador de la Universidad de California en San Diego. Era diciembre de 2012, y en el encuentro se habían reunido 24.000 científicos. El horario estaba repleto de charlas, pero el tema de Werner había llamado mucho la atención. Iba a hablar sobre el destino del planeta.

Werner, frente a la sala de conferencias, explicó al público un avanzado modelo informático que usaba para predecir los posibles futuros. Muchos de los detalles resultarían confusos para los que no estaban familiarizados con el tema de estudio de Werner, que es una teoría de sistemas complejos. Esta es el estudio de complicados sistemas con muchos elementos que interactúan entre ellos. Un ejemplo es el clima, que es la interacción de elementos como la temperatura, las corrientes de aire, las corrientes marítimas, la geografía y demás.

No obstante, la conclusión de la presentación de Werner era clara. Una economía mundial basada en la energía de los combustibles fósiles, en economías de mercado libre y en el consumismo ha facilitado tanto el uso de los recursos de la Tierra que se está rompiendo el equilibrio entre los ecosistemas y el consumo humano.

Pero algo en el complejo modelo de Werner daba esperanza. Lo llamaba «resistencia». Se refería a movimientos de gente o a grupos que llevaban a cabo acciones que no encajaban en la cultura económica predominante. Dichas acciones podían incluir protestas medioambientales, bloqueos y revueltas masivas por parte de pueblos indígenas y trabajadores, entre otros. La forma más segura de frenar una máquina económica fuera de control es ejercer resistencia. Eso añadiría «fricción», tal como dijo Werner: arenilla en los engranajes de la máquina.

Werner señaló que los movimientos sociales del pasado habían cambiado la dirección de la cultura predominante. El abolicionismo acabó con la esclavitud. El movimiento por los derechos civiles consiguió la igualdad legal para los negros en Estados Unidos. Ambos demostraron a los líderes nacionales que la gente no solo respaldaba un cambio, sino que también lo reclamaba, y gracias a ellos se aprobaron leyes que generaron el cambio. Werner dijo: «Si pensamos en el futuro de la Tierra, y en el de nuestro vínculo con el medio ambiente, debemos incluir la resistencia como parte de nuestras dinámicas».

En otras palabras, solo los movimientos sociales pueden cambiar el curso del cambio climático.

Como la crisis climática se está haciendo cada vez más urgente, esos movimientos están ganando velocidad. Los jóvenes no solo se están sumando a ellos, sino que a menudo marcan el camino.

Este capítulo mira de cerca varios actos recientes de resistencia contra el cambio climático y la injusticia. En cada uno de ellos participaron jóvenes que querían proteger su hogar y, de paso, ayudar a salvar el planeta. Cada uno fue un poco de arenilla en los engranajes, un desafío a las ideas económicas y a la industria basada en los combustibles fósiles que han contribuido tanto a nuestra crisis actual. Dichos activistas se alzaron, se expresaron y probaron el poder de la resistencia. Trazaron caminos que nos pueden llevar a un futuro climático mejor.

BELLA BELLA: EL DERECHO A DECIR QUE NO

Bella Bella es un pueblo de la Columbia Británica. Es una remota comunidad isleña, un lugar de fiordos profundos y exuberantes bosques de hoja perenne que se extienden hasta el mar. En 2012, tenía 1.905 habitantes. Un día de abril, casi un tercio de la población estaba en la calle. Aquel día un comité de revisión de tres personas volaba al pueblo para estudiar la instalación de un oleoducto.

El proyecto lo estaba planificando Endbridge, una empresa canadiense que construye oleoductos y almacenes de petróleo. La tubería prevista se llamaba Northern Gateway. Recorrería la parte oeste de Canadá a lo largo de 1.176 kilómetros, desde Edmonton, en la vecina provincia de Alberta, hasta la costa de la Columbia Británica. El petróleo extraído de las arenas asfálticas de Alberta se recogería y se cargaría en petroleros en dirección al mar para distribuirlo por todo el mundo. El oleoducto llevaría 525.000 barriles al día.

El comité de revisión que acababa de llegar le diría al Gobierno canadiense si el plan debía seguir adelante o no. Durante meses, habían celebrado reuniones a lo largo de la ruta que iban a seguir el oleoducto y los petroleros. Ahora habían llegado al final del trayecto.

Bella Bella se encuentra a 200 kilómetros al sur del lugar donde el Northern Gateway desembocaría en el mar. Pero las aguas del Pacífico, que son como el jardín del pueblo, se encontraban en el futuro camino de los petroleros. Están salpicadas de islas y de arrecifes rocosos. Se arremolinan debido a las corrientes cambiantes. Los petroleros serían enormes. Transportarían un 75 por ciento más de petróleo en crudo que el Exxon Valdez, un petrolero que en 1989 causó un desastre medioambiental al derramar petróleo en las aguas de Alaska.

Los habitantes de Bella Bella estaban muy preocupados por que hubiera un accidente similar en sus aguas. Así que decidieron compartir esas preocupaciones con el comité de revisión.

El 90 por ciento de la población es heiltsuk, una de las naciones originarias de Canadá. Una hilera de jefes, vestidos con ropa bordada tradicional y con tocados y sombreros de cedro tejido, bailó en el aeropuerto para dar la bienvenida al comité de revisión acompañados de cantos y tambores. Una multitud de manifestantes esperaba tras una valla metálica con remos de canoa y pancartas en contra del oleoducto.

Tras los jefes había una mujer de veinticinco años llamada Jess Housty. Había ayudado a motivar a la comunidad para participar en el encuentro. Para Housty, la escena en el aeropuerto fue el resultado de «un gran esfuerzo de planificación por parte de toda nuestra comunidad». Pero la gente joven había tomado la iniciativa y había convertido la escuela en el núcleo de la organización. Investigaron la historia de derrames de petróleo de oleoductos y de petroleros. Pintaron pancartas. Escribieron artículos sobre cómo un desastre de ese tipo en sus aguas no solo dañaría el ecosistema, sino también su forma de vida. Tanto la cultura antigua de los heiltsuks como su modo de subsistencia están ligados a su medio ambiente, sobre todo al arenque y al salmón rojo. Los profesores dijeron que nunca habían visto a sus alumnos tan implicados.

«Como comunidad —dijo Housty más adelante—, decidimos alzarnos con dignidad e integridad y defender las tierras y las aguas que sustentaron a nuestros ancestros y que nos sustentan a nosotros, ya que creemos que deben sustentar a las generaciones futuras.»

El hecho de que la comunidad estuviera tan implicada hizo que lo que pasó luego fuera más chocante. El comité de revisión rechazó la invitación al banquete organizado esa noche. También canceló la reunión para la que los heiltsuks se habían preparado durante meses.

¿Por qué?

Los visitantes dijeron que no se habían sentido seguros durante el trayecto de cinco minutos desde el aeropuerto hasta el pueblo. Habían pasado junto a cientos de personas, niños incluidos, que sujetaban pancartas: «EL PETRÓLEO ES MUERTE», «TENEMOS EL DERECHO MORAL A DECIR QUE NO», «MANTENED AZULES NUESTROS MARES» y «NO PUEDO BEBER PETRÓLEO». Un manifestante creyó que los miembros del comité no se molestaban en mirar por la ventana, así que golpeó el lateral de la furgoneta cuando esta pasó por su lado. ¿Confundieron los miembros del comité dicho golpe con un tiro, tal como se dijo después? Sin embargo, la policía aseguró que la protesta no fue violenta. En ningún momento se había visto amenazada la seguridad de nadie.

A muchos de los habitantes de Bella Bella los sorprendió que el espíritu de su protesta se hubiera malinterpretado. Les parecía que los miembros del comité, al mirar por las ventanas de la furgoneta, solo habían visto a una multitud de «indios enfadados» que querían descargar su odio sobre cualquiera relacionado con el oleoducto. No obstante, su manifestación se basaba sobre todo en el amor: el amor por su hogar y por toda la red de vida que este albergaba, situado en una parte del mundo que era de una belleza imponente.

Al final, la reunión se acabó celebrando, pero la comunidad había perdido un día y medio. Mucha gente se quedó sin la oportunidad de que la escucharan en persona.

Aun así, Jess Housty —la miembro más joven del consejo tribal de los heiltsuks— sí que habló ante el comité de revisión. Su mensaje fue claro:

Cuando tenga hijos, quiero que nazcan en un mundo donde la esperanza y la transformación sean posibles. En un mundo donde las historias aún tengan poder. Quiero que crezcan siendo capaces de ser heiltsuks en todos los sentidos de la palabra, con las costumbres y la identidad que ha hecho que nuestro pueblo se haya mantenido fuerte durante cientos de generaciones.

Eso no será posible si no defendemos la integridad de nuestro territorio, las tierras y las aguas, y las cuidadosas prácticas de gestión que nos conectan con el paisaje. En nombre de los jóvenes de mi comunidad, con todo el respeto, no estoy de acuerdo con que se pueda compensar el hecho de perder nuestra identidad, nuestro derecho a ser heiltsuks.

Más de mil personas hablaron ante el comité de revisión en las reuniones que se organizaron en la Columbia Británica. Solo dos apoyaron el oleoducto. Una encuesta mostró que ocho de cada diez personas no querían más petroleros en sus costas.

Entonces ¿qué recomendó el comité de revisión al Gobierno de Canadá? Que el oleoducto debía seguir adelante. Muchos canadienses lo interpretaron como una señal de que la decisión se basaba en dinero y poder, no en el medio ambiente o la voluntad de la gente.

En 2014, el Gobierno aprobó el oleoducto. Sin embargo, Endbridge, la empresa que quería construir el Northern Gateway, tendría que cumplir 209 condiciones, como proteger el hábitat de los caribús y consultar las decisiones con los miembros la nación heiltsuk y otros pueblos indígenas afectados por el oleoducto.

Sin embargo, el mayor obstáculo para la empresa era que gran cantidad de gente no dejaba de protestar contra el oleoducto. Varios grupos de indígenas se unieron contra el Northern Gateway, ya que temían que dañara la tierra, la vida silvestre y el río Fraser, así como las aguas costeras. Sus preocupaciones eran razonables. La Administración de Energía de Canadá, la agencia responsable de supervisar los conductos que transportan petróleo o gas natural, registró entre 54 y 175 fugas, derrames e incendios anuales entre 2008 y 2019. Las organizaciones medioambientales, los pueblos indígenas y grupos de activistas llevaron sus protestas a los tribunales y pusieron demandas para detener la construcción del oleoducto. Los casos fueron a juicio tanto en la Columbia Británica como en el sistema de justicia federal de Canadá. En 2016, el Tribunal Federal de Apelaciones anuló la aprobación gubernamental del oleoducto. Argumentó que Endbridge no había hecho una consulta adecuada sobre el proyecto entre los pueblos indígenas.

Finalmente, después de esa victoria, la empresa dejó de luchar. En 2019, dijo que no tenía planes de reanudar el proyecto del Northern Gateway. En cambio, se centraría en oleoductos más pequeños.

Todos los oleoductos comportan un riesgo, y Endbridge lo sabe. En 2010, un enorme derrame de esa misma empresa contaminó con petróleo crudo pesado, proveniente de arenas asfálticas, 64 kilómetros del río Kalamazoo, en Míchigan. La limpieza duró años y costó más de mil millones de dólares. Endbridge pagó demandas en su contra, incluyendo multas, por un total de 177 millones de dólares.

Pero para Bella Bella, al menos, la amenaza de un nuevo oleoducto ha quedado en el pasado. Sus habitantes obtuvieron una victoria al reclamar su derecho a decir que no.

STANDING ROCK: LOS PROTECTORES
DEL AGUA

La historia de Standing Rock también trata sobre un oleoducto y una protesta.

Aunque esta última acabó creciendo e incluyendo a ecologistas, militares veteranos, famosos y gente de todo el mundo, empezó con los pueblos indígenas. En esencia, era un intento desesperado de los siux de la reserva Standing Rock de Dakota del Norte para proteger su tierra, y sobre todo su agua.

Una empresa de Texas llamada Energy Transfer quería construir el oleoducto Dakota Access (DAPL) para conectar los campos de Dakota del Norte con un centro de almacenaje de petróleo en Illinois. El oleoducto, de 1.886 kilómetros, iría bajo tierra. Se perforaría bajo cientos de lagos o de vías fluviales, incluyendo los ríos Misuri, Misisipi e Illinois. El DAPL, de 76 centímetros de ancho, podría transportar hasta 570.000 barriles de petróleo al día.

Es bien conocido que los oleoductos y los gasoductos comportan riesgos. Debido al óxido y a otros desperfectos, derraman petróleo o gas natural licuado en el suelo o el agua, donde suponen un peligro o resultan tóxicos para los humanos y la vida silvestre. Una contaminación así puede durar años. Además, como esas sustancias son inflamables, también pueden producir incendios. El Ministerio de Transportes de Estados Unidos tiene un departamento que se encarga de la seguridad de las tuberías de transporte de materiales peligrosos. Su función es supervisar los oleoductos y los gasoductos del país, y entre el año 2000 y 2019 registró 12.312 incidentes, 308 muertos, 1.222 heridos y 9.500 millones de dólares en daños.

A pesar de los riesgos, Energy Transfer afirmaba que el oleoducto Dakota Access sería seguro. Argumentaban que su construcción crearía miles de trabajos temporales y hasta cincuenta fijos en Dakota del Norte, Dakota del Sur, Iowa e Illinois, estados que se encontraban a lo largo del recorrido del oleoducto.

Al principio, el oleoducto iba a pasar cerca de Bismarck, en Dakota del Norte, pero el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos rechazó ese plan porque temía que contaminase el suministro de agua de la ciudad. En el nuevo trazado, el oleoducto pasaría por la punta norte de la reserva Standing Rock de los siux, que abarca la frontera entre las dos Dakotas.

En vez de amenazar una ciudad con una población mayoritariamente blanca, ahora el DAPL amenazaría el lago Oahe, la única fuente de agua potable de los siux de Standing Rock. Sus lugares sagrados y culturales también estarían en peligro. Se trataba de racismo ambiental, a la vista de todo el mundo.

La gente protestó contra el oleoducto en muchos puntos de su futuro recorrido, pero la oposición larga y resuelta de Standing Rock fue la que más llamó la atención. Mientras los equipos de abogados y de ecologistas intentaban bloquear o retrasar el oleoducto mediante argumentos jurídicos, en abril de 2016, los jóvenes de Standing Rock empezaron la campaña de protesta «NO AL DAPL». Pedían al mundo entero que se uniera a ellos para bloquear la construcción de la tubería.

LaDonna Brave Bull Allard, la historiadora oficial de la tribu, abrió en su tierra el primer campamento de este movimiento de resistencia. Lo llamaron Sacred Stone Camp. El lema del movimiento, en la lengua lakota, era Mni wiconi, «el agua es vida». Los manifestantes se describieron a sí mismos como protectores del agua.

La gente se reunía en Sacred Stone y en otros campamentos satélite para organizar protestas, pero también para trabajar, enseñar y aprender. Para los jóvenes indígenas, las reuniones eran una manera de conectar de forma más profunda con su propia cultura, de vivir en la tierra, de seguir las tradiciones y las ceremonias. Para la gente no indígena era una oportunidad de aprender habilidades y conocimientos que no tenían.

Brave Bull Allard observaba cómo sus nietos enseñaban a la gente no indígena a cortar leña. Instruyó a cientos de visitantes en lo que ella consideraba las habilidades básicas de supervivencia, como usar salvia como desinfectante natural y resguardarse de las violentas tormentas de Dakota del Norte. Todos, indicó, necesitaban «al menos seis lonas».

Cuando llegué a Standing Rock, Brave Bull Allard me dijo que se había dado cuenta de que, aunque detener el oleoducto era algo crucial, en los campamentos estaba pasando algo más importante. La gente estaba aprendiendo a vivir en comunidad con la tierra. Los conocimientos prácticos, como alimentar a miles de personas, eran inspiradores, pero los participantes también estaban expuestos a las tradiciones y a las ceremonias que su pueblo había protegido, a pesar de que se hubiera atacado durante cientos de años a las poblaciones y a las culturas indígenas. Se estaban creando lazos gracias a un objetivo compartido, y se enseñaban y aprendían nuevas maneras de hacer las cosas. Desde seminarios sobre la no violencia hasta tocar el tambor alrededor de un fuego sagrado, gran parte de ese conocimiento se compartía a través de las redes sociales.

La resistencia contra el oleoducto continuó, incluso cuando las fuerzas de seguridad que había contratado la empresa del proyecto soltaron perros de ataque contra los protectores del agua. Pero en el otoño de 2016 la situación empeoró mucho cuando un grupo de soldados y antidisturbios desalojó a la fuerza un campamento que estaba justo en el recorrido del oleoducto. El ataque contra la protesta no terminó ahí. Un mes después, cuando hacía un frío que pelaba, la policía empapó a los protectores con cañones de agua. Fue el abuso de poder estatal más violento que se había hecho contra manifestantes en la historia reciente de Estados Unidos.

Entonces, a principios de diciembre, el gobernador de Dakota del Norte redobló el ataque y ordenó que vaciaran los campamentos. Tenían que aplastar el movimiento por la fuerza.

Mucha gente fuimos a Dakota del Norte para apoyar a los protectores del agua. Un convoy de unos doce mil militares veteranos también se unió a la resistencia. Dijeron que habían jurado servir a la Constitución y protegerla. Después de ver el vídeo donde se atacaba brutalmente a los pacíficos indígenas con agua, donde se les disparaban balas de goma y gas pimienta y se los derribaba con cañones de agua, esos veteranos habían decidido que su deber era alzarse contra el mismo Gobierno que los había mandado a la guerra.

Cuando llegué, la red de campamentos ya contaba con unas diez mil personas que vivían en tiendas, en tipis y en yurtas. El campamento principal era un hervidero de actividad organizada. Los cocineros voluntarios servían las comidas. Había grupos que se reunían para estudiar política. La gente se juntaba alrededor del fuego sagrado y tocaba el tambor, mientras se ocupaba de que las llamas no se apagaran. A pesar de las amenazas, los manifestantes no pensaban irse.

El 5 de diciembre, después de meses de resistencia, los protectores del agua se enteraron de que la Administración del presidente Barack Obama había denegado a Energy Transfer el permiso que la empresa necesitaba para hacer pasar el oleoducto por debajo del río Misuri en el lago Oahe, uno de los últimos tramos que faltaban por construir.

Jamás olvidaré la experiencia de estar en el campamento principal cuando llegó la noticia. Justo estaba con Tokata Iron Eyes, una chica de trece años de Standing Rock que había ayudado a iniciar el movimiento en contra del oleoducto. Saqué el móvil para grabarla y le pregunté cómo se sentía al recibir esa noticia de última hora. «Como si hubiera recuperado mi futuro», dijo. Entonces rompió a llorar, y yo también.

Parecía que la batalla estaba ganada, pero ¿era así?

A Obama solo le quedaban unas semanas en la presidencia. El republicano Donald Trump ya había sido elegido. Era conocido por ser amigo de la industria del gas y del petróleo, y el más alto ejecutivo de Energy Transfer había hecho una gran donación para su campaña. Algunos manifestantes temían que les arrebataran la victoria, así que se quedaron donde estaban.

Hicieron bien.

En enero de 2017, Trump revocó la decisión de Obama. El oleoducto seguiría adelante. A finales de febrero, los soldados y los cuerpos policiales desalojaron a los manifestantes que quedaban. El DAPL se completó. En junio entró en funcionamiento. En un informe de principios de 2018, se decía que al menos había tenido cinco fugas durante el año anterior.

El oleoducto se construyó, pero los siux de Standing Rock siguieron impugnándolo en los juzgados. En junio de 2020, un juez federal decretó que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos, al permitir el oleoducto, había violado la Ley de Política Ambiental Nacional y no había informado correctamente de los posibles riesgos del proyecto. El juez ordenó la clausura del oleoducto hasta que no se hiciera un análisis medioambiental completo, proceso que podía durar años. Esa resolución, conseguida con mucho esfuerzo, fue una victoria para los siux de Standing Rock y para todos aquellos que se habían unido a la campaña de «NO AL DAPL».

Al mismo tiempo, la presión del público había hecho que los inversores retiraran unos ochenta millones de dólares de los bancos que habían prestado dinero al proyecto del DAPL. Los manifestantes que instaban a los bancos y a otros prestamistas a desinvertir en los proyectos de combustibles fósiles no siempre conseguían detener dichos proyectos, pero disuadían a los prestamistas de apoyarlos en el futuro. Mientras tanto, los siux de Standing Rock tienen en marcha varios proyectos para proveer a su comunidad de energía solar limpia, en vez de usar los combustibles fósiles que han amenazado su agua.

Durante aquellos meses en Standing Rock, los protectores del agua crearon un modelo de resistencia que decía que no y que sí a la vez. Decía que no a una amenaza actual, pero que sí a la construcción de un mundo que queremos y necesitamos.

«Nuestro objetivo es proteger la tierra y el agua —dijo LaDonna Brave Bull Allard—. Por eso aún estamos vivos, para hacer justo lo que estamos haciendo. Para ayudar a la humanidad a responder la pregunta más urgente: ¿cómo podemos volver a vivir con la tierra y no contra ella?»

Cuando Alice Brown Otter tenía catorce años, fue el centro de atención en la ceremonia de los Óscar en Hollywood. Casi dos años antes, en agosto de 2016, había corrido 2.445 kilómetros desde Dakota del Norte hasta Washington D. C.

Brown Otter era una de los treinta jóvenes indígenas que habían llevado hasta la capital de la nación una petición que habían firmado 140.000 personas. En ella se pedía al Cuerpo de Ingenieros del Ejército que dejaran de trabajar en el oleoducto Dakota Access porque una fuga o un derrame cerca de la reserva Standing Rock de los siux podría llegar a contaminar la única fuente de agua de la reserva.

Esa larga carrera no fue el inicio del activismo de Brown Otter, ni tampoco el final. Ella misma declaró: «Es normal que el ser humano se alce para defender la tierra en la que vive. De hecho, estar aquí es un regalo. Es solo una forma de dar y tomar. Creo que la gente joven debería tener más voz en la toma de decisiones. Seremos los próximos adultos».

A principios de 2018, un año después de que el presidente Trump permitiera que se completara el oleoducto, Brown Otter fue una de los diez activistas invitados a la ceremonia anual de los Óscar en Hollywood. Subieron al escenario con los artistas Common y Andra Day, que cantaron el tema Stand Up for Something de la película Marshall, la historia de Thurgood Marshall, líder del movimiento por los derechos civiles y juez del Tribunal Supremo.

«Al principio, estaba nerviosísima —dijo Brown Otter—, pero fue una experiencia maravillosa estar en el escenario acompañada de un montón de gente que, aunque luche por causas diferentes, busca lo mismo: que el mundo cambie.»

Su historia demuestra que, a veces, simplemente dar un paso tras otro, una y otra vez, marca la diferencia; y también que puede que te sorprenda ver adónde te lleva tu camino de protesta.

EL CASO JULIANA: LOS MÁS JÓVENES
LO LLEVAN A LOS TRIBUNALES

¿Pueden los niños demandar al Gobierno de Estados Unidos por no actuar contra el cambio climático? Veintiún estudiantes se lo plantearon cuando en 2015 pusieron en marcha la demanda climática Juliana contra Estados Unidos.

Los chicos, que eran de diez estados diferentes, presentaron la demanda contra el Gobierno en el Tribunal de Distrito de Oregón, donde vivían once de los demandantes que iniciaron el proceso. El caso se llama así por una de ellos, Kelsey Juliana. Un grupo de abogados que defiende la conservación, la justicia climática y el derecho de la gente joven a tener voz en los asuntos que configurarán su futuro se encargó de los servicios legales.

En la demanda se afirmaba que hacía décadas que el Gobierno sabía que la contaminación por dióxido de carbono de los combustibles fósiles estaba provocando «un cambio climático catastrófico». Aun así, la inacción de los políticos continuaba empeorando el desastre. Apoyaba la extracción de combustibles fósiles y la fomentaba, incluso en tierras de dominio público gestionadas por agencias gubernamentales.

Las acciones del Gobierno violaban los derechos garantizados en la Constitución, según se decía en la demanda. Esas acciones interferían en «el derecho fundamental de los ciudadanos —también de los más jóvenes— a no sufrir por las acciones del Gobierno dañinas para la vida, la libertad y la propiedad». Además, se argumentaba que el Estado había fracasado como administrador de las tierras públicas.

En la demanda se enumeraban los daños y las pérdidas que cada uno de los jóvenes estaba experimentando por causa del cambio climático. Una de los demandantes es la nieta de James Hansen, el famoso científico del capítulo 5. Él también testificó.

¿Qué querían esos jóvenes? Pidieron al tribunal que hiciera tres cosas principales. Primero, que ordenara al Gobierno que dejara de violar la Constitución. Segundo, que declarara que los planes para desarrollar un proyecto llamado Jordan Cove en la costa de Oregón eran inconstitucionales y debían detenerse. Tercero, que exigiera al Gobierno que preparara un plan para reducir las emisiones de combustibles fósiles.

La demanda se presentó en agosto de 2015. A continuación, se sucedieron una serie de acciones legales y de apelaciones largas y complicadas. A lo largo del proceso, las Administraciones de ambos presidentes, Barack Obama y Donald Trump, intentaron en repetidas ocasiones que el tribunal desestimara el caso.

No lo consiguieron. Al fin, después de que el juicio se aplazara varias veces, se programó para octubre de 2018. La Administración de Trump solicitó al Tribunal Supremo de Estados Unidos que el caso se detuviera o se volviera a aplazar, pero rechazaron su petición. Tal como estaba previsto, se llevaría a cabo en un tribunal federal inferior, y no en el Supremo. Vic Barrett, de Nueva York, uno de los veintiún jóvenes que habían presentado la demanda, dijo lo siguiente: «En este caso, están en juego los derechos constitucionales de los demandantes, y me alegro de que el Tribunal Supremo esté de acuerdo en que deberían evaluarse en un juicio. Cada día que pasa, esta demanda se hace más urgente, porque el cambio climático nos perjudica cada vez más».

El Gobierno no se dio por vencido. El caso se aplazó de nuevo. Esta vez, los abogados de la Administración de Trump trasladaron su solicitud a un tribunal inferior, que emitió una orden de suspensión. El juicio se interrumpió mientras tres jueces del tribunal oían los argumentos sobre si la demanda debía seguir adelante o no.

Ese ir y venir legal se comió todo 2019. Pero el grupo climático Zero Hour, liderado por jóvenes, no se quedó de brazos cruzados. Iniciaron una campaña para pedir a miles de jóvenes de todo el país que firmasen un documento para apoyar a los demandantes. Otras organizaciones y comunidades de activistas hicieron lo mismo. El tribunal recibió quince documentos similares.

En enero de 2020, los tres jueces del Tribunal de Apelaciones del Juzgado número 9 debían dictaminar si el caso debía seguir o no. Se mostraron de acuerdo con los jóvenes que presentaron la demanda en el hecho de que el cambio climático es real. Sin embargo, dos de los tres jueces dictaminaron que estaba fuera del alcance de un tribunal federal darles los remedios que solicitaban por las pérdidas y los daños que habían sufrido. En su opinión escrita, dijeron: «El órgano colegiado ha concluido, a su pesar, que el caso de los demandantes debe presentarse ante los grupos políticos o el electorado en general».

En otras palabras, esos dos jueces dijeron a los jóvenes que llevaran el caso al Congreso, al presidente o a los votantes.

La tercera jueza discrepó. Ella escribió: «Es como si un asteroide viniera a la Tierra a toda velocidad y el Gobierno decidiera eliminar nuestras únicas defensas. Al querer sofocar esta demanda, insiste abiertamente en que el Estado tiene el poder absoluto e incuestionable para destruir el país». Pero su opinión no era mayoritaria, así que el caso se desestimó.

En aquel momento, Kelsey Juliana tenía veintitrés años. Ella y otros demandantes habían pasado más de cuatro años tirando adelante el caso. Dijo: «Me decepciona que esos jueces crean que los tribunales federales no pueden proteger a los jóvenes, incluso cuando se violan sus derechos constitucionales». Pero los demandantes y sus abogados, a pesar de haber tardado tanto en obtener esa negativa, no se rindieron.

«El caso Juliana no ha llegado a su fin —dijo uno de los abogados principales—. Los jóvenes demandantes pedirán al Juzgado número 9 que revise la decisión y las implicaciones catastróficas que tendrá en nuestra democracia constitucional.»

Los jóvenes demandantes han aprendido que buscar la justicia en los tribunales puede ser un camino largo y sinuoso, pero su equipo legal pretende seguir hasta el final.

Muchos expertos legales creen que es muy probable que se presenten más demandas climáticas, sobre todo si el presidente y el Congreso siguen con su actitud inmovilista. Un profesor de Historia Medioambiental de la Universidad de Yale dijo: «Los tribunales aún se están concienciando del papel necesario que deberán desempeñar». Añadió que el hecho de que un tribunal se haya negado a juzgar un caso no quiere decir que otros hagan lo mismo.

LA JUSTICIA CLIMÁTICA EN EL TRIBUNAL MUNDIAL

En mayo de 2019, un grupo de isleños del estrecho de Torres hicieron historia. Presentaron la primera demanda legal sobre justicia climática ante las Naciones Unidas. El cambio climático está destruyendo su hogar, que forma parte de Australia, y afirman que el Gobierno australiano no ha hecho lo suficiente para protegerlos ni a ellos ni la tierra.

Los isleños del estrecho de Torres son un pueblo indígena. Eso quiere decir que sus antepasados fueron las primeras poblaciones humanas conocidas en su parte del mundo. En la actualidad, la mayoría de los isleños del estrecho de Torres viven en la isla de Australia, pero más de cuatro mil aún habitan sus tierras tradicionales.

El estrecho de Torres se encuentra entre el extremo norte de Australia y Papúa Nueva Guinea. Está formado por más de 250 islas. Diecisiete de ellas están habitadas.

Algunas de las islas son las cimas rocosas de montañas submarinas. Otras, incluidas algunas de las habitadas, son bajas y están hechas de arena de coral. Unas cuantas no pasan de un metro por encima del nivel del mar y ya han sufrido los efectos del cambio climático sobre los que leíste en el capítulo 2. Las tormentas tropicales que las azotan se están volviendo más intensas. El mar entra poco a poco por sus costas bajas y cubre y erosiona la tierra. El agua salada contamina la potable. Pero hay más problemas.

«Cuando hay erosión y el mar nos arrebata la tierra, es como si también se llevara una parte de nosotros, como un trozo de corazón o de cuerpo. Por eso tiene un efecto sobre nosotros; no solo sobre las islas, sino también sobre las personas», dice Kabay Tamu, uno de los isleños que participó en la denuncia ante la ONU. Forma parte de la sexta generación de su familia que vive en la isla Warraber. «Aquí tenemos un lugar sagrado con el que estamos conectados de forma espiritual. Desconectar a la gente de la tierra, y de sus espíritus, es devastador.»

Tamu dice que el futuro está en peligro. «Es terrorífico incluso imaginar que mis nietos o mis bisnietos se vean obligados a irse debido a circunstancias que escapan a nuestro control. Vemos cada día los efectos del cambio climático en nuestras islas, con el aumento del nivel del mar, las marejadas ciclónicas, la erosión de la costa y las inundaciones.» Los isleños del estrecho de Torres temen que, si se ven obligados a abandonar sus tierras, su historia, su cultura e incluso su lengua se acaben perdiendo.

En la acción legal, los representa un grupo sin ánimo de lucro llamado ClientEarth, que se centra en el derecho ambiental. En la demanda que presentaron ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pone que el Gobierno de Australia, al no tomar las medidas adecuadas para proteger las islas, ha violado el derecho de los isleños a la vida, a la cultura y a la ausencia de interferencias. ClientEarth dijo: «Australia no está cumpliendo sus obligaciones jurídicas en materia de derechos humanos con el pueblo del estrecho de Torres».

En el documento legal se pedía al comité de la ONU que se solicitase a Australia reducir de forma drástica sus emisiones de gases de efecto invernadero y que eliminara gradualmente el uso del carbón. Australia obtiene un 79 por ciento de su energía de los combustibles fósiles: carbón, petróleo y gas natural. Es de los principales productores y exportadores de carbón, y este es el combustible que arroja a la atmósfera una mayor cantidad de dióxido de carbono.

Seguramente, el comité de la ONU tarde un tiempo en responder a la demanda de los isleños del estrecho de Torres. Al igual que sucedió con la que Greta Thunberg y otros jóvenes activistas presentaron contra cinco países por sus emisiones de gases de efecto invernadero, las Naciones Unidas no pueden obligar a Australia a hacer nada, aunque el comité fallara a favor de los isleños. Los países miembros solo deben «considerar» lo que les recomiendan.

Aun así, las acciones legales en las Naciones Unidas, primero con los isleños del estrecho de Torres y después con Greta Thunberg, ha puesto el cambio climático —y la justicia climática— en el escenario mundial. Tales pasos legales son herramientas que los movimientos y los políticos implicados con la lucha pueden usar para exigir que se actúe de forma significativa.

Esos casos, se resuelvan como se resuelvan, son una señal de que los tiempos están cambiando. Muestran que la gente, incluidos los niños y niñas, no se quedará de brazos cruzados mientras sus hogares se erosionan y sus futuros se oscurecen para alimentar la adicción del mundo a los combustibles fósiles. Los perjudicados se han alzado y han hablado con las compañías energéticas, los gobiernos, los tribunales y los países del mundo para pedir un cambio. Seguro que más gente los seguirá. A medida que más voces se unan, el grito por el cambio se hará más fuerte, hasta que la resistencia sea tan grande que ya no se la pueda ignorar.