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Cambiar el futuro

Tú experimentarás los efectos del cambio climático. Al igual que yo, mi hijo y todo el mundo.

No podemos viajar al pasado para cambiar las circunstancias que nos han traído hasta aquí, pero sí que podemos cambiar el futuro, y para ello no necesitamos una máquina del tiempo.

Es imposible evitar del todo la perturbación climática. El aumento de la temperatura de nuestro planeta ya está modificando la forma de vida de personas, plantas y animales, y eso seguirá ocurriendo. Aunque la humanidad dejara mañana de añadir a la atmósfera todo tipo de gases de efecto invernadero, las temperaturas seguirían subiendo poco a poco, y el clima seguiría cambiando durante un tiempo.

La pregunta a la que nos enfrentamos es simple: ¿cuánto cambiará y a qué ritmo? ¿Con qué nivel de perturbación tendremos que vivir nosotros y las generaciones que nos sucedan?

La respuesta depende de lo que hagamos ahora. Si seguimos el ejemplo de jóvenes activistas como los isleños del estrecho de Torres, Greta Thunberg y los demandantes del caso Juliana, reduciremos muchísimo la cantidad de gases de efecto invernadero que añadimos al aire. Eso nos llevará a un futuro climático mucho más luminoso que si seguimos quemando combustibles fósiles y talando bosques como si no hubiera un mañana. Ya sabemos que tenemos que cambiarlo todo, pero ¿cómo?

La gente ha propuesto todo tipo de estrategias para resolver el problema del cambio climático, desde las más extrañas hasta las más prácticas. Algunas ya están en uso, pero por sí solas no bastan para resolver la crisis climática. Puede que otras aún no se hayan probado. Algunas son arriesgadas. Tal vez otras ni siquiera sean posibles. Pero algunas ya han demostrado que son la llave para conseguir un futuro mejor.

No hay una sola estrategia que sea la mejor solución para todos los casos. Como verás en este capítulo y en el siguiente, para resolver un problema tan grande y complejo como un cambio climático mundial, podemos recurrir a una mezcla de varias ideas y herramientas. Sin embargo, todas empiezan con la gente y sus valores.

SI EL CARBONO ES EL PROBLEMA...

Si el dióxido de carbono provoca el cambio climático más que cualquier otro gas de efecto invernadero, ¿por qué no lo atacamos directamente?

Esa estrategia se conoce como «captura y almacenamiento de carbono» (CAC). La idea básica que hay detrás de la CAC es que, si succionamos el carbono de la atmósfera o evitamos que llegue a ella, podemos ponerlo en un lugar seguro y apartado, donde no cause ningún daño.

Hay muchas versiones de la CAC. Algunas ya se están planificando o probando. Otras ya se usan de forma comercial en todo el mundo.

La CAC tiene dos partes principales. La primera consiste en capturar el carbono. Una manera es la captura y almacenamiento de carbono en el foco de emisión. Se trata de extraerlo directamente de las fuentes que lo producen, como las centrales eléctricas, antes de que el gas llegue a la atmósfera. Otra forma es la captura directa de aire, que consiste en sacar el dióxido de carbono de la atmósfera. Para ello se necesitan ventiladores que conduzcan el aire a través de filtros o de dispositivos químicos. Tanto la captura en el foco de emisión como la captura directa de aire convierten el CO2 en un chorro que se puede acumular y contener.

La segunda parte de la CAC es saber qué hacer con el carbono después de acumularlo. Una solución es enterrarlo y esperar que no salga de nuevo al exterior. Algunos lugares de almacenamiento de CO2 son filones en minas o en campos de petróleo que han acabado vacíos después de que se haya extraído todo el carbón, el petróleo o el gas natural.

Otra posibilidad es almacenar el carbono en una capa de rocas subterránea, que debe tener dos cosas. La primera es que debe ser un tipo de roca con muchos agujeritos y huecos para contener el CO2. La segunda, que encima debe haber capas de otro tipo de roca más sólida. El CO2 se introduce en la roca más abierta y queda atrapado bajo la sólida.

Es el método que se utiliza en el campo de gas de Sleipner, en el mar del Norte, donde una empresa noruega lleva extrayendo gas natural y petróleo desde 1974. En 1996, la empresa empezó a capturar el CO2 de sus operaciones y a introducirlo en una formación rocosa que se encuentra a mil metros bajo el fondo del mar, donde decenas de monitores forman una red que ayuda a comprobar que no haya fugas ni perturbaciones. El Departamento Geológico del Reino Unido, una de las varias organizaciones que estudia el campo Sleipner, declara que «por ahora, el CO2 está confinado de forma segura en el depósito de almacenamiento». Se considera que Sleipner es un ejemplo exitoso de CAC y que tiene capacidad para aguantar inyecciones de dióxido de carbono durante muchos años más.

Un tipo diferente de almacenamiento consistiría en usar rocas que se adhieren al CO2. Cuando el dióxido de carbono entra en contacto con ellas, se produce una reacción química que convierte el gas en parte de la roca. En 2013, la estrategia se probó en el estado de Washington y en Islandia. Los investigadores capturaron dióxido de carbono y lo inyectaron en forma líquida dentro de basalto subterráneo, una roca volcánica. En dos años, gran parte del carbono se mineralizó, o se convirtió en roca sólida.

Parece prometedor, ¿verdad? Pero el almacenamiento de carbono presenta un problema. El CO2, a menos que se recoja cerca de donde se pueda inyectar de forma segura en el suelo, se tiene que transportar, tal vez a largas distancias. Eso resultaría costoso y potencialmente peligroso, y la energía necesaria para transportarlo sería un gran desperdicio.

El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que se creó para proporcionar a los dirigentes nacionales la ciencia climática más rigurosa, ha dicho que la captura y el almacenamiento de carbón debería tener un papel importante a la hora de bajar el dióxido de carbono a un nivel aceptable. Pero hay varias razones por las que la CAC está lejos de ser la solución integral. Hasta 2019, se capturaban y se almacenaban por el mundo unos treinta millones de toneladas de dióxido de carbono anuales. Más de dos terceras partes de las instalaciones de CAC estaban en Norteamérica. Aun así, la cantidad total que se captura es una pequeña porción de la que se necesita para seguir avanzando hacia el objetivo del Acuerdo de París de reducción de emisiones.

La tecnología para capturar y almacenar el carbono también es cara, y con ella no se gana dinero, que es para lo que se crean las empresas. A pesar de que podría haber un mercado en el que se usara el CO2 capturado para fabricar ciertos productos, las compañías energéticas usan la CAC para obtener beneficios fiscales o para no tener que pagar multas por contaminación. Para que la CAC tuviera un verdadero impacto en el cambio climático, los gobiernos, no solo las empresas, tendrían que invertir mucho más en ella. La cantidad de actividad de CAC mundial tendría que aumentar de forma exponencial.

Sin embargo, también está la cuestión de la seguridad. A algunos científicos les preocupa que almacenar carbono durante largos períodos de tiempo pueda causar problemas. Hace solo unas décadas que usamos y estudiamos el almacenamiento de carbono. ¿Podemos estar seguros de que nunca se filtrará en el agua o en el aire, con lo que el problema reaparecería más adelante? Si descargamos el CO2 bajo tierra, ¿estamos propiciando que sean más frecuentes los movimientos y temblores terrestres, incluso que haya terremotos que liberen el CO2 almacenado? Se ha registrado un aumento de movimientos sísmicos en las zonas donde se practica la fracturación hidráulica.

Pero, aparte de todo eso, la captura de carbono presenta un inconveniente mayor. La CAC forma parte del sistema que ha originado el problema: la industria de los combustibles fósiles. Construir más instalaciones de CAC y transportar dióxido de carbono por el mundo requiere mucha extracción y mucha energía. ¿De dónde provendría dicha energía? ¿De combustibles fósiles como los que han producido el dióxido de carbono en primer lugar?

Poner nuestras esperanzas en la CAC podría animarnos a seguir usando combustibles fósiles. Tal vez nos diríamos a nosotros mismos: «Sí, las emisiones de dióxido de carbono son nocivas, pero no importa porque podemos limpiar el aire». Puede que ese tipo de pensamiento nos alejara de la investigación de las fuentes de energía renovable, como la solar y la eólica, que son más limpias. La CAC también retrasa la conversación sobre la cantidad de energía que usamos. En otras palabras, no va a la raíz del problema, que es nuestra dependencia de los combustibles fósiles, así como una mentalidad que nos dice que podemos consumir los recursos de la Tierra sin límites. Enterrar los peores derivados de la crisis actual no es suficiente si seguimos con el comportamiento que la ha causado. Deberíamos cambiar nuestros hábitos para que, en el futuro, nadie se enfrente a la misma crisis.

«HACKEAR» NUESTRO PLANETA

Viví en una parte de la Columbia Británica que se llama Sunshine Coast. Allí nació mi hijo. Cuando tenía solo tres semanas, mi marido y yo estábamos despiertos con él a las cinco de la madrugada y vimos algo increíble por la ventana. Mientras mirábamos el mar, divisamos dos aletas negras... ¡Eran orcas! Después vimos dos más.

Nunca habíamos visto una orca en aquella parte de la costa. Desde luego, nunca habíamos visto una a tan pocos metros de la orilla. Ver cuatro fue como un milagro, como si el bebé nos hubiera despertado para asegurarse de que no nos perdíamos esa visita tan excepcional.

Más adelante, me enteré de que un extraño experimento oceánico podría haber tenido algo que ver con ese espectáculo inusual.

En otra parte de la Columbia Británica, un empresario estadounidense llamado Russ George había tirado 120 toneladas de polvo de hierro en el océano desde un barco pesquero alquilado. Su idea era que el hierro fertilizara el océano y alimentara las algas para crear una floración, un incremento grande y repentino en el número de plantas diminutas que flotan cerca de la superficie. Como son plantas, las algas absorberían el dióxido de carbono del aire. George creía que con ello mostraba una manera de capturar carbono y luchar contra el cambio climático.

Afirmó que su experimento oceánico creó una floración de algas de la mitad del tamaño de Massachusetts. Atrajo vida marítima desde todos los puntos de la región, incluso ballenas «a montones», según sus propias palabras. Las orcas son un tipo de ballena que se alimentan de otros peces. ¿Acaso las que vi se dirigían al bufé libre de pescado y marisco que se estaba dando un festín con la floración de algas de George? Seguramente no, pero no dejaba de preguntármelo.

Interferir de forma deliberada en los sistemas naturales de la Tierra se llama «geoingeniería», que quiere decir «manipular la Tierra». El nombre sugiere que nuestro planeta es una máquina con la que se puede trastear para obtener los resultados que queremos.

La gente que quiere probar la geoingeniería dice que ya hemos interferido en los sistemas de la Tierra al arrojar al aire gases de efecto invernadero. ¿Por qué no usar nuestros poderes de interferencia para enmendar ese error?

Elon Musk es el multimillonario fundador de Tesla, una marca de coches eléctricos, y SpaceX, una empresa que lanza cohetes al espacio. En 2018, combinó las dos en una prueba científica que también fue un truco publicitario.

SpaceX tenía que lanzar algo al espacio para poner a prueba su cohete. El objeto escogido para ello fue el coche deportivo Tesla del propio Elon Musk. Él no lo condujo. Tras el volante pusieron a Starman, un maniquí vestido con un traje espacial. El lanzamiento fue un éxito para SpaceX, y ahora el coche rojo y brillante de Musk orbita alrededor del Sol.

Una de las razones por las que Musk ha invertido en los viajes espaciales es que quiere crear una colonia en Marte. Según él, colonizar el vecino de la Tierra es necesario para preservar la raza humana.

Musk teme que en algún momento la Tierra acabe siendo inhabitable para los humanos. La perturbación climática podría arraigar. Un asteroide podría destruirnos a todos. Una guerra mundial devastadora podría convertir nuestro planeta natal en un páramo. Marte sería nuestro plan B. Crear una colonia allí podría evitar la extinción total de nuestra especie. O... simplemente molaría mucho.

Las empresas de Musk están desarrollando una combinación de cohete y nave espacial que él dice que llevará a gente a Marte para empezar una colonia. Mientras tanto, los expertos en ciencia planetaria opinan que, a pesar de que sea razonable que en algún momento podamos mandar a humanos a Marte en misiones científicas, sería un reto enorme vivir allí de forma permanente. Aunque los colonos marcianos resolvieran los grandes problemas de abastecerse de aire, agua y comida, hay otro peligro constante. Nadie sabe si nuestro cuerpo soportaría una exposición prolongada a la radiación solar, tanto en el espacio como en Marte, donde la atmósfera es tan delgada que no la bloquea tanto como en la Tierra.

Pero Elon Musk no es el único que mira a las estrellas en busca de una solución al cambio climático. En enero de 2020, Rand Paul, un senador de Kentucky, mencionó una idea aún más disparatada. Sugirió que deberíamos «empezar a crear atmósferas en lunas y planetas apropiados».

Hacer que otros mundos sean habitables para los humanos se llama «terraformación», que viene de terra, que significa «tierra» en latín. Convertir un planeta extraterrestre en algo parecido a la Tierra es un tema muy recurrente en la ciencia ficción, pero en la realidad puede que sea imposible.

Tal vez Paul estaba bromeando, pero lo triste es que es uno de los muchos políticos que se niegan a aceptar la realidad de que los humanos provocan el cambio climático. Si ellos no creen que la actividad humana puede cambiar el clima de la Tierra, ¿cómo creen que podemos cambiar el de otros mundos?

Una colonia en Marte, o en alguna otra luna o planeta «apropiado», aunque fuera posible, nunca albergaría a toda la especie humana, porque resulta inconcebible por lo caro y difícil que sería transportar a todo el mundo a través del espacio; por no mencionar el aire, el agua y la comida que se necesitarían para sobrevivir. Como mucho, una colonia en otro mundo ofrecería una vida difícil a unos pocos supervivientes escogidos de forma exclusiva.

Mientras tanto, aquí en la Tierra, el resto de la humanidad podemos mantener los pies en el suelo y buscar soluciones que de verdad sean posibles. Necesitamos seguir trabajando para salvar el único planeta que sabemos que puede darnos la vida.

Los geoingenieros piden que se actúe a gran escala para enfriar los efectos del calentamiento global. Aparte de las estrategias para fertilizar el océano, han propuesto ideas para reducir la cantidad de luz solar que llega a la Tierra. Algunas, como poner espejos en el espacio que reflejen la luz del sol, son propias de la ciencia ficción y no muy prácticas. Sin embargo, se ha prestado mucha más atención a la idea de copiar ciertas erupciones volcánicas.

La mayoría de las erupciones volcánicas arrojan ceniza y gases a la capa inferior de la atmósfera. Los gases incluyen dióxido de azufre, que en el aire se combina con vapor de agua y forma ácido sulfúrico. Dicho ácido toma la forma de un aerosol, una neblina de gotitas diminutas que caen a la Tierra. Sin embargo, muy de vez en cuando, una erupción arroja mucho dióxido de carbono a una capa mucho más elevada de la atmósfera. Al cabo de unas semanas, las corrientes de aire transportan aerosoles por todo el planeta.

Las gotitas actúan como espejos diminutos y evitan que el calor del sol llegue por completo a la superficie terrestre. Como resultado, las temperaturas descienden. Si hay una erupción así en los trópicos, los aerosoles pueden permanecer en la capa superior de la atmósfera durante uno o dos años. Pueden causar un enfriamiento global que duraría aún más tiempo.

El monte Pinatubo, en Filipinas, entró en una erupción en 1991 y sembró de aerosoles la capa superior de la atmósfera. Un año después, las temperaturas mundiales descendieron medio grado Celsius. Algunos científicos creen que, si encontráramos la manera de reproducir lo que algunas erupciones hacen de forma natural, podríamos bajar la temperatura de la Tierra y combatir el calentamiento global.

¿Qué podría salir mal? Bueno, los riesgos de la geoingeniería son enormes.

Los cielos azules podrían acabar siendo cosa del pasado. Dependiendo del método que se usara para bloquear el Sol, y de la cantidad, podría ser que una neblina permanente cubriera la Tierra. Por la noche, los astrónomos tendrían dificultades para ver con claridad las estrellas y los planetas. Por el día, sería más difícil producir energía solar limpia porque la luz del sol sería más débil. Es un gran inconveniente porque esta energía limpia y renovable es un camino que, sin duda, nos aleja de los gases de efecto invernadero.

Seguramente, copiar los efectos de grandes erupciones volcánicas también cambiaría las dinámicas del clima y de las lluvias y tendría unos efectos potencialmente desiguales. Los estudios han predicho que ese tipo de geoingeniería, dependiendo de cómo se usara, podría interferir en las lluvias estacionales de Asia y África y provocar inundaciones en algunos de los países más pobres del mundo. En otras palabras, podría poner en peligro las fuentes de agua y de comida de miles de millones de personas. El cambio climático en sí mismo ya nos ha enseñado que, una vez que cambiamos la atmósfera de nuestro planeta, pueden ocurrir muchas cosas inesperadas.

¿Qué pasa si, en cambio, fertilizamos el océano, tal como hizo Russ George en la Columbia Británica? Con ese tipo de geoingeniería, el mar podría volverse verde, pero ese sería el menor de nuestros males. Ya sabemos que el fertilizante y los desechos animales que llegan al océano a menudo crean zonas muertas: partes del océano en las que no hay suficiente oxígeno en el agua para sostener la vida. El fertilizante y los desechos alimentan las floraciones de algas, como la que Russ George creó frente a la costa de Columbia Británica.

Las algas consumen dióxido de carbono y liberan oxígeno, cosa que en principio suena bien. Pero el problema viene de los billones de criaturas marítimas diminutas y peces que se dirigen en bandada a alimentarse de las algas y que también dejan sus desechos en el agua. Entonces, el proceso de descomposición absorbe aún más oxígeno del que las algas han liberado. Como resultado, el agua ya no puede mantener muchas formas de vida marítima. Seguramente, fertilizar el océano perjudicaría más el medio ambiente.

La geoingeniería —o el geohacking, como lo llaman algunos— también plantea cuestiones de justicia. Los gobiernos, las universidades, los inversores privados y las empresas pretenden investigar o regular una serie de proyectos de geoingeniería. A gran escala, esos podrían afectar a todo el mundo.

¿Quién decide si se tiran o no grandes cantidades de fertilizante en el mar o si se arrojan aerosoles al cielo? ¿Podrán votar todos los que se vean afectados? ¿Qué pasa si unos pocos países, o uno solo, o un geoingeniero sin escrúpulos deciden seguir adelante?

A pesar de los riesgos y de los inconvenientes, los investigadores trabajan en planes para probar esquemas de geoingeniería. Pero ¿no sería mejor que cambiáramos nuestro comportamiento y que redujéramos el uso de combustibles fósiles antes de empezar a juguetear con los sistemas básicos que sustentan la vida?

Recortar el uso de combustibles fósiles y reducir nuestras emisiones de gases de efecto invernadero es algo que sabemos que funcionará. Para algunos puede parecer abrumador, porque para hacerlo de forma eficaz debemos cambiarlo todo. Pero ¿no es eso menos abrumador que lo que nos veremos obligados a hacer si no logramos actuar de forma reflexiva contra el cambio climático? Además, recuerda que cambiar considerablemente nuestra manera de hacer las cosas también supone una oportunidad de crear un mundo más justo para todas las personas y más sano para los animales terrestres, acuáticos y aéreos de nuestro planeta.

Ese sí que es un cambio que vale la pena, y el resto de este capítulo te muestra cómo hay gente que ya lo está poniendo en práctica. Al convertir los desastres en trampolines para alcanzar un modo de vida que luche contra el cambio climático, ponen a prueba herramientas que todos podemos usar, y que tú y tu generación podéis construir.

UN ANTIGUO INVENTO DE LA NATURALEZA

Hay una forma de capturar y almacenar carbono que es fácil de hacer, para la que no se necesita una tecnología cara y que aporta muchos beneficios aparte de limpiar el aire.

Es un antiguo invento de la naturaleza que se llama árbol.

Un artículo de 2019 de la revista Science argumentaba que «la restauración de árboles» a escala mundial era una de las mejores maneras de limitar el cambio climático. En él se dice que, si plantáramos árboles para cubrir 900 millones de hectáreas —un poco menos que la superficie de Estados Unidos—, sin incluir las ciudades, las tierras de cultivo y los bosques que ya existen, incrementaríamos un 25 por ciento las zonas boscosas de nuestro planeta. Cuando los árboles crecieran, absorberían y almacenarían una cuarta parte del carbono de la atmósfera.

Sin embargo, hay un problema. Si no actuamos de inmediato, el cambio climático hará que algunas partes de la superficie terrestre estén demasiado calientes, secas o inundadas para que crezcan bosques.

Algunos científicos han cuestionado algunas de las afirmaciones del artículo, pero el argumento general es sólido. Los árboles son un arma poderosa contra los gases de efecto invernadero.

En 2019, Greta Thunberg y yo, junto con el escritor Philip Pullman y muchos otros activistas, artistas y científicos, firmamos una carta que se publicó en internet sobre los beneficios de usar árboles y demás plantas para proteger el clima. Puedes leerla al final de este libro, bajo el título «Una solución natural al desastre climático». En ella, instábamos a los gobiernos del mundo a que trabajaran con las comunidades locales mediante «una estrategia apasionante pero olvidada, destinada a evitar el caos climático a la vez que a proteger el mundo vivo».

Los ecosistemas son las herramientas naturales que nuestro planeta tiene para expulsar el exceso de carbono del aire, porque en todos los ecosistemas las plantas absorben CO2 y liberan oxígeno. No solo los bosques, sino también los humedales, las praderas, los pantanos e incluso los fondos marinos naturales extraen el carbono y lo almacenan. También son el hogar de muchos seres vivos con los que compartimos el planeta y que ahora se enfrentan a una extinción masiva por culpa de nuestras actividades. Nuestro objetivo debería ser proteger, restaurar y hacer crecer esos ecosistemas vitales mientras trabajamos para que nuestras industrias y nuestro modo de vida no dependan tanto del carbono.

Eso es algo que podemos hacer ahora mismo. Sería maravilloso que el mundo se uniera en un gran proyecto para plantar árboles, pero hasta que no llegue el momento podemos actuar por nuestra cuenta, en cualquier trozo de tierra que tengamos. Los árboles albergan pájaros e insectos, son fuente de alimento (al menos, ciertos tipos de árboles) y un símbolo de esperanza en el futuro, ya que tardan mucho en crecer. Plantar un solo árbol y ocuparse de él ya es una forma de decir: «Yo también creo en ese futuro».

ILUMINAR EL CAMINO

En septiembre de 2017, un poderoso huracán azotó Puerto Rico. El huracán María golpeó la isla caribeña con fuertes vientos y lluvias intensas. Después de que la ira de la tormenta amainara, la gente salió de casa para evaluar los daños.

En el pueblecito montañero de Adjuntas, se quedaron sin agua ni electricidad, como en gran parte del resto del país. Pero Adjuntas también se había quedado completamente aislado. Todas las carreteras estaban bloqueadas con montículos de barro proveniente de los picos o con marañas de ramas y de árboles caídos.

Sin embargo, en Adjuntas había un punto luminoso. Justo al lado de la plaza mayor, la luz brillaba a través de las ventanas de un gran edificio rosa. En medio de la oscuridad espantosa, el edificio resplandecía como un faro.

Lo que vi en Puerto Rico después del huracán me recordó a lo que había visto en Nueva Orleans después del huracán Katrina. Pero una parte de la isla, la casa rosa y brillante, daba una sensación diferente. Pronto me enteré de que algo nuevo y esperanzador ocurría a su alrededor.

El edificio era un centro comunitario y la sede de un grupo ecologista. Hacía veinte años, una familia de científicos y de ingenieros había fundado la Casa Pueblo. En el tejado habían puesto paneles solares que capturaban la energía del sol y la transformaban en electricidad. En aquel entonces, seguro que habían parecido algo futurista y alternativo. Pero, con los años, la Casa Pueblo había actualizado los paneles y había usado la abundante luz solar de la isla.

A diferencia de los postes eléctricos que se habían venido abajo por toda la isla, los paneles solares habían logrado sobrevivir a los vientos y a los árboles caídos del huracán María. Después de la tormenta, en medio de aquel mar de oscuridad, la Casa Pueblo era el único lugar en kilómetros a la redonda que aún tenía electricidad.

Los habitantes de las montañas de Adjuntas se dirigieron hacia la luz cálida y acogedora. Las agencias oficiales de socorro tardarían semanas en aportar ayuda significativa, así que la comunidad organizó sus propios servicios de asistencia. La casa rosa se convirtió enseguida en el centro neurálgico. La gente reunía agua y comida, lonas para montar refugios temporales y motosierras para limpiar las calles. El inestimable suministro de energía solar se usaba para cargar los móviles.

La Casa Pueblo también se convirtió en un hospital de campaña que salvó vidas. Las salas bien ventiladas se llenaron de gente mayor que necesitaba electricidad para alimentar su máquina de oxígeno. Gracias a los paneles solares, la emisora de radio del centro pudo seguir transmitiendo. La tormenta había roto los cables de alta tensión y las torres de telecomunicaciones, así que esta era la única fuente de información de la comunidad.

Llegué a Puerto Rico unos meses después de todo eso. Había ido a ver cómo se lidiaba con el desastre. Visité la costa sur de la isla, que alberga mucha de su industria. La gente de allí había sufrido algunos de los efectos más crueles del María. Los barrios poco elevados estaban inundados. Se temía que la tormenta hubiera removido los productos químicos tóxicos de las centrales eléctricas y de otras fábricas cercanas. Aunque la zona tenía dos de las mayores centrales eléctricas de la isla, mucha gente seguía viviendo a oscuras.

Aquel mismo día, más tarde, el estado de ánimo sombrío cambió mientras conducíamos entre montañas hacia la Casa Pueblo. Sus puertas abiertas nos dieron la bienvenida. Bebimos café de la propia plantación del centro, gestionada por la comunidad. En lo alto, la lluvia tamborileaba sobre los valiosos paneles solares. Fue como traspasar un portal y entrar en otro mundo, en un Puerto Rico donde todo funcionaba y donde había optimismo.

Esos paneles solares ya no parecían una tontería. De hecho, parecían la mejor opción para sobrevivir a un futuro que seguro que traerá más impactos drásticos como el huracán María, que fue una tormenta sobrecargada por culpa del cambio climático.

LA LUCHA POR EL PARAÍSO

El aumento de las temperaturas causado por el cambio climático hizo que el huracán María fuera extremadamente potente, pero mucho antes de que llegaran esos vientos feroces, Puerto Rico tenía otros problemas.

Puerto Rico no es un país. Es un territorio no incorporado de Estados Unidos, lo que significa que su gente no tiene los mismos derechos que los estadounidenses. No pueden votar en las elecciones federales, y el Gobierno, en general, trata la isla como un modo de ganar dinero.

Puerto Rico, también debido a que es una colonia, no diseña su propia economía. La isla importa un 85 por ciento de la comida, aunque tenga uno de los suelos más fértiles del mundo. Antes del María, el 98 por ciento de su energía provenía de la importación de combustibles fósiles, aunque con el sol, el viento y las olas podría producir energía limpia, barata y renovable. Había muchas otras formas en las que la economía de Puerto Rico se había montado para servir a otros y, por esa razón, había acumulado grandes deudas que se tenían que pagar a acreedores de fuera de la isla.

En 2016, empezó un nuevo capítulo problemático en la isla, cuando Estados Unidos creó un programa que trajo más sufrimiento económico. La ley aseguraba que la deuda de Puerto Rico se haría más llevadera y que se agilizarían los proyectos de infraestructura y de desarrollo de la isla. En realidad, lo que hacía era atacar el cemento que mantiene la sociedad unida: la educación, la atención sanitaria, los sistemas de agua y de electricidad, las redes de comunicación y demás; todo para reducir costes y saldar las deudas.

No es de extrañar que la ley no ayudara a los puertorriqueños. Se creó una junta de administradores a los que nadie había votado para que se encargaran de supervisar la economía del territorio. Para liberar fondos y pagar las deudas de Puerto Rico, la junta aprobó un plan de austeridad que recortó el presupuesto destinado a los servicios públicos. El programa económico empeoró la mala situación en la que se encontraba Puerto Rico. Entonces, llegó el bramido del huracán María.

La tormenta fue tan potente que habría hecho que incluso la sociedad más robusta se tambaleara. Puerto Rico no solo se tambaleó. Se rompió.

Como resultado del huracán María, unas 3.000 personas perdieron la vida. Algunas desaparecieron en medio de la furia de viento y agua. Sin embargo, la mayoría de las muertes sucedieron después. La gente no podía conectar los equipos médicos porque pasaron meses sin electricidad. Algunos no tenían más remedio que beber agua contaminada. Los sistemas de salud no tenían medicinas para tratar las enfermedades. Dichas tragedias mostraron que todos los niveles de gobierno encargados de proteger a los puertorriqueños, en la isla y en Washington D. C., habían fracasado a la hora de implementar sistemas fuertes con los que suministrar servicios esenciales en caso de emergencia.

En Nueva Orleans, el huracán Katrina había evidenciado las mismas debilidades en preparación para emergencias y en respuesta frente a desastres. Ahora, en Puerto Rico, problemas similares iban apareciendo mucho después del desastre en sí.

El María, aparte de destrozar las infraestructuras de la isla, dañó las vías de suministro de comida y de combustible. De la misma manera que había sucedido doce años atrás en Nueva Orleans, en Puerto Rico los servicios federales de asistencia en caso de emergencia fueron un completo desastre. Se cerró un contrato para proporcionar treinta millones de raciones de comida con una empresa de Georgia que tenía un historial lleno de fracasos y una plantilla de una sola persona. Una compañía energética de Montana con solo dos empleados (y vinculada al Ministerio de Interior de Estados Unidos) consiguió un contrato de 300 millones de dólares para ayudar a reconstruir la red eléctrica. Los contratos se anularon al cabo de un tiempo, pero debido a esos y a otros fallos, los suministros de comida y de materiales de reparación eléctricos, que se necesitaban con urgencia, pasaron meses inutilizados en almacenes.

Así que, mucho después de la tormenta, los puertorriqueños de a pie seguían viviendo con linternas y luchando contra la depresión y la miseria porque, de nuevo, el Gobierno había usado un desastre como oportunidad para repartir contratos corporativos.

Al igual que el huracán Katrina, el María fue más que un desastre natural. Fue una tormenta sobrecargada por culpa del cambio climático que azotó a una sociedad a la que se había debilitado de forma deliberada con decisiones gubernamentales que habían dado más peso al hecho de pagar las deudas que al bienestar de la gente y de sus comunidades.

Los servicios de asistencia escasos y tardíos evidenciaron el poco valor que aquellos que estaban en el poder daban a la vida de los isleños, que, en su gran mayoría, eran pobres, hispanohablantes y descendientes de esclavos y de gente indígena. Sin embargo, el mismo año, ciertas comunidades de Florida y de Texas recibieron más ayuda de forma más inmediata después de sufrir huracanes devastadores similares.

Pero, aunque parezca que la historia del huracán María fue solo otro ciclo de negligencia, abandono y capitalismo del desastre, algo que por desgracia resulta familiar, hay esperanza. Puerto Rico se convirtió en algo más que el escenario de una tragedia. También se convirtió en un campo de batalla de ideas. Por un lado estaba el habitual capitalismo del desastre, que trataba a Puerto Rico como había tratado a Nueva Orleans. Por el otro, estaban los puertorriqueños, que luchaban por sobrevivir, pero que también hacían las cosas de forma diferente.

La Casa Pueblo, la luz en la oscuridad después de la tormenta, muestra el camino que podrían tomar los puertorriqueños —y otros alrededor del mundo— para conseguir un futuro más seguro.

Para una activista de Bayamón, Puerto Rico, la pasión medioambiental empezó a una edad muy temprana. Amira C. Odeh Quiñones recuerda hacer esnórquel en un arrecife de coral cuando tenía seis años. Dice que para cuando cumplió doce el arrecife «ya no existía».

En 2017, cuando el huracán María azotó Puerto Rico, Odeh Quiñones tenía unos veinticinco años. «Vi la destrucción y cuánto dependíamos de las importaciones porque, cuando los puertos cerraron durante unos días, nos quedamos sin comida. Las calles por las que había caminado toda mi vida estaban irreconocibles. Era aterrador ver que, día tras día, nada mejoraba.»

Para centrarse en la justicia climática y social después del María, Odeh Quiñones organizó una filial de 350.org, un grupo que se describe como «un movimiento internacional de gente corriente que trabaja para terminar con la era de los combustibles fósiles y para construir un mundo en el que haya energía renovable y comunitaria para todo el mundo». Yo formé parte de la junta de dirección hace muchos años. Además, en su trabajo medioambiental se incluye una exitosa campaña para acabar con la venta de agua embotellada en el campus de la Universidad de Puerto Rico.

Además del problema del cambio climático, Odeh Quiñones quiere ver que se hace justicia con la población de la isla, ya que siguen luchando por recuperarse del huracán María. Señala que los daños de la tormenta que aún perduran han arruinado vidas. «En las comunidades costeras o en los pueblos de montaña todavía hay miles de hogares destruidos —dice—. No solo sigue habiendo infraestructuras rotas, sino también familias rotas... La recuperación mental y emocional no se ha alcanzado aún.»

Odeh Quiñones afirma que la toma de decisiones sobre el futuro de Puerto Rico debe incluir a toda su gente. «Se debe incluir a los locales en la conversación porque cualquier política que se decida será clave para que sobrevivamos.» Tiene razón. Es más probable que las decisiones se acepten y funcionen cuando la gente que vivirá con ellas tenga la oportunidad de configurarlas, en vez de que alguien diga desde arriba o desde fuera lo que se debe hacer. Tanto en caso de secuelas después de un huracán como frente al cambio climático, se debe escuchar a los más afectados.

APRENDER DE LA CASA PUEBLO

Cuando visitamos la Casa Pueblo, vi la emisora de radio y el cine que habían abierto tras la tormenta. Había un jardín de mariposas y una tienda donde se vendían productos de artesanía local, así como el popular café de la Casa Pueblo. Había unas imágenes en la pared que mostraban escenas de la escuela en el bosque, donde el centro educa al aire libre. También mostraban una protesta en Washington D. C. que había detenido un proyecto de construcción de un gasoducto en las montañas cercanas.

Arturo Massol-Deyá, biólogo y presidente de la junta directiva de la Casa Pueblo, me dijo que el huracán había cambiado su visión sobre lo que era posible. Durante años había presionado para que Puerto Rico sacara más energía de fuentes renovables, como paneles solares y turbinas eólicas. Debido a que la isla dependía de combustibles fósiles importados y de pocas estaciones centralizadas que producían energía, había avisado de la posibilidad de que una gran tormenta se cargara la red eléctrica.

Y ocurrió.

Tras María, todo el mundo entendió los riesgos sobre los que había hablado Massol-Deyá. El colapso del viejo sistema lo ayudó a defender la energía renovable. Pero incluso los paneles solares y las turbinas eólicas se pueden estropear en caso de tormenta. Eso puede resultar un problema si la energía proviene de grandes centrales solares y eólicas que mandan electricidad a largas distancias a través de líneas que pueden venirse abajo. La gente empezó a entender que un sistema formado por pequeños sistemas de energía locales, como el de la Casa Pueblo, puede producir electricidad justo en el lugar donde esta se usa.

Después de la tormenta, la Casa Pueblo repartió 14.000 linternas solares para difundir los beneficios de este tipo de energía. Esas cajitas se dejaban en el exterior durante el día para capturar y almacenar la energía del sol. Por la noche, creaban focos de luz.

El centro también distribuyó neveras solares a las casas que aún estaban sin electricidad meses después de la tormenta. Ahora, la Casa Pueblo ha empezado una campaña para pedir que la mitad de la energía de Puerto Rico provenga del sol.

Muchos de los puertorriqueños con los que hablé dicen que el huracán María es su profesor. La tormenta enseñó a la gente lo que no funcionaba, pero también lo que sí funcionaba: no solo los paneles solares, sino también las pequeñas haciendas ecológicas que usaban métodos de agricultura tradicionales, que resistieron mejor que la agricultura industrial moderna a las inundaciones y al viento. Además, a diferencia de la comida importada, los productos de las haciendas locales estaban disponibles incluso cuando el transporte de larga distancia se vio interrumpido.

De la noche a la mañana, todo el mundo vio lo peligroso que era para esa isla fértil haber perdido el control de su sistema agrícola. Pero en las comunidades que aún tenían haciendas tradicionales, la gente también pudo ver que la agricultura antigua y con conciencia ecológica no era una reliquia pintoresca del pasado. Era una herramienta crucial para sobrevivir al futuro.

La tormenta evidenció la importancia de tener unas relaciones comunitarias profundas, incluso de tener lazos con los puertorriqueños que vivían fuera de la isla. Mientras el Gobierno seguía cometiendo fallos, las personas se las arreglaron para socorrerse las unas a las otras.

Después del María, decenas de organizaciones de Puerto Rico se unieron para exigir un cambio. Bajo el lema de Junte Gente, pidieron que se pasara de forma justa y equitativa a la siguiente economía, una economía reconstruida. Querían que esta se basara en la comunidad, en la energía limpia y en nuevos sistemas educativos, de transporte y de alimentos que de verdad estuvieran al servicio de los puertorriqueños; lo que no querían era una simple copia reforzada del viejo sistema.

Los desastres como los huracanes perturban la vida cotidiana. A menudo, después de un desastre, es necesario reconstruir una comunidad o incluso un país. Como viste en el capítulo 3, algunos consideran las perturbaciones y las reconstrucciones como oportunidades para hacer que los ricos se hagan más ricos. Pero la reconstrucción posterior a un desastre puede ir hacia la dirección opuesta. Puede ser una oportunidad para llevar a cabo ideas que antes parecían imposibles. Puede ser una oportunidad para cambiar las formas antiguas y dañinas en que hemos estado haciendo las cosas, así como una oportunidad para planear un futuro con el que afrontar mejor los impactos del cambio climático y también otras crisis como las pandemias.

ECOLOGIZAR GREENSBURG

Al igual que Puerto Rico, el pueblo de Greensburg, Kansas, acabó devastado por un desastre. A diferencia de la isla caribeña, este municipio tenía independencia política y recibió la ayuda económica necesaria, no solo para reconstruirse, sino para reinventarse como una comunidad que miraba hacia el futuro y no hacia el pasado.

Una noche de mayo de 2007, un tornado casi borró Greensburg del mapa. No fue una tormenta común, ya que fue lo bastante grande y potente como para que lo llamaran un supertornado. Sus vientos alcanzaron la vertiginosa velocidad de 330 kilómetros por hora. Al tocar el suelo, tenía unos 2,7 kilómetros de diámetro, una extensión mayor que la del propio pueblo.

La gente que vive en Kansas sabe de tornados. Cuando aquella noche sonaron la sirenas de alarma en Greensburg, los residentes se refugiaron en los sótanos o en los lugares más seguros que encontraron. Para los clientes de la tienda de una gasolinera, por ejemplo, el lugar más seguro fue dentro de la cámara frigorífica.

Los rayos y una fuerte ráfaga de granizo precedieron al tornado. A continuación, la nube en forma de embudo cruzó lentamente el municipio. Cuando terminó, el 95 por ciento de los edificios de Greensburg estaban destruidos o dañados. Once personas murieron. Otras sesenta resultaron heridas.

Más tarde, cerca de la mitad de los 1.500 habitantes que más o menos tenía el pueblo se mudó a otro sitio. Los que se quedaron se reunían en tiendas para hablar sobre cómo reconstruir su comunidad.

«El principal tema que se trataba en las reuniones era el de quién éramos y cuáles eran nuestros valores. A veces no estábamos de acuerdo, pero lo aceptábamos y siempre nos tratábamos de forma civilizada», dijo Bob Dixson, el alcalde de Greensburg de entonces. Al igual que otra gente que vive en la zona rural, Dixson proviene de una larga estirpe de agricultores. Añadió: «No olvidemos que nuestros antepasados administraban la tierra. Los míos vivían en las casas ecológicas originales: las de tepe. Aprendimos que lo único verdaderamente ecológico y sostenible en la vida es cómo nos tratamos los unos a los otros».

Así que Greensburg decidió reinventarse como un pueblo verde y respetuoso con el medio ambiente. Con la ayuda de subvenciones gubernamentales para la asistencia en caso de desastre, de organizaciones sin ánimo de lucro y de los negocios locales que construyeron una gran turbina eólica, Greensburg se convirtió en un modelo de vida sostenible.

Sus nuevos edificios públicos cumplen con los más altos estándares del sistema de clasificación LEED (Liderazgo en Diseño Energético y Ambiental), un programa que certifica el respeto por el medio ambiente. El sistema de clasificación LEED evalúa características como, por ejemplo, si la ubicación de un edificio es la más óptima para el medio ambiente local, si usa la energía y el agua con eficiencia y si está hecho de materiales sostenibles producidos o extraídos sin destruir recursos limitados. Media docena de las estructuras de Greensburg, incluidos el nuevo hospital y la nueva escuela, tienen la certificación platino, que es la de nivel más alto.

Los estudiantes formaron parte del proceso de planificación. Tenían ideas sobre su nueva escuela y no dudaron en compartirlas. Uno de los arquitectos que trabajó en la reconstrucción dijo: «Si no fuera por la clara aportación de la juventud, el centro sería una escuela regional cualquiera situada a dieciséis kilómetros del municipio, en un terreno que el consejo escolar compró una semana después de la tormenta. Pero, debido a que la próxima generación vio necesario un cambio y tuvo el deseo de defenderlo, ahora la escuela es un ancla para la comunidad y está situada en la calle mayor, donde transforma la educación a la vez que añade vitalidad al pueblo».

Greensburg se alimenta de energía limpia y renovable, que en gran parte proviene del viento. La fuerza de la naturaleza que casi acabó con él ahora activa turbinas grandes y pequeñas que alimentan los negocios, los edificios públicos y las haciendas.

Esa atrevida reinvención ha beneficiado al municipio de muchas maneras. Una es el dinero que se ha ahorrado con las fuentes de energía renovable. El hospital gasta un 59 por ciento menos de energía que un hospital común del mismo tamaño, y la escuela ahorra un 72 por ciento. Otro beneficio es que seguramente al pueblo le vaya mejor en caso de que lo golpee otro tornado. Los métodos con los que se han construido las casas y los pisos, como poner balas de paja en el interior de las paredes, no solo ahorran energía, sino que lo más probable es hagan que las estructuras resistan mejor los vientos fuertes.

Aunque la población de Greensburg sigue siendo menor que antes del tornado, el pueblo tiene una gran influencia. La historia de su ecologización se ha contado en libros, en artículos, en dos miniseries documentales y en el Congreso. Allí acuden proyectistas de otras partes del país para ver cómo se hace, así como gente joven que está aprendiendo a vivir de forma ambientalmente sostenible.

Greensburg demostró el poder que tiene la toma de decisiones compartida a nivel comunitario. Demostró que unas personas que habían sufrido una pérdida terrible tenían el valor de volver a empezar de una manera diferente, de cara al futuro. Otra de las lecciones de Greensburg es que pensar en grande es poderoso y eficiente. Si cada individuo hubiera reconstruido su casa y su negocio con ventanas y electrodomésticos energéticamente eficientes, los cambios habrían sido buenos. Pero el hecho de pensar a mayor escala y de imaginar un tipo de pueblo completamente diferente, hizo que la gente de Greensburg fuera capaz de conseguir el apoyo y los fondos necesarios para marcar una diferencia mucho mayor en la lucha contra el cambio climático.

¿Y si existiera una forma de ayudar a que muchos pueblos y ciudades fueran un poco más como Greensburg, pero sin esperar a que los desastres los machacaran primero? ¿Y si tuviéramos un plan para difundir las lecciones de la Casa Pueblo a nivel nacional o mundial?

Sigue leyendo... Hay una manera.