PAISAJE GUIPUZCOANO

Suspende, mi caro amigo,

tus pasos por un instante:

no está la ermita distante,

y apenas las cinco son.

Ven a admirar —bajo el toldo

de aquellos verdes ramajes—

los pintorescos paisajes

de esta encantada región.

Mira a tus pies ese río,

cuyas herbosas orillas

millones de florecillas

cubren, difundiendo olor;

y desde el borde escarpado

oye las mansas corrientes

deslizarse transparentes

con soñoliento rumor.

Hileras de álamos blancos,

que el hondo cauce sombrean,

sus altas copas cimbrean

del viento al soplo fugaz;

mientras pescan silenciosos,

con luengas cañas y anzuelos,

dos vigorosos chicuelos

de viva y morena faz.

Mira en torno cuál se extienden

cuadros de trigos dorados,

por ricas franjas cortados

de verde-oscuro maíz;

y esos tan varios helechos

—fieles hijos de las sombras—

que prestan al bosque alfombras

de primoroso matiz.

¿Ves allá los caseríos

—que siembran el valle a trechos—

levantar sus rojos techos

de entre el verde castañar?

¿Ves cuál visten sus paredes

de parra lindos festones,

y cómo van los gorriones

sus racimos a picar?

Mas que ya las chimeneas

despiden humo, repara,

anunciando se prepara

la cena del segador;

y a las vacas lentamente

mira bajar de esos cerros,

llamando con sus cencerros

al perezoso pastor.

Mas, ¡oh!, ¡ve! También desciende,

saltando por entre breñas,

turba de niñas risueñas

que acá parece venir.

Sí; no hay duda: ramilletes

nos ofrecen con empeño...

¿Comprendes tú, caro dueño,

lo que nos quieren decir?

¡Ah!, sabe que esos perfumes,

que rinden cual homenaje,

sólo son mudo lenguaje

de un triste y constante afán;

pues —con rara poesía—

el mendigo guipuzcoano,

cubre de flores la mano

que tiende pidiendo pan.

Acepta al punto, ¡querido!

¿Quién hay que negarse pueda

a cambiar una moneda

por cada hermoso clavel?

Venid, niñas, cada tarde;

yo en el trueque me intereso,

y si al ramo unís un beso

garante os salgo de él.

¡Pero no entienden!... ¡Se alejan!

Mira por esos barrancos

saltar, desnudos y blancos,

sus breves y lindos pies...

Se detienen, se sonríen

viendo en mi pecho sus ramos,

y ligeras como gamos

desaparecen después.

Mientras tanto las montañas

sus picachos desiguales

van envolviendo en cendales

de gualda, azul y arrebol,

y en su carro majestuoso

—surcando el tibio occidente—

hunde a su espalda la frente,

cansado de vida, el sol.

A su postrera mirada

y a su postrera sonrisa,

suspiros vuelve la brisa,

perfumes vuelve la flor,

y llanto puro los cielos

vierten en el valle umbrío,

que lo convierte en rocío

de delicioso frescor.

¡Oh!, ¡mira! Ya por las faldas,

que cubren altos castaños,

bajando van los rebaños

para acogerse al redil...

Ya los niños sus anzuelos

han recogido y su pesca,

y se van armando gresca

con regocijo infantil.

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