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ANTES de darme su bendición, mi padre me hizo algunas recomendaciones. Dijo que la capital estaba llena de peligros y que era necesario andar con los ojos bien abiertos. Debía cuidarme de que no me atropellara un tranvía eléctrico, de las malas compañías, de las mujeres de sonrisa fácil, de las obras de teatro impúdicas, de los billetes falsos, de los tónicos milagrosos que vendían en la calle, de los perros con rabia y, sobre todo, de los maleantes que aprovechaban cualquier descuido para robarle al prójimo los calcetines sin quitarle los zapatos.

Muy a pesar de eso, en cuanto bajé del tren, en la estación de San Lázaro, no pude evitar distraerme ante el espectáculo que se ofreció ante mis ojos. Era viernes y una pintoresca multitud entraba y salía del andén. Había hombres y mujeres de pueblo esforzándose con bultos y canastas, incluso algunos trajinaban con guajolotes y gallinas. También vi familias de buena traza seguidas por cargadores que transportaban sus baúles en carretillas. Un hombrecillo con barba de chivo hacía retratos a lápiz, a centavo cada uno, y un poco más allá, un loco vociferaba de modo incomprensible. Una señorita de abriguito blanco, custodiada por una matrona enorme, me lanzó una fugaz mirada azul al pasar.

Afuera de la estación esperaban tranvías tirados por mulas, carruajes particulares y de alquiler, así como algunos automóviles. Pasé junto a varios puestos de comida donde se vendía fruta, cerveza, pulque, agua de horchata, pan, enchiladas… Al permanecer demasiado cerca de uno de los atrayentes fogones, el vapor de una olla me empañó las gafas, así que puse una de mis maletas en el suelo para poder limpiar los cristales.

Si hubiera estado más atento, tal como me recomendó mi padre, habría visto acercarse a un sujeto de camisa azul y gorra calada hasta las orejas. El tipo me dio un empujón al pasar a mi lado y me hizo caer, para luego tomar mi maleta e iniciar una veloz carrera. La sorpresa me impidió reaccionar. Me quedé en el suelo sin saber qué hacer. A tientas recogí mis gafas del piso.

—¡Deténganlo! ¡Es un ladrón! —grité.

Varios transeúntes voltearon, mientras yo señalaba con desesperación hacia donde se alejaba el hombre de la camisa azul, pero nadie intentó darle alcance. Quise ir tras él, pero me ancló el no saber qué hacer con la otra maleta, la cual era bastante pesada.

—No se preocupe, patrón, yo le cuido sus cosas para que alcance a ese sinvergüenza —dijo un tipo que apareció a mi lado.

Miré al desconocido y, en mi desamparo, estuve a punto de aceptar su ofrecimiento. Era un individuo alto y flaco, con los ojos hundidos. Mientras extendía el brazo para confiarle mi equipaje, algo en su mirada —no sabría decir qué— me hizo recelar. No me pregunten cómo, quizá fue solo intuición, pero supe lo que ocurriría: en cuanto le diera mi maleta y corriera tras el ratero, él se iría con mis pertenencias en dirección contraria. Seguramente era cómplice del otro.

¿Qué debía hacer? Si me daba prisa, quizás alcanzara al hombre de la camisa azul, pero ello significaría perder mi otra maleta. Si, por el contrario, permanecía ahí conservaría lo que me quedaba, pero jamás recuperaría el resto. Lo más prudente era no hacer nada y dar por perdida la primera maleta. Sin embargo, en ella iba mi máquina de escribir Blickensderfer, un regalo de mi padre y mi posesión más valiosa. No estaba dispuesto a olvidarme de ella.

Mi cerebro trabajó como una locomotora. En menos de un segundo supe lo que debía hacer. Era un riesgo, pero debía correrlo.

Le agradecí al tipo su atención y le entregué mi maleta. Luego emprendí la carrera, simulando ir tras el ratero. Sin embargo, al dar la vuelta a la primera esquina me detuve y, tras ocultarme entre la multitud, miré hacia atrás. Tal como lo había sospechado, aquel hombre tomó mis cosas y emprendió la huida. El peso de la maleta le impedía moverse con prontitud por lo que no me resultó difícil seguirlo. Supuse que iría a reunirse con su compinche. Quizás abordaría algún transporte. En lugar de eso siguió corriendo y cruzó a trompicones la calle. Más adelante atravesó un sembradío de maíz y se dirigió hacia un conjunto de barracas. De vez en cuando volteaba para ver si alguien lo seguía. Por fortuna no advirtió mi presencia. Avanzó entre las casuchas, las cuales formaban un laberinto de pobreza y suciedad. En un recodo lo perdí de vista. Supuse que había entrado en alguna de aquellas chozas improvisadas, pero no sabía en cuál.

Volví corriendo a la estación y busqué a alguien con autoridad. Vi entonces, recargados en una columna, a dos gendarmes que al parecer tomaban atole. Atropelladamente y casi sin aliento, les conté lo ocurrido y les rogué que me ayudaran. Me miraron con indolencia. Dijeron que no podían abandonar sus puntos de vigilancia. Insistí, pero no logré nada. Me recomendaron ir al cuartel de policía más cercano y hacer la denuncia.

—¡Para entonces ya será muy tarde! —exclamé—. Debemos actuar de inmediato.

Sin medir las consecuencias comencé a increparlos. Se irritaron, pero no me contuve. Les dije que su deber era resguardar a los ciudadanos y no estar perdiendo el tiempo.

—Cálmese usted, o tendremos que detenerlo por alterar el orden y por faltas a la policía —me dijo en tono amenazante uno de los genízaros.

Algunos curiosos se detuvieron, entre ellos un militar. Por sus galones supe que se trataba de un teniente. Me pareció haberlo visto en el tren, aunque no estaba del todo seguro.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó.

Le informé que me habían robado el equipaje y que creía saber dónde se escondían los bandidos. También le dije que los gendarmes no querían auxiliarme para recuperar mis pertenencias.

—Lléveme a donde se ocultan esos ladrones —ordenó el oficial, al tiempo que desenfundaba su pistola y verificaba que estuviera cargada.

—Un momentito —intervino uno de los gendarmes—. Dese cuenta, mi teniente, que este es un asunto del fuero común. Acuérdese que un militar no puede intervenir.

—Eso está por verse, caballeros, pues, al parecer, están demasiado ocupados para atender este asunto —respondió el oficial mirando con intención los sendos jarros de atole que aún sostenían los policías.

—Mire, estábamos interrogando al joven aquí presente. ¿Quién nos asegura que dice la verdad?

—¡No estoy mintiendo! —me defendí.

—Estamos perdiendo el tiempo —interrumpió el militar y, luego, dirigiéndose a los gendarmes, agregó—: Si no les resulta demasiado molesto, pueden acompañarnos.

De esta manera, el militar, los dos policías y varios curiosos me siguieron hacia las barracas. Al vernos llegar, algunas personas de aquel miserable chiquero salieron de sus viviendas, pero en cuanto advirtieron que en el grupo figuraban un militar y dos policías, volvieron a encerrarse en sus chozas.

Finalmente nos detuvimos en el lugar donde perdí de vista al ladrón. Había varias viviendas donde podía estar escondido, pero ignoraba en cuál. Una indígena desharrapada y descalza nos miraba en silencio. Me acerqué a ella y rápidamente le describí a los dos sujetos. Luego le pregunté si los había visto. No respondió. Quizá la presencia de tanta gente la intimidaba, o tal vez no hablaba español. Sin embargo, aunque no pronunció palabra alguna, noté que miraba con nerviosismo hacia una de las casuchas.

—¡Debe ser allí! —informé a los demás y corrí hacia el lugar.

Mi intención era tocar hasta que alguien abriera, pero el teniente tenía otros planes. Se adelantó y, cargando con el hombro, echó abajo el mugriento tablón que hacía las veces de puerta. Entre la penumbra distinguí una cama, una mesa desvencijada y varias sillas burdas. En una de las paredes colgaba un grabado de la Virgen.

En la habitación había una mujer con un niño en brazos. También estaban los dos tipos que me habían robado: el de camisa azul y el flaco de los ojos hundidos. Se encontraban en cuclillas sacando las cosas de mis maletas y examinándolas. Parte de mi ropa estaba esparcida en el suelo. El flaco tenía en sus manos mi máquina de escribir. Ambos se quedaron inmóviles en cuanto nos vieron.

—¡Quietos! —ordenó el teniente.

—¡Están detenidos! —exclamó uno de los gendarmes.

Los ladrones se pusieron de pie con actitud desafiante. El flaco levantó mi preciada Blickensderfer, como si fuera a lanzarla contra nosotros. Eso me horrorizó. No obstante, en cuanto vieron las armas apuntándoles, decidieron recular. Su semblante hostil cambió, volviéndose medroso. Servilmente suplicaron que no les hiciéramos daño. El bebé comenzó llorar.

Los gendarmes intervinieron para aprehender a los ladrones, mientras yo me dirigí a donde estaban mis cosas y comencé a examinar mi máquina para comprobar que no tuviera ningún daño. Los curiosos que nos habían acompañado también quisieron entrar, pero el militar los echó fuera.

—Espero que no le falte nada —señaló con amabilidad.

—Creo que está todo —respondí, aunque no estaba seguro—. Le agradezco su ayuda, señor… perdón, teniente…

—Martín Urdaneta, teniente de caballería —dijo con aplomo.

—Muchas gracias. Mi nombre es Tristán Quintanilla. No sé qué hubiera hecho sin su ayuda. Me siento en deuda con usted, estoy para servirle.

—Olvídelo. Lo importante es que todo salió bien. Es mejor que en lo sucesivo tenga más cuidado.

Todos regresamos a la estación con los ladrones maniatados. Los policías actuaban con ridícula suficiencia, como si el arresto hubiera sido iniciativa suya, y no del teniente. Cada dos pasos propinaban empellones y golpes mal disimulados a los detenidos aunque estos no opusieran resistencia.

El jefe de la estación fue enterado de los hechos y gestionó lo necesario para que resguardaran a los delincuentes. Una vez que recuperé mis pertenencias no deseaba otra cosa que irme lo más pronto posible de allí. Estaba exhausto y hambriento. Sin embargo, se me informó que debía acompañar a las fuerzas del orden al cuartel de policía para relatar cómo había ocurrido todo y firmar la denuncia policial.

Volví a agradecerle al teniente su ayuda. Él se despidió cortésmente de mí y se retiró mientras yo me quedaba a esperar la conclusión del papeleo. Allí estuve casi dos horas, tiempo durante el cual repasé lo ocurrido. Me sentía orgulloso de mí mismo. Nunca me he considerado valiente; sin embargo, había logrado recuperar mis cosas en lugar de quedarme con los brazos cruzados, lamentándome del robo.

También pensé en los hombres que me habían arrebatado mis cosas. Eso me hacía sentir una inexplicable incomodidad. Ambos ladrones merecían la cárcel, eran bandoleros. No obstante, el recuerdo de la casucha en la que vivían, la mujer con el pequeño, el grabado con la Virgen y el lamentable estado de la vivienda me provocaban tristeza. Sentí pena por ellos.

Finalmente, a eso de las seis de la tarde, llegaron dos vehículos. En uno subieron al de la camisa a azul y al flaco. Yo abordé el otro. Durante el camino uno de los gendarmes, de manera comedida, me dijo que, por favor, no mencionara nuestra discusión, ni la intervención del militar; sus superiores podrían malinterpretar los hechos al conocer aquellos detalles. Respondí que no diría nada y nos estrechamos la mano sellando el acuerdo. Se llamaba Apolinar. Después de un tiempo tendría la oportunidad de cobrarme aquel favor.

Cuando llegamos al cuartel de policía, de nueva cuenta me vi obligado a relatar los hechos. Mientras hablaba, un escribiente consignaba todos los detalles. Más adelante tendría que ratificar las acusaciones ante el agente del ministerio público en el juzgado de instrucción, así que debía estar disponible cuando fuera requerido. El funcionario me preguntó de dónde venía y qué estaba haciendo en la ciudad.

—Soy de Jalapa —expliqué—. Vine a la capital a trabajar.

—¿Así que en este momento no tiene empleo? —me preguntó receloso el oficial.

—Acabo de llegar. Ni siquiera me he instalado en la casa de huéspedes. Pero tengo una recomendación para trabajar en El Imparcial.

—¿Una recomendación? ¿De quién?

—Del obispo de Veracruz, monseñor Joaquín Arcadio Pagaza —expliqué, al tiempo que sacaba la carta del bolsillo interior del saco, pero el funcionario no mostró interés en leerla—. Es muy amigo del director del diario. Siempre he querido ser periodista, sabe usted. Sé escribir a máquina bastante bien y en Veracruz trabajé durante un tiempo como…

—Está bien, entiendo, no me explique más. Estoy demasiado ocupado para historias. Puede irse, pero déjele al secretario su dirección. Ya lo llamaremos —dijo en ese momento; pero nunca lo hicieron.

Antes de irme no pude dejar de preguntar un tanto acortado.

—¿Qué harán con los dos hombres que intentaron robarme?

—Ah, qué usted. Qué se fija, son raterillos comunes, gentuza del arroyo; no vale la pena preocuparse por ellos. Terminarán, como todos, en la Cárcel de Belén.

Cuando salí de aquel lugar el viento frío me cruzó el rostro con ráfagas hirientes. La calle estaba desierta. No había personas ni coches a la vista. Ignoraba qué tan lejos quedaba la pensión en la cual me alojaría. Intenté regresar al cuartel para pedir informes, pero cambié de idea; ya había tenido suficiente. Tomé mis maletas y eché a caminar.