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SOLO preguntando una y otra vez logré llegar al número 17 de la Calle de la Magnolia. Eran alrededor de las diez de la noche. Me dolían los pies a causa de la caminata, además, el peso de las maletas había provocado que ya no sintiera los brazos.

El portón estaba cerrado y por más que golpeé con la pesada aldaba en forma de mano, nadie acudió a abrirme. En las ventanas no se veía ninguna luz. Continué tocando durante varios minutos hasta que, finalmente, escuché una voz de mujer del otro lado.

—¿Quién va? ¿Qué se ofrece?

—Buenas noches, soy Tristán Quintanilla. Busco a la señora Martina Meléndez.

—¿Para qué la quiere?

—El señor Arnulfo Quintanilla, mi padre, le envió un telegrama hace unos días avisándole de mi llegada. Dejó apartada una habitación para mí.

—Ay, señor, vea usted; ya es muy noche.

—Sí, lo sé, pero no pude llegar antes.

Escuché el ruido de un cerrojo al ser descorrido. La puerta se abrió, primero unos centímetros y luego por completo, mostrándome el rostro una mujer bajita de unos cuarenta años que me observaba con cierta desconfianza. Se cubría del frío con un rebozo y sostenía un quinqué.

—Yo soy Martina Meléndez. Pensé que ya no iba a llegar, lo esperábamos como a mediodía.

—Lo siento mucho, tuve un pequeño percance en la estación y sinceramente no me fue posible…

Tras algunos instantes de duda, la mujer se hizo a un lado para permitirme el paso a un penumbroso recibidor. La única fuente de luz era la del quinqué.

—Tuvo suerte de que aún no me fuera a dormir —dijo y agregó—: Le informo que esta es una pensión decente. No acostumbro recibir a nadie después de las nueve y media, pero con usted haré una excepción. Venga por aquí.

Del recibidor pasamos a una estancia en la que logré distinguir una larga mesa, varios sillones y otros muebles. Salimos a un patio y, al final de este, había una escalera por la que subimos. El único ruido era el canto de los grillos.

—Veo que viene usted muy cansado, así que no lo molestaré en este momento con sus datos. Eso podemos dejarlo para mañana. Qué pena no poder ayudarlo con sus maletas; el empleado que se ocupa de eso ya se fue.

—No se preocupe, yo puedo con ellas —dije, aunque la verdad es que cada paso me resultaba un martirio.

—Y tampoco puedo ofrecerle nada de cenar —agregó—, pues apagamos el carbón y no quedó prácticamente nada en la cocina. ¿Se conformaría con pan y leche?

—Sí, muchas gracias —respondí.

Me condujo por un pasillito con varias puertas. Nos detuvimos en una de ellas. Una vez adentro fue hasta la mesa y encendió una lámpara de aceite.

—Esta será su habitación. No es muy grande pero, como verá, está limpia y la ventana da a la calle. El retrete se encuentra afuera, en el patio. Aquí no tenemos electricidad, ni otras extravagancias de gente rica, pero no le faltarán sábanas limpias ni comida caliente. ¿Qué le parece?

Le respondí que el sitio estaba muy bien, y pensé que era mejor de lo que esperaba, aunque, la verdad sea dicha, lo mismo habría afirmado si en lugar de esa habitación me hubiera asignado una caballeriza. Estaba tan extenuado que me daba igual; lo único que deseaba en ese momento era dormir. Por desgracia aún tuve que esperar a que me trajera el pan y la leche prometidos, los cuales devoré en un instante. En cuanto la mujer se fue, me quité los botines y me tumbé en la cama con la ropa puesta.

Poco antes de caer dormido pensé en mi familia. Me pregunté qué estarían haciendo mis padres y mis hermanos en ese momento. Seguramente habrían terminado de cenar y estaban conversando en la mesa antes de irse a dormir. Un pensamiento me llevó a otro y fue así como recordé lo ocurrido una mañana, poco antes de salir de Jalapa. Estaba sentado en una banca del Parque Lerdo reflexionando sobre mi futuro. Entre mis familiares y compañeros de escuela tenía fama de raro porque me gustaba pasar mucho tiempo solo, pensando en mis cosas y leyendo novelas. Era fanático de Los tres mosqueteros y Las aventuras de Rocambole. Unos decían que terminaría volviéndome loco; otros, que como ya llevaba gafas solo me faltaba el bastón para lucir como los viejos que se sentaban en las bancas de la plaza para tomar el fresco al anochecer.

Aquel día en particular me encontraba bastante inquieto. La posibilidad de ir a la Ciudad de México y hacerme periodista ya no era una fantasía, sino una realidad. Me había costado mucho trabajo conseguir el permiso de mis padres, quienes no entendían por qué deseaba irme tan lejos para meterme en un oficio que, de todas maneras, no me daría para vivir. Papá quería que me quedara en Jalapa para trabajar, al igual que mis hermanos, en el negocio familiar. Sin embargo, al ver que mis intereses eran otros, me propuso que estudiara leyes allí mismo, en Jalapa. Una vez que me recibiera, podría dedicarme a lo que me viniera en gana. No estuve de acuerdo, y aunque siempre he respetado a mi padre, me mantuve firme. “Si no me deja ir a la capital —le dije— me volveré poeta”. La amenaza lo dejó sin palabras. Al parecer, la idea de ver a su hijo convertido en poeta era más de lo que podía soportar.

Debo decir en favor de mi padre que cualquier otro hubiera considerado inaceptable una actitud como la mía. Tal rebeldía era castigada severamente, pues un hijo no debía contradecir los deseos de su progenitor. Sin embargo, papá y mamá eran personas comprensivas y, en el fondo, ambos se daban cuenta de que, a diferencia de mis hermanos, yo no haría buen papel en la fábrica de sombreros de la cual era dueño mi padre. Tampoco tenía madera de abogado. De esta forma, llegamos a un acuerdo: mi padre pagaría mi estancia en la Ciudad de México durante cinco meses. Si en ese tiempo lograba abrirme camino y sostenerme por mis propios medios, accedería a que ejerciera el periodismo. En caso contrario, debería regresar a Jalapa y hacer lo que él ordenara.

Así pues, me había salido con la mía. Más aún, por intervención de la maestra de mi hermana, la profesora Concepción Quirós Pérez, directora de la Escuela Industrial para Señoritas y gran amiga del obispo de Veracruz, había conseguido una carta de recomendación firmada por él y dirigida al director de El Imparcial, don Rafael Reyes Spíndola. ¿Qué más podía pedir?

Sin embargo, pocos días antes de abordar el ferrocarril interoceánico y alejarme de mi amada tierra, comencé a sentir miedo. Por primera vez fui consciente de la barbaridad que estaba a punto de cometer: dejaría atrás familia, amigos y todo lo que conocía para irme a una ciudad lejana y desconocida sin más armas que una máquina de escribir y una carta de recomendación. ¿Qué pasaría si no resultaba? ¿Sería capaz de volver a casa y dar la cara? ¿Lograría soportar la burla de la gente? Pensé que, quizá, no era tan buena idea después de todo. ¿En qué me basaba para creer que podría destacar en el periodismo? Mis logros hasta ese momento eran muy modestos, si acaso un par de artículos pequeños en El Correo de Orizaba y uno más largo sobre las fiestas de mi pueblo en El Dictamen de Veracruz. No era mucho. Más bien, no era nada. Con esos antecedentes, ¿cómo se me había ocurrido que podría trabajar en el que, según creía, era el mejor periódico de México?

En ese momento, como si hubiera sido invocada por una fuerza superior, la maestra Quirós pasó por el parque Lerdo. A sus sesenta y cuatro años conservaba mucha de la vitalidad y el entusiasmo que la habían caracterizado siempre. De seguro iba a su casa, en la calle Emparan. Al verme, se aproximó sonriendo a la banca en la que me encontraba sentado.

—¡Qué sorpresa! Aquí está nuestro futuro periodista —dijo juntando las manos.

—Buenos días, maestra —de inmediato me puse de pie.

—¿Está usted listo para la gran aventura?

—Pues, verá, ya no estoy tan seguro. He estado pensando y…

—¡Jesús! ¡Un momento! —me interrumpió—. ¿Cómo dice? ¿Cómo que ya no está tan seguro?

—Tal vez debería esperar. No sé, adquirir más experiencia y luego, pues.

La sonrisa se borró del rostro de la profesora. Se cruzó de brazos.

—Escúcheme usted muy bien, Tristán Quintanilla —su tono de voz me resultaba desconocido—, voy a hacer como que no escuché lo que dijo, voy a borrar de mi memoria sus palabras. Usted no pudo haberlas dicho porque, después de tanto esfuerzo, después de haber logrado convencer a sus padres y de haber involucrado a tantas personas en su empresa, incluyéndome a mí y al señor obispo, no puede echarse para atrás. No lo creo tan tonto como para desperdiciar una oportunidad como la que se le presenta, ni tan irresponsable como para jugar de esa forma con su futuro. No está obligado a ir. Es usted libre de decidir sobre su vida, es cierto, pero no lo veo vendiendo sombreros. Tampoco tiene pinta de abogado. Quizá le entró miedo. Eso es normal, pero no es razón para renunciar.

No supe qué responder, así que me quedé callado. La profesora Quirós también permaneció en silencio durante unos instantes. Fue un momento incómodo que, por fortuna, duró poco. Finalmente, una sonrisa volvió a dibujarse en su rostro.

—Buena suerte y no olvide escribir de vez en cuando para contarme cómo le va —dijo mientras retomaba su camino.

Así fue como, días después, acompañado de mis padres y mis hermanos, fui a Veracruz con el fin de abordar el tren que me conduciría a la Ciudad de México.