—BUENOS días.
El señor Lara Pardo me miró con aire hosco, como preguntándose quién era yo.
—Soy Tristán Quintanilla —le recordé.
—Qué bien. ¿Y eso qué?
—Pues, nos conocimos ayer en el despacho del señor Reyes Spíndola.
—¿En serio?
—Sí. El director dijo que quizá yo podría serle útil.
—Ah, ya, el recomendado —reconoció indolente.
—Sí, yo soy ese —acepté con incomodidad.
—¿Y qué quiere?
—Usted dijo que me presentara hoy.
—¿Eso dije? —murmuró con acritud.
La redacción era una sala amplia y de techos altos, iluminada por dos modernos candiles que colgaban del techo, cada uno en un extremo de la habitación, y cuyos focos eléctricos eran grandes esferas blancas. En el centro había una larga mesa con pequeñas lámparas de cuellos torcidos que parecían patos a punto de beber de los tinteros de vidrio. A lo largo de una de las paredes vi escritorios empotrados al muro, algunos de ellos con flamantes máquinas de escribir Remington. En la pared opuesta, entre dos ventanales, colgaba un gran mapa de la república y, encima de este, un retrato enmarcado del general Porfirio Díaz.
Siempre había creído que la redacción de un periódico era un lugar desordenado y lleno de actividad, con empleados entrando y saliendo, el aire viciado y el repiqueteo continuo de las máquinas de escribir. Sin embargo, aquel sitio lucía pacífico y bastante pulcro. Además, a esa hora estaba casi desierto. Un par de sujetos impecablemente vestidos susurraban en un rincón, como si estuvieran conspirando, y uno más, en mangas de camisa, escribía con pluma sobre hojas color sepia.
Me encontraba en el despacho del jefe de redacción; un privado con paredes de madera y vidrio instalado al fondo de la sala de redacción.
—¿Y qué sabe usted hacer? —preguntó Lara Pardo, mientras me miraba con impaciencia. Su larga melena entrecana parecía no haber sido visitada por un peine en mucho tiempo y sus dedos amarillentos me indicaban que era un fumador empedernido.
—Pues verá, siempre me ha interesado esta profesión. Considero que poseo olfato periodístico. Sé reconocer una noticia de interés y soy capaz de ir hasta el fin del mundo para conseguirla —dije recordando las palabras del señor Reyes.
El jefe de redacción me miró con expresión irónica.
—No diga sandeces, muchacho. ¿Sabe escribir a máquina?
Le dije que sí y comencé a contarle que había publicado algunos artículos en El Correo de Orizaba y El Dictamen, pero él volvió a interrumpirme.
—No me interesa su biografía. ¿Cómo dijo que se llama? —preguntó cortante.
—Tristán Quintanilla.
—Muy bien, señor Quintanilla, vaya a colgar su saco y su sombrero, luego regrese para recibir instrucciones.
Hice lo que me pidió y volví de inmediato. A diferencia del orden imperante en la redacción, aquel despacho era un caos. Sobre su escritorio descansaba un enorme y feo tintero de hierro con el águila republicana. También había un cenicero desbordante de colillas, una botella de aguardiente y numerosos papeles desperdigados por todos lados. Ejemplares atrasados de El Imparcial y El Mundo Ilustrado formaban altos rimeros y ocupaban casi todo el espacio disponible. Tras él estaba un archivero de madera y un retrato de Juárez ligeramente inclinado. Se repantigó en su silla y dijo:
—Ponga atención. Lo primero que quiero que haga es que vaya al puesto de la esquina para comprarme un café de olla y una cemita. Dígale a doña Lupe que después le pago. Luego vaya a mi casa, en la calle Ayuntamiento, para pedirle a mi señora una camisa limpia; no me he cambiado desde ayer. Estamos peleados, pero ella entenderá que no puedo ir por el mundo así, sucio y oliendo a sudor. De regreso, pase por el Teatro Principal, ¿sabe dónde queda? Si ya está abierta la taquilla pida dos entradas para la obra de esta noche. Diga que lo envío yo, y que es para reseñar el estreno. Así no le cobrarán. Ni siquiera sé que pieza ponen, pero una amiguita se ha empeñado en que la lleve. Al regresar necesito que mecanografíe algunas cartas y archive varios documentos que tengo por aquí… en algún lado. Luego ya le diré qué otra cosa puede hacer.
Permanecí en silencio. Me sentía confuso. Cuando dijo que me daría “instrucciones” no esperaba que se refiriera a este tipo de encargos, los cuales parecían más propios de un secretario, o un sirviente, y no de un periodista.
—¿Qué le ocurre? ¿Qué no entendió? —preguntó con rudeza.
—No, si todo está muy claro —dije con rapidez.
—Entonces póngase a trabajar y cierre la puerta al salir.
Mientras iba por el café me dije que quizás se trataba de una confusión. Tal vez el señor Lara no había entendido por qué estaba yo allí. o a lo mejor si entendió, pero era una especie de prueba. otra posibilidad era que me estaba dando la oportunidad de hacer méritos. Esa explicación me pareció la más creíble y decidí que me esforzaría lo más que pudiera para ganarme su confianza. En unos días el jefe de redacción se daría cuenta de que yo era una persona leal, trabajadora y fiable. De esta forma, poco a poco me asignaría tareas de mayor responsabilidad. Así pues, todo era cuestión de ser paciente.
Entonces me percaté de que no le había preguntado a cuánto ascendería mi sueldo. De hecho, ni siquiera tenía un contrato. Sin embargo, no me pareció de buen gusto comentar el asunto tan pronto. Ya habría tiempo. Además, por el momento no necesitaba dinero, pues tenía algunos pesos que mi madre y una de mis tías me habían dado, así como la mensualidad que, durante cinco meses, recibiría de mi padre.
De esta manera, durante las siguientes semanas, me la pasé haciendo “méritos”. Fui recadero, archivista, mecanógrafo, corrector y secretario. Cuando no estaba en las oficinas del periódico, iba y venía por el centro de la ciudad realizando toda clase de encomiendas hasta que, poco a poco, me fui familiarizando con sus principales calles, avenidas, edificios, monumentos y comercios.
Llegaba al trabajo a las ocho y media de la mañana y salía a las ocho de la noche. A veces, cuando el cierre de la edición se retrasaba, dejaba las oficinas pasadas las diez. Eso me obligó a negociar con la señora Meléndez para que me facilitara una copia de las llaves de la pensión, así podía llegar a cualquier hora sin necesidad de despertarla. A ella no le gustó mi propuesta, le parecía inapropiada, pero terminó aceptando a cambio de una pequeña cantidad de dinero.
Casi sin darme cuenta, fui conociendo mejor el trabajo en el periódico. A las dos semanas ya había hecho algunas amistades entre la gente que laboraba allí. Uno de los redactores se llamaba Moisés. Aunque era cinco años mayor que yo, de inmediato hicimos buenas migas.
Gracias a Moisés conocí muchos de los secretos del oficio, además de enterarme de cómo funcionaba la redacción. Me contó que, como en la vida, aquella oficina se dividía entre la aristocracia y la plebe. En el primer grupo estaban los periodistas veteranos y los hijos de buena familia que, por algún extraño motivo, se habían empeñado en seguir la profesión. Ellos tenían las mejores órdenes de trabajo, por lo que asistían a inauguraciones, banquetes, brindis, estrenos teatrales, galas de ópera y recepciones. Su sueldo no era mayor que el de sus colegas, pero recibían una cantidad extra de origen misterioso, la cual les era entregada en sobres cerrados junto con su paga semanal. Se codeaban con políticos, embajadores e industriales. Incluso algunos gozaban de la simpatía del Presidente de la república.
En el otro extremo estaban los periodistas de a pie, los soldados rasos, por así decirlo. Estos eran enviados todos los días a la Cárcel de Belén, a la penitenciaría de Lecumberri o a las comandancias de policía a cazar noticias. Allí preguntaban si había asesinos detenidos, ladrones capturados in fraganti o ciudadanos que querían denunciar un robo. También iban al Hospital Juárez para informarse sobre gente atropellada, suicidas, quemados o heridos por arma blanca o bala. Todo eso servía para redactar un artículo capaz de interesar a los lectores. Por supuesto, era necesario hacer amistad con gendarmes, enfermeros y gentuza en general para que los mantuvieran informados. Y, claro, había que darles regalos y gratificaciones para que facilitaran información a El Imparcial o a El Mundo Ilustrado y no a la competencia, es decir La Patria, El Popular, El Tiempo o La Iberia. Era un trabajo ingrato, difícil y lleno de riesgos, sobre todo cuando había que ir a colonias de las orillas, como La Maza, Valle Gómez, Morelos, Del Rastro o Tepito, que tenían fama de peligrosas.
—Como podrás imaginarte —me explicó Moisés—, los de abajo ganamos una miseria y trabajamos como burros. Somos los que realmente hacemos el periódico, pero como nadie sabe que existimos, nuestro esfuerzo suele pasar inadvertido.
En la sociedad de los periodistas había también un tercer grupo, el de los colaboradores; personas que no eran empleados del periódico, pero que escribían artículos a cambio de unos centavos. Muchos eran poetas y novelistas.
—Casi no publican en El Imparcial —dijo Moisés—, sino en el Mundo Ilustrado. La mayoría son unos muertos de hambre, pero se dan aires de grandes señores, como si estuvieran por encima de la humanidad porque, según ellos, tienen trato con las musas. Todo lo que ganan se lo gastan en licores y otros vicios. No te conviene hacer amistad con ellos, te llevarían a la perdición.
El otro colega con el que también trabé amistad se llamaba Juan Pedro, quien años atrás había tenido que abandonar sus estudios en la Escuela de Bellas Artes debido a la falta de recursos. Era un gran artista cuya labor consistía en ilustrar noticias. En cinco minutos era capaz de dibujar, sin necesidad de haber estado presente, cualquier suceso. Su hábil plumilla creaba de la nada una carroza destrozada después de chocar contra un poste de la corriente eléctrica; una suicida arrojándose desde una de las torres de Catedral; una familia asfixiada tras aspirar accidentalmente el humo de un anafre; un ahogado cuyo cadáver había sido descubierto en el Canal de la Viga…
Junto con ellos, me hice amigo del catalán Antonio Cuyás, si bien nuestro primer encuentro estuvo lejos de ser cordial. Cuyás se desempeñaba como administrador. Todos los sábados, al atardecer, los trabajadores nos formábamos ante la taquilla que había en la primera planta para recibir nuestra paga semanal. La primera vez que estuve frente a él —tres semanas después de haber comenzado a trabajar en el periódico— me preguntó mi nombre, consultó un listado y me entregó la cantidad que figuraba en dicha relación.
—Debe haber un error —dije al contar el dinero que tenía en la mano.
Él volvió a consultar la lista y me dijo que no había ningún error. Luego me ordenó que me hiciera a un lado porque estaba deteniendo la fila.
—Perdón que insista, pero aquí solo hay cuatro pesos —casi reclamé.
—Lo felicito a usted, sabe contar muy bien. ¡El que sigue!
Todos en la fila celebraron con una carcajada la ocurrencia de Cuyás, mientras yo me alejaba de allí, avergonzado y molesto. Aún consideraba que se trataba de un error y, en un primer momento, pensé subir a la tercera planta para hablar con el director, pero tras meditarlo un poco, me di cuenta de que no era lo más apropiado. El señor Reyes Spíndola era alguien demasiado importante como para molestarlo con un asunto de este tipo. Decidí entonces ir con Lara Pardo y pedirle que intercediera por mí, para aclarar la confusión. Lo encontré en su despacho poniéndose el saco y a punto de salir. El tufo que despedía me indicó que había estado bebiendo de la botella de aguardiente que tenía siempre sobre su escritorio.
Cuando le expliqué lo ocurrido me miró con una mezcla de piedad y burla. En lugar de darme cuenta de lo que estaba sucediendo, insistí tontamente en que alguien había cometido un error y me había asignado solo cuatro pesos de sueldo.
—Mire, señor Quintanilla, no sé cuánto esperaba usted ganar y le diré que, francamente, no me importa. Eso es lo que vale su trabajo. No recibirá un centavo más. ¿Sabe por qué? Porque no me da la gana. No me importa en lo absoluto que sea usted recomendado de Rafael.
—Con todo respeto, esto me parece un atropello —protesté sin poder evitar que la voz se me quebrara a causa de la impotencia y la ira.
—No me salga con lloriqueos de señorita —me reprendió—. Cuando yo comencé, ganaba sesenta centavos. ¡Sesenta centavos! Agradezca que tiene usted trabajo. Si quiere recibir más, pues esfuércese y gáneselos.
—¿Cómo quiere que me esfuerce si usted no me da la oportunidad? —protesté casi llorando—. ¡Desde que llegué me tiene haciendo trabajo de mandadero! ¡Soy periodista!
—Usted no es periodista, le falta mucho para llegar a serlo —argumentó.
—Si usted me permitiera…
—No tengo que permitirle nada; ya está usted grandecito. Es cuestión de iniciativa y de querer hacer las cosas. No le he dado ninguna orden de trabajo por la sencilla razón de que nunca me la ha pedido.
—Póngame a prueba, don Luis. Le demostraré que puedo hacer el trabajo tan bien como los demás —le dije ya engallado.
—Ya veremos —dijo mientras se ponía el sombrero—. El lunes volvemos a hablar. Un coche de alquiler me está esperando.
Cuando llegué a la pensión subí directamente a mi cuarto. Después de lo ocurrido en el periódico no tenía ánimos de hablar con nadie, ni siquiera bajaría a cenar para no verme obligado a convivir con los demás huéspedes. Prefería estar solo.
Subí la escalera en silencio y, en el rellano, creí escuchar que se cerraba apresuradamente la puerta de mi habitación. En las últimas semanas me había acostumbrado tanto al rechinido de aquella puerta que ahora me resultaba inconfundible. Apresuré el paso y llegué al pasillito, el cual estaba desierto y en penumbras. Al llegar ante la puerta, pegué el oído a la madera pero no escuché nada. Introduje la llave y abrí con lentitud. No parecía haber nadie adentro. Fui hasta el escritorio y encendí la lámpara de aceite a pesar de que aún había suficiente luz de día. Miré a mi alrededor sin advertir nada extraño o fuera de lugar. Escudriñé debajo de la cama y me asomé dentro del ropero, esperando hallar a alguien oculto. Estaba solo.
Lo único inusual fue un ligero olor a violetas flotando en el aire. Sin embargo, era tan tenue y se disipó tan rápido que no le di importancia.