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LA amarga discusión que había sostenido con el señor Lara Pardo en relación con mi paga semanal tuvo efectos positivos aunque no inmediatos.

El primero de ellos fue que los encargos habituales como traerle café, conseguirle boletos para el teatro, recoger su ropa y comprar flores para sus acompañantes femeninas se fueron haciendo más esporádicos hasta casi desaparecer. El segundo fue que, por fin, comenzó a encomendarme tareas relacionadas con el periodismo. Al principio fueron trabajos poco interesantes, como recibir los avisos de ocasión, organizarlos por categorías y entregárselos a los linotipistas. En tales avisos había un poco de todo, desde personas que solicitaban u ofrecían empleo, hasta quienes vendían una casa, una máquina de coser o un caballo. También fui autorizado a acompañar a Moisés a los lugares donde había ocurrido algo digno de aparecer en el diario: un incendio, una entrega de premios escolares, un motín callejero, la colisión de dos carruajes o una pelea a machetazos frente a una pulquería.

Fue durante una de esas salidas cuando vi mi primer muerto. Un albañil había caído del segundo piso de una casa mientras intentaba reparar el balcón. Cuando llegamos a lugar del accidente, el sujeto yacía en el piso en medio de un charco de sangre, con una de las piernas doblada de forma poco natural y los ojos abiertos. Al verlo me sentí mareado y, por un momento, pensé que me desmayaría. Después, mientras Moisés interrogaba a los testigos, se me encogió el corazón al escuchar los lamentos de una mujer de rebozo que se había abierto paso entre los curiosos y estaba junto al cadáver. Era la esposa del desafortunado alarife. La imagen del muerto y el llanto de aquella desdichada provocaron tal impresión en mí, que durante varios días tuve pesadillas. Veía al sujeto caer frente a mí una y otra vez, o bien era yo quien caía, destrozándome el cráneo contra el pavimento.

Una mañana, al fin, recibí mi primera orden de trabajo. Debía ir a las oficinas de la Compañía Mexicana de Luz y Fuerza Motriz donde se presentaría un nuevo invento, el cual había sido traído directamente de Estados Unidos y pronto se comercializaría en México. Se trataba de una plancha que, en lugar de utilizar carbón, usaba electricidad. La demostración de este invento asombró a los presentes, quienes hicieron muchas preguntas sobre su funcionamiento. Tomé notas a lápiz plomo sobre lo que allí se dijo y, de regreso en las oficinas del periódico, redacté el artículo en una de las Remington del diario.

Lara Pardo leyó lo que había escrito y comenzó a tachar palabras y a hacer correcciones, lo cual me hizo suponer que no lo publicaría; sin embargo, al día siguiente tuve el placer de ver mi nota en letras de imprenta en la página ocho de El Imparcial. No llevaba mi nombre, pues por entonces no solían firmarse los artículos. Eran solo unas cuantas líneas, pero mi modesto logro me llenó de orgullo. Conseguí ejemplares del diario recién salidos de la rotativa y recorté la nota para incluirla en las cartas que, ese mismo día, les envié a mis padres y a la profesora Quirós Pérez. Luego me fui con Moisés y Juan Pedro al Café del Antiguo Cazador, ubicado en el Portal de Mercaderes, para celebrar.

Durante los días que siguieron publiqué más artículos en el diario. Ya no tenía que esperar a que el jefe de redacción me asignara una orden de trabajo, sino que, bajo la guía de Moisés, me lancé a las calles en busca de noticias. Fue entonces cuando recordé a Apolinar, el gendarme que había conocido en la estación de San Lázaro el día que llegué a la ciudad. Fui a la inspección de policía y tuve la suerte de encontrarlo. Me recordó de inmediato. Le conté que escribía para El Imparcial y le propuse que trabajáramos juntos. Él me mantendría informado sobre cosas que pudieran interesar a los lectores a cambio de una pequeña galantería en pesos. Quiso saber cuánto estaría dispuesto a pagarle y, tras una breve negociación, logramos ponernos de acuerdo.

En el caso de los hospitales las cosas resultaron más difíciles. Fui a varios de estos lugares. Me acerqué a los médicos y enfermeros para presentarme, pero no fui bien recibido por ninguno. La razón era bastante simple: la mayoría ya tenía tratos con la competencia.

—No te sofoques, Tristán, te voy a pasar una lista con mis conocidos —prometió Moisés—. Ve a verlos y diles que trabajas conmigo. También te voy a presentar a algunos de los amigos de otros periódicos. Me gusta ayudar a los colegas, aunque no sean de El Imparcial, porque tarde o temprano puedo necesitarlos.

A la semana siguiente, mi sueldo había aumentado. Ya no ganaba cuatro pesos, sino siete. Seguía siendo menos de lo que esperaba —y necesitaba—, pero era un avance. Ahora podría invitar a Moisés y a Juan Pedro al café, o a tomar una cerveza. También estaba en condiciones de comprar libros, algo de ropa, boletos para el teatro, el cinematógrafo y otros caprichos. No obstante, aún dependía del dinero de mi padre, lo cual era un problema. Necesitaba ganar más, pero no sabía cómo.

Por las noches, al regresar a la pensión, traía conmigo varios ejemplares del periódico y se los regalaba a la señora Meléndez y a sus inquilinos. El único que los rechazaba era el profesor Eulogio, con quien mantenía una relación distante, pues no me perdonaba que anduviera metido en un diario que él detestaba y contra el cual lanzaba descargas cerradas de fusilería a la menor provocación.