UNA mañana de mediados de febrero, fui a la inspección de policía en busca de Apolinar para preguntarle si tenía información que pudiera resultarme útil. Hasta ese momento no me había dado nada que sirviera para un artículo. Se limitaba a contarme sucesos triviales, hechos comunes sin el menor interés periodístico. Es cierto que no hacía ni una semana que habíamos establecido nuestro acuerdo de colaboración; sin embargo, ya comenzaba a dudar de la conveniencia de tenerlo como informante.
El frío se resistía a abandonar la ciudad, por lo que aún era necesario vestir ropa abrigadora para enfrentar el viento helado que recorría las calles y se colaba entre las casas. Algunos rayos de sol lograban traspasar la densa cortina de nubes, pero eran tan débiles que apenas producían calor.
En cuanto me disponía a entrar en la inspección, tres gendarmes salieron a toda prisa, atropellándome a su paso. Uno de ellos era Apolinar.
—¿Qué pasó? —le pregunté intrigado.
—Llega usted justito, en el mero momento preciso—respondió—. Nos acaban de avisar que hay un difunto.
No me dio tiempo de preguntarle nada más, pues los tres se dirigieron hacia un destartalado landó con las dos capotas cerradas, el cual se puso en movimiento en cuanto ellos lo abordaron. Logré subir al estribo en el último momento, pero no fui capaz de mantener el equilibrio. De no haber sido por Apolinar, cuyo oportuno brazo se extendió para sostenerme con firmeza, hubiera salido volando del vehículo.
En Rosales, el cochero espoleó a los caballos para aumentar la velocidad sin importarle el denso tráfico ni la gente que cruzaba la calle. Temí que el viejo landó, cuyos muelles rechinaban cada vez que pasaba por un bache, se deshiciera en cualquier momento. Pasamos como alma que lleva el diablo entre los carruajes, los tranvías y las bicicletas hasta desembocar en Paseo de la Reforma. Seguimos por esa avenida rumbo a los suburbios y nos adentramos en una zona desconocida para mí.
—¿A dónde vamos? —le pregunté a Apolinar tratando de hacerme oír por encima del estruendo de los cascos de los caballos y los crujidos del landó.
—A la colonia Americana. Bueno, ahora ya le llaman la Juárez.
—¿Tenemos que ir tan rápido? —me quejé.
—Ya se lo dije. Nos avisaron de un muerto.
—Si ya está muerto, ¿para qué apresurarse? —sugerí con intención festiva.
El gendarme no pareció comprender la broma. Me miró con seriedad y me explicó, como si yo fuera un niño, que era una colonia de ricos y, por lo tanto, los muertos no eran como en otros lugares. Al ver mi expresión de perplejidad, abundó sobre el tema.
—Usted ya debería saber que hay de muertos a muertos. Un difuntito más o menos en Santa Julia no importa; allí siempre se están matando. En cambio, si alguien muere en una colonia de ricachones, todos quieren saber quién es y qué pasó.
—¿Y quién es el muerto? —quise saber.
Apolinar se encogió de hombros, dando a entender que no lo sabía y guardó silencio, así que, en lugar de insistir también cerré la boca. Me calé el sombrero hasta las orejas, subí el cuello del abrigo y me cubrí la boca con la bufanda, pues aunque el carro en el que viajábamos amontonados tenía las capotas arriba, el frío nos entraba por todos lados.
Poco a poco, los edificios de la ciudad comenzaron a escasear y nos adentramos en un fraccionamiento de largas avenidas adoquinadas. Aquí y allá se alzaban, entre los solares vacíos y los arbolitos recién plantados, varias obras en construcción. Las que ya estaban habitadas eran residencias con torres, mansardas y techos de teja que a mí me parecieron castillos. Al ver mi expresión de asombro, Apolinar rompió su silencio.
—Acá viven puros ingenieros ingleses y americanos que trabajan en el ferrocarril y en las minas… Aunque, también hay embajadas y residencias de políticos.
—Es como estar en el paraíso —observé sin dejar de mirar a través de la ventanilla del landó.
—No se crea. Están bonitas las casas; pero uno no sabe lo que puede haber adentro.
Los compañeros de Apolinar asintieron, apoyando lo dicho por su colega.
Finalmente, el coche se detuvo frente a una de aquellas casas. No era tan grande como muchas de las que habíamos visto en el camino; tampoco tan lujosa. No obstante, lucía distinguida. Era un chalet de dos plantas, con fachada de ladrillo rojo y techos de pizarra oscura. Al frente había una reja revestida de hiedras y salpicada de bugambilias. Una pequeña escalinata de mármol conducía al pórtico, resguardado por un barandal de hierro forjado.
En cuanto descendimos del vehículo, se precipitó a nuestro encuentro una mucama de uniforme, acompañada de un muchacho con ropa de trabajo. La mujer lucía descompuesta; el joven una palidez extrema.
—¡Gracias a Dios! ¡Ya llegaron! —gimió la doméstica antes de que dijéramos algo—. ¡Está allá arriba!
—¿Quién está arriba? —quiso saber Apolinar.
—El joven Martín… ¡Pobrecito! ¡Su mamá se va a morir de la impresión! —dijo y se deshizo en llanto.
El gendarme le preguntó a la mujer si trabajaba en esa casa. Sus lloros y lamentos le impidieron responder, así que fue el muchacho quien nos informó que, en efecto, ella trabajaba allí y él era un mozo. Cuando quisimos saber lo ocurrido, comenzó a tartamudear y se limitó a franquearnos el paso.
Entramos en un recibidor decorado con excelente gusto y, guiados por el joven aquel, subimos por una escalera de mármol blanquísimo. Al llegar a la planta superior, recorrimos un pasillo adornado con óleos, tapices y pequeñas mesas con jarrones de cristal desbordantes de flores. Llegamos hasta una puerta entreabierta y los tres gendarmes y yo quisimos pasar al mismo tiempo, lo cual hizo que nos estorbáramos mutuamente. Parecíamos los comparsas de una comedia de carpa. Apolinar puso un poco de orden y entró primero, luego pasaron sus compañeros y al final yo.
Lo que vi adentro me provocó una gran impresión. Desde que me encontraba en la capital, trabajando como reporter, había tenido el espeluznante honor de mirar el rostro de la muerte en tres ocasiones, aunque con el tiempo serían muchas más. No obstante, el espectáculo seguía horrorizándome y estaba seguro de que nunca llegaría a acostumbrarme.
Sobre una cama con cabecera de latón, yacía un hombre relativamente joven cuya mirada se encontraba fija en el cielorraso. Vestía un batín azul y debajo de este llevaba pantalones de franela y camisa del mismo material. Estaba descalzo. En la mano derecha sostenía el arma con la que se había dado muerte.
Apolinar se aproximó para observar el orificio negruzco que el sujeto tenía en la sien derecha. El cuello de la camisa se encontraba manchado de sangre seca. La cabeza descansaba sobre una almohada bordada y blanquísima. Sentí náuseas y desvié la mirada. En cambio, Apolinar se acercó al cuerpo para observarlo con una atención que a mí me pareció exagerada.
—Cómo es la vida, ¿verdad? —dijo—. ¿Quién nos iba a decir que volveríamos a encontrarnos con su amigo?
—¿Amigo? —pregunté inquieto.
—Ora, ¿no me diga usted que no lo reconoce? —indagó con incredulidad.
Venciendo mi repulsión volví a ver al muerto, pero su rostro no me decía nada.
—No sé quién es —le aseguré, un tanto nervioso.
—Mírelo bien. Pero no de lejos; acérquese, no sea collón.
Me aproximé y traté de identificarlo. Era cierto, lo conocía. Lo había visto hacía algunas semanas. ¿Sería posible? ¿Urdaneta? Eso es. Era el teniente Urdaneta. El día que llegué a la Ciudad de México él me había ayudado a recuperar mis maletas, a pesar de que no nos conocíamos. Obligó a Apolinar y al otro gendarme a acompañarnos y enfrentó a los ladrones.
—¡Caray! ¿A poco vivía en esta casa tan elegante? —dije para mí, pero como lo hice en voz alta, Apolinar pensó que se lo estaba preguntando a él.
—Pues usted dirá si no. Ya oyó a la sirvienta; dijo que era el joven Martín. Lo dijo con respeto, como si fuera el patrón. Y también mencionó a la mamá…
Los cuatro salimos de la recámara. Antes de cerrar la puerta, eché una mirada a la habitación tratando de no mirar hacia el muerto. En el buró vi un reloj de oro, un anillo, una cartera, un vaso de agua y un peine. En el piso había una medalla con la cadena rota. Regresé para recogerla y la puse en el buró, al lado de los demás objetos. En un rincón, sobre una silla, se apilaban varios periódicos. El que estaba encima se llamaba El Despertar. Nunca había oído hablar de ese diario.
Bajamos al recibidor. La sirvienta se había sentado en uno de los escalones y no paraba de llorar. Apolinar le preguntó al mozo acerca de quién había encontrado el cadáver.
—Fue Silvina —dijo señalando a la sirvienta—. Ella y yo fuimos a comprar flores para la casa, como todos los jueves, y regresamos a eso de las ocho y media. Para entonces la señora Agustina y su hija, la señorita Aurora, ya se habían ido a desayunar y luego irían de compras al Palacio de Hierro.
—¿Habla de la mamá y la hermana del muerto? —preguntó Apolinar.
—Sí, su mamá y su hermana… Le decía que llegamos con las flores, y después de ponerlas en los jarrones, Silvina fue a preguntarle al patrón si bajaría a desayunar, o si le subía la bandeja. Estuvo tocando un rato hasta que se atrevió a abrir la puerta y… bueno, pues encontró muerto al joven Martín.
—La mamá y la hermana, ¿les dijeron cuándo volvían? —prosiguió Apolinar
—No han de tardar. Por eso nos urgía que llegaran ustedes primero, para que no fuéramos nosotros los que tuviéramos que darle la noticia a su mamá. Ni pensar cómo se va a poner. El patroncito era la luz de sus ojos.
—¿Hay más personal en la casa? —continuó Apolinar.
—Una doncella y un chauffeur, pero ellos se fueron con la señora y con la señorita. También está el jardinero, pero hoy no viene, y la cocinera; esa llega al rato.
Apolinar se quedó callado un momento. Luego dijo que él no podía hacerse cargo del asunto; debía llamar a la central para que enviaran a alguien con más autoridad. Preguntó si había teléfono en casa. De repente, reparó en mí.
—¿Qué hace aquí? Ya váyase, pero rapidito —me ordenó—. Si lo encuentran en la casa me van a preguntar cómo llegó y ni modo que les diga la verdad. Si saben que yo lo traje, me arrestan.
—¿Puedo volver en el landó? —pregunté.
—Uh, no ¡cómo cree! Es un vehículo oficial.
—No vi coches de alquiler ni tranvías por aquí. ¿Cómo me regreso?
El gendarme se encogió de hombros y me hizo salir de la casa. Cuando crucé la reja, el cochero se me quedó mirando. Le dije que el asunto iba para largo. Pensé caminar hasta Reforma, donde abordaría un tranvía. Luego me dije que lo mejor era esperar un poco. Aún no contaba con la información suficiente para redactar un artículo. La dueña de la casa y la hija estaban por llegar. Por lo tanto, decidí permanecer dentro del landó. Eran las diez de la mañana y el frío comenzaba a ceder un poco. Me acomodé en el asiento y me subí las gafas con el índice. Luego saqué punta a mi lápiz plomo con la navaja y comencé a tomar notas en mi libreta.
Menos de diez minutos después un auto se detuvo junto al landó. Al principio pensé que se trataba de la madre y la hermana del suicida, pero al asomarme por la ventanilla vi que era un hombre vestido con una gruesa levita negra. Descendió de un Rambler rojo, se quitó el sombrero y se encaminó a la casa. Era un sujeto ancho y musculoso, con el pelo cortado al ras, al estilo militar. Antes de cruzar la reja, los gendarmes salieron a recibirlo y se cuadraron ante él. La actitud de los tres era de obediencia absoluta, y según creí advertir, de temor. Parecían perritos falderos. Apolinar comenzó a hablar con él. Alcancé a escuchar que le estaba reportando lo ocurrido. Recuerdo que estuve tentado a salir del coche y presentarme ante el recién llegado para averiguar su identidad, pero tuve la corazonada de que no era buena idea, así que permanecí donde estaba, observando.
El sujeto de negro les ordenó a Apolinar y a sus compañeros que lo esperaran allí. Luego entró a la casa, donde estuvo casi veinte minutos. Supuse que examinaba el cadáver, hablaba con el personal y quizás usaba el teléfono.
Cuando finalmente salió lo vi dirigirse a los policías. Desde mi puesto de observación vi cómo blandía un fuete y, sin contemplación alguna, comenzó a golpear con él a Apolinar en pleno rostro. Lo hacía como si se tratara de una práctica común dentro de la policía. Sus compañeros retrocedieron instintivamente, pero él los obligó a regresar sin necesidad de decir una palabra. El hombre poseía un indudable don de mando. Sus facciones eran tan duras que parecían esculpidas en bronce. Cuando los otros dos policías se aproximaron, los golpeó con la misma brutalidad. Ellos aguantaban lo mejor que podían, sin meter las manos y tratando de mantener la posición de firmes.
Una vez que el tipo pareció quedar satisfecho interrumpió el castigo y extendió el brazo derecho con la palma de la mano hacia arriba. Los gendarmes hurgaron nerviosos en los bolsillos de sus casacas hasta sacar algunos objetos. Desde mi posición dentro del landó resultaba difícil identificarlos; no obstante, alcancé a distinguir el reloj de oro que poco antes había visto sobre el buró del teniente. Supuse que Apolinar y sus compañeros lo habían robado cuando yo salí de la casa, al igual que la cartera, el anillo, la medalla y otras cosas que encontraron al registrar la habitación. El hombre examinó los objetos y se los devolvió a Apolinar, ordenándole que los dejara donde los había tomado. El gendarme obedeció sin chistar. Y pude ver que su rostro se encontraba marcado por los fuetazos.
En ese momento, un Ford se detuvo ante la casa y de él descendió una señora de porte aristocrático, quien venía acompañada de una hermosa joven de cintura de avispa y pelo castaño. Entonces, el sujeto de negro salió a su encuentro y, con exagerada amabilidad, se apresuró a tomar las manos de la señora. Aunque no escuché qué le decía, era evidente que estaba informándole sobre la desgracia ocurrida. La mujer y la joven palidecieron. Luego ambas entraron en la casa a toda prisa. El conductor y la doncella las siguieron cargando numerosos cajas y paquetes.
Conforme pasó el tiempo fueron llegando más personas a la casa: militares, hombres con aspecto de funcionarios públicos y otros que, al parecer, eran parientes, o amigos de la familia. También vi sujetos con aspecto de periodistas, pero a ellos no se les permitió el acceso. Cuando algunos intentaron atisbar a través de las ventanas, salió el tipo de negro y les gritó que se largaran, pues estaban en propiedad privada. Luego le ordenó a Apolinar y a los otros dos gendarmes que montaran guardia ante la puerta.
Entre los periodistas reconocí a Moisés. Discretamente abrí la portezuela del landó y bajé para unirme a él. Lo noté desmejorado.
—¿Y tú de dónde sales? —me preguntó tras un breve acceso de tos.
—Ya te contaré —le dije—. Creo que estás un poco indispuesto.
Moisés respondió que estaba fatal; tenía la nariz congestionada, le dolía la cabeza y sentía el cuerpo cortado. Luego me preguntó si había averiguado algo sobre lo sucedido esa casa. Le respondí que sí, pero no le diría nada a menos que él me contara quién era el tipo de negro que acababa de salir.
—Ni se te ocurra… no te le acerques —me advirtió—. Es muy peligroso.
—Me alarmas. ¿Cómo se llama?
—Es el capitán Linares. Le apodan el Chacal. Pertenece a la policía reservada y algunos piensan que recibe órdenes directas del presidente Díaz. Se cuentan cosas horrendas de ese charro.
Moisés y yo regresamos a las oficinas de El Imparcial. En el camino le fui contando mi aventura de aquella mañana. Él mostró mucho interés y dijo que no perdiera más tiempo. Era necesario redactar la nota de inmediato para que apareciera en la edición del día siguiente. Luego se fue a casa, pues se sentía cada vez peor. Se había atiborrado de aspirinas, jarabe de eucalipto y enjundia de gallina, los cuales no parecían haberle hecho ningún efecto.
Me puse a trabajar en mi artículo sin imaginar los hechos que estaban a punto de desencadenarse.