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—¿ACASO es usted idiota? —el señor Lara agitaba unas galeradas ante mi rostro.

—¿Perdón? Señor Lara, yo…

El gesto iracundo del jefe de redacción era evidente. Tenía ante sí las pruebas del periódico del día siguiente, las cuales le había llevado el impresor para su aprobación.

—La próxima vez que le entregue un artículo directamente al linotipista, sin mostrármelo primero, lo despido. ¿Entendió? ¿Le queda claro?

—Señor Lara, es que usted estaba fuera y pensé que, para ahorrar tiempo…

—¡Ahorrar tiempo, mis polainas! Aquí no se imprime nada sin que yo lo vea primero. ¿Se imagina si esto hubiera llegado a manos del director? Por suerte don Rafael se fue de caza a los montes del Ajusco. Él lo hubiera echado en el acto. Y en cuanto a mí, no quiero ni imaginar las consecuencias, pero seguro que terminaría mis días como un pobre gacetillero.

—Pero ¿qué fue lo que hice mal?

Lara Pardo respiró hondo, intentando contener la ira. Yo no comprendía la razón de tanto enojo. Pensaba que mi artículo sobre el suicidio de Urdaneta era muy bueno, ya que, entre otras cosas, incluía información que ningún otro periodista tenía. Después de todo, yo era el único que había entrado en la casa y había podido ver de cerca el cadáver.

—Ese es precisamente el problema: que no entiende usted lo que hizo mal —dijo con forzada paciencia—. ¿Cómo se le ocurre decir que el capitán Linares golpeó a los policías con un fuete porque estos se habían robado varios objetos propiedad del muerto?

—Yo lo vi. Ocurrió delante de mí.

—No lo dudo, pero eso no se dice y menos se escribe. ¿Sabe cómo queda el capitán? Lo hace parecer como un pelafustán y a los gendarmes los muestra como unos sinvergüenzas, cosa que por sabida se calla y no convendría menear. Tampoco debió decir que la señora Urdaneta andaba de compras mientras su hijo se suicidaba. Eso la pinta como una desalmada, lo cual es injusto. Pobre mujer, bastante tiene… ¿Sabe que su difunto esposo fue un héroe de la Guerra de Reforma?

Y la descripción del cadáver es de pésimo gusto. Pero a quién se le ocurre… ¡Estamos hablando de un Urdaneta, por el amor de Dios! Gente de mucho tono. No de un carretonero.

—¿Desechará mi artículo?

—De ningún modo. Vuelva a escribirlo, pero sin mencionar al capitán y, por cierto, ahórrese la descripción del cadáver. Limítese a informar sobre el deceso del teniente y diga que las Fuerzas Armadas lamentan profundamente la irreparable pérdida de uno de sus mejores hombres, etcétera. ¡Quiero la nota en mi escritorio en diez minutos!

Redacté tres versiones distintas del artículo, que fueron rechazadas por Lara Pardo. Al final, fue él quien terminó dictándome el texto a partir de la información que yo había conseguido. Me sentí francamente humillado, pero traté de no enojarme. “Tómalo como un aprendizaje”, me dije recordando las palabras de mi madre, quien siempre repetía esa frase cuando algo no resultaba como uno esperaba.

No obstante, en aquel momento me costaba trabajo ver las cosas con objetividad. El artículo que aparecería publicado no decía nada significativo. Era una nota vaga y convencional donde se informaba, de manera escueta, que el teniente Urdaneta se había suicidado. Y para rellenar la página, se mencionaban algunas frases vacías sobre el dolor que la pérdida causaría en la familia y cosas sobre la brillante carrera del joven militar. Tenía razón Apolinar: los muertos pobres eran diferentes de los de buena familia. Si el suicidio hubiera ocurrido en una colonia popular, de seguro Lara Pardo habría insistido en incluir toda clase de detalles, incluso los más sórdidos, con tal de vender más periódicos. Porque entre la gente del pueblo no hay reputaciones que cuidar, ni grandes apellidos que puedan salir perjudicados.

Tras leer el artículo por última vez, el jefe de redacción me mandó a los talleres para entregárselo al linotipista, quien tendría que componer nuevamente la página.

Los talleres se encontraban instalados allí mismo, solo que en la planta baja, en un lugar al que se accedía desde la calle, o a través de una escalerita de caracol que había en la sala de redacción. Era un lugar amplio y lleno de actividad. Las rotativas hacían un ruido infernal cuando estaban funcionando, lo cual ocurría casi todo el tiempo. Por un lado entraba el papel, el cual venía en rollos inmensos, y por el otro emergían —maravillas de la mecánica—, las páginas impresas de El Imparcial. Allí estaban también los cajistas, los talleres de fotograbado, así como las mesas en las cuales se compaginaba el diario y se hacían los paquetes. Durante las madrugadas, llegaban parvadas de niños andrajosos —los llamados papeleritos— para recoger los periódicos; los tomaban entre sus manos, que al poco rato se manchaban de tinta, y lo distribuían por toda la ciudad y sus alrededores.

Y ya que menciono la tinta, tengo que confesar que fue en esa época cuando aprendí a amar el olor de la tinta de imprenta, que saturaba cada rincón de aquellos talleres y se extendía por todo el edificio. A lo largo de mi vida, nunca he encontrado un efluvio más embriagador. Ese aroma intenso y mareante me ha acompañado durante años y no se compara con ningún otro que conozca. La gente me mira con gesto de incomprensión cuando sostengo que, para mí, no hay flor capaz de despedir una fragancia más evocadora, ni maestro perfumista que haya elaborado una esencia más deliciosa que la producida por esa sustancia negra y untuosa que alimenta las imprentas.

Salí de las oficinas del diario alrededor de las nueve de la noche. Me sentía mentalmente exhausto. Sin embargo, en mi memoria permanecía fresca la imagen del teniente Urdaneta. ¿Qué lo había llevado a tomar esa fatal decisión? Intentaba pensar en otra cosa, pero sin poder evitarlo regresaba a mi mente aquella figura que yacía en su cama de latón con un orificio en la sien. Había algo que me inquietaba, un detalle en esa imagen que no encajaba, pero no podía precisar qué era. ¿Tendría que ver con la medalla que había encontrado tirada junto a la cama? ¿Con los objetos que estaban sobre el buró? No; no era eso. Se trataba de algo más, algo que había visto —o creído ver— durante un par de segundos y que en ese momento se me escapaba. Era un detalle que no encajaba en la escena.

Para despejar mi mente, en lugar de tomar por Puente Quebrado y esperar el tranvía en San Juan de Letrán, como era mi costumbre, preferí caminar por Coliseo Nuevo, Vergara y la calle del Factor. Las luces de los escaparates comenzaban a apagarse, la gente salía de los cinematógrafos y de los comercios para refugiarse en los cafés y los restaurantes. La cantina La Nochebuena estaba abarrotada, mientras que frente al Teatro Principal los cocheros fumaban en el pescante de sus vehículos esperando la salida de los amantes del teatro.

Hacía apenas unas semanas la ciudad se me presentaba como un territorio inhóspito y ajeno. No obstante, con el paso de los días se estaba volviendo un sitio cada vez más conocido, un reino cuyos intrincados secretos se me estaban revelando. Algunos de los cuales, por cierto, no resultarían precisamente agradables.