CUANDO introduje la llave en el portón de la casa de la señora Meléndez creí advertir un resplandor en la ventana de mi cuarto. Fue un destello momentáneo, como si alguien hubiera tenido una vela encendida y la hubiera apagado de manera súbita. Permanecí unos instantes en la calle mirando hacia arriba. Esperaba que la luz volviera a aparecer tras el cristal o que la cortina se moviera, pero nada de eso ocurrió.
Giré la llave y entré procurando no hacer ruido.
A esa hora el salón se encontraba en completa oscuridad. Atravesé la estancia casi a tientas, me dirigí al patio con rapidez y ascendí por la escalera sigilosamente, como lo haría un gato. No quería que quien estuviera en mi habitación escapara. El hecho de que alguien hubiera entrado me ofendía; no era correcto ni honesto. Avancé por el pasillito y una vez que estuve frente a la puerta traté de hacer girar el pomo para abrir de golpe y sorprender al intruso. Sin embargo, el pomo no se movía, así que busqué la llave entre mis ropas. La puerta cedió y me quedé en el umbral escudriñando el interior. Olía a cera quemada.
—¿Quién anda allí? —pregunté, tratando de que mi voz sonara firme.
Nadie respondió. La lámpara de aceite siempre estaba sobre el escritorio, así que para prenderla debía atravesar la pieza. Sin embargo, no me atreví a hacerlo. No quería ser víctima del intruso, el cual seguramente estaba allí, esperándome en la oscuridad. Pensé en regresar por el pasillo y despertar a alguno de los inquilinos para que me auxiliara, quizás al señor Zubizarriaga. Durante unos instantes consideré esa posibilidad, pero no me pareció lo más conveniente. Quien estuviera dentro podría escapar mientras iba por ayuda. Lo único que se me ocurrió en ese momento fue decir:
—Sé que está allí, ¡salga!
De nuevo silencio absoluto.
Estuve unos minutos más en el vano de la puerta aguzando el oído, pero no escuché nada. Si había un ladrón, era el más silencioso que existía. El tiempo fue trascurriendo. Al final me armé de valor, saqué mi navaja y entré. Fui directamente hasta donde estaba la lámpara sin dejar de empuñar mi navaja. Después de un momento, la pálida luz iluminó la habitación. Miré hacia todos los rincones esperando enfrentar a un torvo sujeto sosteniendo un enorme cuchillo.
Llevado por los nervios de inmediato imaginé el titular de El Imparcial: “Joven promesa del periodismo y brillante colaborador de este diario es asesinado de diez puñaladas por un bandido en su propia habitación”.
Miré debajo de la cama y dentro del ropero, tal como lo había hecho días antes cuando escuché que alguien cerraba mi puerta. No había ningún bandido. En ese momento volví a advertir, mezclado con el olor de la cera de velas, un aroma diferente. ¿Perfume?
Tras considerar el asunto, decidí cerrar con llave y trabar la puerta atorando el respaldo de la silla contra el pomo. Quizá no era una gran solución, pero en ese momento no se me ocurrió otra cosa. Había sido un día agotador. Los sucesos de la jornada se agolpaban en mi cabeza, como una caballada al galope. Mañana, cuando estuviera más despejado, tomaría alguna determinación. De lo único que estaba seguro era que tenía que hablar con la señora Meléndez. Aquello era inaceptable. Si era necesario, cambiaría de pensión.
Una vez en la cama y antes de conciliar el sueño, pensé que si esta era la segunda vez que alguien entraba en mi cuarto, no era alguien de fuera, sino uno de los inquilinos. Sin embargo, no imaginaba a ningún conocido haciendo algo así, ni siquiera al profesor Eulogio. Sin duda, un tipo colérico, pero no un rufián.
Mientras pensaba en esto, me quedé profundamente dormido. Recuerdo que soñé con Martín Urdaneta. Ambos estábamos en Jalapa, a nuestro lado había gente lanzando fuegos artificiales y festejando algo. Ambos vestíamos de blanco, como si fuera un día de fiesta. Entonces su saco comenzó a teñirse de rojo hasta quedar completamente empapado de sangre.
Aún era temprano cuando llamaron a la puerta. Desde que vivía en la Ciudad de México cada día me iba a la cama más y más tarde, por lo tanto, levantarme por las mañanas representaba un esfuerzo titánico. Ese nuevo amanecer no fue la excepción. En lugar de ir a abrir, me cubrí la cabeza con la almohada para seguir durmiendo. Esperaba que aquel intruso se fuera; no obstante, volvió a tocar. Tomé mi reloj del buró y vi que aún faltaba una hora para el desayuno y otra hora más para salir rumbo al periódico.
Me levanté somnoliento y de malas pulgas, busqué las gafas y me puse el batín de cuadros. Hacía frío, aunque no tanto como los días anteriores. Al ver la silla bloqueando la puerta recordé lo ocurrido la noche anterior.
—¿Quién es? —pregunté sin abrir.
—Yo, Matilde —su voz era apenas audible.
—Ah, buenos días —gruñí—. Hágame el favor de decirle a su mamá que bajaré a desayunar dentro de rato.
Di media vuelta dispuesto a regresar a la cama; en ese momento mi único deseo era dormir por lo menos media hora más. Sin embargo, Matilde volvió a llamar a la puerta. Pensé que quizá no me habría escuchado bien. Le repetí que bajaría más tarde a tomar el desayuno.
—Ábrame —lo dijo a media voz, pero en un tono que no admitía réplica.
Un tanto agobiado, me ajusté el batín y quité la silla que obstruía el paso. Abrí apenas lo suficiente para medio asomar la cabeza.
—Hola, Matilde. ¿Qué hay? ¿Se ofrece algo?
—¿Puedo pasar? —preguntó sin remilgos.
Antes de que pudiera reponerme de mi azoro ya había empujado la puerta. Entró en mi habitación haciéndome a un lado y cerró tras de sí. Aquella joven mostraba unos modos un tanto bruscos y una actitud imperiosa. En mi tierra eso se hubiera visto mal.
—Vengo a pedirle disculpas —declaró enfática.
La miré durante unos instantes tratando de entender. Entonces advertí cierto aroma a violetas y fui comprendiendo el embrollo. Me crucé de brazos y traté de lucir adusto. Por primera vez no me sostuvo la mirada. Inclinó la cabeza y comenzó jugar con una pulsera barata que lucía en la mano izquierda. Quizá no era tan simple como había imaginado al principio.
—Mmh, a disculparse dice usted. ¿Por qué? Si es que se puede saber.
—No me haga decírselo. Usted sabe a lo que me refiero —dijo compungida.
Para ganar tiempo, pues no sabía cómo proceder, fui hasta el buró y saqué un peine del cajón. Luego me coloqué ante el espejo del ropero y comencé a peinarme tratando de hacerlo con lentitud para tener el control de aquella situación. Sin voltear le dije:
—Alguien entró en mi habitación anoche y parece que no fue la primera vez. ¿Es eso?
La miré a través del espejo. Aún tenía la vista baja y su rostro lucía enrojecido por el rubor.
—Ha sido usted ¿verdad?, pero ¿por qué? —le pregunté, gozando estúpidamente de la sensación de superioridad que experimentaba en ese momento.
Ella respiró hondo y pareció recuperar el aplomo, pero luego volvió a mirar al suelo.
—Todos los días vengo a hacer la limpieza. Y algunas tardes también vengo… Vengo a…
Matilde se contuvo. Era evidente que buscaba la manera de continuar, pero no sabía cómo. Terminé con mi pequeña farsa del peine y la encaré.
—Es por sus libros —dijo al fin, señalando hacia la mesa que me servía de escritorio. Allí, junto a mi máquina de escribir, se apilaban varios volúmenes; algunos los había traído conmigo de Jalapa, otros los había comprado recientemente.
Se apresuró jurarme que nunca se había llevado ninguno. Dijo que no era una ladrona. Venía a leerlos, aprovechando que yo no estaba y volvía a colocarlos exactamente en su lugar.
—¿Por qué hace eso? ¿Por qué tanto secreto? Si me hubiera pedido cualquier libro, con gusto se lo habría prestado. Leer no es ningún pecado.
—Mi madre no piensa así. Cree que leer es una pérdida de tiempo. Además, dice que las mujeres que leen tarde o temprano serán unas descocadas.
—¡No puede ser! Eso es absurdo —hubiera querido reír, pero me contuve.
—Una de mis primas me prestaba novelas en secreto, pero se casó hace seis meses y se fue a Morelia, así que ya no tengo cómo conseguirlas.
Le dije que no se preocupara, que le prestaría todos los libros que quisiera. Podía llevárselos y devolvérmelos cuando los terminara.
—Usted no sabe cómo es mi mamá. Si me ve con un libro, aunque fuera de usted, me lo quitaría para quemarlo. Por eso vengo a leer a su cuarto.
Me ofrecí a interceder por ella ante la señora Meléndez, pero Matilde me suplicó que no lo hiciera. Eso solo le complicaría las cosas. En lugar de eso me pidió permiso para entrar a mi cuarto por las tardes, mientras yo estaba trabajando, para leer durante una hora. Estuve de acuerdo, pese a que la idea me inquietaba. El hecho de que una señorita frecuentara la habitación de un hombre, aunque él no estuviera presente, podría dar lugar a habladurías malintencionadas, sobre todo tratándose de alguien joven y bonita como Matilde. Pues aunque para mi gusto era de carnes delgadas, poseía cierto atractivo. Admitir esto me turbó un poco y para que no se me notara, le pregunté sobre sus gustos literarios.
—Me gustan las novelas. De sus libros ya leí Las aventuras de Rocambole.
—¡Ese es uno de mis preferidos! —dije con entusiasmo—. ¿Qué le pareció?
—Pues muy infantil. Nada de lo que ocurre es creíble. Prefiero El conde de Montecristo.
—¿Ya terminó de leerlo? —tenía presente que era un tomo bastante gordo.
—Me falta el último capítulo. Casi lo termino anoche, pero entonces llegó usted y tuve que dejarlo. Estaba tan entretenida con la venganza de Edmundo Dantés que apenas me dio tiempo de apagar la vela y salir corriendo.
—Eso explica la luz que vi en la ventana —dije, y añadí—: Le conseguiré algunas novelas que seguramente le gustarán. Solo le pido que sea muy cuidadosa. Nadie debe verla entrar o salir de mi cuarto. Eso podría causarme problemas.
—¿A usted? No me haga reír. Si me descubren, sería yo la que estaría en dificultades. Usted tiene menos que perder porque es hombre. Yo quedaría deshonrada. Igual que Fantine.
—¿Quién?
—Fantine. ¿No ha leído Los miserables? —preguntó incrédula.
Me hubiera dado vergüenza admitir que solo conocía de oídas el libro de Victor Hugo. Por suerte, en ese momento la señora Meléndez llamó a gritos a su hija desde la planta baja. Sentí temor. Era algo ridículo e injustificado, pues Matilde y yo no estábamos haciendo nada indecoroso. Ella puso los ojos en blanco manifestando su fastidio y salió del cuarto sin despedirse.