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LA segunda vez que vi al capitán Linares, el famoso Chacal, fue durante la inauguración del nuevo edificio de Correos. Aquella mañana él caminaba muy erguido entre la gente, luciendo un frac que parecía a punto de reventarse bajo la tensión de su musculatura. Iba de un grupo a otro inclinando ligeramente la cabeza a manera de saludo y esbozando una sonrisa forzada. Hacía grandes esfuerzos por lucir relajado y afable; sin embargo, era evidente que se encontraba incómodo. De seguro no estaba allí por gusto, sino como parte de sus obligaciones. No dejaba de mirar alrededor, atento a cualquier movimiento sospechoso. Cada cierto tiempo alzaba la vista para ubicar a sus hombres, apostados en sitios estratégicos. Estos pretendían —sin ningún éxito— pasar inadvertidos.

Me encontraba en el hall principal del flamante edificio proyectado por Adamo Boari. Los representantes de la prensa habíamos sido colocados en los pasillos del primer piso con la finalidad de que tuviéramos una buena perspectiva de lo que ocurría abajo, pero también para que nuestra presencia no importunara a los invitados de honor: embajadores, empresarios, generales, políticos y familias de la mejor sociedad.

Desde mi posición, podía ver perfectamente a las personas que iban entrando al recinto y ocupaban las sillas colocadas bajo las luces. Eran hombres ataviados con levita, sombrero de copa y bastón; en el caso de los militares, estos lucían uniforme de gala. Estaban acompañados por mujeres cubiertas con costosas pieles. Sus vestidos ostentaban complicados encajes y volantes. Algunas llevaban sombreros con plumas y flores, mientras que otras mostraban bellos tocados.

A mi lado se encontraba Juan Pedro, quien dibujaba con pasmosa rapidez todo lo que veía. Bocetaba con la misma pulcritud perfiles femeninos, rostros masculinos, detalles arquitectónicos y los impresionantes ornamentos. Al regresar a la oficina, convertiría sus bocetos en dibujos a tinta, destinados a engalanar las páginas del semanario El Mundo Ilustrado. Entre los dibujos de mi compañero había también algunas caricaturas de los invitados, las cuales realizaba por gusto, pues ningún periódico hubiera corrido el riesgo de publicarlas. A Linares lo había representado como un simio vestido de etiqueta.

Cerca de nosotros, los fotógrafos terminaban de instalar los trípodes de sus cámaras y preparaban el polvo de magnesio para el flash, al tiempo que los músicos del Conservatorio Nacional afinaban sus instrumentos. El lugar estaba adornado con las coloridas banderas de los países de la Unión Postal Universal, por riguroso orden alfabético.

En rigor, yo no tendría por qué haber estado allí. Esa clase de actos quedaban a cargo de los periodistas con más experiencia, no de principiantes que ni siquiera tenían la ropa adecuada para tales ocasiones. Sin embargo, el azar me había puesto en ese sitio y no quería quedar mal.

Ocurrió que el malestar que aquejaba a Moisés cuando regresamos de la colonia Juárez no era un simple resfriado, sino una bronquitis que lo tenía postrado. Cuando Juan Pedro, Antonio Cuyás y yo fuimos a visitarlo a su casa en Niño Perdido, cerca del Panteón del Campo Florido, nos recibió en su lecho de enfermo. Lucía muy débil. Además, estaba preocupado, pues llevaba cuatro días sin pararse por el periódico y temía que Lara Pardo lo despidiera. Cuyás lo tranquilizó: dijo que él era el administrador y por nada del mundo iba a permitir que un amigo suyo fuera despedido. Si era necesario, él personalmente hablaría con el señor Reyes Spíndola para explicarle la situación. Por mi parte, me ofrecí a cubrir su puesto mientras se recuperaba. Yo me haría cargo de los trabajos que le fueran asignados, sin importar que ello me obligara a dedicarle más tiempo a mis encargos. Él se mostró conmovido ante mi gesto.

Fue así como terminé asistiendo a la inauguración del moderno edificio de Correos, construido en la calle de Santa Isabel esquina con San Andrés. Y fue así, también, como empecé a vislumbrar la intriga que se estaba fraguando ante mis ojos y que me mantendría ocupado durante las semanas siguientes.

Alrededor de las once de la mañana, cuando los invitados comenzaban a impacientarse, la guardia presidencial entró al recinto y se apostó junto al improvisado estrado que se había colocado en el hall. La potente voz del maestro de ceremonias pidió silencio y anunció:

—Señoras y señores, su atención, por favor. En estos momentos arriba el ciudadano presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, el señor general de división Porfirio Díaz Mori. Les pido que se pongan de pie.

Cuando el primer mandatario entró, fue recibido por una incondicional salva de aplausos. Luego, mientras él y su comitiva se dirigían a la plataforma de honor, los acordes del himno nacional se elevaron hasta los elegantes techos y la arquería del edificio. El capitán Linares, ajeno a estas muestras de entusiasmo, miraba con nerviosismo al público de la planta baja y a quienes nos asomábamos desde el primer piso. Parecía preparado para entrar en acción. Una década antes, el general Díaz había sido víctima de un atentado en la Alameda. Un sujeto llamado Arnulfo Arroyo lo agredió a mansalva y el revuelo fue mayúsculo, pese a que solo fue un puñetazo. Supongo que una de las obligaciones de Linares era evitar que algo parecido se repitiera.

A sus setenta y siete años, don Porfirio lucía entero. Era más bajo de estatura de lo que yo suponía y más moreno que en sus retratos. Además, el pelo y el bigote lucían totalmente blancos. No obstante, su porte seguía siendo distinguido y su figura sólida y adusta imponía respeto. No vestía su uniforme militar, sino una sobria levita negra. Fue invitado a ocupar el sitial de honor mientras los aplausos continuaban. Mantenía una expresión impasible. Con un movimiento de las manos pidió silencio y, poco a poco, cesaron las palmas. A su derecha y a su izquierda se sentaron dos funcionarios que fueron presentados por el maestro de ceremonias. Eran el director general de Correos y el constructor de proyecto.

Una vez terminadas las presentaciones fueron tomando la palabra los oradores. He de confesar que una de las cosas que más me aburren en la vida son los discursos, sobre todo los que pronuncian los políticos y los funcionarios. Me resulta imposible concentrarme en sus palabras. Pasado un tiempo comienzo a divagar y no puedo reprimir los bostezos. En aquella ocasión me ocurrió lo mismo. Mientras en el estrado se exaltaban las virtudes del correo y la labor de los carteros, miré distraídamente hacia el público.

Fue entonces cuando la vi. Entró al recinto sin hacerse notar y se sentó en una de las sillas del fondo, cerca de la puerta que daba a la entrada del hall. Vestía de negro y llevaba un elegante velo que se levantó con lentitud, dejando al descubierto su rostro. No me resultó difícil reconocerla a pesar de que solo la había visto una vez. Fue cuando me encontraba en el interior del landó de la policía. Recordaba haberla visto bajar de un Ford junto con su madre, y que al ser informada por el capitán Linares de la muerte de su hermano, corrió al interior de la casa. Me pregunté qué estaría haciendo en la inauguración. Se suponía que estaba de luto.

También Linares reparó en ella, pues en cuanto la joven se sentó él fue hasta ella para hablarle. Imaginé que la estaba invitando a sentarse más cerca del estrado. Ella ni siquiera volteó, solo se limitó a negar con la cabeza. Linares continuó con sus muestras de patética cortesía y, al no recibir respuesta, se despidió con una inclinación y regresó al frente con expresión de molestia. A pesar de la distancia, podía advertir la cara de fastidio y enojo en el rostro de la hermana del teniente Urdaneta.

—¡Qué preciosidad! —exclamó Juan Pedro al darse cuenta hacia dónde miraba.

—Yo la conozco —aseguré con petulancia.

—¿De veras? ¿Quién es? —volteó sorprendido hacia mí.

—Su apellido es Urdaneta, pero no recuerdo cómo se llama.

Uno de los colegas que estaba junto a mí dijo que su nombre era Aurora. Luego me pidió que, por favor, me callara porque no lo dejaba escuchar al orador. Guardé silencio, pero seguí mirando a la joven. Juan Pedro, por su parte, comenzó a hacerle un retrato en su cuaderno de dibujo. Trazó el óvalo de su cara y, con gran delicadeza, representó los ojos, la nariz, el velo levantado y los mechones de pelo que escapaban de su sombrero. Aquel rostro —tanto en la realidad como en el dibujo de Juan Pedro— reflejaba una gran tristeza, pero también un hondo rencor.

Los discursos transcurrían con exasperante lentitud. Me sentía fastidiado. Aurora Urdaneta parecía compartir mi estado de ánimo, pues entre un discurso y otro se levantó de la silla y salió discretamente.

Guiado más por la intuición que por algún razonamiento, también me puse de pie. Caminé por el pasillo y bajé por una de las dos amplias escalinatas de mármol tratando de no llamar la atención. Supuse que la hermana del teniente habría salido a la calle para regresar a su casa, pero la encontré cerca de las ventanillas y los mostradores que en un par de días comenzarían a prestar servicio al público. Se encontraba totalmente sola y parecía muy concentrada. Había encendido un cigarrillo. En Jalapa las mujeres no fumaban en la calle ni en lugares públicos, y yo pensaba que ocurría lo mismo en la Ciudad de México. Ahora me daba cuenta de que no era así.

—Buenas tardes, señorita Urdaneta —dije con la mayor cortesía, tocando el ala de mi sombrero.

Ella tardó en reaccionar y, cuando lo hizo, me miró con desconfianza. Al aproximarme noté las grandes ojeras que ensombrecían su rostro y el rictus involuntario de su boca.

—¿Quién es usted? —expresó extrañada.

—Mi nombre es Tristán Quintanilla. Trabajo en El Imparcial.

En su rostro se dibujó de inmediato una expresión de molestia y desprecio.

—Por favor, ¡déjeme en paz! —dijo con aspereza—. No hablaré con periodistas.

—Solo vine a decirle cuánto lo siento. Yo conocí a su hermano.

—No me está engañando ¿verdad? —preguntó en un tono un poco menos duro aunque sin abandonar el recelo—. ¿De dónde lo conocía?

Le hablé de lo ocurrido el día en que llegué a la ciudad; el incidente con los ladrones y la ayuda que el teniente me había prestado, a pesar de no conocerme.

—Así era Martín. Siempre tan dispuesto a ayudar a los demás —dijo en un suspiro.

—Gracias a él recuperé mi equipaje. Puede parecer poca cosa, pero para mí lo era todo. Eso no se olvida. Solo quiero decirle que me siento en deuda con su hermano, pero como él ya no se encuentra entre nosotros, me pongo a su servicio. Si en algo puedo ayudarla, no lo dude. Como le dije, trabajo en El Imparcial.

—Le agradezco, señor Quintanilla, pero creo que nadie puede ayudarme.

Su rostro perdió todo rasgo de severidad. Lucía triste y derrotada. De pronto, miró con extrañeza el cigarrillo que tenía entre los dedos, como si no recordara haberlo encendido.

—Ha sido tan difícil todo esto —dijo—. Mi madre está destrozada y yo ya no sé qué hacer. O, más bien, sí sé, pero no tengo la fuerza.

—La vida está llena de tragedias, pero aun así continúa —comenté solo por decir algo—. Estoy seguro de que su hermano no hubiera querido verla en este estado.

—¿Cómo sabe lo que hubiera querido mi hermano? Martín era como un niño, alguien demasiado inocente e idealista —afirmó.

Aurora Urdaneta permaneció en silencio, de nuevo sumida en sus pensamientos. Cuando intentaba despedirme, escuché que alguien se acercaba.

—¿Se encuentra usted bien, Aurora? —dijo una voz.

Era el capitán Linares. Miraba a la joven con devoción. Aurora no pudo reprimir un agesto de disgusto, que borró de inmediato.

—No me pasa nada, capitán. Salí un momento a fumar. Allá adentro me sentía fuera de lugar.

—Si desea regresar a su casa, mi automóvil está a su completa disposición.

Ella replicó que no era necesario; su chauffeur estaba esperándola afuera. El hombre aquel se desvivía por complacerla hasta el punto de resultar empalagoso y pesado. Fue entonces que Linares reparó en mí. Sus ojos grises me produjeron escalofríos.

—¿Usted quién es? —preguntó en tono desconfiado.

No respondí de inmediato. A mi mente acudió la manera en la cual se había dirigido a los periodistas en la casa de la familia Urdaneta. También recordé las advertencias de Moisés.

—Es un amigo de la familia —se adelantó Aurora, como si hubiera adivinado mi apuro.

El capitán seguía mirándome. La desconfianza no había desaparecido de su rostro. Al final, perdió interés en mí y volvió a dirigirse a la hermana del teniente.

—Llamaré de inmediato a su chauffeur y haré que uno de mis hombres la escolte a su casa. Iría yo mismo, pero debo permanecer aquí hasta que concluya la inauguración —se disculpó.

Ella aceptó y yo aproveché la oportunidad para despedirme y volver al hall.

Cuando regresé a mi antiguo sitio, Juan Pedro había cerrado su cuaderno y miraba su reloj con impaciencia. Los discursos habían concluido. Ahora había un sujeto recitando con voz engolada unos versos que supuse de su autoría:

De los montes del Inca

Al desierto africano,

Inmenso cual un mar de arena ardiente,

Todo el género humano,

Todos los pueblos son de polo a polo

Para la Unión Postal, un pueblo solo.