DURANTE los días que siguieron, la rutina se instaló en mi vida. Por las mañanas bajaba a desayunar y conversaba con los demás huéspedes. Luego salía rumbo al periódico. Cuando me daba tiempo, regresaba a la pensión para comer. Si no era posible, tomaba algo fuera. A veces regresaba muy tarde, cuando ya todos dormían. En esas ocasiones era agradable entrar en mi cuarto y reconocer los rastros del perfume de violetas que usaba Matilde, quien había estado allí por la tarde. Iba hasta el escritorio y revisaba la novela que ella estaba leyendo en esos momentos. La página en la que se había quedado se encontraba marcada con un cartoncito con publicidad de la Joyería La Perla.
Un día, al entrar en mi cuarto, me sorprendió encontrar sobre el escritorio un florero con cuatro claveles. ¿Era solo un detalle amable, una forma de corresponder al préstamo de los libros, o habría algo más? La hija de la señora Meléndez no me había dado ninguna señal de algún interés que fuera más allá de las novelas que le facilitaba y de la amistad que, gracias a los libros, estaba surgiendo entre nosotros. O quizá sí había señales, pero yo no era capaz de notarlas. El caso es que el florero permaneció allí, y cuando las flores empezaban marchitarse, aparecían en él cuatro claveles nuevos.
Ocasionalmente, cuando la madre de Matilde no estaba presente, ella y yo conversábamos en la sala sobre sus lecturas y las mías. También sobre mi trabajo. Después solían sumarse las señoritas Palma, que nunca parecían tener nada que hacer, y el español Zubizarriaga.
Cuando la señora Meléndez entraba en la sala, invariablemente le decía a su hija que no distrajera a los huéspedes y la ponía a hacer algún quehacer, o la mandaba a completar un encargo. Esto hacía que las oportunidades para hablar con ella fueran muy escasas y, en general, bastante breves. Por eso se me ocurrió la idea de escribirle.
Por las noches, antes de dormir, tenía la costumbre de tomar mi Blickensderfer y redactar cartas dirigidas a mi familia, a la profesora Quirós, o para algún conocido de Jalapa. También comencé a escribirle a Matilde misivas breves; solo le preguntaba sobre sus intereses y gustos, tratando de no tocar asuntos demasiado personales que pudieran incomodarla, o darle una idea equivocada de mis intenciones
La primera carta la dejé en el escritorio, junto a los libros, sin saber qué pensaría de semejante atrevimiento. Para mi sorpresa no solo leyó de buen grado mi mensaje, sino que lo respondió y este intercambio epistolar se convirtió en una costumbre. Matilde había cursado hasta el tercer año de primaria, pero gracias a su afición a la lectura, poseía buena ortografía, su letra era clara y su redacción más que aceptable.
Cierta tarde, al volver de cumplir una orden de trabajo, en la recepción del diario me entregaron un sobre dirigido a mí. Lo había llevado un mensajero. Dentro encontré una tarjeta pulcramente caligrafiada con tinta color magenta y un elegante monograma. Era nada menos que de Aurora Urdaneta. Me pedía que, si me era posible, nos viéramos ese día a las seis de la tarde, pues debía pedirme un gran favor. Y me suplicaba que fuera muy discreto; nadie debía enterarse de ese encuentro. En la tarjeta venían las señas del lugar. Me resultó extraño que la dirección no fuera la del chalet de la Colonia Juárez, sino un sitio ubicado en la calle de Santa Clara número 15, altos.
El mensaje me intrigó sobremanera. ¿Qué quería la señorita Urdaneta? ¿Cuál era el favor que deseaba pedirme? ¿Por qué la discreción? Comenzaron a desfilar por mi cabeza numerosas posibilidades, algunas bastante disparatadas.
Me apresuré a redactar el artículo que me faltaba para completar la jornada y se lo entregué a Lara Pardo. Luego consulté el mapa que me había prestado el señor Zubizarriaga, que nunca le devolví, para ubicar la calle. Con el fin de ahorrar algo de dinero, solía evitar los coches de sitio, pero en ese momento era la única manera de llegar a tiempo a la cita. No quería dejar esperando a la hermana del teniente; además, me sentía picado por la curiosidad.
El número 15 de Santa Clara era un edificio pequeño y sin personalidad, con dos portones; uno era para acceder a la planta baja y el otro para el primer piso. Sobre esta segunda puerta, la cual decía “Altos”, había una placa de cobre que informaba:
Mme. Rachell
Cartomanciana, palmista, vidente
Pensé que me había equivocado de lugar. Saqué la tarjeta y confirmé que era la dirección. Así pues, jalé la cadena que pendía de la puerta y escuché el sonido de una campana. No tuve que esperar mucho, pues a los pocos minutos un sujeto de aspecto torvo abrió la puerta y dijo que me esperaban en el salón principal. Entré y seguí al hombre por una angosta y empinada escalerita que terminaba en un minúsculo recibidor. De allí me hizo pasar a una sala en cuyo centro había una mesa redonda con una esfera de cristal. Los espesos cortinajes hacían que el lugar estuviera en penumbras. Allí, sentada en un sillón junto al a ventana, me esperaba ella.
El elegante atuendo que lució durante la inauguración de la Casa de Correos había sido sustituido por un traje de calle negro. Seguía ojerosa y su postura y sus actitudes reflejaban nerviosismo. No obstante, ninguno de estos detalles disminuía su belleza. Sobre la mesa había una tetera de plata con dos tazas. También un plato con algunos panecillos.
—Le agradezco que haya aceptado venir, señor Quintanilla. Espero no haberlo distraído de su trabajo —dijo extendiéndome su mano para que se la estrechara.
—Llámeme Tristán, señorita Urdaneta.
—Qué amable. En ese caso, puede llamarme Aurora.
Me invitó a sentarme y tomar una taza de té, que ella misma sirvió. Por unos momentos permanecimos en un incómodo silencio. Sacó una pitillera de plata, la abrió como si tuviera la intención de sacar un cigarrillo, pero se arrepintió y la cerró. Como ella permanecía indecisa, tomé la iniciativa.
—Pues, aquí me tiene, a sus órdenes, Aurora. Entiendo que necesita un favor. ¿De qué se trata?
—Primero, permítame disculparme por lo precipitado de mi aviso. También por haberlo citado aquí y no en mi casa; tengo mis razones.
Me aclaró que solía asistir con frecuencia a casa de madame Rachell cuando necesitaba consultarle algo y, en esta ocasión, ella había accedido a dejarla sola para hablar conmigo en privado.
—La escucho —dije, lleno de curiosidad.
—Mire, evitaré los rodeos. Lo primero que debe usted saber es que mi hermano no se quitó la vida.
Tras decir esto guardó silencio, quizás esperando alguna reacción de mi parte. Al ver que yo no decía nada continuó.
—Él nunca lo hubiera hecho. Amaba demasiado la vida. Además, como buen católico, consideraba que suicidarse era una ofensa grave contra Dios. Por si fuera poco, Martín quería mucho a su familia, éramos lo más importante para él. No hubiera sido capaz de causarnos un dolor tan grande.
—¿Qué está sugiriendo, Aurora? —pregunté desconcertado.
—No estoy sugiriendo nada, Tristán —dijo con un gesto de impaciencia—. Le estoy diciendo que él no se suicidó. A él lo mataron.
—¿Está segura? —balbuceé.
—Mire, no tengo pruebas, si a eso se refiere, pero lo sé. El corazón me lo dice.
Me sentí abrumado. No solo me resultaba desconcertante lo que Aurora me estaba diciendo sobre su hermano. También me sorprendía el hecho de que me hiciera esa confidencia. Cualquiera pensaría que éramos amigos de toda la vida, cuando la verdad era que no nos conocíamos. ¿Qué podía decirle? ¿Qué tenía yo que ver con ello?
—¿Ya habló con la policía acerca de esto? —pregunté en forma tentativa.
—¿La policía? Por favor, Tristán, son unos incompetentes —sus manos mostraban su agitación interior.
—El capitán Linares parece apreciarla mucho —me atreví a comentar—. ¿Por qué no le cuenta lo que me acaba de decir?
—Usted no lo conoce. Me trata como si fuera una niña. No me tomará en serio. Eso lo supe el día de la inauguración de la Casa de Correos. Fui allí con la intención de contarle mis sospechas a Linares, pero en cuanto lo vi supe que sería un error y preferí no decirle nada. El tipo no me inspira confianza. Era amigo de mi hermano, pero nunca me ha parecido buena persona. Además, creo que le gusto… No quisiera darle pretextos para frecuentar mi casa.
Sin entrar en detalles escabrosos, le revelé que había estado en la habitación de su hermano junto con la policía; había visto el cuerpo y también el arma. Todo indicaba que se trataba de un suicidio. Ella contestó que eso no significaba nada. Cualquiera pudo haberlo matado y luego preparar todo para que pareciera otra cosa.
No quise lucir descortés ni incomodarla. Por eso evité decirle que su afirmación era demasiado audaz, que necesitaba algo sólido en qué apoyarla. En lugar de eso, traté de indagar algo esencial.
—¿Qué espera de mí? ¿En qué puedo ayudarla?
—Se lo diré en un momento, pero primero respóndame. Es algo muy importante. Me contó que había conocido a Martín en la estación de San Lázaro el día que llegó a la Ciudad de México. Dijo que él le ayudó a recuperar el equipaje que le habían robado. ¿Es así?
—Ni más ni menos —le dije, intrigado.
—¿Recuerda usted si mi hermano estaba solo o venía acompañado de otra persona? —me observó con mucha atención.
—Mm, estaba solo —era lo que recordaba.
—¿Y antes?, en el tren. ¿También estaba solo? —insistió.
—En realidad no lo sé. Creí haberlo visto durante el viaje en uno de los compartimientos de primera clase, pero la verdad no podría asegurar que fuera él y menos si venía acompañado.
Aurora me rogó que hiciera un esfuerzo. Afirmó que era muy importante. Le aseguré que no recordaba a nadie más.
Ella permaneció pensativa y, al notar mi expectación, dijo que antes de decirme para qué me había llamado, tenía que revelarme algunas cosas sobre su hermano y sobre su estancia en Orizaba. Me hizo prometer que no se lo contaría a nadie.
—Sé que pedirle a un periodista que no divulgue información suena extraño y arriesgado, pero le ruego que no lo haga. Las consecuencias podrían ser terribles.